Homilía del padre Carlos Padilla - 31 de mayo de 2020

Domingo 31 de mayo de 2020 | Carlos Padilla

Domingo de Pentecostés

Hechos 2:1-11; I Corintios 12:3-7, 12-13; Juan 20:19-23

«De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso. Se les aparecieron unas lenguas de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno»

31 mayo 2020 P. Carlos Padilla Esteban

«Volveré a ver los rostros amados de siempre y los nuevos. Volveré a escuchar las voces y los cantos en la tierra. Este tiempo no se ha perdido, solamente está enterrado»

Es como si pareciera fácil cambiar el camino emprendido y comenzar otro totalmente diferente. Fácil cambiar las decisiones tomadas cuando experimento la fragilidad de mi corazón. Fácil borrar toda una vida de esfuerzos en un solo acto, en un momento de miedo o de duda. ¿Cómo se puede rehacer la vida después de sufrir el dolor, la pérdida, el cambio de camino? Tantas separaciones en la vida matrimonial. Tantos sacerdotes o seminaristas que dejan su camino. Tantas vocaciones seguras que pierden la fe y emprenden un rumbo diferente. ¿Qué falla en el corazón del hombre? ¿Es incorrecta la primera decisión o la de ahora? ¿O tal vez ninguna sea incorrecta? Ya no lo sé. No juzgo tantas decisiones posibles. Son respetables y nunca me atrevería a opinar si están bien o mal. Sólo sé que un camino emprendido crea expectativas. Cualquier decisión que tomo tiene sus consecuencias. Y afecta a muchas vidas. ¿Tengo que ser fiel hasta el final de mi vida, aunque no sea feliz, ni pleno, aunque no tenga sentido la vida que llevo? He escuchado con frecuencia esta pregunta. Y no me gustaría estar en ese corazón que sufre esta duda tan profunda. Todas mis decisiones tienen consecuencias. Algunas dolorosas. Sufren inocentes. Cambian tantas cosas. Un sí o un no. Las cosas no siguen igual. No es lo mismo un sí para siempre que un hasta aquí hemos llegado. Tal vez en ocasiones nunca se debió emprender el primer viaje. Dios lo permitió y permite ahora otros planes, otros caminos, me hizo libre. A lo mejor sucede lo que comentaba una persona: «Muchas veces hago planes y no le pregunto a Él lo que desea para mí». ¿Es posible hacer planes y tomar decisiones importantes sin hablarlo antes con Dios? Totalmente posible. Y luego puede que el camino sea insoportable. Y la felicidad soñada nunca llegue a realizarse. Quizás puedo tomar mi vida en mis brazos, armarme de valor y entereza y continuar mi camino con el corazón puesto en Dios para que me dé fuerzas. Puedo hacerlo. Pero no puedo exigírselo a otros. Entiendo entonces a los que cambian sus planes, y toman decisiones diferentes a las que un día comenzaron. Pero no deja de dolerme. Me duele por las consecuencias que implica toda decisión. No lo juzgo. Pero tampoco me da igual. Toda decisión tiene consecuencias y tengo que hacerme responsable de mis actos. Hoy parece reinar la indiferencia. Todo vale, todo da igual. Nada importa. Cada uno tiene sus derechos. Y es cierto. Pero ¿y los daños causados? La vida sigue, está claro. Pero quiero hacerme responsable de mis decisiones y ser serio. Asumo los riesgos. Tomo en mis manos mi vida y se la entrego a Dios. Y asumo que lo que decido no siempre va a ser aceptado, aprobado, respaldado. No quiero buscar causas ni culpables. Tal vez sólo necesito hacer el duelo necesario. Cambian las circunstancias, las personas y su entorno. Y el daño está ahí y lo llevo en el pecho. Porque cada vida afecta. Me doy cuenta de la influencia que tengo sobre los demás. La influencia que todos tenemos. No me cierro en mi egoísmo indiferente. No quiero caer en la tentación que comenta el Papa Francisco: «El riesgo es que nos golpee un virus todavía peor, el del egoísmo indiferente. Que lo que está pasando nos sacuda por dentro». Me hago responsable. Asumo las consecuencias de mis actos. Entiendo que toda decisión implica riesgos y renuncias. Respeto lo que cada uno decida en su interior. No lo juzgo. Pero me importa. Claro que me importan los cambios de planes y las heridas que los cambios dejan. Acepto que haya decisiones que no lleguen hasta el final de la vida. Pero me gustaría soñar con síes dados para siempre. Por eso celebro con tanta alegría la fidelidad de los que se aman pasados muchos años. Las vidas entregadas día tras día en fidelidad serena. El amor que no desaparece de golpe. La vida consagrada que acepta con alegría la renuncia. No juzgo otras decisiones, pero valoro la verdad del amor cuidado durante toda una vida.

El alma permanece tranquila a través de mi ventana. Observo la vida que brota a mi alrededor. Dentro de mí, guardado, confinado. No quiero que el miedo paralice mis pasos. Pero mi corresponsabilidad me pide guardarme. Y me quedo mirando mi jardín. Los árboles mecidos por la brisa. La soledad de un espacio habitualmente lleno de gente. Duele la ausencia y los relojes siguen su curso. Se llevan por delante planes soñados, ahora imposibles. Quiero que se calmen las ansias de hacer lo que no puedo hacer. Que se calme el temor a una muerte posible que a veces me intimida. Que se calmen los vientos que con su fuerza pretenden romper las vigas de mi alma. Nace dentro de mí la impotencia. Y siento el deseo grande de hacer las cosas bien. Me arrepiento por las palabras dichas, por los silencios no guardados, por las críticas lanzadas al aire. Me asusta que estas semanas hayan sembrado en mí la desconfianza y el miedo. Me asusta haber visto el lado oscuro de mi alma herida. Me asusta haber tocado mi desidia y pereza cuando no me exigen ponerme a trabajar y hacer las cosas bien en cada momento. Me asusta la torpeza de mis gestos y mis actos en la monotonía de lo cotidiano. Me asusta mi egoísmo cuando la vida se convierte en una entrega continua. Me asusta ser poco creativo y tener miedo a reinventarme. Temo no haber sido capaz de enfrentar la soledad con alegría. Me da pena haber visto mi incapacidad para besar alegre los planes truncados. Me detengo pensando frente al jardín de mi alma y pienso que han florecido flores antes desconocidas. Quizá habré quitado algunas plantas rebeldes que conseguían turbar mi alma. Puede que haya más luz en este jardín de dentro, más luz que antes cuando creía que el mundo era mío. Pienso que tal vez ahora he tocado la aspereza de la vida y he reaccionado con alma de niño abriéndome a lo desconocido. Siento que están cambiando los ritmos de mi vida. Que no es fácil volver a lo de antes sino a algo nuevo que traerá vientos nuevos. Creo que esta cuarentena está alimentando mi alma para hacerla más fuerte y profunda. Me ha quitado un poco el miedo a perder la vida. Me ha regalado un corazón más grande para amar con más intensidad a los míos. Creo que puedo ser más niño de lo que nunca he sido. Y abrazar la naturaleza que la primavera ha hecho surgir casi de entre mis manos. He pedido por tanta gente que desconozco. Y he querido a tanta gente que aún no he visto. He sentido en mi alma el destello de un fuego que viene de lo alto. No me lo he inventado, ha sido Dios quien lo ha encendido dentro. He recorrido caminos nuevos por sendas nuevas. Pensando que la vida se define en ese momento concreto que vivo ahora mismo. He aprendido a contemplar el instante que Dios me regala sin exigirle al futuro que todavía no llega. He abrazado sin miedo la vida que hoy tengo, pues sé que es lo único que ahora me dejan abrazar. He comenzado de nuevo tras haber visto algunas caídas. He amansado el asno que llevo dentro, que se rebela incluso contra mí mismo, con dosis de paciencia y mucha calma. He empezado a levantarme sobre mis propias fatigas. Sonrío ahora con más ganas, quizá he rejuvenecido. Y las semanas pasadas no han dejado sino en mi alma una fuerza nueva que antes desconocía. Tengo el corazón más grande, más lleno de personas que antes no conocía. Y he sentido en mis manos el peso de este mundo. Me ha turbado, es cierto, la muerte de inocentes. Y he temido como un niño las oscuras nubes inciertas. Pero tengo que decir con nostalgia de infinito que el cielo en estos días se me ha hecho más presente. El cielo en aquellos que trabajan por servir la vida ajena sin cuidar su propia vida. He visto a Dios presente en tantos que se entregan en un silencio oculto sin exigir aplausos. Y he sentido en mi piel la brisa de un nuevo día que tiene que morir para nacer de nuevo. He sembrado esperanzas con palabras muy pobres pretendiendo cambiar la vida de los hombres. ¡Vana ilusión la mía! Las palabras se las lleva el viento y solamente son los actos que las refrendan los que pueden cambiar el mundo. Quiero que mi amor sea más grande en este día. Más grande todavía de lo que nunca ha sido. No quiero pensar mal de nadie y hablar siempre en positivo. Tejer esperanzas nuevas con los mismos hilos de siempre y lanzarme al vacío confiando en que alguien estará allí para abrazarme. Quiero poner el acento en la confianza que tengo, en la que me han dado y en la que doy. No quiero desconfiar más de nadie en mi camino. Aunque me engañen y piense después que soy bastante ingenuo. Ya no me importa tanto lo que piensa la gente, eso he decidido. Y me he puesto a imprimir hojas y hojas con unas palabras muy claras: «Sé niño, confía, no temas, espera, que la vida es más de lo que tú nunca has soñado». Tengo en mi alma un sueño que brota cada mañana. Es un sueño pequeño de esos que duermen pronto y se levantan temprano. Es el sueño más sencillo que pueden tener los niños. Mi sueño es simplemente que cada día que amanezca lo haga con una sonrisa. Eso espero. No le exijo a la vida que me dé lo que me debe. Tampoco sé cuánto me debe. Sólo sé que he amado, he soñado y he esperado siempre todo de todo lo que he vivido. Y cuando no lo he tenido simplemente no me he amargado. Vuelvo a acariciar la tierra de la cual he comido su fruto. Y espero que en mi jardín los árboles sigan meciéndose con la brisa o con el viento. Volveré a ver los rostros amados de siempre y los nuevos. Volveré a escuchar las voces y los cantos en la tierra. Este tiempo no se ha perdido, solamente está enterrado. Y de la tierra sembrada surgirán nuevos frutos. Y mi corazón entonces será más grande, más libre. Desde mi jardín florido sé muy bien cuánto he crecido.   

Aprender a servir supone aprender a renunciar a mis planes. A mis deseos, a mis caprichos y todo por amor al otro. Todo servicio implica renuncia porque supone servir la vida ajena y no pensar sólo en la propia. Tiene este tiempo algo de Nazaret. Tal vez no pueda hacer muchas cosas. Sólo quedarme en casa y cuidar a los míos. Suena egoísta. Pero no lo es. Es un tiempo en el que puedo crecer en profundidad y hondura. Es una oportunidad para cambiar mis categorías. Puedo llegar a ser mejor que antes. El otro día escuchaba: «Es necesario aprender a perder para ganar». No me gusta mucho perder. Aprendí de pequeño a ganar. Me dijeron que era lo mejor. Yo lo viví así. Sé que el que gana sufre menos. El que pierde es humillado. Sentía que si perdía en algo fracasaba. El problema era mío, o de este mundo que me enseña a ser competitivo desde niño. Entendía la derrota como quedar por debajo de alguien que triunfaba. En los deportes, en los juegos, en los estudios, en la vida. Con el tiempo comprendí que aprendía más de las derrotas que de las victorias. Cada vez que salía derrotado podía mirar mi vida y sonreír. No era tan terrible. La vida da nuevas oportunidades siempre. No era un fracasado por haber perdido una o más veces. Siempre podía empezar de nuevo desde cero. Podía volver a luchar sin perder la esperanza. Hicieron más fuerte mi carácter las derrotas que las victorias. Me educaron más en mi espíritu de lucha. No era todo fácil, no siempre iba a ganar. Con el paso del tiempo fui ampliando el significado de perder. Podía perder amigos, podía perder vínculos, personas amadas, lugares amados. La pérdida con los años pasó a formar parte de mi repertorio de verdades profundas. No hay crecimiento sin pérdida. No hay ganancia sin haber perdido antes. Aprendí con la vida que siempre que se pierde algo, surge un hueco doloroso en el corazón, un gran vacío. Y a la vez brota una nueva presencia antes desconocida. Perder va acompañado de ganar. Gano mientras pierdo. Consigo mientras no alcanzo. Esa paradoja de la vida ha ido tomando fuerza en mí. Perder siempre implica un cambio, una transformación interior, un revulsivo. Perder me lleva irremisiblemente a ganar. Una poesía de Francisco Luis Bernárdez me muestra la verdad de todo esto: «Si para recobrar lo recobrado debí perder primero lo perdido, si para conseguir lo conseguido tuve que soportar lo soportado, si para estar ahora enamorado fue menester haber estado herido, tengo por bien sufrido lo sufrido, tengo por bien llorado lo llorado. Porque después de todo he comprobado que no se goza bien de lo gozado sino después de haberlo padecido. Porque después de todo he comprendido por lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado». Vivo de lo que he perdido, de lo que he enterrado como semilla en la tierra de mi alma. Sin amargura, con la cuota adecuada de pena, con el duelo necesario e irrenunciable. Pero siempre esperando las flores de la primavera. Porque Jesús se manifiesta en mis derrotas con más fuerza que en mis victorias. En momentos de gloria la fama y el aplauso no me dejan ver su rostro. Leía el otro día: «Ahora sabemos cómo nos mira cuando sufrimos, cómo nos busca cuando nos perdemos, cómo nos comprende y perdona cuando lo negamos»[1]. Jesús me mira conmovido en mi dolor. Y viene a abrazarme mientras camino cabizbajo y sombrío. De la derrota y de la pérdida saca una ganancia infinita para mi vida. Sólo tengo que descubrirlo. Pienso en este tiempo que vivo. Tiempo de pérdidas. Tantas cosas que pierdo para ganar otras. Tal vez no vea ahora lo que puedo ganar. Tal vez ahora no me deja ver la tristeza de la pérdida la belleza de la ganancia. El tiempo puede que me ayude a desmalezar el camino. A ver con más claridad en lo que ahora me entristece una fuente de agua verdadera. Pienso en lo que la vida me ha quitado. Pienso en lo que no me ha dado. Y me alegro de todo lo que he ganado. He ganado más veces de las que he perdido. Victorias pequeñas, íntimas, invisibles a los ojos de los hombres. Algunas victorias sobre mi ánimo, sobre mi pereza, sobre mi desesperanza. Victorias que se convierten en ganancia para mí, para los míos. Tal vez este tiempo me haga ganar mucho para mi vida. Es como si perdiera el tiempo, u oportunidades que nunca han sucedido. Puede que lamente las cosas que no han pasado. Los viajes no realizados. Las vidas que no han sanado. Los trabajos perdidos. El dolor es parte de mi camino. No lo vivo en la superficie. En lo hondo de mi corazón sufro y lloro haciendo el duelo que mi alma precisa. Pero sé que perder es parte de mi vida. No puedo tenerlo todo en mi poder, como a veces pretendo. Mis elecciones suponen pérdidas y ganancias. No existe el crecimiento ascendente y lineal. La vida da muchas vueltas y si ahora estoy arriba, mañana puede que esté abajo. Si ahora estoy riendo, puede que mañana llore. No me lamento por la herida de ahora. No me glorío en mi risa de este momento. Doy gracias a ese Dios que camina a mi lado ayudándome a ver lo bello de cada día. 

El deseo del corazón es lo que mueve mi vida. El deseo más profundo y verdadero. ¿Qué deseo en mi interior? Después de la Ascensión los discípulos deseaban que Jesús volviera. Que enviara a quien les había prometido. Una presencia viva junto a ellos que les diera paz y esperanza. Hoy escucho: «Aguardad que se cumpla la promesa del Padre, de la que me habéis oído hablar, porque Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de no muchos días». Las promesas levantan mi ánimo. Me lleno de esperanza anhelando al que ha de venir. Eso es lo que sueñan los discípulos. ¿Qué espero yo? Espero a que pase este tiempo. A que algo cambie en mi vida, en la de los que amo, en la vida de los que me acompañan por los caminos. Que no haya sido todo en vano. Algo habrá cambiado. Necesito una promesa que me sostenga cuando se tambaleen mis seguros y el miedo sea más fuerte que la confianza dentro de mi alma. Quiero anhelar con fuerza. Lo decía el P. Kentenich: «Nuestro anhelo es la medida del cumplimiento. Este anhelo es lo primero y es un importante paso, una condición para la gracia de transformación». Si no lo deseo no estaré capacitado para recibirlo. El deseo ensancha el corazón. El Catecismo de la Iglesia Católica se abre con esta declaración: «El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar». El deseo más verdadero de mi alma es una nostalgia de infinito que me acompaña cada día. No quiero reprimir mis deseos verdaderos. Hay quizás otros deseos que no me llevan a lo que me conviene, o me desordenan y alteran mi alma inquieta. Y vivo sin paz, sin rumbo. Pero hay otros deseos que ensanchan mi alma y la hacen más capaz para el amor. Quiero educarme en el deseo. Un deseo sano y verdadero. Un deseo de Dios. Una persona me decía el otro día: «Nos han dicho los curas tantas veces lo que no es, que ya no me acuerdo realmente de lo que sí es». Me impresionó esta afirmación. ¿Será cierto? Tanto tiempo evitando tocar los límites que no puedo traspasar que el corazón deja de desear lo imposible. Aprendo entonces a vivir sin desear, para que no llegue a desear lo que no es un bien para mí. O no me conviene. O no es lo que me dará la paz. Y una vida sin deseos es una vida muerta. Comenta S. Ignacio Antioquia: «No queráis a un mismo tiempo tener a Jesucristo en la boca y los deseos mundanos en el corazón». Quisiera dejar de lado esos deseos mundanos que me llevan a buscarme egoístamente, de forma enfermiza, a vivir sin salir de mi círculo cerrado, sin abrirme. Esos deseos no me hacen bien, me matan. Matan la vida de mi alma. Pero hay otros deseos que quiero cultivar. Son deseos buenos y nobles. Son los deseos que quiero cuidar en mi alma. Son esos deseos que me hacen volar soñando las alturas y me llevan a aspirar a las cumbres más altas. Son los deseos que viven dentro de mí y me hablan de alguien que hay escondido en mi interior y que sólo quiere salir. Son los deseos que expresan la libertad que sueña mi corazón. Tantas veces estoy triste porque soy esclavo. Esos deseos me hablan de los caminos que pudiera emprender si fuera más valiente. Esos deseos me llevan a dejar a un lado tantas cosas que me limitan en mi torpeza. Esos deseos de cielo viven en mi interior y son los que ensanchan el alma para que quepa Dios en ella. Son deseos de un infinito y una eternidad que acabe para siempre con los límites da hora. Esos deseos me hacen no querer conformarme con mi vida tal y como es. Esos deseos no me hablan de pecado sino de un amor más grande con el que nunca he soñado. Esos deseos no me dicen que tengo que hacerlo todo bien para llegar al cielo y ser feliz. Esos deseos me muestran que si tengo tanta hambre de Dios es porque Dios me desea a mí también. Es un amor correspondido, una necesidad que tanto Él como yo tenemos. Quiero cuidar ese deseo de infinito que tengo en mi interior. Sé que la medida del anhelo será la medida de la gracia que reciba. Y la medida del anhelo hará posible que venga Jesús a mí en forma de lengua de fuego. Y me cambie por dentro. Sólo quiero seguir soñando, deseando, anhelando. Esta es la semana del anhelo. Aspiro a algo más grande. Tengo pena y a la vez tantas ganas de vivir con Jesús dentro de mi alma para siempre. No me dejará solo, lo tengo claro. Me lo ha dicho. Voy a cuidar ese deseo ahondando en mi mundo interior. Allí puedo estar a solas con Dios. Allí me reconozco en mi verdad ante su rostro. Quiero cultivar ese deseo en comunidad. Cuando dos o tres rezamos en su nombre todo cambia. Quiero alentar desde el deseo, no limitarme a reprimir otros deseos que no hacen bien. El ideal que Dios siembra saca lo mejor de mí.

Están encerrados los discípulos en el Cenáculo por miedo a los judíos. Jesús asciende al cielo y vuelve el miedo como al principio: «Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos». Están reunidos con María ahora con confianza perseverantes en la oración: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar». El Cenáculo de esos días previos a Pentecostés es distinto al primero. El mismo lugar con experiencias tan diferentes, con Jesús o sin Él. Allí Jesús partió su amor en la última cena. Su cuerpo, su sangre. Allí tuvieron miedo y Él atravesó las puertas cerradas venciendo las barreras. Ahora ya no esperan que vuelva a hacerlo. Pero algo tiene que ocurrir. Tienen miedo a lo desconocido. Jesús les habla de un paráclito, de aquel que ha de venir a cambiar sus vidas, pero tienen miedo. Yo siempre me asusto ante lo desconocido, ante lo que no controlo. Me gusta lo de siempre. Me impresionan las novedades, los cambios inesperados. El corazón se aferra como un náufrago a la madera que flota sobre las olas. Así soy yo cuando me siento rodeado de temores fundados e infundados. El miedo a lo que no controlo. Jesús me ha prometido que estará conmigo todos los días. Puedo perseverar en mi Cenáculo. ¿No tiene acaso mucho de Cenáculo mi vida en estos meses de confinamiento? Recluido en mi casa, mi espacio seguro, mis cuatro paredes que me protegen de la enfermedad y me aíslan. Para no contagiarme, para no contagiar. Para ser responsable. Un Cenáculo con las puertas cerradas por miedo a lo incontrolable. Y María en el centro, pues he recurrido a Ella tantas veces en estos días implorando su misericordia, su amor, su cercanía. Le he dado el poder sobre mi vida para que me sostenga como Reina. He perseverado en oración junto a Ella. He tenido miedo y Ella ha venido a salvarme, a sostenerme, a levantarme. Ha venido a pasar conmigo estos días de pandemia. El Cenáculo es un lugar de espera. Un lugar de ansias y anhelos desesperados. Mi Cenáculo muchas veces es mi corazón donde aguardo que suceda lo que mi corazón desea. El Cenáculo es ese lugar sagrado donde me siento seguro, cómodo, esperando a que alguien me liberé de mí mismo. Tengo miedo a salir, a exponerme. Tengo miedo al fracaso y a la vida misma. A veces vivo dentro de un Cenáculo que yo mismo me he creado para vivir a salvo. Al mismo tiempo el Cenáculo tiene un aspecto muy positivo. Es el lugar de mi intimidad con Dios. Sin Cenáculo no sucede Pentecostés. Sin anhelo ni espera no llega a mi vida el Espíritu Santo. Sin apertura no hay salvación. Dios incomprensiblemente respeta mi libertad como lo más sagrado. Y acepta que cierre las puertas y me niegue a dejarlo entrar en mi vida. Acepta mi falta de fe y mis miedos. No se impone sobre mi voluntad. Sólo espera ante la puerta cerrada y llama, esperando a que yo le abra. El Cenáculo es el lugar donde puede ocurrir el milagro. No hay vocación sin Cenáculo. No hay conversión sin Cenáculo. No hay cambio sin interioridad. Comenta el P. Kentenich: «Dios atrae hacia sí nuestra alma mediante el consuelo y la dulzura en el trato interior con nosotros. Lo hace a fin de inducir nuestra alma a abandonar el mundo y sus placeres y para regalarle el gusto por las cosas del cielo»[2]. Es imposible oír la voz de Dios si no me dejo espacio para el silencio, para la oración en intimidad con María y con Dios. Sin ese lugar llamado Cenáculo no puedo llegar a ser un hombre nuevo. Es el preámbulo de la santidad. El paso previo para que suceda el milagro. Es la predisposición del alma. Es imposible el cambio si no lo deseo. Imposible el encuentro si no lo busco. Imposible la flor si no riego la planta. Imposible oír su voz si no logro hacer silencio. Me gusta el Cenáculo. En Tierra Santa es tal y como debió ser en su momento. Un lugar frío. Allí donde ocurrió lo más sagrado se me sigue mostrando hoy como en el lugar de la espera. Algo ha de suceder. Todavía no sucede. La frialdad de sus piedras, el clamor de su vacío. Es como si Dios no hubiera aún irrumpido en medio de las aclamaciones de los discípulos con María. Es como mi alma antes de la conversión, antes de conocer a Jesús, antes de enamorarme de Él.

Pero súbitamente llega Pentecostés y todo cambia en el Cenáculo: «De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse». Me impresiona ese momento de cambio. Todo se rompe, el silencio, las puertas, la paz. Y entra el fuego. Y todo cambia en ellos. Comienzan a hablar una lengua que todos entienden: «Todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios». Hablan un lenguaje comprensible. Antes hablaba cada uno el suyo. Creo que la comunión pasa por hablar todos un idioma común. Un idioma que todos entienden. Sucede cuando me pongo en el corazón del otro y hago mías sus inquietudes. Es el signo de la unidad y también el signo de la paz. Normalmente las lenguas diferentes dividen, alejan, separan. Babel es expresión de esos pueblos que no logran ponerse de acuerdo. No hablan un idioma que los une. Cada uno el suyo. Me impresiona cuando oigo discusiones en las que cada uno defiende su postura sin escuchar las de los demás. El P. Kentenich hablaba siempre del consenso. No importa tanto mi postura, lo que yo creo. En diálogo con otros acabo llegando a un punto nuevo, fruto del Espíritu. Para lograrlo es necesario que no me aferre a mi creencia, a mi idea, a mi deseo. El consenso exige mucha renuncia y la fuerza del Espíritu para que me permita salir de mis paredes cerradas, de mi círculo estrecho. Pentecostés rompe los límites de mi alma y me abre a mi hermano. Hablo su idioma, me entiendo con él, acepto su postura, no importa la decisión a la que al final lleguemos. Pero es importante que todos estemos en lo mismo. El consenso no es ceder siempre a la opinión del otro. Se trata de llegar a algo nuevo que se puede parecer a lo que yo pensaba o a lo que pensaba el otro. No importa. Lo que vale es que suceda la comunión del Espíritu. Muchas veces me parece imposible. Es tan poderoso el pecado que llevo dentro que no me permite mirar con paz y alegría a mi hermano y vence el orgullo. No deseo que mi rabia, mi ira, mi rencor, me cierren en mis cuatro paredes. El Espíritu lo rompe todo. Rompe mis egoísmos y mis miedos. Pido que venga el Espíritu Santo sobre mí, para que pueda hablar un idioma que me una con mis hermanos venciendo las distancias. Que deje a un lado mis prejuicios y el miedo a que me impongan un punto de vista diferente al mío. Al mismo tiempo veo que Pentecostés me proyecta, desborda mis límites y me hace creer que puedo ir mucho más lejos de lo que pienso. Les decía el Papa Francisco en Cracovia a los jóvenes: «El Señor, al igual que en Pentecostés, quiere realizar uno de los mayores milagros que podamos experimentar: Jesús te proyecta al horizonte, nunca al museo». Me saca de mi comodidad y no quiere que me quede seguro en un museo, quiere que me arriesgue. Me da valor, audacia para salir de mis fronteras. Le pierdo el miedo a la vida. Es lo que espero. Que me quite los miedos que tengo al rechazo, al abandono, a jugarme la vida. No quiero vivir acomodado. Quiero salir. Comenta el Papa Francisco: «Sería un grave error pensar que el carisma se mantiene vivo concentrándose en las estructuras externas, en los esquemas, en los métodos, en la forma. Dios nos libre del espíritu del funcionalismo. La vitalidad del carisma radica en el primer amor». El Espíritu me regala una vida nueva. Soy capaz de vivir de forma diferente. No soy un funcionario de la fe que administra sacramentos. El carisma es algo vivo que despierta vida. Comenta Sor Verónica: «Su Espíritu de fuego quiere traspasar nuestras puertas cerradas. El hielo se deshace con tiempo y calor. ¿Cómo sería un mundo donde reinara el amor? Una revolución del amor». Su fuego acaba con mi hielo, con mi dureza de corazón. Su presencia me salva por dentro, me hace de nuevo. Me saca de mí mismo y me lanza al mundo a anunciar su alegría, a amar venciendo el odio y la frialdad. Imploro que venga hoy el Espíritu Santo sobre mí, sobre mi familia. Quiero escuchar hoy su voz en mí: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también Yo os envío. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: - Recibid el Espíritu Santo». Necesito el Espíritu que ponga en orden mi mundo desordenado, roto y herido. Quiero el Espíritu que suture todas mis heridas. Encienda todo mi amor olvidado. Quiero el Espíritu que me haga guardar silencio en mi corazón para escuchar su voz con nitidez. Me gustan su fuerza y su amor. ¿No he tocado nunca la fuerza del Espíritu Santo en mi alma? Tengo que estar abierto, implorando que venga sobre mí. Me gustaría ser más carismático, estar más lleno de su amor inmenso. Dejarme tocar por la fuerza de ese amor que lo penetra todo y lo sana todo por dentro. Más libertad, más alegría, más luz necesita mi vida. Lo quiero ya para poder vivir como ciudadano del cielo. Quiero vivir anclado en Dios pasando por la tierra haciendo el bien, dando el amor que el hombre necesita. Dice el Papa Francisco: «La Pascua de Jesús no es un acontecimiento del pasado. Por el poder del Espíritu Santo es siempre actual y nos permite mirar y tocar con fe la carne de Cristo en tantas personas que sufren». La Pascua vuelve a suceder en mi vida con la venida del Espíritu Santo. Miro al cielo y algo cambia en mí. Una lengua de fuego, la paz de Dios. ¿Qué necesito que cambie en mi corazón? Quiero más valor, confianza, alegría, libertad.



[1] José Antonio Pagola, El camino abierto por Jesús, Juan

[2] King, Herbert, King Nº 2 El Poder del Amor

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