Homilía del padre Carlos Padilla - 4 de abril de 2021

Domingo 4 de abril de 2021 | Carlos Padilla

Domingo de Resurrección

Hechos de los apóstoles 10, 34a. 37-43; Colosenses 3, 1-4; Juan 20, 1-9

«El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro y vio la losa quitada. Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo»

4 Abril 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«Quisiera amar sin retener. Querer bien sin exigir lo que no me pueden dar. Sonreír incluso cuando broten las lágrimas por el dolor. Acariciar mis heridas sin sentir que son injustas»

Un sepulcro vacío es la señal de la ausencia de muerte. Pero no necesariamente me habla de la vida. Hoy es el signo de la resurrección. La tumba abierta, caída. Y dentro un lienzo bien dispuesto: «Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte». Me conmueve este sepulcro vacío, sin vida, sin muerte. Y los dos discípulos amados que corren, Pedro y Juan. Y antes María Magdalena que no entiende nada: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Sólo sabe que el sepulcro está vacío. En Tierra Santa uno se introduce bajando la cabeza en un sepulcro vacío. No es como me lo he imaginado. No tiene esa gran piedra junto a la entrada. Y dentro todo es más estrecho, más pequeño. Pero allí se besa la vida, la esperanza, la luz. Allí, con olor a ungüentos, con olor al perfume de Cristo, se palpa la vida más maravillosa. La presencia más gloriosa. El silencio más absoluto. El otro día un médico quería explicarle a un niño enfermo de cáncer cómo sería la muerte. Trató de hacerlo lo mejor que pudo y le dijo: «Estarán en partes distintas de una misma habitación. No se verán, pero sabrán que están cerca. Y se oirán. Sí, oirás la voz de tus padres y ellos la tuya. Y eso para siempre». Me conmovió esa explicación de la muerte tan sencilla, tan directa. El dolor de la muerte y la alegría de la vida. Cuando beso el sepulcro vacío no tengo pena, no me inquieta, no me amarga. Está frío, sí, pero hay vida oculta muy dentro. No veo nada, pero lo siento todo. Es la vida el final de todo, o el comienzo una vez que me invade la muerte. Es la presencia viva de ese Jesús que ha pronunciado su última palabra y ha vencido a la muerte. Sí, la vida ha vencido, siempre vence. Y el todo ha logrado imponerse sobre la nada más desafiante. Me gusta pensar en esa vida que acaricia la piedra fría del sepulcro. Esa vida que no necesita más lienzos que cubren la muerte. Esa vida que no puede contenerse ya dentro del sepulcro. Y entonces me revisto de esperanza. llego con los dos discípulos corriendo. Tampoco yo sé dónde han puesto a Jesús. Sólo sé que está vivo. El espacio vacío me habla de una vida más grande, una vida que no se puede reducir a polvo. Pienso en el sepulcro vacío en este tiempo que vivo de pandemia. Este tiempo en el que ha habido muchos sepulcros y mucha muerte. Mucho dolor y desesperanza. Mucha amargura y rebeldía. Y parece que el corazón de desalienta y pierde la ilusión. Dicen que los partidos se pierden cuando uno deja de creer en la victoria final, incluso cuando uno va ganando. Es sicológico, si dejo de creer en la victoria, acabaré perdiendo. Si dejo de creer en mis fuerzas, me quedaré sin ellas. Si dejo de creer en mi capacidad, dejaré de tener capacidad para entregarme y hacer las cosas bien. La esperanza sólo se puede fundar en la fe. Porque se trata de creer en aquello que todavía no poseo. Es ver la luz en medio de la noche y seguir caminando. Es pensar que el final del túnel está ya próximo. Ver un sepulcro vacío me llena de luz y de vida. Dejo la muerte del sepulcro sellado, para abrir el paso a un camino nuevo. Esa es la esperanza que me lleva a creer en lo que aún no poseo. En ocasiones espero lo que no puede ser. Pero esa esperanza me da fuerzas para vivir el presente confiado. Lo importante es que la esperanza ensancha mi alma y eso es lo que María, y Jesús necesitan de mí. Comenta el P. Kentenich: «¿Con qué espera contar? Con nuestra magnanimidad. ¿Y qué quiere hacer ella de nosotros? Lo hemos escuchado a menudo: quiere hacer de nosotros santos, santos de la vida diaria»[1]. María espera mi magnanimidad, mi alma grande. Y el alma sólo se ensancha cuando cree en lo imposible y espera lo que aún no ha sucedido. Cuando ve el sepulcro vacío y cree que hay vida más allá de la muerte. Ve una pandemia que no acaba y ve detrás un final que sucederá pronto, antes de lo que uno piensa. La vida vence siempre la muerte. Hoy se llena mi corazón de esperanza. no dejo de luchar, no dejo de entregar mi tiempo y mi energía, no dejo de creer en la victoria final, no dejo de confiar en esa vida que es mucho más fuerte que le muerte y es para siempre.

Hay una pregunta que resuena en estos días de Resurrección. Es la pregunta que Jesús le hace a María Magdalena al encontrarla llorando junto al sepulcro vacío: «Mujer, ¿por qué lloras? Ella les dijo: - Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto. Apenas dicho esto, volvió la cara y vio allí a Jesús, aunque no sabía que fuera él. Jesús le preguntó: - Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?». Esa pregunta ha recorrido los días de la Semana Santa hasta haber sido testigos de la resurrección. La búsqueda de los discípulos que pensaron el domingo de Ramos que todo iba a ser tan distinto. Por un momento creyeron que iba a salir todo bien, y Jesús iba a ser coronado como rey. Un reino de este mundo, no algo tan lejano. Pero no, lo que ellos buscaban no sucedió. Y vinieron el miedo y la tristeza. Corrieron las lágrimas del llanto. A la luz de la resurrección todo queda más claro y el corazón se llena de esperanza. Ya la muerte parece no tener la última palabra. Pero esa pregunta llega a mi interior en medio todavía de la muerte, de la oscuridad, en medio de este tiempo extraño que vivo, lleno de pandemia y de incertidumbres. ¿Por qué lloro? ¿A quién busco en medio de mi noche? Es la pregunta que atraviesa siempre mi alma. Porque me detengo al borde del camino en cosas poco importantes. Porque no me fijo en la meta de mis pasos y me olvido del ideal que persigo. Y me pasa como a María Magdalena que no ve a Jesús, sino a un hortelano. Un pobre hombre sin respuestas. Hasta que pronuncia su nombre: María. Y cesan las lágrimas y todo cambia. Pero ese encuentro no sucede siempre. Porque me he dedicado a perder la vida en lugar de darle valor a las grandes cosas en mi corazón. Dios me quiere mucho más de lo que yo me quiero. Conoce mi nombre y lo pronuncia para que deje de buscar su cuerpo muerto y me fije en lo que está vivo. Me ha elegido para ser su hijo, para caminar a su lado por un camino de esperanza. Tengo una misión imponente entre mis manos, no quiero olvidarlo. Con frecuencia no me doy cuenta. Pienso que soy demasiado pequeño y mi vida no vale mucho. Y dejo de buscar, de preguntarme nada. Sobrevivo entre grandes tristezas y pequeñas alegrías pasajeras. ¿Qué busco de verdad? ¿A quién busco? En primer lugar creo que me busco a mí mismo y no acabo de encontrarme nunca. Pablo Neruda decía: «Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y esa, sólo esa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas». Encontrar mi verdad más íntima es la búsqueda más importante de mi vida. Y algún día lo encontraré si busco de forma correcta. Quiero pensar que ese día será la hora más feliz, no la más amarga. Saber quién soy, de lo que soy capaz. Conocer mi alma y mis rincones ocultos. Percibir mis miedos y darles un sí. Acariciar mis límites sabiendo que en ellos me encuentro con mi pequeñez, con mi pobreza. Esa es la gran tarea que tengo ante mis ojos. No quiero olvidarme de buscar en lo más hondo la felicidad que anhelo. No fuera de mí, no en las circunstancias, en el gobierno que gobierna mi país, en la situación económica que me trae o me quita la paz, en la salud propia o de las personas a las que amo. ¿Qué busco? Quisiera ser capaz de mantener la calma en medio de las tormentas y los mares revueltos. Con la certeza de saber que mi paz no me la dan otros. Yo la encuentro dentro de mí y bebo de la fuente que mana en lo más hondo de mi interior. No tengo miedo a lo que puede matar el cuerpo pero no el alma. Es mi alma la que quiero conservar sana, con paz. La vida, lo que acontece, no es definitivo, nunca lo es. Puedo ser feliz en las circunstancias más ásperas y difíciles. Puedo mantener la calma aunque muchos la pierdan junto a mí. Soy dueño de mis silencios, de mi búsqueda en lo profundo de mi ser. El P. Kentenich me lo dice de forma sencilla: «¿Hacia delante? ¿Hacia lo alto? No, hacia dentro, más profundo». Si no busco dentro de mí dónde echar el ancla de mi vida viviré perdido, sin un rumbo claro. Se abre ante mí la esperanza de un sepulcro vacío. Pero yo puedo seguir quedándome, como María Magdalena en la superficie de las cosas. Han robado el cuerpo de Jesús. Han ocultado su carne. No voy más allá de esa evidencia. Ya no está, pero no me acabo de creer la resurrección. Así pasa a menudo en mi vida. Me pierdo en los detalles, en la superficie de las cosas que me suceden. No busco más adentro. No voy a lo esencial. Me quedo en los detalles sin buscar en lo hondo. Me pierdo en las sutilezas sin indagar, sin pensar más. Me da pena caer en esta actitud tan mundana. No creo en los milagros, ni en la vida eterna. Cuento las cifras de los enfermos. Critico al gobierno que gobierna, el que sea. Hablo mal de los que hacen las cosas mal. Me fijo en lo que falta, en lo que no es perfecto. Deseo que pase lo malo y llegue lo bueno para poder ser feliz, para vivir tranquilo, sin miedos. Deseo una vida más cómoda, más lograda, más plena, pero no hago nada por vivirla de verdad. Me conformo con la mediocridad de una vida de superviviente. ¿Qué busco en mi interior? ¿Qué necesito en esta hora de vida cuando el sepulcro está vacío? Necesito que Dios venga a mí y me saque de mi mirada estrecha y pobre, que ensanche mi horizonte y me haga confiar en Él, en su amor y creer en todos esos imposibles que descarto, porque me falta fe.

En este día de Resurrección quiero pensar en S. José, el padre de Jesús. José es un hombre justo. Porque justo es el hombre que cumple la ley y obedece a Dios en todos sus pasos. El hombre justo es honrado, odia la mentira, piensa antes lo que ha de responder, hace lo que es justo y recto. Elige la verdad por encima de la mentira. Opta por el amor dejando a un lado el odio. Así era el hombre que Dios eligió para María. Y de él aprendería Jesús tantas cosas, en primer lugar esa justicia. Dicen de Jesús: «Herodes le temía y le protegía sabiendo que era un hombre justo y santo» Mc 6,20. José era como Jesús y Jesús como José. Se asemejan en su justicia, en su honestidad, en su verdad. Jesús era Dios. Y José era sólo un hombre, un hijo de Dios. La justicia se hace carne en el padre y en el hijo. Los dos hacen de la voluntad del Padre su alimento diario. Sólo descansan cuando entienden lo que Dios les pide y lo llevan a la práctica. José tal vez no había escuchado la voz de Dios por un ángel hasta que se encontró con María. Simplemente conocía a Dios y lo amaba. Y por eso lo amaba a él María. Porque en José había una verdad, una sinceridad y una hondura que habían sido creadas sólo para Ella. Por eso lo ama tanto. Lo ama como una niña que ha visto al Ángel de Dios y ha conocido su camino. Lo ama como el hombre que Dios le da para vivir la justicia de Dios en su propia vida. ¿Y cuál es la justicia de Dios sino la salvación de todos los hombres? Dios ama a María y ama a ese hombre justo, José, que se convierte en esposo y padre de Jesús. Pienso que el amor de María sostenía a José en medio de sus dudas. En medio de sus luchas interiores encontró su paz en Dios, en el ángel de Dios que venía a hablarle en sueños. Y seguramente en su vida se preguntaría muchas veces: ¿Por qué Dios permite ahora otro camino cuando todo antes parecía tan claro? Comenta el Papa Francisco en Patris Cordis: «Muchas veces ocurren hechos en nuestra vida cuyo significado no entendemos. Nuestra primera reacción es a menudo de decepción y rebelión. José deja de lado sus razonamientos para dar paso a lo que acontece y, por más misterioso que le parezca, lo acoge, asume la responsabilidad y se reconcilia con su propia historia. Si no nos reconciliamos con nuestra historia, ni siquiera podremos dar el paso siguiente, porque siempre seremos prisioneros de nuestras expectativas y de las consiguientes decepciones». Es difícil de entender la vida. No todo está tan claro. Así comienzas las luchas en su corazón. ¿Cuántas veces lucho yo en mi interior buscando el querer de Dios? Es la lucha continua entre el bien y el mal en mi alma. Siempre puedo elegir la llamada de Dios a seguirle, o la del demonio a adorarle. Es esa lucha que sufro en mi intento por hacer lo que me lleva a la felicidad. Sólo tengo que vencer la tentación que tanto me seduce. Es esa lucha que sufro por ser fiel al querer de Dios siempre en mi vida, a veces es tan sutil la diferencia entre un camino y otro. ¿Estaré eligiendo el correcto, el camino justo, el de la verdad, el que me llevará a la plenitud? Quisiera tener un corazón tan justo y bueno en medio de estas luchas humanas que vivo. En medio de esas noches cuando nada parece tan seguro. Como en los días de la primera Semana Santa cuando se tomaron decisiones justas e injustas. Esas noches las he sufrido yo, como tantos otros, en algún momento cuando no entiendo nada. Como lo vivió José cuando pensó en repudiar a María en secreto. Llegó al límite y se abandonó en Dios y el Ángel vino a calmar sus miedos. El ángel podría haber aparecido antes para evitar tanto sufrimiento y tantas dudas. Hubiera evitado Dios su lucha, su angustia, su ansia de respuestas. Pero Dios calla muchas veces, como en la Semana Santa y me deja luchar, me deja enfrentarme conmigo mismo. Yo entonces grito, me ahogo y creo que he llegado al final de mis fuerzas. Como esa noche en el huerto cuando Jesús parecía perdido. O esa otra noche mucho tiempo antes, la de José. Y es que Dios no evita la angustia, no evita la lucha, no evita el huerto en mi vida, ni la oscuridad. Como no lo hizo con José ni con Jesús. Dios permanece escondido, oculto, mirando, eso sí, con mucha ternura. Mirando a su propio hijo. Mirando a José el justo. Mirándome a mí y en medio de la lucha me siento solo, como José, como Jesús. Y seguramente esa lucha me deje herido y al mismo tiempo me salve. Toco en lo más hondo del alma mi dolor y me enfrento con mi verdad, con la justicia. Y me siento vencido en mi fortaleza, debilitado en mi poder. Pero sé que esa lucha es la que cambió la vida de José para siempre. Y en el huerto cambió la vida de Jesús. Y en mis noches cambia mi propia vida. Porque entonces Dios abre el corazón a fuerza de golpes. Deja que surja una grieta, un espacio interior, un hueco en el cielo, por el que Dios puede caminar y dejar su aliento dentro de mí. En esa lucha interior, la de José, la de Jesús, la de tantos, la mía, siento que lucho con Dios a solas y herido. Y al final encuentro un abrazo. Siento una mano que me sana por dentro y me levanta. Dios pronuncia mi nombre. Y entonces la justicia de mis pasos parece más clara. He elegido en el dolor, como José lo hizo, el hombre justo. Y se han impuesto la vida, el amor, la verdad. Me gusta mirar a José y ver a Dios en su mirada, en su interior, en su corazón bueno de hombre justo, de esposo fiel, de padre misericordioso.

Para creer no es necesario ver nada. No hace falta tocar lo que quisiera fuera realidad. La fe es un don que me hace creer en lo imposible aún sin verlo, o precisamente entonces, cuando no veo absolutamente nada. Es lo que les sucede a Juan y a Pedro. Llegan, no ven, o ven el sepulcro vacío, y creen contra toda lógica: «Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos». No brota en ellos la pregunta más evidente: ¿Dónde han escondido el cuerpo muerto de Jesús? Volver a la vida después de la muerte parece imposible. No hay fe que pueda creer en lo que no puede ser. Jesús murió en la cruz y con Él murieron todas las esperanzas de los hombres. ¿Basta con ver un sepulcro vacío para creer? Para Juan y Pedro es suficiente. Los lienzos caídos en el suelo. Y ni restos de aquel a quien tanto aman. Sólo eso basta. En Jerusalén hay un sepulcro vacío que los cristianos veneran. Entran en esa cueva estrecha y besan una losa. La misma piedra de aquel sepulcro que vieron vacío los discípulos. Mi fe está basada en la ausencia de la muerte. Puede que no haya escuchado la voz de Jesús pronunciando mi nombre, como María. o puede incluso que no haya sentido su presencia a mi lado como los discípulos camino a Emaús. Puede que no haya podido meter mi mano en su costado abierto. Y aún así mi fe será firme, como el tronco de un roble, con hondas raíces. Y todo porque no he visto nada, no he tocado la carne resucitada y no he escuchado la voz de mi amado. Y creo pese al aparente fracaso humano de todas mis pretensiones. Creo en un absurdo. ¿Cómo será posible volver a la vida después de haber muerto? Lázaro volvió a una vida para la muerte. Pero Cristo abre una puerta en el cielo rompiendo todos mis límites y frustraciones. Quisiera tener más fe para creer que en la ausencia está oculta la abundancia, y en el silencio anida un grito de esperanza. Y en la victoria aparente del odio se está amasando la victoria del amor más grande. Esa fe es la que necesito. El Papa francisco me habla de la fe del José: «José nos enseña que tener fe en Dios incluye además creer que Él puede actuar incluso a través de nuestros miedos, de nuestras fragilidades, de nuestra debilidad. Y nos enseña que, en medio de las tormentas de la vida, no debemos tener miedo de ceder a Dios el timón de nuestra barca. A veces, nosotros quisiéramos tener todo bajo control, pero Él tiene siempre una mirada más amplia»[2]. Me gusta esa fe que va contra toda lógica humana. La pandemia arrecia con más fuerza y yo sigo creyendo que pasará. Pierdo a un ser querido, sufro la enfermedad y creo que en medio de ese dolor brota la luz más cálida. Fracaso en mis pretensiones, toco la desilusión y la pena y sigo pensando que la victoria final está en mi mano, contra todo pronóstico. Esa fe es la de José, la de los santos, las de los mártires entregando sus sueños en manos de los verdugos. Todo parece que va a salir mal y una fe inconmovible les hace pensar que la vida va a vencer la muerte. Un sepulcro vacío, abierto, solitario, me transmite una esperanza que no tenía justo antes de encontrarlo vacío. Cuando ya nada tengo que perder sólo me queda poder ganarlo todo. Esa forma de ver la vida me llena de esperanza y alegría. Nada temo. En medio de la dificultad del camino sonrío y duermo con paz. Porque Dios ha venido a habitar en medio de mis tristezas. Ha venido a calmar todos mis vientos indómitos. Me postro humillado ante un sepulcro vacío. nada temo. No me inquieta que hayan podido robar un cadáver. No lo creo. Sigo pensando que la vida es más fuerte que la muerte y el amor más grande que el odio. Parece ser que realmente Dios tiene la última palabra. Aunque no sea de la forma que yo esperaba, ni con mis medios humanos. Ni tampoco en esos plazos que le pongo a Dios para ver si cumple la promesa que me hizo. Acepto que en la Pascua pasa Dios por mi vida para aumentar mi fe. Sólo quiere que corra con fuerza, como Juan, como Pedro. Tal vez me falta fe, pero no fuerzas para correr. Lo mínimo que espero encontrar es una losa corrida y un sepulcro vacío. Eso bastará para calmar todos mis miedos e inquietudes. La vida es mucho más honda que la muerte de esta tierra tan caduca. Me falta fe. Pero hoy se la pido a ese Jesús que está vivo y desaparecido. Le pido que aumente mi fe infantil y me dé una fe honda y firme. La fe en ese hombre que vive después de haber sido traicionado y odiado.

Si creyera de verdad en la Resurrección mi vida sería diferente. Hoy S. Pablo me lo recuerda: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos, juntamente con Él». Una forma diferente de entender la vida y la muerte. En ocasiones vivo con angustia el presente. Como si de mí dependiera todo. Intento controlar mis pasos para que no se me desboquen. Cuidando que todo esté bien, en orden. Me fijo en los bienes de la tierra, no en los del cielo. Una decisión, un gesto, algo que no cuadra, una caída, un tropiezo. Una interpretación equivocada de la realidad, o distinta. Una confusión que lleva al juicio, a la condena, tal vez al odio. El desprecio de mis seguridades que me dan tanta paz. Busco los bienes de la tierra que no acabo de proteger del todo. Porque es tan efímera la vida que se me presta. Y no levanto la mirada al cielo. no vivo escondido con Cristo en Dios. como si quisiera ganarme un día más de existencia sobornando a los hombres para que me dejen vivir más. Unas horas siquiera. Es todo tan frágil a mi alrededor. Empeñado estoy en gobernar yo solo los días, las horas. Lo que los demás piensan, sienten o hacen. Como si estuviera en mis manos. ¿Cuáles son esos bienes del cielo? Me quedo pensativo buscando respuestas. Si realmente creyera en la resurrección aspiraría a la libertad de los hijos de Dios, no a la de los hijos de este mundo, condicionados por su pecado. Esa libertad de Jesús caminando bajo el peso del madero. ¿Cómo se hace para ser libre de juicios y suposiciones? ¿Libre de plazos y obligaciones que otros me presentan condicionando mis pasos? Es tan etéreo lo que creo sostener entre mis dedos. El cuerpo misterioso de un presente que se disipa apenas tiendo mis brazos hacia él. Retengo como un náufrago el último madero de mi barco queriendo alcanzar una orilla llena de paz. Un bien del cielo es lo que necesito para caminar más liviano por esta vida. Y que las cosas que sucedan no logren quitarme el sueño. ¿Y el dolor? ¿Y la muerte? ¿Qué magia existe que logre hacer que no sienta el dolor de los clavos, ni la ruptura que provocan la ausencia y la partida? No hay magia, sólo basta con mirar al cielo y buscar los bienes del cielo. Como esa misericordia que lo vuelve todo fácil: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Diga la casa de Israel: eterna es su misericordia». Un bien del cielo, esa mirada misericordiosa sobre mi vida llena de noches y nostalgias. Una mirada honda que me perdona y sostiene en el difícil equilibrio en el que deambulo entre la vida y la muerte. Miro al cielo y tantas cosas se llenan de alegría. Porque se derrama como una lluvia una misericordia que me levanta de mi pecado y mi fragilidad. Soy más que mis caídas. Incluso mucho más que la interpretación que el mundo hace de mi vida. ¿Qué se esconde detrás de la traición por treinta monedas? ¡Quién soy yo para juzgar la intención de cualquier hombre! Soy tan sólo una mirada torpe que interpreta y juzga casi sin comprender el sentido de la vida. Analizo los pasos mal dados como caídas imperdonables. Como si no hubiera perdón suficiente para escribir una historia santa. Se detienen mis pasos al pie de una tumba vacía que me habla del cielo. Y yo sonrío como esos niños que acarician el sol con la brisa de la mañana alzando sus manos a lo alto. Así es la mirada que busca el cielo en el que hay una paz que yo deseo. No busco la ausencia de dolor. Ni tampoco un corazón que no ame, sabiendo que el que no ama apenas sufre. Busco un corazón capaz de amar hasta el extremo. Porque Jesús sufrió en aquel madero. Sufrió el dolor de los clavos, la sed y el hambre, la angustia honda de una tortura difícil de soportar. Y el dolor más grande, el de sentir que no había logrado despertar el amor en todos a los que había amado. Cuesta mucho recibir amor cuando yo doy amor. Debería ser fácil, pero no siempre el corazón está dispuesto a aceptar un amor más grande que el propio, una incondicionalidad que yo no poseo y un perdón que yo no estoy dispuesto a dar ni a recibir. Entonces no es tan fácil amar hasta el extremo. Y morir por aquellos que no me han amado. Un justo condenado como injusto, despreciado. A mí me importan los juicios y los aplausos. Las condenas y los gritos de odio. Me importan el qué dirán y el qué es lo que piensan. Cuando juzgan todo lo que hago, pienso o siento. Como si de verdad importara tanto. Si fuera capaz de elevar mi mirada al cielo y la dejara prendida de las estrellas, o de esos halcones que cruzan el cielo planeando sin apenas mover sus alas. Mirar el cielo y más allá de mis pequeños problemas que a veces me parecen tan grandes. Es tan misteriosa esta vida que sostengo torpemente queriendo que sea eterna. Y no es así. Aunque algo tiene que ver con ese cielo. Con los bienes del cielo que no poseo y anhelo. Un agua que calme mi sed de infinito. Un pan que sacie mi hambre insaciable. Un abrazo que calme mi necesidad inmensa de ser amado. Una mano que acaricie todas mis heridas calmando mis dolores. Me detengo mirando al cielo, implorando esos bienes de allá arriba que puedan amansar ese corazón inquieto que sufre más de la cuenta.

María Magdalena fue a buscar a Jesús de madrugada. No porque intuyera que estaba vivo. Simplemente quería ungir su cuerpo en la sepultura: «El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba». Encuentra la losa quitada y piensa que alguien se ha llevado su cuerpo. Corre a contarle a Pedro y a Juan. Llena de inquietud y de miedo. Ya no puede amar ese cuerpo muerto ungiéndolo. No saben dónde lo han puesto. Hay gestos inútiles que nacen del amor. Porque el que ama puede hacer gestos inútiles por la persona amada. Ungir un cuerpo muerto. Ir a ver al que está muerto. Vivo en un mundo que busca la utilidad en todo. Quiero ser práctico. Lo más rápido y seguro para conseguir lo que quiero. Busco lo útil, lo que vale. Me resisto a las cosas aparentemente inútiles. Contemplar una puesta de sol sin hacer nada más. Una conversación sencilla y familiar en el que no se toman decisiones importantes. Una hora jugando con mi hijo dejando de lado lo que es urgente. Un paseo sin necesidad de muchas palabras. Los gestos inútiles parecen prohibidos. No tengo que esforzarme más de lo necesario si puedo evitarlo. ¿Para qué? Una flor nunca es útil, parece algo de lo que se puede prescindir. Solo refleja una belleza que no produce nada, ni trae ventajas. Entre vivir en una casa bella y otra llena de utilidades, ¿qué prefiero? Lo bello llena mi corazón. Pero puedo optar por lo útil. Un gesto de amor aparentemente inútil me parece bello. La Semana Santa estuvo lleno de gestos bellos, aunque inútiles. Un apóstol, Pedro, merodeando la casa de Caifás, buscando el rastro de su Maestro. Sin poder salvarlo, sin intentarlo siquiera. Sólo por no perderlo de vista se expone a que lo vean. Un gesto bello, un gesto inútil. Como el gesto de la Verónica limpiando el rostro de Jesús ensangrentado. O el gesto de las mujeres que lloran en su impotencia. O el gesto de María y Juan y otras mujeres al pie del Calvario, incapaces de salvar al Salvador. Todo bello, todo inútil. Igual que esa imagen de María acompañando de lejos la última noche de Jesús encerrado en la cisterna, antes de que amaneciera el viernes Santo. Un gesto bello de amor. Hay tantos gestos de amor que puedo hacer en esta vida. Gestos inútiles tal vez, gestos torpes pero llenos de amor. Gestos callados o llenos de ruidos. Pero bellos y sencillos. Gestos de fidelidad. Me impresionan estos días de Semana Santa. Hasta que llega María a la tumba vacía. Días llenos de gestos de amor. De amores imposibles que están dispuestos a entregar la vida por la persona amada. Todos estaban dispuestos a morir. Pero ninguno murió por Jesús. Sólo tuvieron gestos heroicos e inútiles. Eso basta. En la vida me gusta ese amor lleno de gestos bellos. La belleza de un abrazo, de una sonrisa, de un silencio. La belleza de una espera paciente. De un acompañar al enfermo. Un cuidar al que está sufriendo. Gestos inútiles, porque no salvan la vida del que está muriendo, pero embellecen su último camino hacia la muerte, hacia la vida. Me alegro con María en este domingo de resurrección. Su último gesto de amor le permitió ver la tumba vacía. Y luego encontrarse con ese hombre que sabía su nombre verdadero, parecía un hortelano pero era el Maestro. Todo por haber sido audaz e insensata. Se había arriesgado en la noche buscando llegar al amanecer al sepulcro. Es la audacia del amor que no puede quedarse quieto, aguardando y se pone siempre en marcha hacia el amado. La Semana Santa está llena de gestos de amor. Un amor que se parte, que se rompe. Un amor que busca en la noche al amado. Un amor insensato y valiente. Un amor que está dispuesto a dar la vida aunque luego tenga dudas y miedos. Pienso que la muerte del viernes Santo supone una ruptura en mi alma que me lleva a la vida verdadera. Muero para vivir. Pierdo la vida para ganar una vida para siempre. Siento la impotencia de mi amor para poder vivir y aprender una forma de amar que me sane por dentro. María va a ungir el cuerpo de Jesús y ella misma es ungida, tocada, amada por esas palabras y por ese gesto bello de Jesús. María, le dice al oído su nombre y ella entiende. La tumba vacía no es la prueba de la desaparición de un cadáver. Más bien es expresión de un amor que vence el peso de una roca pesada que cierra la puerta de la vida. Jesús ha vencido la muerte porque su amor es más fuerte que el odio. Ese momento siempre me impresiona y llena de lágrimas. El sepulcro vacío es el gesto más bello de amor que Dios ha hecho por mí. Para que cada Semana Santa recuerde que todos los gestos hechos por amor valen la pena y son bellos.



[1] J. Kentenich, Lunes por la tarde, Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

[2] Papa Francisco, Carta apostólica S. José, Patris Corde

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