Homilía del padre Carlos Padilla - 4 de julio de 2021

Domingo 4 de julio de 2021 | Carlos Padilla

XIV Domingo Tiempo ordinario

Ezequiel 2,2-5; 2 Corintios 12,7b-10; Marcos 6,1-6

«No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe»

4 Julio 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«Me siento feliz de abrazar las horas que Dios me regala. Pinto de azul el cielo gris y visto la mañana de vivos colores. De esos que alegran el alma y llenan de fuego el espíritu»

Soy mucho más que las malas cosas que me pasan. Mucho más que la enfermedad que me aqueja, o que el dolor de la soledad cuando me abandonan, o que la angustia que siento en las derrotas. No soy tan solo lo que he perdido, soy lo que sostengo entre mis manos frágiles. No soy sólo aquello que pasó y forma parte de mi vida, soy aún más ese corazón que retiene todo lo vivido. No puedo esperar a que la vida no sea tan difícil como ahora siento que es, para decidirme a ser feliz. No le pongo condiciones al tiempo, ni plazos, no busco que pase rápido o no pase. No le exijo a la vida lo que no puede prometerme, porque no lo posee, porque no es mío. Me canso de decirle a los que amo que me prometan que no se van a morir nunca. Ingenuamente lo hacen, porque me quieren. Entiendo muy bien que lo único imposible en mi camino es aquello que nunca intento. Sé que dejar de esperar algo bueno sólo ha de suceder tras el último aliento, nunca antes, nunca demasiado pronto. No me desanimo ni siquiera cuando se tuercen los caminos y de golpe parece todo perdido. No contagio desilusión, ni pesimismo, siempre una sonrisa y una mirada llena de esperanza. Por eso no me angustio en medio de la noche cuando parece imposible que el sol pueda rasgar el velo. El Papa Francisco escribe: «La historia de la salvación se cumple creyendo «contra toda esperanza» (Rm 4,18) a través de nuestras debilidades». Todo está bien, pienso muy dentro, y me siento en paz de repente, no tengo miedo incluso en medio de mis debilidades. Sé que todo estará bien aunque me sienta algo perdido a veces, o sin orientación, o sin un sentido. La oportunidad para elegir la vida la tengo aún cuando me hablen de estadísticas negativas y me muestren números escalofriantes de fracasos y de pérdidas. Soy mucho más que un número, que un tanto por ciento, que una cifra que queda impresa en un papel. Más que un nombre, que un diagnóstico, que una previsión hecha por expertos. Soy más que un curriculum objetivo y frío mandado muchas veces esperando respuesta. Aún más que mil palabras salidas de mi alma atrapadas en las redes. Soy más que las fotos de ahora o que las de entonces, cuando era más joven, sin canas. Soy más un amanecer que una noche. Y más una puesta de sol que la penumbra que me quita la paz. Soy estrella naciente entre muchas estrellas posibles. Una estrella única por mi luz, siempre presente en plena oscuridad. Soy esa posibilidad de vivir que tengo en mi mano, porque yo la elijo. Esa posibilidad de dejarme morir sin luchar, sin exigirme dar un nuevo paso, no es una opción, no lo elijo. Me gusta la actitud de un tenista, Rafael Nadal tras un partido: «Elijo luchar y no fallar en cuanto a actitud. Intentar no errar con la cabeza cuando lo hago con la raqueta. Eso es el deporte, luchar aunque las cosas parezcan imposibles». Sólo el último punto de un partido marca el final de algo, la constatación de una derrota. Y aún así no es tan grave, la vida sigue y tendré que levantarme de nuevo lleno de alegría. Los días pueden ser todos iguales, salvo que yo decida vivirlos de forma diferente, con una nueva intensidad. Me siento feliz de abrazar las horas que Dios me regala, sigo viviendo. Pinto de azul el cielo gris y visto la mañana de vivos colores. De esos que alegran el alma y llenan de fuego el espíritu. Decido tomar entre mis manos la felicidad, aún siendo pasajera. Me aferro a los sueños que un día me llenarán de vida el corazón. Y seré feliz, lo siento así, porque nada puede quitarme el optimismo ni la esperanza. Los días llegarán, pasará el tiempo, se cumplirán los plazos y tendré que volver a optar por lo mejor, por la vida, por la victoria que no está en mis manos. Puedo hacerlo, sin miedo, sin dudas. Ninguna mala noticia tiene la fuerza de cambiar mi ánimo. Ninguna oscuridad puede apagar la luz del sol que brilla. Ningún silencio es más fuerte que la canción que brota dentro de mi alma. Ninguna helada, ninguna sequía, acabarán con la fuerza de mi árbol, sus raíces son profundas. Tendrá que ver la vida con la profundidad de mis raíces, más que con la altura de mis ramas. Más con la hondura de mis creencias, que con la fluidez de mis palabras, de mis promesas. Sólo el corazón que está enterrado en la tierra de Dios puede seguir volando con su fuerza. Pese a su fragilidad y sus heridas.

No veo lo mismo que ven todos. Quizás me fijo en otros aspectos de la vida. O me quedo pegado en ciertas imágenes que aparentemente los demás no ven. Imagino escenas a partir de unas pocas palabras, me bastan para llorar por cosas que nadie ve, sólo yo las intuyo. Puede que perciba un mundo escondido bajo el agua, en la noche, un mundo diferente que sólo yo observo. Mientras los demás se quedan con otras realidades, más aparentes, más visibles, más tangibles. Y pienso que soy raro o extraño. O creo que no encajo. Me gusta una escena de la película Soul. La protagonista no encuentra su lugar en esta vida, no halla su camino: «La verdad es que siempre pensé que había algo malo conmigo. Ya sabes, tal vez no soy lo suficientemente buena para vivir. Pero luego tú me mostraste los propósitos, la pasión. Tal vez observar el cielo pueda ser mi chispa, o caminar, soy buena en eso de caminar». Hasta que la miran de una forma nueva. Y comienza a ver que lo que hay en ella es un camino para ser feliz, una oportunidad para desarrollar dones ocultos. Tengo mil oportunidades ante mis ojos para sacar a la luz lo que llevo escondido. No tengo que ser como los demás esperan. Ni siquiera cumplir con mi vida el sueño de otros, o calmar sus expectativas. Sólo necesito que alguien vea en mí una luz original, un sueño propio, virginal, sagrado. Un deseo de ser un destello de la luz de Dios entre los hombres. Sólo eso. ¿Acaso no conozco a personas que dan luz? Yo tengo una luz dentro. Cada uno tiene su luz, su brillo, su alma, su forma de irradiar algo que viene del cielo. Pero a veces, es verdad, la vida opaca mi luz. Se ahoga el grito de mi vida dentro de la garganta. Pierdo la fuerza interior, dejo de soñar con las alturas. Y mendigo cariño sin encontrar un sentido. Pero ¿realmente basta con encontrarle un sentido a las cosas? No, quizás no basta. Es necesario un paso más, un vuelo más alto, un fuego más poderoso para que todo pueda brillar de nuevo dentro de mí. ¿Basta con saber que alguien me ama como soy, en mi esencia, conociendo todos mis límites y carencias? ¿Basta un amor así o es necesario que yo también llegue a amar de la misma manera? Creo que sí. Esos dos amores son necesarios. Y luego el amor propio que me permite luchar superando mis barreras. Las que otros me han impuesto o las que yo he construido a base de decepciones. Hoy escucho: «Dios creó al hombre incorruptible, le hizo imagen de su misma naturaleza». Tengo algo de Dios oculto en los pliegues de mi alma limitada. Tengo una forma parecida a la que Dios soñó al crearme. Estoy hecho para la eternidad mientras consumo mis días sin prestar atención al cielo. No deseo llegar pronto. En cualquier caso deseo, como todos, una vida plena. Y siento que necesito quererme más y ver lo bello que hay en mí. Quiero admirarme y subir la autoestima. Apreciar el tesoro que llevo escondido en una vasija de barro. Quisiera ser dueño de mis emociones. Y no correr como un loco de un lado para otro intentando apagar mil incendios y encender otros muchos fuegos. Cuanto más avanzo parece que el final del camino, ese final soñado, no sé cómo pero queda más lejos. Tal vez sólo me vale vivir ahora, en presente, soñar andando, sin prisas, sin hacer planes, sin proyectarme. Decido así no hacer planes que luego puedan desbaratarse. La vida es tan frágil y endeble como un castillo de naipes. O como un poema lanzado al viento, que no espera ningún eco. O como esa canción que no logro entonar cansada el alma. Beso mi hoy con pausa, sin decir mucho, guardando un silencio hondo y precioso. Me acepto en mi verdad, con mis límites, sin ocultar mis carencias. Como decía el P. Kentenich: «Somos maestros en ocultar nuestras cualidades negativas ante la mirada de extraños, ¿no deberíamos esforzarnos también en cubrir las del prójimo con el manto del amor?»[1]. Cubro con un manto las carencias ajenas. Y no me importa mostrarme débil ante quien me mira, con esa mirada que sólo tiene Dios al mirarme. Esa mirada que me acepta, acoge y no condena. Tengo claro que hay un propósito para mí en este mundo, un camino, un bosque, un lago y un mar para vivir tranquilo. Hay corazones a los que amar y en los que echar raíces. Hay una verdad en la vida que yo apenas deletreo con un corazón de niño. Y me quito el miedo de un manotazo para que no me impida emprender nuevos vuelos. Sé que mi vida se une con otras piezas en el puzle de mi historia. Encajando unas con otras o sobrando cuando sobran. Sé que no puedo vivir sin pasión la vida, sin esperanza. Cada presente que toco forma parte de mi historia. Y lo enfrento sin miedo, sin temer que se me escape. Lleno de esa esperanza santa de Jesús ante la vida. Me arrodillo tranquilo ante el futuro. Sé que puedo admirar la vida que Dios me entrega. No me detengo en mis faltas, defectos y carencias. Me fijo en los puntos fuertes, en mis dones y talentos. Lo mismo hago con mi hermano, con aquel con quien navego. Veo sólo lo que brilla, no me fijo en lo que está muerto. Admiro la belleza como Dios admira la mía. Siento la paz dentro. Todo encaja.

Creo que en la vida se trata más de vivir las cosas con naturalidad que tratar de sobrenaturalizarlo todo. Temo a aquel que para cualquier cosa que le sucede encuentra siempre una explicación divina. Temo a los que se empeñan en justificar todo lo que hacen buscando un mandato de Dios. Temo a los que no aceptan sus deficiencias naturales, no aceptan sus errores y desconfían de los pecadores. Me asustan los que no saben convivir con cualquiera y en seguida hacen grupos para dejar lejos a los que les incomodan. Me preocupan los que ven con facilidad la paja en el ojo ajeno y no perciben la viga en el propio. No sé por qué creo que Dios está en lo más natural de mi vida. Y para rezar no tengo que hacer grandes cosas porque la vida consiste en caminar con Él, de su mano. Por eso me gustan las palabras del P. Kentenich: «Si no podemos jugar tranquilamente con nuestros hijos, tampoco podremos hablar con Dios. Si no podemos dar un paseo con ellos al aire libre, tampoco podremos hablar con Dios. Será bueno para nuestra familia pasar la mayor cantidad posible de tiempo en nuestra casa. Si no utilizamos los caminos y medios naturales, tampoco sabremos cómo aplicar los medios sobrenaturales»[2]. Será entonces que la única forma que tengo de vivir es con mi cuerpo. Y no es una cárcel, más bien es una pértiga lanzada al cielo y yo volando sobre ella, en ella, hasta poder tocar a Dios. Mi cuerpo puede ser una bendición o hacerme maldito, depende de cómo viva la vida en lo más humano. Si no logro hablar con hondura con quien me escucha y me habla, ¿cómo haré para escuchar la voz de Dios y decirle mis palabras? Si no logro acariciar a quien amo y decírselo con palabras. Si no logro cuidar las relaciones que Dios me ha dado, ¿cómo voy a amar a ese Dios al que no veo? Lo humano y lo divino van de la mano. Y Dios camina a mi lado, sólo tengo que verlo. Unir a Dios con mi mundo, con mi alma, con mi cuerpo. Unir lo que en mí tiende a estar dividido. Digo que algo es puro, cuando rompe con el cuerpo. Y algo está contaminado, cuando está demasiado presente lo humano. Divido con mi razón lo que Dios creó unido. No sé por qué he nacido con esa división interna. Mi amor mezquino desea amar y ser amado, incluso más lo segundo. Pero a veces no basta con un amor pausado, de diario, de lo cotidiano. Y el corazón salvaje y herido busca experiencias fuertes para llenar los vacíos. Miro mi vida y agradezco haber sido amado en lo humano. Y en medio de mis heridas haber recibido abrazos. Sé que lo más del mundo es lo que Dios ha salvado. Él pasó curando almas, y reestableciendo heridas. Tocando y dejándose tocar. Sufriendo y sosteniendo a los que sufrían. Ese Jesús tan humano me recuerda lo importante. Cada vez que peco huyo, está mal, debería volver a Dios a entregarle mis penas. Cada vez que hiero, escondo la mano, para no sufrir la pena. Debería pedir perdón y perdonar. Soy hombre y soy de Dios. Soy niño y soy anciano. Tengo la sabiduría aprendida al ir de la mano de Jesús. Y siento en mis entrañas una sed insaciable. Quiero amar a los cansados cuando descanso. Y quiero aprender a vivir la vida uniendo, jamás quiero dividir. Espero que me perdonen cuando sin querer ofendo. Deseo que me aconsejen cuando sigo un mal camino. Y me devuelvan la vida siempre que voy y la pierdo. Quiero mirar a lo alto esperando una sonrisa. Sin temer que el tiempo pase, no sé detener el tiempo. Me gustan los que disfrutan de lo humano con los suyos, los que juegan y se ríen, los que bendicen sus sueños. Los que han sembrado en sus casas semillas de amor eterno. Los que aprenden de sus errores, los que corrigen sus pasos. Los que enmiendan sus miradas y callan sus desvaríos. Me gustan los que consuelan con palabras o silencios. Los que esperan al que ha partido y aguardan la vida eterna. Siento muy cerca al que sufre la vida estando enfermo. Y la disfruta en lo humano pues ha ganada esas cosas que sólo la cruz enseña. Decía Olatz Vázquez al hablar de su cáncer: «He ganado tiempo, tiempo para mí. He ganado en amor; la enfermedad me ha enseñado el verdadero sentido de esta palabra. He ganado personas, compañeras, amigas que sin conocerlas ya forman parte de mi vida. He perdido el miedo a morir, y para mí eso ya es ganar. He ganado en sabiduría; me siento alma vieja. He ganado en autoestima. He ganado en fortaleza. He ganado a la persona que soy hoy. Porque después de un año puedo decir que me siento enormemente orgullosa de la mujer que el cáncer ha hecho de mí». Admiro a los que ven así la vida y saben sacar ganancia de un dolor tan extremo. Que descubren en la noche la luz de las estrellas. Y en medio de los dolores han descubierto la calma de una mano amiga. Sonríen cuando están tristes. Y confían cuando otros ya no creen. Y se hacen más sabios, más humanos, más comprensivos. Y la cruz los hace más hondos y verdaderos. Despojados de mentiras. Enfrentados con su verdad desnuda. Acariciando sus sueños. Valorando lo que ahora tienen. Más fuertes, más sabios, más ricos en sus heridas.

Jesús no quiere que sea soberbio. No quiere que caiga en el orgullo y en la vanidad. No quiere que me sienta mejor que todos. Me mira y me recuerda quién soy, de dónde vengo, a dónde voy. Y me recuerda que sólo Él me basta. Ni todos los aplausos ni toda la paz del mundo saciarán la sed de mi alma. Me gusta mucho ese encuentro de Pablo con Dios: «Para que no tenga soberbia, me han metido una espina en la carne: un ángel de Satanás que me apalea, para que no sea soberbio. Tres veces he pedido al Señor verme libre de él; y me ha respondido: - Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad. Por eso, muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo. Por eso, vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque, cuando soy débil, entonces soy fuerte». ¡Cuántas veces he meditado este texto y he pensado en la pobreza de mi vida! Sigo buscando la fortaleza, sigo deseando ser poderoso, sigo queriendo no tener heridas, ni errores, ni fallos y no sufrir. Quiero ser perfecto para brillar más. Sin darme cuenta de que entonces, cuando soy yo el que brilla, no dejo ver el rostro de Dios. Es una paradoja que me desarma y me priva de todas mis seguridades. Me impresiona la humildad de Pablo. Reconoce públicamente que hay una espina en su carne. Sin explicar cómo es habla de una debilidad en su vida, de una grieta por la que se le escapa la vida y sufre. Una fragilidad que no le permite alcanzar la perfección soñada. Y sufre entonces porque es como si una sombra matara sus sueños de plenitud. Me siento tan identificado con él. También yo sufro una herida cuyo origen yo mismo desconozco. Y en ese dolor que siento por dentro, similar al dolor de Pablo, también le pido a Dios como él, tres o más veces, ya no recuerdo, que se acabe mi sufrimiento. Que es más fácil vivir sin heridas ni dolores, sin tentaciones ni caídas. Le he pedido a Dios tantas veces dejar de sentir la tentación, o sentirla menos o sintiéndola dentro ser capaz de vencerla. He querido ser más fuerte que mi propia debilidad, más firme, más recio, más voluntarioso. He soñado con mi fuerza de hombre, tan humana, tan limitada y grande a la vista de mis ojos. ¡Cuánto valoro la cultura, la inteligencia de los hombres, su elocuencia, su sabiduría, su fortaleza, su aparente impecabilidad! Y acabo deseando lo mismo que admiro en otros. Bendita vanidad. Le suplico a Dios de rodillas y en ocasiones, no sé contarlas, he llegado a pensar que sí, que lo había logrado, lo había recibido. Me creo que yo soy más fuerte, más firme, más heroico, más puro. En esos momentos tan escasos me he llegado a sentir entero, completo, sin grietas, lleno, inmaculado. Pero esos momentos no fueron eternos. La victoria que yo creía definitiva fue solo una batalla ganada, nada más que eso. Y de nuevo volvió la espina a mi carne, o la fragilidad a mi alma, o esa vulnerabilidad mía que no me deja correr por la vida. Y brotó mi llanto alzado al cielo en forma de cascada. Rogando de nuevo la curación, la sanación, la victoria definitiva, un final feliz. ¿Cuántas veces he pedido tener una vida perfecta? Ya no lo recuerdo. De nuevo a menudo vuelvo a rogar lo mismo sin darme cuenta. Es como si mi inconsciente me jugara una mala pasada y volviera a suplicar ser fuerte, sin aceptar ser débil. Y escucho esa misma respuesta que tanto me incomoda hoy al leerla: «Te basta mi gracia». ¿De verdad me basta su gracia para ser feliz, pleno, para ser luz y esperanza? ¿Es suficiente para llegar a lo alto del cielo, de las cumbres y mirar sonriendo mi valle? ¿Basta su gracia para escalar las escarpadas laderas de mi alma, para penetrar en los cielos que mi alma sueña y anhela como agua que pueda calmar la sed? He comprobado la debilidad de todo lo que toco. Lo perecible que es este mundo que amo. He visto que es frágil aquello que me propongo, lo que deseo realizar, la decisión que tomo, el camino que elijo. Y veo que me muevo en esas arenas movedizas en las que todo parece demasiado frágil, demasiado líquido. Y mi herida, ese dolor hondo de la espina clavada en mi carne. Me defiendo de mi debilidad. Quiero ser fuerte. Y hoy me recuerdan que tengo que aceptar ser débil. Decía el P. Kentenich: «Nuestro desarrollo ha sido a menudo enfermizo y nuestro instinto de amor se ha desarrollado débilmente. Si Dios no toma en sus manos nuestro instinto de amor y lo arrastra hacia el sol, seguiremos siendo siempre chapuceros en el campo del amor. ¡Aumenta, Señor, en nosotros el amor!»[3]. Vuelvo a recordarlo. Su gracia me basta. Quiero dejarme llevar, arrastrar por ese amor que Dios me tiene. Él me ama con locura: «Dios puede velar por un único hijo como si no tuviera otra cosa que hacer ¡Qué felicidad saber que Él me quiere! Y me quiere aún más cuando no me he portado bien»[4]. Y me ama aún más cuando me acepto débil y necesitado. Cuando caigo desvalido ante sus pies y suplico que me levante y me lleve en sus brazos hasta el final del camino. Cuando soy débil y lo acepto y reconozco, entonces, sólo entonces, soy fuerte. Porque es su poder el que me lleva y eleva. Eso me basta. No quiero olvidarme. No quiero buscar en mí la fuerza, sólo en Él, en su amor íntimo.

Jesús enseña en la sinagoga y todos los ojos están fijos en Él. Lee las escrituras y hace suyas las palabras del profeta que hoy escucho: «En aquellos días, el espíritu entró en mí, me puso en pie, y oí que me decía: - Hijo de Adán, yo te envío a los israelitas, a un pueblo rebelde que se ha rebelado contra mí. Sus padres y ellos me han ofendido hasta el presente día. También los hijos son testarudos y obstinados; a ellos te envío para que les digas: - Esto dice el Señor. Ellos, te hagan caso o no te hagan caso, pues son un pueblo rebelde, sabrán que hubo un profeta en medio de ellos». Jesús es enviado a un pueblo rebelde. Un pueblo que no escucha a Dios y no se deja enseñar y conducir por los profetas. Cuando creo que yo lo sé todo no necesito escuchar a nadie más. Tengo la verdad y nada de lo que los demás digan me va a enriquecer. Me da miedo caer en esa tentación de la rebeldía. Dejo de escuchar a otros, a los que siento menos sabios, menos doctos. Y me cierro a escuchar la voz de Dios en mi vida. No me dejo complementar ni enriquecer. Ven la vida de forma diferente a la mía y los rechazo. Dicen cosas distintas y hago oídos sordos. Jesús es ahora ese profeta que habla en la sinagoga en medio de un pueblo que lo escucha y tal vez dice lo que los suyos no quieren oír. Por eso les cuesta creer: «En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: - ¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí? Y esto les resultaba escandaloso». Dudan de Él y se escandalizan. ¿Por qué se cree alguien especial? ¿Por qué lo siguen? Saben que Jesús es uno cualquiera, un hombre nacido en Nazaret como ellos. Les cuesta creer en Jesús, en su poder, en su sabiduría. ¿De dónde le viene el poder? Tiene razón Jesús cuando dice: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa». En su propia casa, en Nazaret, lo desprecian. Allí donde se ha criado no es escuchado. No lo aman y lo siguen aquellos que más lo conocen. Es la dureza de corazón la que impide ver a Dios oculto tras la carne de un hombre, de un familiar, de alguien cercano a quien amar y seguir. Es curioso. Con frecuencia no me cuesta mucho ver la bondad y la santidad en personas que no conozco tanto y no viven conmigo. Parece como que la santidad brilla más de lejos y de cerca se vuelve opaca. O tal vez la mirada de cerca es más puntillosa, se fija en los detalles, no pasa por alto ningún defecto. De lejos todo me parece bien. Es una santidad de un blanco reluciente. En la lejanía, sin entrar en las distancias cortas, todo parece estar bien. Pero de cerca no. Me cuesta ver en mi cónyuge la luz de Dios. Me llama más la atención su pecado, su debilidad, su torpeza. Por la misma razón me cuesta creer en mi propia santidad. Conozco la fuente de mi pecado, de mis faltas, como me recuerda el P. Kentenich: «¿Dónde está mi punto débil, a qué debo dar importancia? ¡Por favor, pregúntenselo a sí mismos! No será mucho; tal vez sea grande el número de faltas pero, si se fijan en cuál es la fuente, encontrarán sólo una»[5]. Sé de dónde viene todo lo que hago mal. Normalmente hay una herida en lo profundo del alma y de ahí viene mi tendencia fundamental a no obrar el bien que quiero y realizar el mal que no deseo. Así es mi torpe corazón. Por eso me cuesta creer que yo pueda ser santo. Una persona me decía el otro día: «Rece por nosotros, que somos pecadores». Sí, todos lo somos. El pecado nos une como experiencia común. Igual que el límite y la debilidad. Quizás de lejos parezco inmaculado. Revestido de blanco brilla mi apariencia. De lejos las personas parecen mejores. Pero aquellos que están más cerca me dejan ver su debilidad. Y el concepto de santidad que vivo está muy unido a la impecabilidad. Por eso me cuesta creer como les pasa a los paisanos, amigos y familiares de Jesús. Ellos han vivido a su lado y tal vez no han sido testigos de nada extraordinario. ¿Cómo se puede creer en Jesús cuando era un joven como tantos otros allí en Nazaret? Dudan. No puede ser. ¿Podría yo creer en la santidad de mi cónyuge? ¿O de mis padres, hermanos o amigos? Depende de mi mirada y de mi propio pecado. Igual que me cuesta a veces alegrarme con el éxito ajeno. También me cuesta destacar las virtudes de las personas que están cerca. Siempre tengo algún pero que poner. ¡Cuánto bien me hace hablar bien de aquellos con los que comparto mi vida! Me haría bien fijarme más en sus virtudes y talentos. Ojalá me dé alegría ver su vida y su verdad. Quiero tener una mirada pura que sepa descubrir la bondad y la belleza en mi hermano. Sin dudar de él, sin cuestionar su corazón.

Y esa tarde en la que Jesús predica a sus hermanos, sufre una decepción: «No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando». Ellos esperaban milagros y Jesús no pudo hacer nada. Hubiera querido, pero no encontró fe en ellos, estaban cerrados. Habían escuchado que Jesús había curado a muchos fuera de Nazaret. ¿No iba a hacer milagros a sus hermanos y familiares, a los que más amaba y más le amaban a Él? Pero no pudo ser, no encontró fe. Y esa fe es justamente lo que Dios necesita para hacer milagros. Sin esa fe no es posible nada extraordinario. Es el abono con el que puede crecer la planta. El agua que la riega, el sol que le da vida. Sin la fe no hay milagros, ni grandes curaciones, ni grandes obras. ¿Para qué ayudan los milagros? En primer lugar el milagro me devuelve la salud y me reinstala en mi vida de antes. No me vuelve mejor, simplemente me permite recuperar lo que había perdido o adquirir lo que nunca había tenido. El paralítico, el ciego de nacimiento, el leproso, se alegran por la salud recobrada. Tuvieron fe y Jesús obró el milagro. Dejaron de estar apartados del mundo por su limitación física. Jesús los devuelve al mundo. ¿No aumenta la fe con el milagro? Así debería ser. Que el milagro en mi vida me diera más fe, más amor a los demás, un cambio de vida. Pero no siempre van de la mano un milagro físico y la conversión. Por eso Jesús muchas veces perdona además los pecados. Para que sane el alma junto con el cuerpo. Lo que está claro es que necesito creer para que suceda el milagro. Sin fe no hay vida ni esperanza. Y la fe no se fundamenta en algo que existe, en algo real, sino que es un don que desborda mi alma. Quiero creer en el poder de Dios, quisiera tener más fe. Hoy rezo con las palabras del salmo: «Nuestros ojos están en el Señor, esperando su misericordia A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo. Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores, así están nuestros ojos en el Señor, Dios nuestro, esperando su misericordia. Misericordia, Señor, misericordia, que estamos saciados de desprecios; nuestra alma está saciada del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos». Mis ojos están puestos en el Señor y confían. Me gusta esa fe de los niños que creen en lo imposible. Esa fe que no se derrumba en las adversidades. Caer y levantarse es parte del mismo espíritu que nunca se rinde. Creer tiene que ver con soñar y esperar mucho de Dios, de la vida, de los demás. Pero decía José Antonio Rodríguez: «Hay discrepancia entre lo que deseamos y lo que obtenemos. Eso lo he aprendido de los niños». Deseo mucho más de lo que me da la vida y acabo frustrado. Si no deseo nada, no avanzo. Si deseo mucho y no obtengo lo que sueño y sufro. ¿Cómo hago para no desanimarme? La vida es corta. Es un don. Y me da lo que me puede dar. No quiero exigir más de lo que puedo tener. Mi corazón está hecho para el cielo y por mucho que sueñe en esta tierra nunca alcanzará toda su medida. No dejo de creer y no dejo de aceptar las cosas como son, sacando siempre lo positivo, viendo el lado bueno de lo que sucede. Y creyendo una y otra vez, sin desconfianzas. Cuanto más crea en mí mismo más sacaré de mi interior, más lucharé, más entregaré con alegría. Cuanto más crea en los demás sacarán la mejor versión de ellos mismos. Cuando más crea en Dios y en su misericordia, sucederán milagros que no imaginaba. Así es el amor de Dios, mucho más generoso que mi amor mezquino. Me falta fe, pido más fe en este tiempo difícil que vivo. Quiero confiar en el poder de Jesús. En el poder de Dios en las personas que me rodean. Y no dejo de luchar hasta el final. No dejo de creer en la victoria final. Creo y acepto lo que hay. Confío y amo la vida tal como es. El otro día leía: «A veces nos creemos que las personas son décimos de lotería: que están ahí para hacer realidad nuestras ilusiones absurdas»[6]. Creer en los demás no significa esperar que me solucionen la vida, que respondan a todas mis necesidades y solucionen todos mis problemas. No espero esos milagros absurdos que a veces sueño. Los demás no son los que me arreglan todos los problemas. Los veo en su belleza. Los acepto como el don que Dios me regala. Sin pretender que estén ahí para responder a mis deseos. Tal vez los familiares y amigos de Jesús sólo esperaban satisfacer sus deseos más personales. Una prueba del poder de Jesús. Pero no tenían fe en el Dios oculto en su carne.

 

 



[1] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[2] Dorothea Schlickmann, José Kentenich, una vida al pie del volcán

[3] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[4] Dorothea Schlickmann, José Kentenich, una vida al pie del volcán

[5] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[6] Carlos Ruiz Zafón, la sombra del viento

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