Homilía del padre Carlos Padilla - 5 de julio de 2020

Domingo 5 de julio de 2020 | Carlos Padilla

Domingo XIV Tiempo ordinario

Zacarías 9:9-10; Romanos 8:9, 11-13. 8-11; Mateo 11, 25-30

«Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad mi yugo y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón»

 5 Julio 2020 P. Carlos Padilla Esteban

«Me grabaré en el pecho como una consigna la confianza dada y recibida. Ese tesoro extraño y sagrado al mismo tiempo que me hace seguir amando con más fuerza»

A menudo no sé si la intención con la que hago las cosas es la que manifiesto al hacerlas o hay una segunda intención escondida. No sé si hay un solo motivo o hay varios. Tampoco sé si mis motivaciones son las correctas. Me cuesta saber si el motivo siempre es el adecuado. No sé si lo hago bien, no sé si es lo correcto. Tal vez no haya unas intenciones más correctas que otras. O tal vez sí. ¿Cómo se puede valorar la intención de un acto? ¿Es malo hacer algo movido por el deseo de servir por un lado y de ser amado y valorado al mismo tiempo? Tengo en mi alma un deseo constante de ser reconocido valorado. ¿Puedo negarlo? Desde la cuna reía para hacer reír y hacía gestos con mi cara, brazos y piernas para llamar la atención de los que me querían. Después he seguido haciéndolo. Necesito calmar esa ansia del alma de darme y ser generoso. Y al mismo tiempo quiero satisfacer ese deseo profundo de ser amado, abrazado, reconocido, valorado. Vivo movido por mis heridas más profundas, esas que alguien un día causó sin pretenderlo. Esas heridas que sufro casi desde niño, en mi subconsciente. Alguna mirada, algún desprecio, algún desplante, dejó mi alma rota. Desde entonces voy corriendo por los campos de mi vida pretendiendo ser amado, deseado, buscado. Soy como un niño abandonado que intenta regresar a su hogar perdido en medio de bosques, buscando el rumbo. Entonces, ¿quién soy yo para juzgar las intenciones de los demás cuando hacen el bien? Simplemente lo hacen, aman, se preocupan por otros, acompañan la vida de los necesitados. Sólo eso basta para amar a otros. Solo eso es lo que quiero valorar. Actúan con bondad movidos por el deseo de amar, de ayudar a los que lo necesitan, de servir a los que se lo piden. ¿No es bastante? A veces, quizás por envidia, o por recelo, guardo mis sospechas y juzgo. Pienso que hay segundas intenciones y un afán de protagonismo. Me pierdo en juicios y condenas de actos llenos de bondad. ¿Soy yo más que Dios para juzgar al hombre? ¿Por qué no me alegro simplemente por el bien que hacen los demás? Envidias, celos. ¡Qué pena que mis palabras enturbien la obra bien hecha! No me quiero dedicar a juzgar las intenciones. Ni las propias, ni las ajenas. No hay intenciones puras. Miro mi propio corazón. Digo hacer el bien por amor a otros, amándome a mí mismo en todo lo que hago. Pretendo servir con mi vida entera, con mi tiempo, con mi alma y espero cansado el reconocimiento de todos mis actos. Me apeno ante la indiferencia del mundo, me indigno cuando recibo críticas. ¿Y mis intenciones son totalmente puras y generosas? No lo son. Se mezclan. A veces le doy demasiada importancia al eco de todas mis obras. Me incomoda el silencio que provocan mis gestos de amor. Puede ser que esté valorando lo que no es importante. Como decía Sor Verónica fundadora de Iesu Comunio: «Lo que no tiene valor al final de nuestra vida no lo tiene ahora». Al final de mi vida veré que lo importante son pocas cosas. Y entre esas pocas cosas no cuenta la opinión de los que no me aman. No pensaré en los juicios de aquellos que no amo. No me importará la condena de mis obras ni el desprecio de todo lo que he hecho por los demás. Guardaré entre mis dedos las pocas cosas importantes que sí cuentan. El amor recibido. El amor entregado a corazones concretos. Mis renuncias, mis sueños. Guardaré como un tesoro el tiempo invertido en lo importante. No me olvidaré del olor del mar, de la nostalgia de mis sueños, de la dulzura de los abrazos. Guardaré la paz de las noches tranquilas y la música cálida de los días de sol. Recogeré las noches rotas al nacer el día como un vestigio del amor recibido. Conservaré sólo algunas palabras realmente importantes que proyectan una sombra inmensa sobre mi vida, una sombra protectora. No olvidaré aquellas decisiones relevantes que cambiaron mi rumbo para siempre. Sostendré en vilo esos silencios compartidos y esas risas vertidas en tardes de ensueño. Y me grabaré en el pecho como una consigna la confianza dada y recibida. Ese tesoro extraño y sagrado al mismo tiempo que me hace seguir amando con más fuerza.

Dicen que a los santos se los celebra cuando mueren. Porque al morir nacen a la vida verdadera. Es su nacimiento al cielo, alcanzada la meta. Mientras que al nacer en la carne sólo nacen a la muerte. Viene a ser la muerte temporal un certificado para la vida eterna, en la que no habrá más dolor, ni más muerte. Juan Bautista fue santificado en el seno de su madre con la presencia de Jesús en el seno de María. Ahí mismo recibió una gracia especial, se llenó del Espíritu Santo. ¿Bastaba ya esa experiencia para ser santo? No lo sé. No nació sin pecado y tuvo que luchar durante toda su vida por entender los planes de Dios, por encontrar su lugar en la tierra, su misión escondida en el desierto. Lleno de la fuerza del Espíritu fue haciendo un camino al encuentro de Jesús. Pienso en su vida y celebro su nacimiento lleno de Dios. Al final de su vida, ya madura su entrega, amó con toda su alma el camino marcado. Encontrar el lugar en la tierra quizás es la misión de cualquiera. Encontrar las personas con las que compartir el camino. Encontrar la manera de vivir la vida. Encontrar un sentido, o al menos la forma de concebir la vida. Descubrir en medio de las dificultades de cualquier camino a ese Dios que se aparece entre sombras para abrazarme y susurrarme que camina a mi lado, que no tema y confíe. Leía el otro día: «La vida está llena de pequeños testigos. Son creyentes sencillos, humildes, conocidos sólo en su entorno. Personas entrañablemente buenas. Viven desde la verdad y el amor. Ellos nos ‘allanan el camino’ hacia Dios. Son lo mejor que tenemos en la Iglesia»[1]. Quizás mi vida consiste en allanar el camino hacia Dios. Quitando piedras, eliminando arbustos difíciles de vadear. Subiendo montañas y calmando tempestades. Son los testigos sencillos de una vida plena los que allanan las sendas para vivir mejor. Me gusta pensar que los santos que necesita el mundo hoy son como se describe en estas palabras: «Esta Iglesia necesita urgentemente ‘testigos’ de Jesús, creyentes que se parezcan más a Él, cristianos que, con su manera de ser y de vivir, faciliten el camino para creer en Cristo. Necesitamos testigos que hablen de Dios como hablaba Él, que comuniquen su mensaje de compasión como lo hacía Él, que contagien confianza en el Padre como Él»[2]. Quiero hablar más de Dios y menos de mí. Para eso tengo que conocerlo y señalarlo después entre los hombres. Sentado frente a mi ventana veo pasar cientos de mariposas volando en una misma dirección. Me pregunto si será la dirección correcta. No sé sí por ser tantas eso basta para que sigan la misma ruta que a todas les conviene. Me pregunto si es la opinión de la mayoría la que determina lo correcto de una decisión. Si el número de votos basta para decidir lo que está bien y lo que está mal. ¿Es posible que una minoría tenga razón yendo en la dirección aparentemente equivocada? A veces es más fácil seguir la corriente de las aguas, exige menos esfuerzo. El viento que lleva mis alas hacia una meta asegurada es más fácil de aceptar. Las corrientes profundas del mundo que me conducen a un destino seguro. Una mayoría de puntos de vista tienen que estar en lo cierto. Y yo, que quiero ser santo, me inclino a dejarme llevar por el vuelo constante y monótono de miles de mariposas. Me fío de esa dirección marcada. Acepto un final previsible para mis pasos. Un puerto donde cobijarme en medio de la tormenta. Parece mucho más fácil que navegar contracorriente. Me dejo llevar sin miedo, o por miedo a contradecir a muchos. Dios no puede ver con malos ojos mi actitud conformista. Bastante hago, pienso, con seguir a los que van delante. No quiero esa actitud conformista en mi vida. Tengo claro hacia dónde voy y no quiero dejarme llevar por corrientes extrañas. Leía el otro día: «Los conductores arrastran siempre hacia lo alto. Los seductores siempre arrastran hacia abajo. La masa depende de quienes la guían. Si son los conductores los que lo hacen, entonces las cosas andan bien; pero cuando en la comunidad tienen mayor influencia los seductores, entonces, reina la corrupción»[3]. No sé quién está guiando mi propia barca. Quisiera ser yo conductor y no seductor. Ser capaz de conducir a otros hacia lo alto, no hacia lo más bajo. Ayudar a que otros puedan por sí mismos ir hacia el cielo y soñar siempre con ideales que marquen un rumbo seguro. No conformarme con la mediocridad de una bandada de aves que vuelan en la dirección más cómoda, aparentemente más segura. No sé bien cómo hacer para mantenerme fiel a lo que creo, a lo que pienso, a lo que sueño. Cuando me presionan y empujan hacia donde no quiero ir. Cuando la corriente es muy fuerte y me siento incapaz de seguir siendo fiel a mí mismo. Entonces dudo. Admiro a los santos capaces de ser fieles al amor primero en sus vidas. Sin miedo a exponerse, a perder la fama, la gloria humana y el respeto de los hombres. Es tentador a veces dejarse llevar por la corriente y perder el rumbo que Dios susurra en mi alma.

Los sueños se elevan como humo detrás de los cristales de mi vida. Como hogueras llenas de luz y esperanza. Son sueños que esparcen una luz tenue que lucha con acabar con la negrura de mi pesimismo. Un sueño teje caminos hacia el cielo antes inexistentes. Saca al alma del sopor y la melancolía en la que a veces vive aletargada. La eleva por encima de cualquier tiniebla en la que puede perder el sentido. Creo en los sueños, necesito conservar los sueños: «Conserva tus sueños, nunca sabes cuando te harán falta»[4]. No me detengo a pensar si mis sueños son realizables o son sólo ilusiones que teje mi fantasía. No me importa si un día podrán ser realidad. El sueño es como un fuego que eleva mi ánimo y me sostiene en vilo más allá de mi cansancio. Son una brisa suave que acaba con el calor sofocante. Son un viento que levanta esas nubes que ocultan el sol de mi mañana. Nada importa al mirar el sueño elevarse por encima de todos mis miedos y cobardías. El sueño de una vida mejor, de un aire más nuevo, de un amor más pleno. El sueño de una entrega que aún no he alcanzado y una belleza que no logro dibujar con mis gestos torpes. Sueño con todo lo que aún no poseo, con esa eternidad que se desliza frágil e insinuante en mi humanidad caduca. Despliega sobre el papel paisajes nunca pintados, ni creados por el pincel. Sé que los sueños son sólo sueños cuando no llegan a hacerse vida. Quiero que Dios haga realidad lo que más deseo, lo que más sueño. Espero un tiempo nuevo abierto en un horizonte más bello que el que ahora vislumbro. Decía Mario Benedetti: «Cuando la tormenta pase te pido Dios, apenado, que nos devuelvas mejores, como nos habías soñado». El sueño de Dios y mi propio sueño. Sus palabras labradas en mi roca. Y mis palabras que se las lleva el viento hasta lo más hondo de su corazón. De nada sirven a veces las palabras. «Quien quiere de verdad quiere en silencio, con hechos, nunca con palabras»[5]. El amor son hechos, decisiones, opciones, gestos. Sueño con un silencio que exprese mejor toda la vida que llevo dentro. Sueño con ese amor imposible que anida entre mis dedos. Mis sueños me elevan por encima de mí mismo haciendo creíble ante mis ojos un mundo nuevo. Seré distinto. Seré más de Dios. Seré más niño. Será mi alma más limpia, más suya. Viviré más enamorado de la vida, porque sé que es verdad lo que Nietzsche decía: «El amor saca a relucir las cualidades elevadas y ocultas de quien ama». No busco ya tanto ser amado, sino amar. Y que ese amor mío saque lo mejor que guardo dentro. Quiero aprender a amar y que no sea por mérito propio, sino por necesidad. Porque si soy mendigo de amores, me consumirá la amargura. Y si dispenso el amor que llevo dentro, tendré una paz antes desconocida. No espero gratitud a cambio de mi amor o la devolución exacta de todo lo entregado. No deseo ser más amado de lo que soy ahora. No le exijo nunca a la vida lo que no puede darme. Pero sigo soñando, eso sí, con sacar la luz escondida en los pliegues de mi alma herida. Sé que es allí donde el sol amanece con cada te quiero. Y cobra vida con cada amanecer en medio de profundos silencios. Me gusta ese don del amor que un día Dios sembró en mi alma. No me olvido de agradecerle cada mañana por todo lo que me ha dado. Soy capaz de amar mi vida como es, mi tierra, y la tierra que pisan mis pasos. Amar a aquellos que se detienen a exigirme o a ofrecerme su tiempo y su vida, a cambio de nada. Quiero aprender a amar a los que no me aman y querer a los que sí me quieren. No es un juego vacío, es justo todo lo contrario. La vida que no se ama se pierde. Y las personas que no aman están vacías, llenas de su propio ego que es sólo el humo vacío de una existencia maldita. El que cuenta más rencores que gratitudes en el corazón es que está enfermo. Opto y elijo la vida que ahora tengo y la sueño más plena. No me detengo a añorar la que tuve o soñé. Y sé que amaré más todavía la que luego venga, aunque ahora sólo tenga deseos y miedos en el alma. Confío en que la ceguera del mundo no opacará mis ojos. Y me vestiré de gala de nuevo al romper el día para emprender mi camino lleno de esperanza. Los sueños, sí, siempre los sueños sacarán mis mejores sonrisas. No temeré las lágrimas de emoción, porque el que mucho ama mucho llora. Navegaré mil mares buscando tierras nuevas. Y despediré sin angustias las vidas que no fueron. Esas que no elegí o no me eligieron. No gritaré iracundo contra los imposibles. No olvidaré los sueños de niño, de joven, guardados en el pecho, como mi gran tesoro. Acariciaré tranquilo la paz entre los dedos. Me sentaré esperando a que muera el día, o rompan las olas contra la roca de mi indiferencia, acabando con esa dureza que no me deja esperar días sagrados. Amaré más allá de todas mis fuerzas.  

No quiero que la vida que vivo ahora en esta pandemia sea sólo un paréntesis. Como una parada gris en medio de mis pasos. No quiero tan solo sobrevivir estos meses añorando una vida que ahora no tengo y antes sí tuve. A veces una enfermedad, una pérdida, una ausencia, un dolor, un fracaso pueden introducirme en un paréntesis en medio de mi vida. Es como una especie de desierto por el que me toca caminar esperando vergeles futuros. Un momento de vida sin vida, de caminar sin pasos, de hablar sin voz, de soñar sin sueños, de amar sin abrazos. Como un tiempo de pausa en el que sobrevivir sin vivir plenamente parece lo único posible. No quiero vivir a medias. No quiero vivir con muerte en mi alma. Quizás en tiempos así hago mía una frase que leía: «Comprende que sólo el dolor nos conduce a Dios, mientras la vida alegre y fácil nos ata con lazos de barro a la tierra»[6]. El dolor de ahora orienta mis pasos y mi aliento hacia Dios. Sé muy bien que en momentos de dolor me ato más al cielo viviendo pegado a la tierra. En esos momentos puedo exclamar con las palabras del salmo: «Tu recuerdo, Señor, es mi alegría». Porque no quiero que el miedo me aleje de mis sueños. Ni que el olvido sea más fuerte que el amor. No quiero que la angustia del momento no me deje vivir plenamente. Me detengo a escribir todos mis miedos, uno tras otro, muy concretos, sin pensar mucho. Y se los entrego a Dios para que me libere y me devuelva la alegría de vivir en el desierto. Rompo el paréntesis que me ata. Tengo muy claro que volveré a ver el rostro de Jesús en mi vida, con más alegría incluso que antes, con más pasión. Pasarán las «tensiones de la pandemia» como bautizaba una persona sus propios pecados del confinamiento. Dejaré a un lado todos mis miedos de ahora que me encarcelan. Y me alegraré como aquella persona que al final de sus días, ya mayor, les decía a sus hijos: «Vale la pena vivir toda la vida cerca de Dios». Y entonces haré mías las palabras que hoy escucho: «Yo te ensalzo, Dios mío, y bendigo tu nombre para siempre jamás. Clemente y compasivo es Dios, grande en amor; bueno es Dios para con todos, y sus ternuras sobre todas sus obras. Dios es fiel en todas sus palabras, en todas sus obras amoroso. Sostiene a todos los que caen, a todos los encorvados endereza». Es el Dios lleno de misericordia en el que creo y al que sigo por mi desierto. Su bondad sostiene mis pasos cuando no lo siento cerca, cuando no lo toco. Yo creo que mi vida es así, hasta el cielo. Lo veré de repente escaparse entre las sombras. Y su susurro al oído despertará mis sueños. Y notaré un abrazo sin forma en el aire espeso del recuerdo. Y cantará su voz, a pleno pulmón, en mis sordos oídos. Todo esto será así en la tierra hasta el cielo, en que será estar con Él, ya sin dudas. La añoranza de un hogar eterno es fuerte en mi alma. Abrazo el presente que me toca vivir ahora no como un paréntesis en mi vida sino como mi vida misma que sueña con ser plena. No como un desvío en medio de mis sueños sino como mi sueño hecho realidad de forma imperfecta. Ahora tocaré la soledad del desierto, su sequedad, su silencio plagado de gritos secos. Ahora estaré más seco quizás. Pero sabré que en las manos de Dios seguiré siendo su hijo más querido, su único consuelo, su recuerdo constante. Dejaré mientras tanto lo que me pesa en el alma y me alegraré de seguir luchando y viviendo. Respirando el aire presente que no veo, pero es el alimento que me mantiene vivo en mis pasos de desierto. Me siento cerca de Dios en todo lo que hago. Su paso junto al mío, veo sus huellas. No tiemblo porque Él es quien lleva mis miedos en la mano. Yo ya no temo, confío. Y lo alabo por todos los bienes que ha hecho con mi vida. Y me decido a vivir aquí y ahora, en presente, sin excusas. Es lo que me toca enfrentar ahora. De nada sirve amargarme y pensar en lo que pudo haber sido o en lo que no podrá ser. Siempre es así en la vida. De nada me vale quejarme de lo que podría haber hecho. En este tiempo esta sensación se acentúa. Serán las tensiones de estos días que quieren ser una excusa o una disculpa para no estar a la altura, para no ser santo hoy, para no alegrarme de la presencia de Dios en mi vida. No quiero vivir ya sólo de su recuerdo. Quiero vivir este tiempo plenamente anclado en Dios. Como decía el P. Kentenich: «No raras veces, en muchos cristianos tibios hallamos dejos de naturalismo. Ciertamente no niegan el Dios Trino revelado y su actividad en el ser humano, pero no le dan pleno espacio en sus vidas. Su vida cotidiana ha perdido el carácter sagrado; se ha tornado fría, mezquina, porque ha perdido el contacto vivo con Dios»[7]. No quiero olvidarme de Dios. No quiero dejar de ver sus pasos en la arena y comprender sus silencios. En esta época extraña que vivo Dios camina a mi lado despertando vida. Me ancla en mi presente y me dice que cada hora es sagrada, cada palabra que digo, cada gesto de cariño. Todo es importante ahora y de nada sirven las excusas que me pongo para no hacer nada. Luego podré decir que eran las tensiones de la guerra, de la pandemia, de la crisis, de la muerte, justificando mis miedos. Tal vez calmaré mi culpa. Pero no dejaré de ver que en ese tiempo viví anclado en un paréntesis, sin vivir de verdad, sin amar con toda el alma. Eso no lo quiero.

Me gustaría sentirme siempre pequeño delante de Dios. Y no sólo eso, también delante de los hombres. Pequeño, pobre, indigente, insignificante, sencillo, vacío, libre. Eso lo que quiero. Pero no es lo que pretendo con mis actos. Hoy Jesús me lo dice claramente: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido mejor». No acabo de entender bien sus palabras. No me siento simple ni pequeño. Me siento mejor que otros. Veo mis capacidades y pienso que valgo mucho. Y entonces no soy pequeño. Para entender lo que Dios quiere tengo que ser como un niño pequeño. Tengo que confiar en sus manos como un hijo. Es lo que deseo en el fondo del alma, pero me resisto. Busco quedar por encima, destacar, ser alabado, elogiado. No lo entiendo bien. Sería todo más fácil si fuera más sencillo. Pero me complico y complico la vida de los demás. Comento cosas de forma inoportuna. Me confundo y confundo a otros con mis actitudes. Exijo lo que no es exigible en el amor que los demás me tienen. Les pido lo que no puedo pedirles ni darles. Pequeño, sencillo. Jesús sigue profundizado: «Cargad mi yugo y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón». Jesús pide expresamente que aprenda pocas cosas y justamente lo que me pide hoy es que sea manso y humilde. La mansedumbre es una virtud difícil de lograr. Para vivirla hace falta mucha humildad. El orgullo es fuerte en mi corazón y pienso que merezco más de lo que tengo y recibo. Con rabia exijo que me valoren. Surge la ira, desaparece la mansedumbre. Ante la más pequeña agresión, me rebelo. Elevo mi voz, me vuelvo altivo. ¿Cómo es que no valoran todo lo que hago por ellos? ¿Cómo es posible que no vean mis talentos y aprecien el valor de mis obras? Es todo vanidad. No soy humilde y me vuelvo irascible. Ante el más mínimo comentario estallo con gritos y no soporto que me ofendan. Me siento herido en mi amor propio. Me hago la víctima. No me valoran, no aprecian lo que valgo. Nada es suficiente para que me sienta valorado. Sólo cuando me haga niño sencillo de corazón miraré la vida de forma diferente. Quiero mirar a los demás como un niño de sonrisa ancha y corazón grande. Me gustaría ser más humilde. Sé que las humillaciones me ayudan a crecer en humildad, pero me duelen mucho y las rechazo. Quiero ser el primero, quiero estar por encima. Hoy me pide Jesús que sea manso. Que no devuelva violencia con violencia. Gritos con gritos. Insultos con insultos. Leía el otro día: «La fe de nuestras comunidades se sostiene también hoy en la experiencia de esos testigos humildes y sencillos que, en medio de tanto desaliento y desconcierto, ponen luz, pues nos ayudan con su vida a sentir la cercanía de Jesús»[8]. La mansedumbre y la sencillez de vida dan luz. Iluminan con sus vidas el camino de los que están desconcertados. Es la realidad. La sencillez, la mansedumbre y la humildad son rasgos santos. Dan esperanza en estos tiempos de desesperanza. Me detengo a contemplar a María. Ella destaca por su sencillez, su humildad, su discreción. Me gustaría ser más como Ella. Ser esclavo de Dios en mis actitudes, en mi forma de darme a los demás. Su silencio, su actitud callada, su mirada elevada al cielo como una súplica salida de un corazón lleno de paz y agradecimiento. Así es María en su vida y quiere que yo sea como Ella. Me cuesta mucho mantenerme al nivel de la gente humilde y sencilla. Me cuesta mucho pasar desapercibido y no ser tomado en cuenta. Me cuesta mucho no ser valorado por mis dones, que no aprecien lo que valgo, lo que soy. Me da miedo el olvido y el anonimato, perderme en la masa y permanecer oculto. Busco esos primeros lugares que desean los fariseos en el Evangelio. No soy sencillo y pequeño. Quiero ser grande y valorado por todos. Destacar en todo, ser importante para todos. Vivir con esa tensión me hace daño. Es la herida de no sentirme valorado. Ahí voy incubando rabia en mi corazón. Me indigno y brota la ira del alma. No soy manso en todo lo que hago. Me da pena ser así. Jesús quiere que me parezca a Él, a su Madre. Quiere que busque los lugares más sencillos. Que no tenga pretensiones que superan mi capacidad. Que no desee lo que otros tienen. Que acepte mi vida como es, en su sencillez. Sólo así podré ser manso y humilde de corazón. Es una misión que tengo para mi vida. Sueño con ser manso y humilde en todo lo que hago. Pobre y pequeño. Sencillo y con el corazón alegre. Eso basta para ser feliz. Si no tengo muchas pretensiones seré más feliz. Cuanto más deseo lo que está fuera de mi alcance, más sufriré por compararme con los que están en mejor posición que yo, con los mejores, con los que tienen más.

Hoy Jesús me dice que vaya hasta Él si estoy de verdad cansado: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y Yo os aliviaré». Mi cansancio es evidente. Estoy cansado. Tengo ganas de un descanso plácido en los brazos de Dios. Lo miro a Él conmovido. Quiero descansar en Él. ¿Por qué estoy cansado? Hay cosas que producen cansancio. Las tensiones, las peleas, las luchas, las guerras. El orgullo me cansa porque me hace querer tener siempre la razón. Y eso es tan difícil. La razón por encima de la razón de los demás. La razón para no perder la paz en ningún momento. Quiero tener la razón casi más que ser amado o quizás teniendo la razón me siento más amado, ya no lo sé. Lo que sí sé es que me canso de luchar, de dar la vida. Me ha cansado también este tiempo de pandemia. Tiempo de rutinas y normas que no me dejan hacer lo que quiero hacer. Llego al final de este año escolar y veo que el corazón está cansado. Hoy Jesús en este evangelio viene a dar paz al alma. Me siento cansado. Y Jesús me dice que vaya hacia Él si estoy cansado. Es cierto que a veces siento que ir hacia Él es una carga más, como una obligación. Es como tener que hacer las cosas porque debo, porque me lo mandan. Hoy Jesús me dice que no es así. Me dice que vaya hacia Él para reposar. Basta con ir, no tengo que hacer nada más. Me cuesta creérmelo. Me dice que Él va a quitarme mis cargas, esas que se adhieren a la piel y me tensionan. Pero ¿qué es lo que me cansa realmente? Creo que a veces me cansa responder a todas las inquietudes y exigencias del mundo. O tal vez querer estar a la altura de lo que yo mismo espero de mí. O tratar de subir la montaña que me he impuesto como meta a alcanzar cada día. O querer estar siempre de buen humor cuando de repente surgen en mí emociones distintas, negativas y yo las reprimo para no desentonar. Digo que estoy feliz, pero por dentro mataría. O tal vez ha sido el miedo y la inquietud lo que me ha cansado por el desierto de guerras que atravieso. Esos miedos e inquietudes ante un futuro tan incierto. Puede ser que me haya cansado de intentar sostener todos los compromisos que he ido adquiriendo y cargando a mis espaldas. Puede ser que el cansancio venga solamente del devenir de los días uno a uno, paso a paso, sin descanso posible. Puede ser que el camino me haya agotado, con sus cuestas, con sus piedras, con el sol, o con el frío. Y ahora al llegar a este punto escucho que Jesús me pide que vaya hacia Él a descansar, que me está esperando. Y eso es lo que yo quiero hoy, descansar con Él, contarle todo lo que me ha pasado durante el día, decirle cómo me siento, lo que me cuesta la vida, lo que pesa. Quiero aprender a apoyar mi cabeza en su costado como un niño amado. Eso es lo que yo sueño. Quiero dejar a un lado todos mis miedos e inquietudes, apartarlas de mí para ser feliz un rato. Dejar atrás esas obligaciones que me agotan. Sostener las manos de Jesús entre mis manos o al revés, las mías en las suyas. Lo que me dé más paz es lo que importa. Y luego abrazarle a Jesús al final del día, de este tiempo de desierto. Me gusta tanto este evangelio en el que Jesús me dice que pueden ir hasta Él todos los que están cansados y agobiados. Le entrego mis agobios. Él es capaz de descansar al cansado, de liberar al esclavo. Él me liberará y me dará descanso, me dará paz. Me alegra tanto saber que hay alguien en quien puedo reposar, un corazón abierto a escuchar todas mis quejas, mis angustias, mis miedos. Alguien que no espera que yo le descanse a Él sino todo lo contrario. Alguien que es hogar para mí, ese hogar que yo tanto deseo y necesito. Me encanta pensar en Jesús como ese descanso infinito en el que puedo dejar todos mis cansancios. Me gustaría ser yo un descanso para otros que están cansados. A menudo no lo soy y cargo en sus espaldas mis propios cansancios. Y no libero sus cargas, las aumento. Jesús sí lo hace conmigo: «Y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera». Su yugo.  Ese que une a los amados. Los dos bueyes caminando y tirando del peso en una sola dirección. Si voy con Él la carga no es nada pesada. Me alegra tanto mirar así la vida. Su carga es ligera sobre mis espaldas. Sus mandatos son suaves. Son un bálsamo que alivia todos mis pesos. Me alegra tanto la vida sentir su mano suave en mi espalda. Su yugo me une a Él, no pesa nada. Yo le miro a Jesús conmovido y feliz. Me calman sus manos sobre mis manos. Me duermo en su pecho abierto por una lanza. Bebo de esa fuente en la que puedo beber para la vida eterna.

 



[1] José Antonio Pagola, Arturo Asensio Moruno, El camino abierto por Jesús. Juan

[2] José Antonio Pagola, Arturo Asensio Moruno, El camino abierto por Jesús. Juan

[3] Rafael Fernández de Andraca, José Kentenich, Manual del Dirigente

[4] Carlos Ruiz Zafón, La sombra del viento

[5] Carlos Ruiz Zafón, La sombra del viento

[6] Stefan Zweig, Momentos estelares de la humanidad

[7] Peter Locher, Jonathan Niehaus, Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador

[8] José Antonio Pagola, Arturo Asensio Moruno, El camino abierto por Jesús. Juan

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