Homilía del padre Carlos Padilla - 6 de junio de 2021

Domingo 6 de junio de 2021 | Carlos Padilla

X Domingo Tiempo ordinario

Génesis 39-15; 2 Corintios 4, 13 - 5, 1; Marcos 3, 20-35

«¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre»

6 Junio 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«No temo el final de nada, porque creo en los nuevos comienzos. Y cada dificultad es una oportunidad que la vida me da, un don que Dios me entrega»

Me gusta pensar que Jesús se ríe conmigo o incluso de mí, no me importa. Mira mi fragilidad y sonríe con mis torpezas. Es una risa ingenua y bonita. Me gusta su sentido del humor. Creo en un Jesús que se ríe a carcajadas con mis errores, con mis obsesiones y mis miedos. Para darme ánimo, para que no me paralice, para que le dé importancia sólo a lo importante y se lo quite a lo que no es fundamental. Me gusta ese Jesús alegre que no está esperando con gesto serio a que falle para recriminarme y castigarme por todas mis caídas, como si le hubiera ofendido. Ese Jesús al que sigo se ríe de mí, sonríe con los ojos y con la boca, con todos sus gestos. Y se alegra al mirarme en medio de mis batallas. Es como si le pareciera bien mi vida y le gustaran mi fragilidad. Como si no quisiera cambiarme y hacerme como Él, perfecto. No lo entiendo y casi no me lo acabo de creer. Y es que en ocasiones imagino a un Dios perfecto que todo lo hace bien y espera lo mismo de mí. Creo que esta forma de mirar a Dios puede ser una proyección de mis deseos. ¿Acaso no deseo hacer todo lo que emprendo con el mejor resultado? ¿No me han enseñado desde pequeño que tengo que ganar en los deportes, en los estudios, en los trabajos, en la vida? Y lo aprendí, por eso quiero ganar siempre. Deseo triunfar en todo lo que me propongo. Ser el mejor deportista, el más inteligente, el más sociable, el más generoso, el más alegre, el más sano, el más guapo y joven. Quiero ser perfecto en todo lo que hago y por eso no tolero los errores ni las caídas sobre todo cuando estaba en mi mano hacer las cosas de forma diferente. Y entonces, al pensar así, me asomo al cielo e imagino un rostro de Dios circunspecto, contrariado, tenso al mirarme desde lo alto en mi fragilidad. Siento que ya está cansado de mis defectos, hastiado de mis debilidades, molesto con mis reincidencias en el pecado. Cierro la ventana abierta al cielo y me alejo lleno de miedo para no recibir el castigo del rechazo y el desprecio. Como si fuera a recibir una furia divina sobre mí por haber fallado. No soy digno de nada bueno, pienso en mi interior. Como tanta gente hoy que no se siente digna de Dios, de la Iglesia, de los que no pecan en apariencia, de los puros, de los justos. Porque hay pecados públicos y otros privados. Hay derrotas conocidas y otras ocultas bajo el olvido. Hay limitaciones que todos ven y otras que se esconden bajo una aparente perfección. Entonces se me desdibuja la sonrisa de mi rostro y no veo la sonrisa de Dios. Acabo pensando que Dios no se ríe, no se alegra al verme. ¿Cómo se va a alegrar si Él es perfecto y yo estoy tan lejos? Pienso dentro de mí algo confuso. ¿Cómo va a sonreír cuando la vida es muy seria y yo me la tomo como si fuera un juego? No es para reírse. No está Dios para bromas. Está luchando con el demonio en una batalla diaria que me parece eterna. Y yo sigo tomándome las cosas a risa. No asumo la seriedad de mi vida. Por eso, en medio de mis pensamientos, me gusta asomarme a la ventana del cielo y ver a Jesús sonriéndome. Me mira y se ríe y tengo paz. Desde lo alto me sonríe. Le hacen gracia mis pelos, mis ojos, mis pesares, mis remordimientos, mi culpa y mis alegrías. A Dios le importa todo lo que a mí me importa. Mis amores y desamores. Mis fracasos y mis éxitos. Lo más humano de mi camino. El deporte, la diversión, los afectos, la vida misma. Todo lo que hago, pienso o siento. Todo le importa. En Él todo lo mío está integrado. En mi propia alma yo divido las cosas. Hay lugares donde Dios habita. Y otros donde no está presente. Me equivoco. Dios me quiere con todo lo que soy. Le importa que mi equipo gane o pierda. Le interesan los programas que sigo, las pelis que veo. Le apasionan mis sueños de grandeza, cuando me creo algo. Le preocupan mis preocupaciones. Y sólo no se ríe cuando se me olvida ser niño y me ofusco por tonterías. Me grita para que recapacite, y le dé valor a las cosas que merecen la pena y aprenda de lo que me pasa en esta vida, lo bueno y lo malo. Me gusta su sonrisa. Me gusta oír su carcajada y ver que la victoria final es siempre suya. Y que mi aporte es tan pequeño, ínfimo. Pero no importa. Sé que estoy cambiando el mundo de su mano. No lo olvido. Y así aprendo a sonreír. Porque la risa me salva por dentro.

Me asusta pensar que la vida se define sólo en ganar o perder. Gano el amor del prójimo, de Dios o lo pierdo todo y me quedo solo. Gano el tiempo o lo dejo escapar y mi vida se apaga. Gano una oportunidad que me abre puertas o pierdo el tren que pasa ante mi estación, dejándolo ir sin hacer nada. Gano opciones de ser mejor o pierdo la ilusión y ya no lucho por llegar a las estrellas que se dibujan ante mí. Pierdo el tiempo de ahora por no poder salir de casa por la pandemia o lo gano haciendo aquellas cosas que de otra forma hubieran sido imposibles. Gano un partido o lo pierdo, no cabe el empate, sólo puede ganar uno. Gano o pierdo. Parece todo tan sencillo. En la vida quizás pierdo más veces que gano. Pierdo la salud y enfermo. O pierdo los años y me vuelvo viejo sin quererlo. Gano la oportunidad de entrar por una puerta estrecha, seguir un sendero casi escondido o pierdo los mejores años de mi vida haciendo lo que no deseo. Ganar o perder en una lucha constante. Gano prestigio con artimañas, gano el afecto engañando, gano la devoción con mentiras. O lo pierdo todo, la fama, el prestigio, la posición, sólo por ser fiel a mí mismo, por ser veraz y auténtico, por no mentir. Ganar o perder es relativo. Una oportunidad perdida no siempre es la peor opción a la que me enfrento. A veces elegir sin pensar demasiado lo que pasa ante mis ojos puede hacer que me precipite en un camino sin rumbo. No sé cuándo gano de verdad. Ni sé si al perder a veces puedo llegar a ganar otras cosas diferentes, no imaginadas ni buscadas. El perdedor de una batalla puede ganar otros caminos posibles. Y el que ha perdido se levanta más fortalecido, porque la derrota hace que el alma madure y se haga fuerte. No sé si quiero ganar o perder si al final lo que me queda es mejor que lo que tenía antes de empezar a luchar. No sé si quiero ganar a los míos para el bien usando caminos sucios. O prefiero con la verdad exponerme a quedarme solo. La autenticidad es un don que aprecio más que a mi vida. Y estoy dispuesto a perder la vida por cuidar a los que más amo, a los que me ha confiado una mano amiga, esa mano que me tiende Dios. Temo perder algo en la vida. Pero luego sé que retener y guardar no me dan la felicidad soñada. Y en ocasiones, vacío y roto tras alguna derrota, he tenido más paz que después de mil victorias. Ya no me afano tanto por ganar siempre en la lucha. Decido dar amor pase lo que pase y eso no es amor perdido. Porque todo el amor no sé bien cómo se deposita en el cielo, en una nube segura que me espera al final del camino, haya ganado o perdido. Con derrotas o victorias. Prefiero perder acompañado por el consuelo de los míos. Antes que verme victorioso y solo en medio del desierto de la vida. Las victorias pasan, aunque sean sufridas. Y se olvidan, porque la vida sigue. Y todo se juega en el presente cruel y bendito que decide mis días. No quiero ganar humillando. Ni quiero que la victoria me lleve a la vanidad y al orgullo enfermizo. Siempre puede perder el que siempre gana. Y siempre puede ganar el que pierde siempre. No hay nada tan seguro como el hecho de que un día acabarán mis días y mis rachas de buena o mala suerte. Dejaré mi último suspiro sostenido en el viento. Y cerraré los ojos para abrirlos a una vida nueva. Será mi gran victoria, quizás en mi derrota. Pero veré ya el cielo y comenzaré de nuevo. Y ya no habrá vencidos, ni derrotados. No habrá dolor ni pena después de haber perdido. Me gusta más incluso esa vida ganada o recibida al fin, como don con mi muerte. No se gana el cielo en el que habitaré. Es un don, es misericordia. No se pierde la vida que se entrega, aunque se diluya en sangre derramada. No se gana la vida que se esconde por miedo a la derrota en el amor, que es la más dolorosa. No se gana peso sin comer y no se pierden kilos sin perder el tiempo y la vida en ello. No gano siempre que creo haber vencido. A veces he perdido cosas más importantes que las que perseguía. Deseando el mejor puesto perdí a los míos o la oportunidad de amarlos con tiempo, con alegría y salud. Me desgasté por entero pensando que ganaba y perdí la salud y dejé de cuidar lo que de verdad importa. No siempre ganar es ganar. Y no siempre una derrota es sólo pérdida. Perder un puesto de trabajo o la fama no siempre es pérdida total. Se abrirán nuevos caminos y descubriré de nuevo la esperanza, desde la altura de mi caída. Porque no toda caída es el final de mi vida. Es sólo un parón, o un nuevo comienzo. Ya no me afano siempre por ganar donde todos buscan la victoria. Ni me tomo mal mis derrotas, son parte de la vida. No me ofusco con objetivos que me alejan de lo realmente importante, el amor que es el que construye la vida. No siempre matando gano. A veces es sólo al morir cuando venzo y entiendo la vida. Me gusta pensar que Dios da siempre nuevas oportunidades. Y que donde un día hubo lágrimas más tarde puede que haya sonrisas. No le tengo miedo a comenzar de nuevo, porque así aprendo nuevas formas de hacer las cosas y aprendo con humildad del que construye mejor que yo la casa de su vida. No temo el final de nada, porque creo en los nuevos comienzos. Y cada dificultad es una oportunidad que la vida me da, un don que Dios me entrega.

Siempre me apasiona la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Jesús se coloca en el centro de mi vida. Y yo lo adoro, me postro, me miro en mi pequeñez y veo su grandeza. Pienso en ese Jesús en carne y sangre al que sigo. Quiso hacerse hombre, cercano, humano, para caminar al ritmo de mis pasos. La eucaristía me recuerda su presencia por amor. Se quiso quedar para que yo pudiera recibirlo en mi interior. Para que pudiera comerlo y beberlo. Me sorprende este Dios que se vuelve pan de vida para darme esa vida eterna que necesito. Se hace pequeño para que no me asuste ante su inmensidad. Viene a mí para buscarme en medio de mis días. Me asusta el misterio y quiero saberlo todo. Pero es imposible porque todo está oculto. Todo es un misterio. Me hablan de la fe, de creer en lo que no se ve. Pero a veces no puedo. Creo más en lo que toco, en lo que abarco, en lo que se abre ante mis ojos en su verdad más íntima. Los misterios me desconciertan. Y creer en lo que no está a mi alcance tiene que ser un don. Le pido a Jesús que aumente mi fe. Que en su pan y en su vino, en su Cuerpo y en su Sangre vea su presencia misteriosa, su amor más grande. No me escandalizo. Un Dios hecho carne ante mis ojos. El respeto ante el misterio exige de mí que me sienta pequeño. Cuido el respeto ante lo sagrado. El anonadamiento de Dios que se hace carne no me escandaliza, pero no deja de asombrarme. Un Dios que se vuelve impotente. ¿Y que hago yo ante esa humanidad que se presenta ante mí? Me postro lleno de respeto. Me humillo para que se manifieste ante mí. Me siento indigno, porque nunca soy digno de su amor, de su misericordia. En esta fiesta celebro el amor humano que Dios me regala. El amor de ese Jesús que quiso romper su vida por mí. Se hizo esclavo de mi amor. Esperando a la puerta de mi vida la respuesta. Ese amor tan grande se derrama ante mis ojos y yo siento que estoy muy lejos. Por eso me postro, por eso comulgo. Porque necesito su fuerza, su poder, su amor, para salvar y sanar mi vida. Comenta Sor Verónica fundadora de Iesu Comunio: «No hay nada más atractivo que vivir apasionadamente la propia vocación. La alegría que Dios da a quien escucha su llamada y la sigue. No es la tristeza por lo que se tiene, a veces muchísimo, sino por lo que se anhela. El clamor más hondo de nuestro ser. A Cristo se le puede tocar. Es lo más real. No sólo lo toco, me lo como. No es un Dios al que se adora desde fuera». Adoro a Jesús en mi propio corazón, porque lo recibo, lo consumo y su presencia llena todo mi ser. Y así recobro la pasión por la vida, por su llamada. Mi vida cristiana es apasionante. Y no puedo dejar de sentir que soy muy pequeño, muy frágil. Su amor es más grande que mi capacidad de amar. La eucaristía aumenta en mi alma el deseo de entregar la vida. Jesús viene a mí para que yo pueda ir a los hombres y entregar mi amor. Así de sencillo. Pero luego me confronto con mis límites y siento que estoy tan lejos de ese amor que se hace carne, pan y vino para no olvidarme. No puedo sino vivir con tristeza por no poseer todo lo que anhelo. Y además estoy llamado a vivir feliz, agradecido por todo lo que tengo. ¿Cómo le puedo tener miedo a ese Dios que se presenta a la altura de mis ojos? No me exige sumisión, no me pide lo imposible. Sólo me ama y espera que su amor despierte mi amor. «En la Eucaristía Dios nos da su amor y el poder amarle»[1]. Recibo un amor inmenso que me desborda. Un amor que no espera nada. Un amor sin condiciones. Un amor misericordioso que es don, nunca un derecho. Porque el amor sólo se puede agradecer, nunca se puede exigir. Hoy celebro la fiesta del amor de Dios que se hace carne para abrazarme. Y ese amor inmenso me sostiene, me levanta y me sana. Ya sé cuál es el poder del abrazo, como escribe Elena Bautista: «El abrazo es un arma de construcción masiva». El abrazo reconstruye lo que está roto en mi interior. El abrazo de Jesús cada vez que comulgo. El abrazo de aquellos que me dan el amor de Dios con sus brazos, con sus abrazos eternos. Esos abrazos que la pandemia ha vuelto tan escasos y que siguen siendo camino de salvación. Leía el otro día: «Sin eucaristía no podemos vivir ni conceder a Dios el primer puesto en nuestra vida y en nuestras actividades. Al silencio de la indiferencia, los sacerdotes y fieles deben responder con el silencio de la oración. La enfermedad del desinterés se cura con los sacramentos, la enseñanza y el testimonio de los santos»[2]. La comunión con Cristo me vuelve comunión con mis hermanos. En la comunión coloco a Dios en el centro de mi vida. Creo en el poder transformador del amor de Jesús cada vez que comulgo, cada vez que me postro y arrodillo para admirar, alabar y agradecer su presencia que transforma mis pasos y convierte mi vida en un testimonio de su amor. Así funciona. No es la eucaristía el premio de los buenos. Sino el remedio para los enfermos que caminan cansados y abatidos y necesitan en su cuerpo y en su alma esa fuerza que los levante por encima de todos sus miedos.

El pecado tiene que ver con hacer algo que está mal, con provocar un daño con mis palabras, acciones u omisiones. El pecado es aquello que me enreda en mi debilidad y no me deja hacer crecer el reino de Dios a mi alrededor. El pecado me hace peor persona, me envenena el alma, me vuelve rígido y me empobrece. Hoy parece que dejo de sentir el peso de la culpa. Hago cosas y no me siento responsable ni culpable. Creo que no tenía más remedio o que la culpa es de los que me provocaron con sus palabras y acciones. Y entonces mi pecado ya no es pecado, es casi un accidente. Y yo no soy pecador. No me hace falta la misericordia, porque no hay culpa. Sin culpa no hay posibilidad de redención. Hoy escucho el relato del Génesis: «Cuando Adán comió del árbol, el Señor Dios lo llamó y le dijo: - ¿Dónde estás? Él contestó: - Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí». El pecado al comer del árbol prohibido lo hizo consciente de su desnudez. Adán perdió la inocencia y la pureza en la mirada. Y pensó que el estar desnudo no estaba bien. Vio el mal donde antes veía sólo bien. ¿Es mi mirada la que enturbia lo que veo o es lo turbio de la vida lo que ensucia mi corazón? Comer alimentos impuros no me vuelve impuro. Quizás soy yo en mi interior el que con su impureza ensucia todo a mi alrededor. Y no me doy cuenta. Ser consciente de mi pecado me hace mejor persona. Pensar que no tengo nada de lo que arrepentirme me vuelve orgulloso e insensible. La culpa en un grado sano es necesaria. Si no me siento culpable de nada de lo que hago me vuelvo cruel y rígido. Me creo en posesión de la verdad y pienso que no actúo mal cuando sí lo hago. Si alguien sufre por mi culpa no es mi responsabilidad. Si hiero con mis palabras sólo estoy siendo sincero. Si esperan más de mí y no les doy lo que esperan pienso que tengo derecho a dar lo que yo quiera, que tengo que cuidarme. Nada es por mi culpa. Nada de lo que sucede hace que me sienta responsable. Siempre son los demás o la mala suerte. En el relato bíblico ninguno asume su parte de culpa: «Adán respondió: - La mujer que me diste como compañera me ofreció del fruto y comí. El Señor Dios dijo a la mujer: - ¿Qué has hecho? La mujer respondió: - La serpiente me sedujo y comí». Culpo a los demás y yo quedo libre de toda culpa y pecado. Pensar así me priva de algo importante. No pedir perdón es una carencia de mi alma. Si no siento esa necesidad es que tengo el corazón endurecido y seco. Cuando me siento culpable, sin caer en los escrúpulos que no son sanos, me vuelvo más niño. Acepto que no lo puedo hacer todo bien. Es imposible esa perfección que me impongo. Soy pequeño y débil. Y el pecado forma parte de mi condición. Peco cuando callo y cuando hablo. Cuando pienso mal y cuando actúo con rabia. Peco cuando no hago nada pensando que mis omisiones no son tan importantes, pero lo son. Lo que se queda sin hacer es mi responsabilidad. El bien que no sucede por mi apatía y pereza es parte de mi responsabilidad de instrumento. Soy hijo de Dios, soy apóstol. Y todo lo que no hago es una ausencia de bien. El pecado es la imperfección propia de mi vida. Habrá pecados que brotan de mi herida, de mi dolor, de mi angustia. Pecados que son un desahogo, una salida a mi soledad. Puede haber pecados que no hacen daño a nadie. Pero pueden ser pecados que no me hacen bien a mí. No me construyen por dentro, no me hacen libre. La infidelidad en mis proyectos y deseos me debilita. Mis incoherencias me hacen daño. Hay todo tipo de pecados en mi vida. A veces son faltas provocadas por mi debilidad o por mi imprudencia. Tal vez no las pude evitar y sucedieron. No causaron mal a otros, tal vez sólo a mí en mi orgullo, en mi amor propio. Quisiera tener una mirada pura para ver con facilidad la suciedad en mis actos, pensamientos y omisiones. Que mi culpa nunca me hunda pero que sí me lleve a pedirle perdón a Dios de rodillas. Vivir la misericordia en mi corazón es lo que me salva y fortalece. Leía el otro día: «Muy a menudo lo que impide la acción de la gracia divina en nuestra vida no son tanto nuestros pecados o errores como esa falta de aceptación de nuestra debilidad, todos esos rechazos más o menos conscientes de lo que somos o de nuestra situación concreta»[3]. La no aceptación de mi debilidad, de mi fragilidad, es lo que me aleja de Dios. Ser consciente de mi pobreza, de mi impureza, me lleva a sentirme menesteroso y necesitado del amor de Dios. Aceptar mi debilidad me salva del peligro de creerme invencible y todopoderoso, me salva del orgullo exagerado y de la vanidad que me alejan de los hombres y de Dios. Aceptarme frágil me permite mirar a mi hermano y ver que no puedo construir yo solo un mundo nuevo. No quiero bloquear la acción de Dios en mi interior. No quiero poner barreras que impidan su actuar. El amor de Dios penetra cuando me sé necesitado y me abro a su poder. Eso ocurre cuando veo la debilidad en mí por mi pecado o mis fracasos. Y Dios se acerca y me pregunta: «¿Dónde estás?». Quiere encontrarme desnudo cuando huyo, cuando me escondo. Entonces me salva de mi sentimiento de indignidad. Claro que no soy digno y no tengo derecho a la gracia, a la misericordia. Todo es un don que recibo de rodillas.

El paraíso y la tierra. El Edén soñado y la realidad de los límites. La serpiente les hace pensar que pueden ser tan sabios como Dios: «¿Quién te informó de que estabas desnudo?, ¿es que has comido del árbol del que te prohibí comer?». Este relato me muestra la primera tentación que sufre el hombre. En sus límites sueña con ser como Dios. Quiere ser Dios. Es la tentación de soñar con una grandeza que el corazón no tiene. Con una perfección que el corazón desea. La inmortalidad, la omnipotencia, la omnisciencia. Quiero ser más de lo que puedo soportar. Mis límites humanos, mi pobreza, mi debilidad. Quiero saberlo todo pero no cabe dentro de mi corazón. Amar como Dios amando desde mi egoísmo. Adán y Eva comen del árbol prohibido pensando que van a ser como dioses. ¿Acaso no eran felices en el Edén? ¿No era todo perfecto allí donde el corazón no estaba dividido y en orden? El pueblo judío recurre a esta reflexión para tratar de entender por qué nazco con una herida en el corazón. ¿Por qué queriendo hacer el bien acabo haciendo el mal? ¿Por qué queriendo ser feliz acabo provocando la infelicidad de los que me rodean? La serpiente y la debilidad del corazón humano se erigen como explicación teológica. La tentación que no puedo resistir. Y al desobedecer salgo del Edén. La muerte, el sufrimiento, la enfermedad. Y esa lucha terrible dentro de mi corazón por evitar el mal tratando de hacer el bien. He sido creado para amar pero me lleno de odio con frecuencia. Las heridas del pasado vuelven rencoroso y resentido. No logro desear el bien a los demás. Busco sólo mi bien caiga quien caiga en mi empuje. No importa. El egoísmo, la vanidad, el deseo de ser Dios me gobiernan. Muchas tentaciones me aparten del paraíso. Y convierto mi tierra, mi hogar, en un verdadero infierno. ¿Cómo puedo cambiarlo todo? Cuando Jesús viene a mi vida y vence en mí. A mi pecado Dios responde con el perdón. A mi alejamiento Dios responde con la espera y la paciencia. Aguarda a la puerta esperando mi regreso: «Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa. Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi Voz; estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica. Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón, y así infundes temor. Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra». Estoy dividido en mi impotencia. No tengo la armonía que sueño. Y sé que si sigo roto y dividido no puedo sobrevivir. Jesús hoy me lo recuerda: «Un reino dividido internamente no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir». Si mi alma está dividida y lucha en ella Dios con el demonio, no puedo sobrevivir. Tiene que vencer Dios para que vuelva la paz. Pero para ello es necesario renunciar a mi victoria y reconocer mi fragilidad: «No debe permitir a las personas vivir con ilusiones de inmortalidad y de plenitud. Mantiene a los demás atentos al hecho de que son seres mortales y rotos, pero también que con el reconocimiento de esta condición empieza su liberación»[4]. Cuando me reconozco frágil y roto me libero. Todo comienza a cambiar a mi alrededor. Dejo la tensión a un lado y sé que en mi división interior tengo que dejar que Dios se imponga con su poder, con su misericordia, con su bondad, con su amor infinito. Yo no puedo. Él lo puede todo. Esa constatación me salva. Si me erijo en Dios de mi vida, caigo. Si asumo mi condición de creatura, rota y desarmada, impotente y débil, la vida se vuelve más sencilla. Asumo mis contradicciones interiores. Me doy cuenta de mi verdad más honda. Amo a Dios y amo lo más humano del hombre. Quiero llegar a lo más alto y soy capaz de las caídas más terribles. Soy capaz de acciones santas y virtuosas. Y luego me veo cometiendo actos despreciables que no me atrevo a confesar. Ni siquiera los acepto en mi corazón. Los niego, los tapo, los escondo. Quiero ser un salvador de almas y me veo en la necesidad de que alguien salve mi propia alma. Esas contradicciones no las puedo erradicar. No puedo limpiar de un plumazo mi impureza. Aceptar la vida como es, es lo que al final me salva. Hay un árbol del que no puedo comer. Porque si como me volveré vanidoso, altivo, engreído y egoísta. Por eso me hace mal ese fruto que me lleva a pensar que no me hace falta Dios en mi vida. Me hace creer que me salvo solo y que con mis méritos forzaré las puertas del cielo. Y abriré una brecha que me permita presentar mi derecho a entrar. No consiste en eso la vida, en juntar méritos que pesen más que mi vida. No se trata de hacer todo el bien posible cuando mi división del alma me hace ver que no todo es esa armonía que habrá un día en el cielo. Aquí lucho cuando me dejo hacer por Dios. Venzo cuando Dios logra vencer mi orgullo y mi cerrazón entrando en mi vida. Así todo cambia y las cosas se vuelven más sencillas. Estando roto, soy salvado por Dios.

Hoy Jesús se encuentra predicando y se acercan para decirle que su madre y sus hermanos lo están buscando: «Llegan su madre y sus hermanos y, desde fuera, lo mandaron llamar. La gente que tenía sentada alrededor le dice: - Mira, tu madre y tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan». Su Madre y sus hermanos se preocupan por Él y quieren verlo. Jesús responde: «Quiénes son mi madre y mis hermanos? Y mirando a los que estaban sentados alrededor, dice: - Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre». Jesús aprovecha cualquier oportunidad para enseñar. Sus parientes son los que escuchan la voluntad de Dios y la cumplen. Los que están abiertos a los deseos más leves de Dios. Los que pertenecen a la familia de Dios son como María. Ella guarda todo en su corazón y escucha el querer de Dios. No se desentiende del Dios de su vida. Ama a Dios por encima de todo. Me impresiona esa Madre que no se desentiende de Dios y se pone en camino. Amo esa docilidad de María para escuchar y obedecer. No es fácil la docilidad cuando implica dejar a un lado mis deseos propios, mis planes y sentimientos personales. Mi corazón se rebela y quiere seguir su camino. No quiero escuchar, ni saber, ni obedecer. Es tan fácil olvidar lo que Dios quiere de mí. Es tan fácil confundirme en el camino. ¿Dónde está la verdad? ¿Dónde me habla Dios? ¿Qué tentaciones me llevan por el mal camino? Jesús no está roto. En Él sólo habla Dios, nunca el demonio. Pero los fariseos le cuestionan su actuar: «En aquel tiempo, Jesús llegó a casa con sus discípulos y de nuevo se juntó tanta gente que no los dejaban ni comer. Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque se decía que estaba fuera de sí. Y los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: - Tiene dentro a Belzebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios. El los invitó a acercarse y les hablaba en parábolas: - ¿Cómo va a echar Satanás a Satanás? Si Satanás se rebela contra sí mismo, para hacerse la guerra, no puede subsistir, está perdido». Le acusan de estar poseído por el demonio, a Aquel que echa al demonio en el nombre de Dios. En Jesús no es posible, en mí sí. Me puedo confundir fácilmente. Me dejo seducir. El demonio imita a Dios, es el «mono de Dios», su imitador. Utiliza las mismas estrategias. Logra el demonio que confunda el bien con el mal. Pienso que voy por el camino correcto y estoy yendo por el equivocado. Creo que acierto pero es todo confuso. El demonio me confunde con sus insinuaciones. Parece un bien lo que brilla y no lo es. Y llego a creer que estoy haciendo el bien sin darme cuenta del mal que estoy ocasionando. ¡Cuántas barbaridades se han hecho en el nombre de Dios! Es peligroso cuando me confundo y me dejo seducir por sus tentaciones. Pero sé que estoy construyendo para la vida eterna como hoy escucho: «No nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve; en efecto, lo que se ve es transitorio; lo que no se ve es eterno. Porque sabemos que si se destruye esta nuestra morada terrena, tenemos un sólido edificio que viene de Dios, una morada que no ha sido construida por manos humanas es eterna y está en los cielos». Estoy trabajando para el cielo, estoy construyendo un mundo nuevo en el que vivir para siempre. Estoy sembrando semillas de eternidad. Me gusta mirar así la vida y confiar. Dios puede hacer obras grandes conmigo. Sólo necesita que escuche, que esté atento, que me deje moldear por su amor inmenso. No quiero dejarme llevar por esas tentaciones que me apartan de la meta trazada. Vivir en Dios, vivir para Dios, pertenecerle por entero. El bien que deseo y el mal que realizo en ocasiones se confunden en mi alma. No realizo todo el bien que podría hacer. No llego a la cima más alta a la que podría ascender. Pero me pongo en camino. El ascenso ya es purificador. Es como subir un monte y llegar a un Santuario anclado en la cima. Es duro el camino de subida. Las cuestas muy empinadas y sólo a lo lejos, distante, se ve la meta final. Faltan las fuerzas y el corazón quiere desistir en muchas ocasiones. Quiere regresar. Es como la vida misma cuando he de ser fiel a las decisiones tomadas. Tengo miedo de fallar pero me tienta esa posibilidad de volver a la paz de mi hogar dejando las aventuras. Y me asusta la posibilidad de desistir cuando es lo que más me seduce. ¿Quién me embarcó en esta aventura? Subir al santuario en lo alto de un monte tiene mucho que ver con mi vida. En ella hay subidas y bajadas. Hay momentos de duda y otros de entusiasmo. Momentos en los que me detengo exhausto, arrepentido y otros momentos en los que creo que volar. Siempre sé que no voy solo. María me cuida, me sostiene, me levanta. Me ayuda a abrir más el camino para que otros puedan subir. No camino solo, otros van a mi lado y me animan con su sonrisa, con sus palabras. No dudo que lo mejor estará al final, cuando me liberaré de todo mi peso. Y seré más libre, más de Dios, más niño, más dócil. En lo alto del monte los problemas son tan pequeños.



[1] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios

[2] Cardenal Robert Sarah, la fuerza del silencio, 66

[3] Jacques Philippe, La libertad interior

[4] Nouwen, El Sanador herido

Comentarios
Nombre:   Procedencia:
Comentario:
Código de seguridad:   captcha
Caracteres restantes: 1000