Homilía del padre Carlos Padilla - 6 de octubre de 2019

Domingo 6 de octubre de 2019 | Carlos Padilla

Domingo XXVII Tiempo Ordinario

Habacuc 1,2-3;2,2-4; 2 Timoteo 1,6-8.13-14; Lucas 17,5-10

«Cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: - Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer»

6 Octubre 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«Una fe audaz que busca señales para tomar decisiones y ponerse en camino. Una fe que mueve montañas y hace posible lo imposible. Me saca de mis miedos y vence mis desconfianzas»

Las mudanzas presuponen siempre una buena cuota de audacia que me haga capaz de dar un salto en el vacío. Un nuevo comienzo, una casa nueva, un horizonte desconocido. Una aventura, una pérdida que me lleva a cambiar. Comienzo de nuevo después de haberlo perdido todo. O comienzo en un lugar mejor para mi vida en este momento. La vida está llena de mudanzas, todo cambia. Muda el cuerpo con el paso de los años. Muda el sentimiento. Y muda el alma. Me mudo de una casa paterna a una casa propia o a otra casa o me quedo sin casa. Me mudo de un lado a otro buscando un lugar seguro, un hogar estable donde echar raíces. Mudar es propio de la naturaleza humana tan habituada al cambio. La mudanza es una tarea ardua e intensa que me exige excavar de pronto en todos mis recuerdos. Deshojando fotos, hurgando en los cajones antes olvidados. Me sumerjo recogiendo vestigios de un pasado lejano o más cercano, casi olvidado. Quiero aprender a mudarme para comenzar de nuevo sembrando sueños. Y así volver a guardar, a amar, a vivir, a atarme a la vida. Mudar el alma es lo más habitual. Mudan las costumbres, mudan los hábitos. Las tendencias y las inclinaciones. Me gusta que el alma mude, pero no quiero trasplantarla. Porque duele tirar con fuerza de las raíces sin querer romperlas. Porque han de volver a vivir en otra tierra. Es esta una tarea difícil de jardinero. La tarea de Dios cambiando mi alma. Tal vez no siempre sea el momento adecuado para un cambio. O demasiado frío. O demasiado seco. Sé que Dios lo sabe todo mejor que yo, eso seguro, acepto los cambios. Decía San Ignacio: «En tiempo de desolación nunca hacer mudanza». Habla de desolación en contraposición a consolación del alma: «Así como oscuridad del ánima, turbación en ella, moción a las cosas bajas y terrenas, inquietud de agitaciones y tentaciones, moviendo a infidencia, sin esperanza, sin amor, hallándose toda perezosa, tibia, triste y como separada de su Criador. Los pensamientos que salen de la consolación son contrarios a los pensamientos que salen de la desolación». En ese estado del alma, cuando estoy turbado, triste, deprimido, angustiado, es mejor no cambiar nada importante, ni tomar decisiones drásticas e irreversibles. Es entonces mejor seguir como hasta ahora, sin decidir nada de forma apresurada. Sé que el corazón no sueña con las alturas y padece cuando se queda a medio camino. Y sufre y llora. Y ve entonces más lo negativo que lo positivo conquistado. Y desea con fuerza lo que no posee. En momentos de desolación cambiar puede ser un gran error. Mudarse y dejar lo de siempre implica un riesgo cuando el corazón no aspira a las alturas y se arrastra por el barro lleno de melancolía. En esos momentos, sin duda, mejor no hacer mudanza. Pero añade S. Ignacio: «Llamo consolación cuando en el ánima se causa alguna moción interior, con la cual viene a inflamarse en amor de su Criador y Señor, y cuando ninguna cosa criada sobre la faz de la tierra puede amar en sí, sino en el Criador de todas. Llamo consolación a todo aumento de esperanza, fe y caridad y toda alegría interna que llama y atrae a las cosas celestiales y a la propia salud de su ánima, aquietándola y pacificándola en su Criador y Señor». El amor a Dios consuela al alma y la eleva a las alturas. El amor me hace soñar y descansar en Él. En tiempos de consolación puedo mudar con paz en el alma. Son tiempos de felicidad del corazón. Entonces puedo tomar decisiones en Dios. Para lograr hacerlo me mueve la alegría de saberme amado por Él. Mudar en tiempos de calma es más fácil. Mudar en tiempos de tormenta resulta complicado. Es cierto que no elijo yo los tiempos que vivo. Pensaba que era tiempo de consolación y se torna confuso. O me sentía en medio de la tormenta e irrumpe el sol con su paz. Todo puede cambiar en pocos momentos. En cualquier caso, las circunstancias no quiero que manden sobre mí. Quiero hallar consuelo en momentos de desolación y en momentos de paz sonreír alegre. Quiero ese consuelo en el que Dios me invita a dejar lo que amo ahora, a sacar las raíces de mi tierra, y a hacer mudanza. Y lo hace para que mi corazón sonría en el vértigo de sentirme retenido entre dos orillas, suspendido en el aire, inerme. Sin capacidad para volver atrás. Sin la resolución para seguir adelante. Mudando lentamente sin darme yo cuenta. Primero el cuerpo. Más tarde el alma. Dejando con dolor lo que me ata. Con la sangre de la vida que se entrega. Así es mi mudanza. Y yo me siento consolado mientras busco entre cajas y recuerdos las huellas del paso de Dios por mi vida. Cuando arrecia el viento y el mar está revuelto. Y sonrío alegre mientras mudo con dolor. Busco, excavo, siento. Toco, acaricio, retengo. Mi corazón está conmovido. No dejo de pensar en todo lo que Dios hará cuando mude del todo. Cuando logre Él vencer en mí tantas resistencias. Confío. Es tiempo de mudanza siempre en el corazón de Dios en el que vivo. Y nada es tan fijo ya en mí mismo, en mi vida, en mis hábitos. Sonrío en medio de mudanzas.

Me da miedo perder las lágrimas, endurecer el corazón, tomar distancia de la vida. Me asusta aislarme en mi dolor, perder la mirada comprensiva, olvidar las caricias y los abrazos. Me preocupa el peligro constante que corre mi alma de vivir en las teorías y los sueños. Alejándose totalmente de la vida. Me preocupa el sol que surge sin que yo lo vea y muere haciendo que me olvide de sus rayos. Me duelen la indiferencia y el olvido, el desprecio y la ironía, la sospecha y la desconfianza. Como clavos que rompen mi piel sin darme casi cuenta. Quiero levantar el sol con mis manos pobres. Siempre lo he querido. Y en el intento he fracasado muchas veces. Y otra muchas, no sé bien cómo, se ha alzado el sol altivo. Quiero soñar con imposibles que mi alma añora. Y retener entre mis dedos pedazos de piel y alma. No sé cómo hacerlo. Quiero despertar en un horizonte lleno de esperanza y bañarme en recuerdos que acaricien mi alma. No le tengo miedo al tiempo que corre como arena entre mis dedos. Ni al agua que se escapa sin que logre retenerla. No me asustan las noches sin estrellas. Porque es mentira, están ocultas, no importa tanto que yo las vea. Decía Raquel Aldana: «El Amor durará tanto como lo cuides. Y lo cuidarás tanto como lo quieres». He decidido entonces cuidar el amor que toco. Respetar sus tiempos. La muerte de la semilla en el surco es lenta. Y el despliegue de los tallos y las hojas. Y yo apuro el correr de la vida. Como queriendo llegar antes de tiempo a algún sitio. Sé que el amor que no se cuida se muere. Deberé ser cuidadoso si quiero conservarlo. Y sé que lo que sí quiero lo cuido, como un niño deseoso de guardar sus tesoros. ¿Cómo es que a veces muere el amor habiendo sido un día tan fuerte? No lo entiendo muy bien, pero sucede. Como un viento en ráfagas que todo lo trasforma. El amor profundo de un día muda, se torna indiferencia. No quiero yo ser culpable de descuidar lo que amo. Caer en la tentación de olvidar regarlo. Pasar de largo por la vida conteniendo al llanto. Sufrir por lo que es y por lo que aún no ha sido. Me da miedo pensar que los sueños a veces no se cumplan. Y lo que parecía firme como una catedral de rocas ungidas, se desmorone sin que influyan el viento, o la tormenta, sólo el olvido que sí tiene más peso. Hoy escucho: «No endurezcáis vuestro corazón». Y yo me endurezco. Al sentir el olvido, o el rechazo, o la falta de respeto, o el dolor que lacera mi piel en palabras hirientes. Y me endurezco. Para no sufrir, para que no me duela. Y siento que mi piel se vuelve roca, hierro. Y mi amor se entumece entre paredes frías. Para no sufrir más, me digo convencido. Porque duele amar y no ser correspondido. Respetar y encontrar el rechazo. Amar y escuchar el olvido. Lo que quiero lo cuido, me digo a mí mismo. Para no endurecerme cuando el viento sea fuerte. Quiero aprender a amar respetando, agradeciendo, obviando lo que me incomoda y turba. Pasando por alto defectos y caídas. Perdonando y volviendo a abrazar la vida. Comenta el Papa Francisco hablando del matrimonio: «Se puede estar plenamente presente ante el otro si uno se entrega ‘porque sí’, olvidando todo lo que hay alrededor. Allí recordamos que esa persona que vive con nosotros lo merece todo, ya que posee una dignidad infinita por ser objeto del amor inmenso del Padre. Así brota la ternura, capaz de suscitar en el otro el gozo de sentirse amado. Se expresa, en particular, al dirigirse con atención exquisita a los límites del otro, especialmente cuando se presentan de manera evidente». Quiero ser tierno, sin corazón endurecido. Y llorar al perder o al tener lejos. Y volver a empezar, aunque dude de mis fuerzas. Y pasar por alto lo que me duele volviendo a soñar con imposibles. Tengo el alma llena de agradecimiento. No me endurezco, y no olvido. Porque el olvido duele en las entrañas como un frío capaz de acabar con las sonrisas. Quiero cuidar lo que amo. Y amar con toda el alma lo que cuido. No olvidarme que soy de barro, aunque pretenda conseguirlo todo. Eso no importa porque no soy yo. Mi corazón se endurece si me olvido de tocar el amor de Dios en mi alma. Y sentir su abrazo noche tras noche. Y vivir atado a la vida sin dejar pasar un instante. Tengo ante mí el sueño de toda mi existencia. Escribo en mi cuaderno los recuerdos que me dan vida. Releo palabras de esperanza. Retengo imágenes que el tiempo no difumina. Agradecido el corazón del que ama siempre. Agradecido y paciente con la vida que Dios me ha confiado. No tengo claro si podré alcanzar las estrellas con pies humanos, sin alas y sin vientos. Pero al menos podré guardar su reflejo en lo más hondo de mi mirada. Allí donde descansa Dios despertando la vida dormida. No dejo de cuidar lo que me han confiado. La confianza dada. La sonrisa prestada. La palabra que acaricia. Y el silencio que acompaña. Retengo en un abrazo los síes de toda una vida. Y vuelvo a levantarme dispuesto a sostener el mundo entre mis dedos. No dejo de cuidar todo lo que he amado. No dejo de agradecer todo lo que me han amado. 

Detenerme por última vez ante un camino, un monte, un rostro, una canción. Detener los pasos súbitamente y comenzar de nuevo a andar. Observar por última vez el mismo parque de siempre, la misma orilla del mar, ese atardecer de antes. Reconocer ese olor del aire, ese sabor del cielo, ese gusto de la vida, la misma vida. Recordar lentamente las palabras dichas en algún momento y las calladas a tiempo o a destiempo. Recoger los silencios prendidos de las hojas de los árboles y guardarlos en lo más hondo de mi alma. Caminar por la misma carretera. Escuchar y cantar la misma canción. Sostengo conmovido el recuerdo de un encuentro, de un rostro, de un paisaje. Calculo el espacio que existe entre un hasta pronto y un para siempre. Un espacio casi infinito. Me detengo ante un salto en el mar que me hace temblar de miedo, de respeto, de sorpresa desde mi acantilado. Siento que voy a dejar de hacer lo que hasta ahora hacía tan fácilmente, sin problemas, sin angustias. Y me veo emprendiendo un camino nuevo, desconocido, inquietante. Voy descalzo. Voy tranquilo. El alma se ensancha, o tiembla. En medio de la noche creo descubrir rostros amigos. Dibujo torpemente, a mi manera, en una hoja en blanco una ruta que desconozco. Lo hago con la mirada clara, sin pretender saber nada. Quiero aprender a beber del agua que me da vida y me quita la sed. Quizás no sea para siempre y sí solo por un momento, sin que sirva de precedente. Decido navegar sin prisas, dejando pasar por mi alma una fila inagotable de recuerdos. No deseo llegar a la meta del siguiente día, aunque me parezca fácil. Sé que un día no lejano todo cobrará otra luz, tendrá otros colores. Es la vida una repetición de gestos que se hacen historias, recuerdos, momentos sagrados. Y yo, que soy un soñador empedernido, los guardo como un tesoro, muy dentro de mis entrañas. Recojo ese amor sembrado un día en un abrazo, en una sonrisa, en una mirada. Temo ese olvido que es el cáncer que amenaza con lacerar mi alma, queriendo borrar así todo lo guardado. Contemplo arrebatado ese tesoro lleno de recuerdos, cincelado en mi vientre. Allí donde no podrá llegar el olvido. Y es que yo no quiero olvidar sino recordarlo todo. No quiero ser un después, sino un para siempre. No quiero borrar de golpe todo lo que me ha dado sentido. No lo quiero. Porque la vida se compone de aciertos y fracasos, de luces y de sombras. Y yo las guardo todas. Para aprender de cada decisión, de cada paso. Por eso no quiero dejar de ser, aunque mi ausencia dibuje un vacío, un hueco de ausencia. Sólo pretendo seguir siendo yo mismo. Haga lo que haga. Esté donde esté. ¿Qué importa ese lugar en el tiempo, y ese tiempo lleno de lugares? En el cielo, un día sin tiempo, todo se unirá en un sentido pleno. Y el pasado se fundirá con un futuro cierto. Estará todo claro, al menos así lo creo. Y mientras tanto compongo días y noches. Despierto amaneceres y dejo caer unas lágrimas al ponerse el sol. Y todo ello sin dejar de soñar con una vida nueva. Por eso hoy viene a mi alma la letra de una canción de siempre. Sus palabras me despiertan y me hacen soñar otra vez, siempre de nuevo, más hondo, con algo muy grande: «¿Cómo creer que la vida se escribe de pronto, en un solo silencio, en una respuesta? ¿Cómo acallar los sentidos cuando gritan vida? ¿Cómo ser un hombre con sabias respuestas? ¿Cómo hacer del mundo mi gran aventura? Rompiendo los moldes, soñando imposibles, Levantando el sol en mis manos pobres, amando la vida. ¿Cómo ser yo mismo sin más pretensiones, sin buscar elogios, sin querer la gloria? ¿Cómo amar al otro cuando grita odio? ¿Cómo ser valiente sin miedo a la vida? ¿Cómo hacer que todo en mí tenga sentido?». Sólo quiero amar la vida, seguir amándola una y otra vez cada mañana. Aunque duela a veces, aunque muerda y hiera. Aunque no me guste o la sienta fría. No importa. La amaré de nuevo. Porque sólo si la amo valdrá de algo mi entrega. Sólo si me ato, si sufro y me dejo tocar por los hombres, por la vida misma. Sé que al hacerlo a veces romperé los moldes. Los míos los primeros. Esos moldes en los que quiero contenerme para no desentonar ni herir, ni quedar mal siendo yo mismo. Esos moldes que aprendí de pequeño, como dice una canción, Remando: «De chica me decía esta es la forma correcta de andar y de dirigirme a quien tuve delante». Esos moldes aprendidos para recibir cariño como respuesta a mis gestos y palabras. Esos moldes contenidos en los que soy educado y correcto. Rompo esos moldes que pretenden contentar a todos, no airando a nadie. Y rompo más moldes. Los que están escritos. Los que dicen cómo tiene que ser una persona perfecta, correcta, pulcra, eficiente. Esas personas completas que siempre aciertan y todo lo hacen a su hora, en su momento. Es quizás por eso que sigo soñando imposibles no siendo ya tan niño. Y sigo con ese deseo tan puro de querer sostener el sol entre mis manos pobres. Ese sol que brilla en mi alma y más lejos, en lo más alto. Guardo una esperanza sagrada en medio de la noche. Y veo en la calma que me envuelve un anhelo profundo de atravesar la tormenta. Pero no pido hoy que cese la tempestad violenta. No quiero que huyan de mí las nubes y cesen los vientos. No quiero cambiar el presente, alterar los pasos que he dado siguiendo una estrella. Sólo quiero, eso sí, desaprender lo que no me hace bien y aprender a bailar bajo la lluvia. Como un niño con zapatos nuevos o pies descalzos. Eso es lo que más sueño, lo que más quiero. 

A menudo llegan a mí a pedirme explicaciones. ¿Cómo es posible que Dios desoiga las súplicas y pedidos que le hago? ¿Dónde está ese Dios misericordioso que supuestamente no me deja solo nunca? El hombre suplica y parece que Dios se esconde. ¿Acaso no habla a escondidas y sus gritos son susurros y sus caricias soledades? ¿Cómo entender su voz y comprender sus motivos? Miro a ese Dios escondido en mi alma. Ese Dios que calla, se esconde y espera. No dice nada. No me explica por qué las cosas son como son. Y a mí me falta la paciencia. Necesito repuestas inmediatas. Se agota la poca paciencia que tengo y quisiera tener en mi mano lo que tanto ansío. Hoy clama el profeta: «¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me oigas, te gritaré: ¡Violencia!, sin que me salves? ¿Por qué me haces ver crímenes y contemplar opresiones? ¿Por qué pones ante mí destrucción y violencia, y surgen disputas y se alzan contiendas? Me respondió el Señor: - Mira, el altanero no triunfará; pero el justo por su fe vivirá». Veo tanta violencia a mi alrededor y suplico auxilio. Veo tantas caídas y desgracias y mi alma sufre conmovida. Tengo claro que Dios es bondadoso, es una certeza. Pero no dejo de ver injusticias y violencias a mi alrededor. ¿Por qué no hace Dios algo para convertir el mal en bien y para sanar tantos corazones heridos? Tiene tanto poder y permanece en silencio. El corazón se rebela ante las injusticias que veo. Sé que Dios tiene misericordia y me sostiene, pero parece no estar en los momentos claves, cuando más lo necesito en mi barca. Él duerme y yo remo perdido entre las olas. Y me dice que me salva de la fosa porque soy justo, pero a menudo me siento solo en la fosa, abandonado y no siento su aliento en mi espalda. Tengo claro que me anima a caminar en medio de mis miedos y a vencer todas mis inseguridades. Pero su voz, su abrazo, me faltan. Hoy escucho: «Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor. Él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que Él guía. Ojalá escuchéis hoy su voz». Quiero escuchar su voz en medio de mis tormentas para saber que voy por buen camino. Quiero aprender a creer en su bondad y en su paciencia conmigo. Quiero entender que viene a mí para salvarme cada mañana, cada día, incluso cuando no lo espero. Ese Dios oculto es el que me salva en medio de mi vida. El Dios silencioso que no grita ni reclama. El Dios fiel que permanece oculto para enseñarme al arte de la confianza. ¿Cómo creer en ese Dios escondido en medio de la vida? Un Dios escondido que salva. Comentaba el Papa Francisco que los pastorcillos de Fátima hablaban del «deseo permanente de estar junto a Jesús oculto en el Sagrario». Un Jesús oculto al que buscar en medio de la noche. Un Dios que se oculta a mi mirada para que aprenda a mirar en lo hondo de mi corazón de niño. Dios escondido en mi alma me pide que confíe, que me fíe de sus silencios. Ante ese Dios callado y oculto me detengo porque no quiero que se endurezca mi corazón. Quiero creer y confiar. Quiero escuchar su voz y deseo entender sus palabras. ¿Qué sentido tienen los dolores y ausencias que padezco? ¿Qué sentido tiene sufrir y llorar en medio de injusticias? ¿Tiene sentido mi camino cuando me turba que las cosas no sean justas ni estén llenas de bondad? El sentido de mi vida sólo lo sabe Dios. Yo me conformo con caminar siguiendo los pasos de un Dios oculto. Remo en medio del océano dejando que el timón lo lleven sus manos, mientras duerme. Construyo trabajando piedras sin acceder a los planos finales de la catedral que sueño. Yo solo arrimo el hombro a una obra que parece infinita. Me esfuerzo por llegar al límite de mis fuerzas. Lucho para vencer el mal que veo a fuerza del bien que nadie valora. Yo sólo digo que sí a sus deseos mientras soy incapaz de ver el camino perdido entre nubes densas. Y aprendo a confiar como los niños en manos de mi Padre. Esa confianza que me da Él que todo lo conoce. Sabe hacia dónde voy. Sabe de dónde vengo. Y sabe lo que me conviene hacer para ser feliz y hacer felices a los demás. Sé, porque me lo ha dicho muchas veces, que para Él mi vida es preciosa. Me abraza en medio de oscuridades que no entiendo. Me arropa cuando tengo frío. Y me hace descansar cuando estoy agotado. Es verdad que no sé cómo caminar en medio de la noche. Pero Él me dice que no tema y confíe. Que todo va a salir bien aunque ahora no lo vea. De vez en cuando me quejo porque tengo dudas. Y grito como el profeta pidiendo explicaciones. Pero luego me calmo y sigo adelante. Él sabrá, me digo. Y sonrío por dentro. Con la esperanza firme de que Él va a dar sentido a mis pasos pobres. Hoy escucho: «Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza». Quiero ser valiente. Con mis miedos confío. Sabiendo que en la noche no se distingue bien el camino. Me tomo de su mano y el miedo se calma. Si Él sabe dónde hay que ir, ¿qué me importa el resto? Quiero aprender a confiar en las manos de Dios. Confiar es un verdadero acto de fe: «Sentir la mirada tierna y quedarnos debajo con confianza, sintamos o no sintamos». ¡Cuánto me cuesta confiar! Quiero dejar de medir el tiempo, de calcular los días. Quiero dejar de definir la ruta, delinear el camino. Y decido hoy dejarme llevar por su voluntad. Reina en mí su querer y no el mío. Vacío de mis seguridades me encuentro más a su merced. Soy así más niño, más libre, más pobre. Él tiene el poder sobre mí y yo me dejo hacer y confío. 

Hoy los apóstoles le piden a Jesús lo más evidente: «Auméntanos la fe». Me falta fe. Creo en lo que toco, en lo que poseo. Creo en lo que puedo lograr con mis fuerzas, con mi empeño. Y dudo de lo que no veo. Me siento débil y dudo. Mi falta de fe, o mi fe tan pequeña. Hoy Jesús me dice: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: - Arráncate de raíz y plántate en el mar, y os obedecería». El grano de mostaza. La más pequeña de las semillas. ¿Acaso mi fe es más pequeña que ese grano? Es como si no tuviera ninguna fe. Me gustaría creer, pero no creo. Y eso que lo sé muy bien: «Basta la fe para estar unido a Dios y esto es un gran consuelo». Basta con tener fe. Con confiar en un Dios que está al otro lado del mar, en la otra orilla. El P. Kentenich me recuerda cómo tiene que ser mi fe: «A la pregunta de por qué hoy la fe se ha debilitado tanto, habría que responder: - Es la fatal consecuencia de estar en una Iglesia sedentaria. Que la fe exige audacia es algo que se puede demostrar. Comprendemos entonces que nos pida justamente audacia, que nos pida un salto mortal de la razón, la voluntad y el corazón. Arrojarnos a los brazos de un Dios vivo que muchas veces se nos oculta en la oscuridad». La fe me pone en camino. La fe en un Dios que me habla en el corazón y me anima a ser audaz. El problema es que me quedo sentado esperando. Creo que todo se va a solucionar sin hacer nada. Me equivoco. Dios quiere que sea valiente. Un grano de mostaza, sólo eso. No lo consigo. Un grano de mostaza, así de pequeña y de grande. La audacia suficiente para atreverme a seguir sus pasos y emprender caminos imposibles. Esa fe es la que quiere Dios de mí, la que espera. Sólo quiere que crea en Él. Y yo que tengo tan poca fe. Me cuesta creer en mí mismo. Pensar que puedo hacer cosas más allá de mis posibilidades. Creo en lo que sé hacer. Desconfío por miedo al fracaso. Y no hago lo que no controlo. Tengo miedo. Esa falta de fe en mí mismo me lleva a esconderme. No me arriesgo porque no quiero quedar mal. El que no se arriesga no pierde nada. Es más seguro. Y cuando se me plantean nuevos desafíos, desconfío. Creer en mí mismo, en mis capacidades ocultas. Ser capaz de arriesgarlo todo es lo que quiere Dios de mí. Que crea en mí. Es el comienzo del camino. Si logro creer en mí podré creer en otros. Podré mirar al corazón de las personas y confiar en lo que pueden dar de sí. Creer en sus posibilidades incluso cuando ellos hayan dejado de creer en sí mismos. Mi fe levanta a los caídos, salva a los heridos, hace renacer a los que han perdido las esperanza. Esta fe mía en la bondad del corazón humano va contra la lógica del mundo. Porque hoy me enseñan a desconfiar. A no creer en los demás. A dudar de sus intenciones. Me resaltan todo lo que hago mal. Y dejan de enaltecerme por mis victorias. Se ríen de mis derrotas y les quitan valor a mis éxitos. Así no puedo creer en mí mismo. Hoy Jesús quiere aumentarme la fe. En mí mismo. En los demás. Y sobre todo la fe en su poder. Esa fe en el Dios de mi historia. Él me conduce por la vida, por mis caminos. Sólo tengo que aprender a creer. Una fe audaz. Una fe viva que busca señales para tomar decisiones y ponerse en marcha. Una fe que mueve montañas. Que hace posible lo imposible. Una fe que me saca de mis miedos. Y vence mis desconfianzas. Una fe en el poder de Dios, en su amor infinito, en su bondad y en su capacidad para hacer de mí un hombre nuevo. Quiere Jesús que tenga un corazón de niño. Un corazón capaz de confiar en el poder misericordioso de Dios en mi vida. Esa fe es la que no tengo. La que mueve montañas, la que hace del mar una aventura. La que no teme las tormentas y ve en los desafíos y problemas una oportunidad para dar un salto. Le pido a Dios que aumente la fe para ver detrás de la cruz su bendición y un plan oculto lleno de sentido. Aunque no comprenda nada de lo que me pide. Aunque no sepa cómo hacer para seguir luchando. Una fe pequeña como una semilla pero que permite que surja de ella el árbol más grande. Es la fe que deseo. La fe que me hace entregarme por entero en todo lo que hago. La fe que pone la confianza en Dios más que en mis fuerzas. Esa fe que me hace creer que todo lo que hago va a dar un fruto infinito que yo no controlo. Esa fe en lo que Dios puede hacer con mi vida aún viéndola yo tan pequeña y pobre. Es la fe que deseo hoy para mi vida. La fe que detrás de una semilla ve un árbol inmenso. Y detrás de una orilla ve otra orilla oculta más allá del océano. Aunque no alcancen mis ojos. Y yo dude por la hondura del mar y la fuerza de sus olas.     

Jesús me invita a ser simplemente un siervo. Con servir basta para tocar un día el cielo: «¿Acaso tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: - Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer». Tengo que estar contento con hacer simplemente lo que tengo que hacer. Sin esperar la recompensa del aplauso y el premio. Sin pretender que detrás de mi entrega vengan frutos visibles. Sólo tengo que ponerme a servir. Tan sencillo como eso. No pretender que me sirvan. Ponerme en manos de María sin esperar nada. Sin exigir nada. ¿Y cuál es el mejor servicio que yo puedo realizar? «Dirigir a toda realidad una mirada de esperanza es el mejor servicio que los creyentes podemos aportar al mundo de hoy». Mi mundo necesita esperanza. Necesita creer en medio de las dudas y las desconfianzas. Mi servicio es traer esperanza a un mundo que tiene miedo y sufre. Ser luz en medio de la noche. Aire fresco en el calor sofocante. Me gusta ver así mi servicio. Un servicio oculto, en lo pequeño. Y luego, al final del día, agradecer a Dios porque he podido estar a su servicio sin quejas, sin dejar de luchar un instante. Esa actitud es la que quiero tener cada mañana. La actitud del que sabe que todo lo que hace es por amor. El servicio es amor. El servicio al que menos tiene, al que más sufre. Esa forma de vivir la vida es la que yo quiero vivir. Un servicio oculto, que no busca el aplauso ni el reconocimiento. Me gusta vivir así. Sin pretender nada. Servir cada día buscando el lugar sencillo donde Dios me quiere. Hacer todo lo que Dios me mande. Sin buscar nada más. Sólo entregar mi vida con sencillez, con alegría. El mayor servicio es el que se hace con una sonrisa, con un corazón lleno de esperanza y alegría. Pero me cuesta dar sin esperar. ¿Quién es capaz de no esperar nunca nada? ¿Cómo sé hasta cuánto puedo esperar? He aprendido que es más bello y gratificante dar que recibir. Enriquece, me hace más hondo. Ensancha el alma. Me vuelvo mejor persona cuando vivo pensando en dar. Sin buscar mi propio bienestar. Sin pretender estar yo bien. Es un misterio. Doy y recibo más a cambio de mi entrega. Pero a veces veo que doy mientras espero recibir algo a cambio. Tal vez no sea conscientemente. Pero en mi corazón anida esa esperanza. No lo quiero hoy, de forma inmediata. Pero a lo mejor sí mañana. O en algún otro momento. Ayudo por si algún día necesito yo ayuda. Doy por si algún día puedo recibir. Dar sin esperar nada a cambio es una gracia, un don de Dios. Esa actitud me lleva a perder el miedo de compartir. Doy mi vida, regalo una palabra, una sonrisa, un gesto. Soy creativo con mis detalles. Pienso en lo que los demás necesitan. Me pongo en su lugar y los sirvo. Para que saquen de su corazón la mejor versión de sí mismos. Es mi mejor manera de servir. Sirvo desde la verdad de cada uno. No impongo mi forma de ver la vida. Simplemente doy para que otros tengan. Con sencillez. Sin más pretensiones. Mi problema es cuando me dedico a servir mis propios intereses. Lo que yo deseo, lo que me hace falta. No pienso en los demás, en los débiles, en los que no tienen. Pienso sólo en mí, en lo que a mí me hace falta. Esa actitud es la que mata mi servicio. Mata mi alma y me cierra en mi carne egoísta. Abrir la mirada al prójimo, al que no conozco, al que me necesita, es la actitud que me salva.  

Comentarios
Nombre:   Procedencia:
Comentario:
Código de seguridad:   captcha
Caracteres restantes: 1000