Homilía del padre Carlos Padilla - 7 de abril de 2019

Domingo 7 de abril de 2019 | Carlos Padilla

V Domingo Cuaresma

Isaías 43, 16-21; Filipenses 3, 8-14; Juan 8, 1-11.

«Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: - El que no tenga pecado, que le tire la primera piedra»

7 abril 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«No lanzo la primera piedra contra el que ha pecado. Sé de dónde vengo. Sé quién soy. Veo mi pecado escrito y me conmuevo. Me arrepiento. Si reconozco mi pequeñez dejo de juzgar a los demás»

Existe una estrecha relación entre la confianza y la esperanza. Son casi dos aspectos de una misma actitud. Espero confiado y confío lleno de esperanza. Es muy importante esta actitud en mi vida. Es esa fuerza interior que me permite confiar en mí mismo, creer en mis propias fuerzas, descansar en mis capacidades. La confianza en mí mismo, la fe en mis fuerzas me vuelve sólido, firme. Sobre esa confianza cimento mi autoestima. Reconozco mi verdad y mi valor. Me miro con humildad y descubro las capacidades que infunden en mi alma el sentimiento de seguridad. Puedo confiar en mí. Cuando fallo, cuando caigo, se debilita mi confianza. Puedo adoptar una actitud tóxica como decía Travis Bradberry: «El futuro será como fue el pasado. La repetición de ciertos errores puede minar la autoestima y hacer que sea más difícil creer que las cosas irán mejor en el futuro». Cometo errores que creía superados. Vuelvo a sentir lo que creía ya vencido en mi alma. Caigo de nuevo. Desconfío y mi autoestima decrece. Temo perder siempre de nuevo. Ya no confío. Temo que el futuro será como el pasado. Esa actitud de desconfianza en mis fuerzas me vuelve temeroso y frágil. Ante cualquier contrariedad tiro la toalla y dejo de luchar. Ya no creo en lo que hay en mí, en el poder de mi alma. No tengo resistencia. Me gustaría no tener nunca esa actitud. Quiero decirme siempre: «Como no sabía que era imposible, lo hice». Me gusta esa frase. Me permite llegar a metas imposibles. Y creer en el poder de mis pasos. Esa confianza en mi valor va unida a la confianza que he recibido de las personas. Han confiado en mí. Han creído en mis posibilidades. Esa confianza depositada en mí desde pequeño me sostiene. «La autoestima se construye cuando al hijo se le quiere porque sí, porque es nuestro hijo y porque es una persona diferente de nosotros, es una persona que tiene una misión diferente a la mía, completamente distinta a la mía»[1]. Esa confianza es la roca sobre la que construyo. Es lo que me ayuda a madurar y crecer como persona. Creen en mis capacidades. No sólo yo creo. Otros también creen. Su fe en mí me ayuda a mí a creer. Va unido. Muchas personas tienen baja autoestima porque no han confiado en ellas y así ellas han dejado de confiar en sí mismas. La confianza y la autoestima se construyen muy lentamente, con gran esfuerzo. Y pueden quebrarse con cualquier traspiés, con un error, con una debilidad. Una herida en el alma echa por tierra toda la confianza construida sobre lo que era en apariencia roca firme. Dejo de creer en mis capacidades. O dejan de creer en mí. Ya no se fían porque les he fallado una vez. Sólo cuando han confiado en mí y mi autoestima es sana puedo yo también confiar en otros. Es el poder de mi confianza. Creo en mí mismo. Otros han creído en mí. Y entonces yo mismo confío en lo bueno que hay en las personas. Creo en su bondad oculta. Creo en su belleza escondida bajo el barro de la vida. Creo en lo que puede llegar a ser la semilla que hay en el corazón. Decía el P. Kentenich: «Es un arte superar en nosotros el escarabajo estercolero y cultivar la abeja»[2]. Dejo de ver lo malo que hay en las personas y me quedo con lo bueno. Con su potencial. Tienen mucho que dar. Creo en su poder oculto. Confío en la persona y no me quedo en la pobreza que veo. Miro más lejos, más alto, más dentro. Confío. Aunque me hayan fallado ya más de una vez vuelvo a confiar. La esperanza mira al futuro, a esos bienes que creo posible alcanzar. Y aún no los poseo. El pesimismo, la pusilanimidad, el derrotismo son actitudes contrarias a la esperanza. El pesimismo me hace pensar que no será posible vencer los obstáculos que superan mis fuerzas. Me lleva a creer que las circunstancias adversas me impedirán alcanzar lo que sueño. La confianza va unida a esa esperanza que me hace soñar con lo que aún no alcanzo a ver, con lo que no poseo.

Sé que la vida consiste en hacer la voluntad de Dios. Pero a menudo no sé que quiere. Otras veces tengo ansiedad al pensar que me está pidiendo algo que no soy capaz de hacer. Me da miedo fallar. Temo emprender caminos que no van a colmar mi corazón. Me asusta confundirme. ¿Cómo puedo saber lo que Dios quiere? Una persona comentaba: «No sabes la angustia que me produce escuchar la frase: aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad. Me produce ansiedad. ¿Y si no estoy haciendo lo que Dios desea de mí? ¿Hay una única respuesta posible, una sola elección valida, un solo camino de santidad?». Soy libre para elegir. Leía el otro día: «La libertad es el don que permite al hombre ejercer la obediencia, sin ser simplemente una marioneta en las manos de Dios. Se trata de dos libertades, aunque desiguales. La libertad de Dios crea. La libertad del hombre le puede dejar o no dejar crear»[3]. Mi libertad está condicionada. Por mi historia. Por mis límites. Por mis carencias. No puedo ser tan libre como quisiera a la hora de tomar opciones. Dios desea para mí una vida plena. Y en mis manos está el dejarme hacer por Dios. Pero a menudo veo más normas y prohibiciones en la Iglesia, que consejos llenos de esperanza. Veo límites que reducen mi horizonte. Es como si fuera por una carretera con un precipicio al lado. Temo acercarme al borde del camino. ¿Y si pierdo el control? Entonces las normas me marcan la ruta que sigo y me siento seguro. No quiero incumplirlas. Me veo siendo un cumplidor de normas sin espíritu. ¿Es ese el sentido de sus normas? ¿Es eso lo que Dios quiere? No hagas. No digas. No vayas. No ofendas. No hieras. No mates. Los mandatos de Dios son para que tenga vida. Moisés le decía al pueblo amado por Dios: «Escucha los mandatos y decretos que yo os enseño para que, cumpliéndolos, viváis y entréis a tomar posesión de la tierra que el Señor os va a dar. ¿Dónde hay una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos como el Señor, siempre que lo invocamos?». Deut 4, 1.5-9. Muchas normas me parecen evidentes. Cuando mato, muero. Cuando robo, pierdo. Cuando hiero, sufro. El mal que causo es un mal para mi propia vida. Me parece evidente y sólo cuando estoy muy lejos de Dios confundo el mal con el bien. Sólo entonces. Pero luego, en el corazón, las decisiones son más complejas. Tengo que elegir entre dos bienes. Entre dos vidas posibles. Dos caminos. Dos opciones. Y el corazón entonces tiembla, duda. ¿Qué espera Dios de mí? ¿Qué es lo que más me conviene? El camino que me marcan algunos. El camino que yo veo claro en mi alma. Caminos posibles. Opciones buenas. ¿Tengo que hacer todo el bien que puedo hacer? No lo sé. La elección está en mis manos. Soy libre hasta cierto punto. Influyen en mí el mundo, mi ambiente, las personas. Parece que todos tienen algo que decir. Me puedo confundir. Puedo traspasar la línea. Puedo alejarme y volver. No todo es tan rígido como pienso en mi corazón. Y a menudo tendré que elegir simplemente lo que no he elegido. La vida como es con su cruz, con su desierto, con sus dolores. Leía el otro día: «Es bueno determinarse ante las diferentes posibilidades, pero el ejercicio más fecundo de la libertad es consentir en algo que no hemos elegido, acoger con confianza realidades que nos superan»[4]. Dios ha pensado una vida plena para mí. Pero no todo es tan preciso como deseo. No todo está tan constreñido y fijo. Es el Dios de la vida que camina conmigo y me dice: «No tengas miedo, Yo te seguiré, sostendré tus pasos, te amaré». Y con sus palabras me muestra un camino ancho, un campo espacioso. Dios crea con mis manos. Y me dice: «Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino por el desierto, corrientes en el yermo». Abrirá en mi vida caminos de esperanza. Llenará de fuentes mi desierto. Me dará el alimento cuando tenga hambre. Seguirá mis pasos cuando me aleje y confunda. Sostendrá mis caídas para que no tenga miedo. Me dirá que me ama más que a nadie. Eso me sostiene cuando dudo y tengo miedo de confundirme. Y no hacer lo que a Él le agrada. ¿Y si me equivoco? La presión cae sobre mí. ¿Qué quiere Dios de mí? Quiero estar cerca de Dios. Es importante amar a Jesús y dejarme amar por Él. Lo más valioso que tengo es la posibilidad de elegirlo a Él cada mañana. Vuelvo a optar por seguir sus pasos. No voy a vivir con miedo, sino con paz. Él está en mis pasos. Y yo en los suyos. Eso me tranquiliza. No me deja solo ni cuando tomo decisiones que me hieren. Sigue conmigo. Me ama. Quiero esa libertad honda que me hace hijo de Dios. El P. Kentenich ofreció su libertad exterior para pedir la libertad interior para su familia de Schoenstatt: «Lo más valioso que tiene el ser humano es su libertad. Con sincero y ardiente amor ofrezco esa libertad para que Dios obsequie en abundancia a la Familia ese espíritu de la libertad de los hijos de Dios que tanto deseo para ella»[5]. En ocasiones podré perder mi libertad exterior. Pero lo que no quiero perder nunca es mi libertad de hijo de Dios. La libertad que me permite elegirlo a Él cada día como mi camino. En su barca surco mis mares, sus mares. En Él soy el que soy más allá de las opciones que voy tomando. En esas opciones que tomo guiado por su mano. Con paz en el alma.

Con frecuencia me pregunto qué es lo que puede saciar mi corazón. Me obsesiono con proyectos buenos, deseables, apetecibles. Pero no tengo en cuenta lo que calma mis ansias por dentro. Les comentaba el papa Francisco a los jóvenes en Panamá este año: «El Evangelio nos enseña que el mundo no será mejor porque haya menos personas enfermas, menos personas débiles, menos personas frágiles o ancianas de quien ocuparse e incluso no porque haya menos pecadores; no, no será mejor por eso. El mundo será mejor cuando sean más las personas que estén dispuestos y se animen a gestar el mañana, a creer en la fuerza transformadora del amor de Dios. A ustedes jóvenes les pregunto: ¿Quieren ser ‘influencer’ al estilo de María? Ella se animó a decir ‘hágase’. Sólo el amor nos vuelve más humanos, no las peleas, no el bullying, no el estudio; sólo el amor nos vuelve más humanos, más plenos, todo el resto son buenos pero vacíos placebos». A veces creo que sí. Que el mundo estará mejor cuando haya leyes más justas. O menos enfermos. O menos ancianos. Y me obsesiono buscando la felicidad en el mundo. Yo quiero ser como María. Influir como Ella en la gestación de un mundo nuevo. Ella en la anunciación pronunció su sí más difícil. El más radical. El más hondo. Lo pronunció como niña en silencio ante Dios. Su Fiat. Su Hágase. Y se hizo. Dios lo hizo en Ella respetando su libertad. Se puso con paciencia infinita a la altura de una niña. Y desde entonces el hombre es más hombre cuando pronuncia su sí. Es más pleno cuando se deja hacer. No cuando hace. Cuando es hecho por Dios en el silencio de su alma. Es la carrera que emprendo cuando pronuncio como María mi sí. La carrera en la que Dios cambia mi alma. Eso es la Cuaresma. El tiempo en el que corro en los pasos de Dios, en el corazón de María. Las palabras de Pablo me animan: «Todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús. Por Él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y existir en Él. Sólo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está delante, corro hacia la meta, para ganar el premio al que Dios, desde arriba, llama en Cristo Jesús». Todo es pérdida comparado con el amor de Dios. Me olvido de mis caídas y errores. Me levanto. El futuro es mío. El presente está en mis manos. sólo tengo que pronunciar mi Fiat. Tengo que dejarme hacer como niño. Decía el P. Kentenich: «Dios es padre y debe trabajar sobre la humanidad hasta que esta sea de nuevo capaz de dejarse moldear, sea pequeña y reconquiste el sentir de niño. Una humanidad y un individuo que no se confiesen pequeños ante Dios, o acaban en la ruina, o bien Dios procurará que este hombrecito lleno de sí mismo se reconozca y se sienta pequeño ante Él»[6]. Dios puede hacer que yo me haga niño. Me vuelva consciente de mi pequeñez. El mundo cambiará cuando haya más personas como María. Dispuestas a reconocerse pequeñas y frágiles. ¡Qué pocas personas se reconocen públicamente débiles! Débiles de verdad. No la aparente pequeñez que busca la compasión. Necesito reconocer mi fragilidad sin importarme que me tratan de acuerdo con ella. Eso es humildad. Es fruto de la humillación que me hace más consciente de mi pequeñez. Aprendo a dejarme hacer cuando toco mis límites, experimento mis torpezas y palpo mi imperfección. En ese momento dejo de valorar tanto mis logros y comienzo a ver la obra de Dios en mí. Me hago niño. Y puedo exclamar como hoy en el salmo: «El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres». Veo entonces que mi mayor obra es la de Dios en mí. Es su mano creadora sosteniendo mi vida. Es su amor haciéndose en mí un surtidor de agua viva que lleva a la vida eterna. Me gustaría ser más dócil para no querer hacer siempre lo que deseo. Una mirada de niño para ver el horizonte despejado. No estoy condenado a repetir continuamente las mismas elecciones. No estoy obligado a seguir siempre caminos de perdición. Puedo salir de mis esclavitudes si pronuncio mi sí con un corazón de niño. Como ese corazón de María que confía en medio de su inocencia. Cree en el amor de Dios que sostendrá sus pasos más allá de sus límites humanos. No hay caminos únicos. No quiero imponerles a otros mi camino. No pretendo que todos hagan lo que yo hago. Sólo doy pasos siguiendo el amor de Dios en mi alma. Sin querer imponer nada. En mis actos se refleja la luz de Dios. Él puede cambiar el mundo con mi sí, con mi fiat. Quiero dejarme moldear. No quiero hacer por hacer. Quiero que Jesús haga en mí su obra. A veces me veo tan soberbio, tan orgulloso de mis actos. Soy del mundo. Le pido en esta Cuaresma que me haga más niño, más pobre, más débil. Que me haga semejante a María. Que pueda ser más ciudadano del cielo. Para dar mi sí y caminar así a su lado.

El pecado del adulterio aparece hoy en escena. Una mujer ha sido descubierta en adulterio. La ley es clara al respecto: «Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: - Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; Tú, ¿qué dices? Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo». Siempre los fariseos buscan el error en las palabras de Jesús. Para condenarlo. Para difamarlo. El otro día hicieron una entrevista al Papa Francisco. ¿Qué espero oír cuando escucho sus palabras? Muchas veces espero que confirme mis posturas. O que diga algo polémico para poder difamarlo. O que deje claras ciertas cosas para poder estar yo tranquilo. Más o menos lo mismo que buscaban en Jesús los fariseos. Pero también había otros que venían a aprender: «En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a Él, y, sentándose, les enseñaba». Creo que en ocasiones no escucho para aprender. No pretendo irme con otra opinión de un encuentro. El Papa habló de la palabra persuasión. Estamos acostumbrados a gritar nuestra opinión sin dejarnos convencer por lo que el otro grita. Tengo clara mi postura y no quiero llegar a un criterio común. ¡Qué difícil aceptar la verdad que el otro me propone! Me cierro en mi postura y sólo busco a los que piensan como yo y rehúyo de los disidentes. Critico a los que defienden posturas contrarias. Ya no quiero llegar a una verdad común. Mi postura es la válida y me niego a aceptar otras verdades posibles. Jesús quiere enseñar. Se detiene y se da el tiempo para contar las verdades de su alma. No todos quieren conocer la verdad. No todos están dispuestos a cambiar sus posturas. ¿Dónde me encuentro yo? Me aferro a mis opiniones como pilares seguros. Y me cuesta cuando alguien los cuestiona. Se tambalean y temo perder la vida y la seguridad. Persuadir tiene que ver con dar mis ideas sin querer imponerlas. Y juntos llegar a un punto común. La palabra consenso parece hoy imposible. ¿Cómo se llega al consenso? Uno de los dos tendrá que ceder en su postura. O descubrir la verdad de lo que el otro dice. ¡Qué importante es esta actitud humilde en el matrimonio donde sólo son dos para ponerse de acuerdo! Cuesta tener que ceder. Cuesta descubrir la verdad en las palabras de aquel a quien amo. Cuesta escuchar con humildad. Y si esto es difícil donde hay amor profundo, cuánto más difícil es rodeado de personas a las que no amo tanto. Construir con ellas un mundo común pasa por una actitud de humildad que me falta. Es necesario que yo tenga posturas propias. Que rece como Jesús en el silencio del monte buscando la verdad de mi vida. En oración quiero aprender a descubrir mi verdad y dejarme así interpelar por Dios. Decía el P. Kentenich: «Si quieren aplicar la más popular forma de meditación, saben las tres preguntas que hay que plantearse: 1. ¿Qué me quiere decir el buen Dios con esto que he visto ahora con más claridad? Esto lo quiero trabajar una vez más en mi interior. 2. ¿Qué debo decirme a mí mismo? Es una forma de examen de conciencia: ¿cómo he comprendido esta verdad hasta ahora en mi vida? ¿Cómo la he aplicado? 3. ¿Qué le digo ahora al buen Dios? Y de esto se trata en especial, que aprendamos a hablar con Dios, que cultivemos una vida interior profunda, una biunidad con Dios»[7]. Medito buscando el querer de Dios. Todo lo que sucede en mi vida me ayuda a buscar la verdad en mi camino. ¿Dónde está la verdad? Ahora se habla más de posverdad. Es un neologismo​ que describe la distorsión deliberada de una realidad, con el fin de crear y modelar la opinión pública e influir en las actitudes sociales. Los hechos objetivos tienen menos influencia. Se apela a las emociones y a las creencias personales. ​ Decido sin importarme lo que es verdadero y lo que es falso de forma objetiva. ¿Qué es la verdad? Me pregunto con Pilatos. Necesito ahondar en mi corazón. Buscar la verdad de las cosas, de lo que me sucede. Interpretar las palabras de Dios. ¿Qué espero oír cuando pregunto? Si tuviera un corazón de niño estaría siempre dispuesto a aprender algo nuevo. Dispuesto a cambiar mis posturas rígidas. Dispuesto a renunciar a mis ideas. ¿Estoy abierto a dejarme persuadir? No es tan sencillo. Me pasa como a los fariseos. Busco a Jesús para que confirme mis puntos de vista. Escucho al Papa para que me diga lo que quiero oír. Rehúyo a los que dicen cosas contrarias a las que pienso. No entro en diálogo. Me cuesta escuchar sin rebelarme. Sin molestarme. Sin sentirme herido. Me alejo de los que no piensan como yo. No quiero que me confundan con ellos. Y piensen que soy de los suyos. Identifico estar de acuerdo en una idea con aceptar a toda la persona en su verdad. No estar de acuerdo en ciertos puntos de vista no me aleja de mi hermano. No quiero dejar de hablar al que no piensa como yo. No quiero dejar de amarlo. No quiero clasificar a las personas por sus ideas. En un grupo cerrado del que me alejo. Quiero dejarme sorprender por la verdad del otro. Sin tener un prejuicio que me aleja. Quiero amar su verdad, no sus ideas. Su verdad más honda. Su verdad refleja la verdad de Dios. Quiero un corazón abierto y respetuoso. ¡Qué difícil mirar así al hombre!

Siempre me pregunto qué escribiría Jesús en la arena. O por qué fue tan importante dejar constancia de ello en el Evangelio: «Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo». ¿Escribiría los pecados de los allí presentes como alguno ha interpretado? Se ha dicho que quizás Jesús se estaba refiriendo al pasaje en el Antiguo Testamento de Jeremías 17,13: «¡Oh Señor, esperanza de Israel! Todos los que te abandonan serán avergonzados. Los que se apartan de ti serán escritos en el polvo, porque abandonaron al Señor, fuente de aguas vivas». Las palabras escritas en la arena pueden ser estas. No lo sé. A lo mejor así Jesús les estaba recordando sus pecados. Los pecados escritos en el polvo, no en la roca. Porque para Jesús desaparecen, se borran por su perdón. Soy tierra. Soy polvo. Estoy hecho de barro. No soy puro. Llevo el pecado en mis entrañas. La debilidad que me hace vulnerable a la tentación. Jesús ve mi corazón. Yo veo rostros, no corazones. Pero Jesús mira dentro de mí, se inclina sobre mi pobreza. Sabe que no soy inmaculado como a veces me creo. Estoy herido en lo más profundo de mis entrañas. Y aún así me siento juez de muchos. Tengo el pecado dentro de mí, pero veo con más facilidad el pecado de los otros. Su mentira, su malicia, su infidelidad, su traición. La mía no la veo. Tengo tan enfermo el corazón que no soy capaz de reconocer mis errores. No veo que haya hecho las cosa mal. Otros las hicieron. No yo. Otros pecaron. No yo. Otros confundieron el camino. No yo. Estoy dañado y no sé ver mi soberbia, ni mi indiferencia, ni mi omisión, ni falta de amor. Veo el pecado en los demás como ese hijo mayor de la parábola del hijo pródigo. Miro al que ha pecado públicamente y quiero que se le condene públicamente. Y le insisto a Jesús. Quiero que haga justicia: «Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo». Jesús cede a la insistencia de los fariseos. Quieren que actúe, que juzgue, que diga. Quieren que condene o absuelva. Quieren que tome postura frente al mundo. Que diga lo que piensa. El Papa Francisco, en la entrevista que le hicieron esta semana, fue interrogado sobre muchos temas. Querían que tomara postura. En relación con el aborto fue el Papa el que acabó preguntando al entrevistador: «¿Es justo eliminar una vida humana para resolver un problema?». Una pregunta como respuesta. ¿Realmente es justo? No lo es, no se justifica. Pero la pregunta queda en el campo del entrevistador. Suspendida en el aire. Queda en mi propio campo cuando espero que sea el Papa el que dé la respuesta correcta. ¿Y yo? ¿Qué respuesta doy? ¿Es justo hacerlo? Es más fácil dejar que otros opinen y yo así los juzgo y condeno. Cuando soy yo el que se examina, todo cambia. Hoy Jesús responde con otra pregunta a la pregunta que le hacen: «¿Quién está limpio de pecado?». La pregunta queda en el campo de los que acusan. Ahora son ellos los que deben juzgar su corazón. ¿Están libres de pecado?: «El que no tenga pecado, que le tire la primera piedra. E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer, en medio, que seguía allí delante». El puro, el justo, el inmaculado. Ninguno se queda. Ninguno lanza la piedra. Los más viejos, que acumulan más pecados, se alejan antes del lugar. Luego se van yendo todos, en silencio. Ninguno lanza la primera piedra. Me conmueve. Yo me siento parte de aquellos que se alejan de la escena. No soy digno. Tengo mi pasado en el que hay pecado. Recuerdo las palabras que dijo el Papa Francisco en la entrevista a la que antes he hecho mención. Decía que hoy te recuerdan los errores cometidos, aunque ya hayas pagado por ellos. Los sacan a la luz en cualquier momento para ensuciar tu presente, tu fama. Tengo mi pasado. No lo oculto. No lo tapo. No me olvido de él. Pienso como el filósofo Santayana: «Quienes no recuerdan su pasado están condenados a repetirlo». No pretendo sacar a la luz el pasado de los otros. No los trato de acuerdo con sus pecados ya pasados. Tampoco pretendo lanzar la primera piedra contra el que ha pecado. Sé de dónde vengo. Sé quién soy. Veo mi pecado escrito sobre la arena y me conmuevo. Me arrepiento. No me siento inmaculado. Cuando reconozco mi pequeñez dejo de juzgar a los demás con tanta ligereza. Mi propia experiencia de pecado, de fracaso, de humillación, me vuelve más misericordioso, más humilde, más sano. ¿Quién soy yo para juzgar a otros? Estoy hecho a partir del mismo barro. No puedo dejar de ser pecador. Quiero hacer el bien y no lo hago. Peco, hiero, hablo mal de otros, juzgo. No quiero ser así. Necesito un corazón nuevo. No lanzo la primera piedra. Pero me escondo en los juicios que ya han vertido Otros. Me escondo en la masa para lanzar la piedra. Critico. Juzgo. Lanzo la piedra y luego escondo la mano. Ataco, hiero, condeno. A las espaldas de los demás. En el silencio de mi pecado. Oculto en las sombras. No soy directo para decir a los demás lo que pienso. Juzgo anónimamente. Con rabia, con envidia, con celos, con ira. Juzgo al que lo hace mal porque su pecado me parece espantoso. Tengo mis intenciones. Hago que resalten sus pecados para que el mío pase desapercibido. ¡Qué débil soy! Suelto la piedra que sostiene mi mano. No la lanzo. Me alejo callado.

Me impresiona la mirada de Jesús al levantarse de la arena: «Jesús se incorporó y le preguntó: - Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado? Ella contestó: - Ninguno, Señor. Jesús dijo: - Tampoco Yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más». Jesús se inclina. Luego se levanta y mira a la mujer con misericordia. Sabe que ha pecado, pero la perdona. Sabe que no ha actuado bien, pero no quiere su muerte. Quiere que se convierta y viva. Me parece un milagro. Quiere que tenga vida eterna. Que tenga una vida nueva. Dios sabe que estoy en camino, como dice S. Pablo. Tengo ya la salvación. Pero aún no. Jesús ya murió por mí. Pero yo tengo que morir para dar vida. Ya poseo lo que tanto anhelo. Pero todavía no es mío plenamente. La vida no consiste en recibir algo y ya está. Estoy en camino. Voy corriendo hacia la meta. Lucho por llegar a mi destino final. S. Pablo lo explica así: «No es que ya haya conseguido el premio, o que ya esté en la meta: yo sigo corriendo a ver si lo obtengo, pues Cristo Jesús lo obtuvo para mi. Yo no pienso haber conseguido el premio». Soy pecador y estoy en camino. No he sido condenado. Decía el P. Kentenich: «Nuestra propensión al pecado, porque a causa del pecado original muchas cosas se han enfermado en nosotros. Pero la meta es siempre la misma»[8]. Conozco mi pecado, pero no dejo de mirar el ideal. Miro a lo alto. Sé que mi carne está enferma. Mi alma en desorden. No me compadezco de mí mismo y no condeno al que no actúa como es debido. Quisiera no pecar más en adelante, eso lo sé, no pecar como me pide hoy Jesús. Pero es imposible. Me cuesta creer en el perdón. Y puedo caer en el escrúpulo al que ser refiere el P. Kentenich: «Claro, podemos confesarnos, pero a veces dudamos ¿se nos habrán perdonado efectivamente los pecados? Por eso, ¡a confesarse de nuevo y volver a confesarse!»[9]. Me cuesta creer en su misericordia porque yo mismo no me perdono. Dudo. Guardo el dolor por mi caída. Mi orgullo herido. Pensaba que nunca iba a cometer errores. Fui débil. Dejé manchada mi alma. Mi nombre escrito en la arena junto a su pecado. Me duele tanto. Quiero borrarlo. Para no pecar nunca más. Mi corazón anhela hacer las cosas siempre bien y vivir en paz. Para sentirme así orgulloso de mí mismo. No lo logro. Soy débil. Caigo de nuevo. Otra vez mi nombre en la arena. Otra vez mi piel manchada. No soy inmaculado. No soy del grupo de los puros, de los justos. Condenar a otros me da paz. Me hace sentirme mejor. No es el camino. El pecado reconocido y perdonado en mi alma me hace más humilde. Soy salvado por Jesús. No soy todopoderoso. No soy yo el salvador, como decía el Papa Francisco: «El redentor es uno solo y murió crucificado». Yo no salvo a nadie. No estoy por encima de nadie. No soy mejor que los otros. Por eso no dejo de luchar por llegar a la meta. Me llevará toda la vida, pero no me desanimo. Quiero caminar para llegar más lejos. Quiero luchar para no perder la vida. Quiero seguir hasta donde pueda. Puedo tropezar y caer. Lo sé. No me importa. No dejo de intentarlo. Una y otra vez. ¿Convertirá por fin Jesús mi corazón? Necesito una conversión profunda. Una Cuaresma santa que cambie mi alma. Una Semana Santa en la que Jesús se abrace a mi cruz para salvarme. Pienso en la escena de hoy. La mujer acusada, pecadora pública. Yo no la condeno. Soy de los que se alejan. Soy también pecador público. Mi pecado es conocido. Al menos por mí, por algunos, por Dios seguro. Escucho las palabras de Jesús y me conmuevo. Me perdona. Me alejo del lugar dispuesto a no pecar más. Es el deseo más verdadero de mi alma. Estoy arrepentido de mis faltas. Volveré a caer, conozco mi alma. Y me confesaré muchas veces de nuevo de lo mismo. No quiero asumir que no tengo nada que hacer para mejorar mi vida. No quiero tirar la toalla y decir que no puedo luchar contra mis tendencias y pecados. Claro que puedo ser mejor persona. Puedo dejar que Dios entre en mi alma y limpie lo que está sucio y ordene lo desordenado. Él puede hacerlo si yo le dejo la puerta abierta. Puede si asumo que mis pecados no son una roca que no puedo superar. Camino. Lucho. Creo. 

 



[1] Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón

[2] H. King, Textos pedagógicos, J. Kentenich, 215

[3] Juan José Ayán, Para mi Gloria os he creado

[4] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios

[5] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus

[6] J. Kentenich, Niños ante Dios, 328

[7] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963

[8] J. Kentenich, Madison Terziat, 1952

[9] Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus

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