Homilía del padre Carlos Padilla - 7 de junio de 2020

Domingo 7 de junio de 2020 | Carlos Padilla

Domingo de la Santísima Trinidad

Éxodo 34, 4b-6. 8-9; 2 Corintios 13, 11-13; Juan 3, 16-18

«Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna»

7 junio 2020 P. Carlos Padilla Esteban

«Creo en un Dios misericordioso que me espera, me ama, me mira, me sostiene y me guía por los mares, para que no me pierda en medio de las olas. Toma mis miedos en sus manos y me sueña»

Hacer o no hacer. Actuar o permanece inactivo. Dar un paso o quedarme quieto. Amar o ser indiferente. Buscar o darlo todo por perdido. Luchar o darme por vencido. Volver a empezar o permanecer derrotado. Siempre se presentan ante mí dos opciones claras y posibles. Puedo elegir. Puedo hacer algo o dejarlo sin hacer. El otro día leía: «Sólo hay una cosa que cansa a los hombres: la vacilación, la incertidumbre. Cualquier acción libera nuestro ánimo, incluso la peor resulta mejor que la inacción»[1]. Cualquier acción me libera, me da esperanza, me saca del letargo. No quiero permanecer quieto sin hacer nada mientras el tiempo se me escapa de las manos. Tengo ante mí la posibilidad de ponerme en camino o permanecer donde estoy sin avanzar un metro. La opción de reflexionar sobre mi vida y sacar consecuencias o dejar que las cosas pasen sin apenas rozar mi alma. Este tiempo de pandemia me obliga a quedarme quieto, o a permanecer activo. Depende de lo que yo elija. Siempre puedo hacer algo incluso desde mi inacción. ¿Qué quiere Dios que haga? Miro al crucifijo como hacía S. Felipe de Neri, un santo italiano. En un momento de su vida se pregunta qué quiere Dios que haga. Él tiene su proyecto y sueña con las misiones de los Jesuitas en la India. Pero parece que todo se tuerce y no es posible. Y se van abriendo otras puertas. Parece que lo que Dios quiere es que siga en Roma. Con los años se convierte en un santo alegre y pobre de Roma que cuida de los más pobres, de los niños de la calle, de los vagabundos. Al final de su vida, cuando le ofrece el Papa el cardenalato, él lo rechaza y sólo exclama: «Prefiero el paraíso». No quiere honores ni privilegios inmerecidos. Él no ha hecho nada. Sólo ha descubierto lo que Dios quiere de Él y se ha puesto en marcha. Y ha sido feliz en la simplicidad de su propia vida. Su proyecto tan humano de ser un misionero en tierras lejanas se desvanece. Y Dios le muestra el camino de su felicidad, de su santidad. Es un camino sencillo y pobre. La Iglesia en un momento dado le exige reglas y normas para el oratorio que ha fundado para los jóvenes de la calle y él responde: «Yo no sé de reglas. Yo sólo sé amar a estos jóvenes». Sólo tiene una regla, la caridad. Me gusta este santo de la sonrisa y la simplicidad, de la vida entregada de forma humilde. Un enamorado de Dios que lucha cada día por reconocer los pasos que tiene que dar. Él sólo sabe amar. Y así de grande es su corazón. Me gusta pensar que Dios me quiere para hacer cosas simples y pobres. No quiero aparecer en los libros de historia. Ni tener en mi haber grandes conquistas o grandes milagros. Pero sí quiero ponerme en camino y buscar siempre la voluntad de Dios con pasos pequeños, con manos vacías. ¿Qué me pide Dios en cada momento de mi vida? ¿Cómo puedo escuchar su voz hoy en medio de este tiempo revuelto y lleno de miedos? Quisiera escuchar la voz de Dios dentro de mi alma. Me ama con locura. Así vivió Jesús: «Llama poderosamente la atención en la vida del Señor la consecuencia con la cual Él toma su misión. Él sabe de dónde viene y a dónde va; sabe a qué ha venido al mundo y qué es lo que debe realizar. Debe llevar a cabo una tarea y no hay nada que le pueda impedir cumplirla, aunque ello incluya rechazo o incomprensión»[2]. Yo tengo una tarea que Dios me ha confiado. A veces no coincide mi proyecto con el de Dios. Tengo pretensiones tan humanas. ¿Qué busco? A menudo mi gloria, mi éxito, mi paz, mi alegría. Y me olvido de lo que Dios desea. ¿De verdad estoy haciendo con mi vida lo que Él quiere? Me lo pregunto. Pongo mi oído en su corazón. Quiero oír su latido. Me detengo en el silencio a pensar, a buscar su abrazo, su mano tomando el timón de mi barca. No quiero títulos humanos, ni glorias pasajeras. Quiero ser suyo y reflejar su rostro. Quiero ser su fuego y su luz.

Siempre me acerco a la realidad desde donde me encuentro. ¿Qué pregunta llevo en mi interior? ¿Qué sueño vive en mi alma? ¿Qué palabras habitan en mi corazón? Desde mi pregunta observo la vida, al otro. Sé que tengo que conocerme para responder estas preguntas. Tengo que mirar hacia dentro y al mismo tiempo hacia fuera, hacia el mundo. Miro la realidad desde mi pregunta, desde mi inquietud, desde mi miedo. Me acerco a los otros turbado, feliz, o con miedo. Con un respeto exagerado, con un desprecio no disimulado. Y veo la realidad de acuerdo con lo que siento, con lo que me pregunto. Miro mi corazón. ¿Qué pregunta me turba? En este tiempo de pandemia han surgido preguntas nuevas. El confinamiento me ha mostrado la fragilidad de mi vida, de mis vínculos. Y me ha desvelado también la riqueza de todo lo que tengo. Quizás he tenido menos interferencias. Y he dejado que hable en mí la voz del alma. Quiero vivir con más intensidad, con más pureza. Quiero cuidar más los vínculos que Dios ha tejido en mi piel. Quiero ser más libre, más de una pieza. Quiero vivir sin conformarme con la vida que llevo. No quiero vivir respondiendo a las preguntas que el mundo me hace. No pretendo que todos estén contentos conmigo. Si me preocupo por caer bien a todos algo falla. No puedo ser lo que otros quieren que sea. El otro día, en una comunicación convocada por el CIEES[3], Marcos Abollado planteaba: «¿Soy guionista o actor de mi propia vida? ¿Escribo mi historia o vivo la que otros escriben para mí? Voy por buen camino si a alguien le caigo mal». Es verdad que no quiero el odio ni el desprecio. No quiero que me rechacen. Pero quiero ser fiel a mi mismo, a mi originalidad. Decía Karl Jung: «Nacemos originales y morimos copias». No quiero que me pase eso. Quiero ser fiel a mí mismo, a mi verdad, hasta el final de mis días. No quiero vivir copiando a otros. Quiero conocer y amar mi originalidad, aceptándome como soy. No quiero reaccionar desproporcionadamente cada vez que alguien sin pretenderlo toca alguna de mis heridas. Quiero perdonar, borrar el rencor que habita mi alma. Quiero limpiar heridas del pasado. Sin borrar nada, porque el pasado es parte de mi herencia. Quiero acoger las preguntas que tengo muy dentro, no desoírlas. El silencio más intenso de estos meses ha hecho más acuciante la necesidad de escuchar las voces de mi alma. Los gritos de mi rabia. Las risas de mi alegría. Los aspavientos de mi miedo. Los impulsos de mis pasiones. Me he detenido a observar muy quedo quién soy yo. Con mis luces y mis sombras. El que no se conoce no se entiende. El que no mira hacia dentro no sabe de dónde vienen sus palabras y sus gritos. No entiende sus silencios y se sorprende con sus miradas. Quiero conocer lo que hay dentro de mí para no vivir sorprendido. En la encíclica Fides et ratio leo: «La exhortación Conócete a ti mismo estaba esculpida sobre el dintel del templo de Delfos para testimoniar una verdad fundamental que debe ser asumida como la regla mínima por todo hombre, calificándose como hombre precisamente en cuanto conocedor de sí mismo»[4]. El hombre que se conoce a sí mismo es más libre, es más hombre, es más dueño de sí mismo. Quiero conocer lo que habita en mi alma para no querer vivir contentando a todos. Quiero cuidar el jardín de mi interior para que dé frutos nuevos. Este tiempo me ha permitido conocerme más. He tenido más tiempo para confrontarme con mis límites. He descubierto cosas nuevas en mi corazón. Cuando conozco mi verdad soy más capaz de abrirme a la originalidad de los demás. Decía el P. Kentenich: «La condición para la apertura ante otros es la aceptación de sí mismo, una aceptación que sabe en cierto modo qué es lo que representa la propia originalidad, la propia forma de ser un ser humano, y que, por eso, puede reconocer también la originalidad ajena como una forma diferente de ser un ser humano»[5]. Conozco mis debilidades y riquezas y me abro a las de los demás. No me siento amenazado por nadie. No dependo de la aprobación de los otros para tener paz en mi interior. Soy dueño de mis pasos, de mis actos. Al mismo tiempo sólo conociéndome y aceptándome como soy puedo dejar a Dios entrar en mi alma y que vea lo que hay en ella. Entonces aprenderé a conocerlo a Él. Dejo que vea mis límites y pecados. No se escandaliza. Yo tampoco me escandalizo. Este tiempo de confinamiento me ha permitido escuchar la palabra que pronuncio en mi alma. El sueño que tengo dormido en mi interior. Sé quién soy y hacia dónde camino. Sé lo que no quiero, lo que no deseo. Acepto mi vida como es en este momento, no como me gustaría que fuera. Veo mi interior y sueño con un abrazo intenso del Dios de mi vida que me quiere en mi verdad. Soy guionista de mis pasos junto a Dios. Él susurra a mi oído, yo lo escucho y lo sigo sin querer contentar a los que me piden que les haga caso, que actúe según sus deseos. No caigo bien a todos. Pero a Dios sí. Él me ama haga lo que yo haga. Eso es lo que me salva de verdad. Ese amor incondicional es el que me levanta cada mañana.

¿Cómo ponerle palabras a lo que habita mi alma? ¿Cómo encauzar las aguas de mi espíritu? ¿Cómo contener el fuego de mi interior? Bullen en mi corazón mil sentimientos sin nombre. Tantos abrazos contenidos y palabras calladas. En ese mar inmenso de mi interior no sé cómo ponerle palabras a la vida. No sé si merece la pena hacerlo. Para entender mejor cómo seguir el camino, cómo emprender un nuevo viaje. En la oscuridad no sé bien los pasos que dar. Cuando irrumpe el Espíritu en mi alma veo con algo más de claridad. Hoy escucho: «Esforcémonos por conocer al Señor. Bajará sobre nosotros como lluvia temprana, como lluvia tardía que empapa la tierra». Quiero conocer más a Jesús, amarlo más. Quiero estar con Él. Leía el otro día: «Para encontrarnos con Él no tenemos que salir del mundo, sino acercarnos a Jesús. Para conocerlo no hay que estudiar teología, sino sintonizar con Jesús, comulgar con Él»[6]. Necesito acercarme más a Jesús en mi corazón, en mi vida cotidiana. Una pregunta surge en mi interior mirando este tiempo vivido: «¿Qué hubiera hecho de forma distinta?» Marcos Abollado planteaba en su comunicación quizás lo más fundamental: «¿Para quién he vivido?». Miro a Jesús en medio de mi vida detenida, cuando se abren caminos hacia una nueva normalidad. Me pregunto qué tengo que cambiar en mi interior, qué podía haber hecho de otra forma. Tengo miedo y me asusta que todo siga como antes. Viene el Espíritu a mi vida y nada parece cambiar. ¿Por quién vivo? Quiero amar a Jesús con todas mis fuerzas, pero veo con tristeza que nada es diferente en mi forma de ver la vida, en mi forma de darme y actuar. Sólo soy uno más igual a todos en medio de un mundo masificado. Me siento tan humano, tan necesitado de redención. Veo que todos mis miedos son comunes, mis pasiones parecidas y mis egoísmos compartidos con muchos. Digo que llevo a Jesús en mi alma, pero tan solo lo tengo metido en mi cabeza, sólo algunas ideas y normas éticas que tengo que cumplir. El Espíritu Santo no ha logrado vencer las barreras que cierran las puertas de mi corazón. He puesto demasiados seguros para vivir protegido sin que nadie altere mis planes. Siento que muchas emociones viven en mi alma. No logro ponerles nombre ni darles un sentido, no encuentro una explicación que me convenza. «Dios ha venido a habitar en el corazón humano, y sentimos un vacío interior insoportable. Dios ha venido a reinar entre nosotros, y parece estar totalmente ausente en nuestras relaciones. Dios ha asumido nuestra carne, y seguimos sin saber vivir dignamente lo carnal»[7]. Es curioso este Jesús que quiere entrar dentro de mí y no logra cambiar mis categorías, mis principios, mi forma de pensar. Yo me limito a encasillar a Dios en alguno de esos conceptos que me he creado. Lo limito en forma de normas asibles que puedo obedecer. Lo someto para que mi Dios sea manso. Y a la vez le tengo miedo porque he puesto en Él sentimientos que yo albergo en mi alma. Quiero la perfección y digo que Dios es perfecto a mi manera. Amo la obediencia en los demás y digo que Dios sólo quiere que obedezca sus normas. Me gusta el orden y el control y digo que Dios es un controlador perfecto que sueña con un orden donde nada esté fuera de su lugar. Me olvido de esos rasgos de Dios que se me han desvanecido del alma. Olvido su mansedumbre, su bondad, su humildad, su pobreza, su sencillez, su alegría, su misericordia. Me importa más elogiar al que cumple que salvar al que se aleja. Vivo más feliz abrazando al puro que tratando de atraer al corazón de Dios al que ha pecado y se siente culpable. Me entretengo peinando a las ovejas que tengo seguras antes que aventurarme a buscar a esa oveja perdida. Intento cumplir con todas mis obligaciones antes de dejarme llevar por la fuerza del Espíritu que me conduce sin un rumbo claro y me libera de mis seguridades. Vivo esperando a que vengan los que buscan a Dios en lugar de creer en un Dios que sale a buscar a los perdidos por los caminos, arriesgándose al rechazo y a la burla. Quiero que el Espíritu de Dios cambie mi corazón herido. No para que deje de estar herido. Sino para que viva feliz en medio de sus límites, abrazando su propio pecado, alegre de poder tocar tanto amor en su vida cotidiana. Quiero agradecerle a Dios ese cuidado suyo que no olvida mi nombre y pasa por alto todas mis ofensas. Me mira conmovido mientras me arrastro por la vida. Antes de comprender la importancia del perdón, Él ya me ha perdonado. Yo no me perdono, pero Él ha creído en mí desde el comienzo. Conoce mis miedos y emociones confusas. Sabe de mis planes retorcidos y egoístas. Ha visto el mal en mis ojos y en medio de su amor quiere que vuelva a vivir desde mis caídas. Quiere que vuelva a creer en mí cuando yo mismo dejé de creer hace tanto. Viene a habitar mi alma para que nada más pueda quitarme la paz. Asume todos mis miedos y emociones para que pueda beber tranquilo en medio de sus aguas.

En la vida todo se juega en la imagen de Dios que tengo grabada en mi alma. Esa imagen que comienza a imprimirse desde que nazco, quizá incluso antes, en el seno de mi madre. Esa imagen me acompaña toda la vida y yo la voy tiñendo de distintos colores dependiendo de mis experiencias posteriores. Pero hay una imagen que está grabada por mis padres, a través de la mirada que un día posaron sobre mí. Fue ese día del primer abrazo, o del primer rechazo. El día en que me sentí amado o despreciado. El día en el que me castigaron de forma exagerada o ese día en el que me perdonaron con misericordia habiéndolo hecho todo mal. Es tan difícil ser padre o madre. Uno no sabe bien la huella que deja en el alma. Todo se percibe a través de la mirada de mis ojos. Mis ojos son los que ven amor o indiferencia en cada gesto, en cada palabra. Es injusto porque a veces intento dar amor y soy malinterpretado. Piensan que mis palabras son de indiferencia o mis gestos de desprecio. Y no es lo que yo quiero mostrar. Pero es que son mis ojos los que perciben la realidad y la interpretan según lo que dice el corazón. Lo cierto es que esa imagen de Dios que tengo grabada en mi alma procede de mis primeras experiencias de amor humano. Cuando siendo niño me sentía amado o rechazado, valorado o humillado, algo quedaba impreso en lo más hondo de mi alma, en el pozo de mis recuerdos. Con el tiempo es difícil cambiar esa imagen que ha quedado impresa a fuego en mi corazón. Es mi imagen de Dios Padre. Es la imagen que tengo en el alma de un Dios Padre misericordioso o de un Dios juez sin misericordia. Todo depende. Puede que el tiempo y las experiencias sanadoras en mis vínculos humanos vayan cambiando poco a poco esa imagen tan firme y a veces tan deficiente. Puede que, al recibir mucho amor en mi vida años después, pueda mitigar la triste imagen de Dios que llevo dentro. Pero lo cierto es que esa imagen es la que determina mi forma de amar y de ver la vida. Esa forma de ver a Dios es la que me acerca o me aleja de Él. Es la que me hace ver la Iglesia como un hogar en donde puedo vivir en paz o como una cárcel donde no puedo dejar de respetar todas las normas si no quiero ser castigado o expulsado. Es la imagen de un Dios que me conduce, me cuida acompañando mis pasos y velando para que no me pierda. O la imagen de un Dios que vigila con dureza para que no haga nada mal si no quiero perder todo su cariño. Esa imagen primera es la que me determina. No puedo borrarla, no puedo acabar con ella. Se ha metido en todas las fibras de mi ser. Le pido a Dios con frecuencia un milagro. Le pido que me permita conocer su amor, su misericordia, la hondura de su bondad, la ternura de sus abrazos. Quiero ver su rostro. Siempre lo he deseado con toda mi alma. A veces lo he visto. He notado su presencia salvadora. Me he emocionado hasta las lágrimas al recordarlo o al hablar de ese Dios que ha caminado conmigo tantos caminos. Esa imagen de Dios Padre misericordioso es la que cada vez tiene más fuerza en mí. Quizás por eso me gustan las palabras que hoy pronuncia Moisés postrado en tierra delante de Dios: «Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque es un pueblo de dura cerviz; perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como heredad tuya». Me gusta ese Dios de Moisés que se muestra misericordioso con él y con su pueblo, perdona y toma a sus hijos como su posesión más valiosa. Yo creo en ese Dios que se abaja y camina a mi lado. Me gusta esa mirada de Moisés lanzada al cielo implorando una misericordia que recibe. El pueblo no ha obedecido, pero Dios no le niega su amor. Moisés sube al monte y allí Dios desciende para permanecer a su lado. Y se hablan como dos enamorados: «El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí, y Moisés pronunció el nombre del Señor». Ese Dios misericordioso es el mismo del que me habla Jesús. Es ese Padre que espera lleno de misericordia al hijo que vuelve a casa. Aguarda su regreso paciente cada mañana. Y llora de alegría al ver sus pasos regresando. Es ese Dios que no se contenta con todas las ovejas que están en el redil, sino que no puede dejar de buscar a la que se ha perdido. Sale dispuesto a encontrarla, descuidando a las que están seguras. Y cuando vuelve la lleva bien sujeta alrededor de su cuello, protegiéndola. Es ese Dios Padre que se detiene al borde del camino ante el herido dejando todo lo que tenía entre manos. Cambia sus planes y no deja de cuidarlo hasta que está a buen recaudo. Yo creo en ese Dios padre misericordioso, lleno de bondad y de ternura. Creo en su mano tendida hacia mí en medio de la noche. Creo en su voz llena de dulzura que me invita a seguir sus pasos en la vida. A veces me turbo por mi pecado y me cuesta perdonarme, más incluso que creer en el perdón de Dios. Me pesa el orgullo y siento que para ser hijo tengo que ser perfecto y hacerlo todo bien. Olvido esa misericordia que he vivido tantas veces en mi alma. Creo en un Dios misericordioso que me espera, me ama, me mira, me sostiene y guía por los mares, para que no me pierda en medio de las olas. Toma mis miedos en sus manos y me regala toda su esperanza.

Creo en ese Dios que es Trino. Ese Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Creo en esa Trinidad que vive desde ese amor exagerado que se abre y se entrega a todos los hombres. Hoy escucho: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con todos vosotros». El amor trinitario es un amor de comunión que se dona, que se hace entrega continua. Ese amor se derrama sobre el hombre. Ese amor me impresiona, me sobrepasa y me atrae de forma inevitable. Quiero a ese Dios que me ama y quiero amar como me ama Dios y no lo consigo. Creo que mi felicidad está dentro de mí, pero no es así, está fuera. Hay algo fuera de mí hacia lo que tiendo y sin lo cual permanezco incompleto. Comenta el P. Kentenich: «Mientras el ser humano siga siendo un ser creado y limitado, no encontrará, como lo hace la Trinidad, la satisfacción en sí mismo. Todos sus impulsos relativos al ser, al amor y a la actividad tienden para su propio despliegue, su plenitud y felicidad hacia su fuente originaria, hacia Dios. Esos instintos son fuerzas primordiales del alma que despliegan una poderosa fuerza que promueve la entrega a Dios»[8]. No encuentro la satisfacción de todos mis deseos dentro de mí porque estoy incompleto. Ese Dios todopoderoso me necesita. Ese amor Trino necesita volcarse sobre mí. Y para acercarse a mi indigencia el amor de Dios se hace carne en Jesús. El hijo, Jesús, se queda en medio de los hombres, haciéndose un hombre entre los hombres. Dios quiere hacerse historia, limitarse en el tiempo, someterse a todas las debilidades de los hombres. Acepta toda su fragilidad menos el pecado. Porque el Hijo de Dios no puede estar roto por dentro. No puede hacer el mal queriendo el bien. En Jesús no hay división. Sus actos y sus pensamientos están integrados. En Jesús no hay maldad, ni envidia, ni egoísmo, ni rencor, ni palabras hirientes. Es imposible que la bondad sublime e infinita tienda al mal. El hijo de Dios es hombre y Dios al mismo tiempo. Pero se ha limitado voluntariamente en todo el poder que posee. Dios es amor y no puede negarse a sí mismo. Jesús es Dios, es el hijo de ese «Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad». Dios todopoderoso, por su amor compasivo, se entrega a los hombres como un hijo indefenso. ¿Qué bien puede traer a los hombres un Dios impotente? A menudo no lo entiendo. El hombre quiere y necesita en su vida un Dios todopoderoso. Necesita un Dios que solucione sus problemas, no simplemente un Dios que permanezca a su lado sin hacer nada. Si Dios todo lo puede, ¿no podría acabar de golpe con todos mis miedos? ¿No podría salvarme de todas mis angustias? El Dios Trino, poderoso, ese amor misericordioso sin medida no quiere imponerse a los hombres. No avasalla con su fuerza. No obliga a dar amor, ni siquiera a recibirlo. El amor que yo doy pretendo que lo acepten siempre. Incluso aunque no lo quieran, yo exijo que lo acepten. Porque soy muy generoso y quiero que lo alaben. Pero Dios no es así. No pretende que el hombre lo ame a la fuerza o movido por el miedo. ¡Cuántos cristianos aman a Dios movidos por el miedo! Temen el castigo del infierno, temen una vida eterna infeliz, lejos del amor de Dios. Y aceptan obligados sus normas y preceptos. No es un amor puro. Es un amor motivado y encendido por el miedo. Mejor amar que odiar a quien me puede castigar, piensan. De nuevo importa la imagen de Dios que llevo grabada en el alma. O me mueve la experiencia de la misericordia o me mueve el temor a un Dios que puede tomar represalias si no me comporto como Él espera. Quiero confiar en ese Dios que me ama. No quiero que el temor me mueva en nada. El amor de Dios se derrama en su hijo Jesús. Se hace carne para que el hombre vea cómo es Dios. Miro a Jesús en este día. Se hace uno de ellos. ¿Lo amarán los hombres tanto como Él los ama? Muchos rechazan ese amor. No pueden soportar tanta misericordia y se rebelan contra la bondad. Prefieren la oscuridad de las tinieblas y rechazan la luz del sol. Yo creía que la bondad no podía ser rechazada, ni el amor, ni los abrazos, ni la ternura. Pero no es así. El hombre puede rechazar la verdad, el amor y la bondad. Pensaba yo que era imposible que Jesús fuera repudiado por los suyos. Imposible que la luz que ilumina los caminos fuera ignorada. Pero he visto que no es así. Yo mismo rechazo a Dios tantas veces en mi vida. Huyo de su presencia, de su amor infinito, de su luz y me refugio en mi egoísmo. No quiero sufrir y prefiero que sean otros los que sufran. No soporto un amor tan grande al que no puedo corresponder. No quiero estar en deuda con Dios. No quiero deberle nada. Quiero el equilibrio, la paridad. No quiero deber algo a alguien y menos a ese Dios todopoderoso que se muestra indefenso.

El amor de Dios Trino es el amor de un Dios que es hogar y familia. La Trinidad me habla de un amor perfecto mientras todos mis amores en la tierra son imperfectos. Pero al ver ese amor para el que estoy hecho surge en mi corazón el deseo de amar más. Hoy escucho: «Hermanos, alegraos, trabajad por vuestra perfección, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz. Y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros». Ese amor infinito, trinitario, quiere sacar lo mejor de mí. Yo contemplo ese amor que me ha creado y me alegro. La comunión, la familia, el hogar es la expresión del Dios Trino. Un amor que se comunica y se entrega, no se guarda. Hoy vuelvo a escuchar: «Tanto amó Dios al mundo». Dios me ama con un amor infinito. Un amor tan grande que acepta incluso el rechazo y la muerte. Pienso en los amores humanos que conozco. Quisiera que se parecieran a un amor así. He visto algunos amores que sí reflejan ese amor trinitario. Amores casi perfectos que han reflejado en mi vida ese amor de Dios Trino. Son un reflejo humano de su amor infinito. Me gustaría que mi forma de amar fuera tan grande. Sor Verónica, fundadora de Iesu Comunio, decía: «Una carmelita muere a los 26 años. La víspera escribió: - A la luz de lo eterno se ven las cosas en su verdad. Todo lo que no ha sido hecho con Dios está vacío. Marcad todo con el sello del amor. Cada minuto es para enraizarnos en Dios. Esta intimidad con Él en el santuario de mi corazón ha iluminado mi vida. Es lo que me sostiene en medio de mi sufrimiento. Él está en mí. Todo pasa. En la tarde de la vida sólo queda el amor. Quien mira la vida con amor no muere». Me gusta esa mirada sobre la vida. Cuando llegue el final de mi vida lo que quedará será el amor. No mis grandes gestas profesionales. Ni el dinero conseguido. Ni los títulos, ni las conquistas. Sólo quedará el amor humilde entregado. Ese amor derramado es lo que me sostiene. Quedará la marca de mi amor en medio de los hombres. Un amor sacrificado, no un amor que se busca a sí mismo de forma enfermiza. El amor trinitario se entrega, no se queda encerrado en sí mismo. El amor generoso siempre se multiplica, no se pierde. Cuando amo en verdad mi amor saca lo mejor de los demás. Puedo amar a más personas y el amor no se divide, se hace más grande, más hondo. El amor de Dios Trino es un amor que me enseña a amar. Hay tanta inmadurez en el amor. Hay tan pocas personas que amen de forma generosa. Hasta el extremo. Sin ponerse en el centro. Cuando sólo me busco a mí en las relaciones pretendo que todos giren en torno a mis necesidades y deseos. Y cuando no lo hacen me lleno de críticas y quejas. Le exijo más a la vida y siempre me pregunto cuántas cosas más pueden darme, cuánto amor me falta. Sólo cuando lo obtengo soy feliz. Pero en cuanto me fallan y siento que yo estoy amando más, entro en crisis. Me rebelo contra lo que considero injusto. No me importa que me amen más. Me preocupa estar amando yo más. Un amor así no es el amor de Dios. Hoy miro a Dios Trino. Me siento tan pequeño, tan hijo. Quisiera reflejar ese amor del Dios Trino. Imploro que venga a mí el Espíritu Santo para poder volver a nacer. Amar con el amor de Dios es lo único que deseo. Comenta el P. Kentenich citando a S. Francisco de Sales: «Como el cuerpo ha sido creado para el alma, así lo ha sido el alma para el amor. Dios, que ha creado al hombre a su imagen y semejanza, quiere que, como en Él, también en el hombre suceda todo por amor y para el amor»[9]. Soy un mendigo de amor. Se me olvida que Dios también necesita mi amor. Él es mendigo. Pero vive amándome sin esperar nada. Sólo aguarda ante mi puerta cerrada. Quisiera vivir en Él para poder amar desde su corazón. Sólo Él puede enseñarme una forma adecuada de amar. Cuando dejo de mirarme a mí mismo en la entrega, cuando no vivo reservándome por miedo a perder. Soy tan mezquino, tan egoísta en mi forma de darme. Miro a ese Dios que es familia. Un amor que no se pierde. Llega a todos. No escatima. No espera a recibir antes de dar. Un amor asimétrico que no sueña con la simetría. Simplemente se da. Hay más alegría en dar que en recibir, aunque crea a veces que es justo al revés. Me equivoco. Hay más alegría al entregar mi vida sin esperar antes a ser amado. He sido creado para amar. Y el amor que recibo es el que me hace amar con generosidad. Cuando recibo rechazo y desprecio me cuesta más amar a mi prójimo. Vivo herido. Pero en mi herida, en mi fragilidad, estoy llamado a ser el reflejo humano del amor trinitario. Eso me sostiene. No soy un organizador de eventos, no soy un salvador. Sólo soy un sanador herido. Un amante amado. Un enamorado necesitado de amor. Un soñador insaciable. Un hacedor de puentes. Un pacificador de almas. Un liberador de miedos. Un alentador de sueños imposibles.



[1] Stefan Zweig, Momentos estelares de la humanidad

[2] Rafael Fernández de Andraca, José Kentenich, Manual del Dirigente

[3] Comunidad internacional de empresarios y ejecutivos schoenstattianos.

[4] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

[5] Herbert King, King Nº 5 Textos Pedagógicos

[6] José Antonio Pagola, Arturo Asensio Moruno, El camino abierto por Jesús. Juan

[7] José Antonio Pagola, Arturo Asensio Moruno, El camino abierto por Jesús. Juan

[8] King, Herbert, King Nº 2 El Poder del Amor

[9] King, Herbert, King Nº 2 El Poder del Amor

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