Homilía del padre Carlos Padilla - 8 de diciembre de 2019

Domingo 8 de diciembre de 2019 | Carlos Padilla

II Domingo Adviento - Inmaculada

Isaías 11, 1-10; Romanos 15, 4-9; Lucas 1, 26-38; Mateo 3, 1-12

«Una voz grita en el desierto: - Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos» «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo»

8 diciembre 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«Mi luz quiere ser para todos. No la escondo. Quiero llevarla para que tengan vida. No hago distinciones. La comparto. Esa luz que nace del corazón de Jesús cada vez que me detengo ante Él»

Hay una tradición que me ayuda a vivir más el adviento. La corona con las velas del Adviento. Esa corona proviene de una tradición pagana que fue cristianizada. Con ellas preparaba el pueblo pagano el nacimiento del Dios sol. Los cristianos aprovecharon la fuerza del símbolo. Una corona, símbolo del poder de Jesús. De su realeza. No una corona de oro, sino una corona de ramas verdes, pobre y humilde. El niño va a nacer como un brote de vida nueva. Todo comienza. Un círculo, que no tiene principio ni fin, es eterno. Y cuatro velas que representen los cuatro domingos que nos preparan para el nacimiento de Jesús. Tres moradas y una rosa para el domingo de la alegría. Una vela blanca es la de Cristo. Una vela blanca se enciende en Navidad, cuando Jesús nace y ya desaparece la corona. Y la luz del Niño Dios permanece para siempre. Me gusta la imagen de las velas. Se va rompiendo el velo de la noche. Tal vez no puedo luchar contra la noche. Pero sí, con la luz de una vela, puedo rasgar su velo. Pienso en estas velas que acompañan mi adviento. Me hablan de una luz que anhela mi corazón. Ya el ángel anunció a María el nacimiento de ese niño, de esa luz: «Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo». Dar a luz, traer a la luz desde la oscuridad del seno de su madre. O traer ante mis ojos la misma luz que es Cristo. Esa luz que acaba definitivamente con las tinieblas. Pero la vida no crece de golpe. Siempre es lento todo lo que crece. Paso a paso. Siempre avanzo creciendo desde dentro hacia fuera. Como la raíz de la planta que deja paso al tronco, al tallo, y luego las ramas, las hojas, las flores y los frutos. Pero antes permanece oculta bajo la tierra la semilla y muere al ver nacer sus raíces y su tallo. Siento la oscuridad hasta que mis ojos ven la planta que crece. Así siempre es la vida. El Niño concebido en el seno de María. Oculto a mis ojos en esos nueve meses de incertidumbres y miedos. Oculto cuando aún la salvación es invisible para el mundo. Y yo quiero verla ya, quiero ser salvado ahora, rescatado de mi noche. Jesús viene a nacer con su luz para no extinguirse jamás. Escribe Eloy Sánchez Rosillo en su «Luz que nunca se extingue»: «Tu error está en creer que la luz se termina. Al cabo de los años he llegado a saber que en la naturaleza del milagro se funden lo fugaz y lo perenne. Tras su apariencia efímera, el relámpago sigue viviendo en quien lo vio. Porque su luz transforma y ya no eres el hombre aquel que fuiste antes de que, en tus ojos, de que, en el fondo oscuro de tu ser, fulgurase». Esa luz no se acaba. Permanece en mi retina que retiene su presencia que todo lo ilumina. Esa noche se rasgó el velo para siempre. Quizás para que nunca más viva el hombre con miedos, con sombras, con angustias. Quizás para convencerme de que en mi oscuridad puede reinar una luz si yo dejo que entre. Si abro mis ventanas. Si miro sorprendido, atónico, la luz que nunca muere. Y sé que ese sol que nace no tiene ocaso. Cuando cada día observo morir el sol en el atardecer de mi montaña. Con el color rojo que me habla de la muerte del sol de la mañana. Me duele. Su muerte me duele. Pero sé que ahora es distinto. Sé que mi caminar está lleno de tinieblas y de luces que luchan por abrirse paso torpemente. En forma de ángeles que recorren mi camino prendiendo velas para que no me desvíe. En forma de luces que se encienden y se apagan a mi vera, ante mis ojos. Luces en el alma de aquellos que me aman, o yo los amo. Luces que disipan sombras y miedos. A veces se mantienen con el paso del tiempo. A veces se apagan sin darme cuenta. Portan esos ángeles una vela que ilumina mi sendero. Y yo me dejo guiar en medio de las sombras. Retengo la luz de momentos sagrados que me elevan por encima de mis miedos. Por encima de mis perezas y sinsabores. Y le dan sabor a la vida, y luz, y esperanza. Enciendo una vela. Una más cada semana en mi alma. Un poco más de luz. Es un misterio. Mis obras, mis palabras, mis silencios, mis renuncias. Son velas que se encienden rasgando la muerte, trayendo vida a muchos. Es la caridad esa luz que enciendo. Decía Santa Teresita: «Me parece que esta lámpara representa la caridad que debe iluminar, alegrar, no solamente a los que me son más queridos, sino a todos los que están en la casa, sin exceptuar a nadie»[1]. Mi luz quiere ser para todos. Mi amor. El amor que recibo para darlo. No lo escondo. No me lo guardo. Quiero llevar la luz para que muchos tengan vida. No hago distinciones. No la reservo sólo para algunos. La comparto, la reparto. Es como esa luz que nace del corazón de Jesús cada vez que me detengo ante Él, a contemplarlo. Y el cielo se llena de estrellas, y cada estrella trae un poco más de luz a este mundo que vive en tinieblas y en sombra de muerte. Decía San Francisco: «Cuando decía: - ¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío?, me hallaba invadido por una luz de contemplación, en la cual yo veía el abismo de la infinita bondad, sabiduría y omnipotencia de Dios». Y cuando vivo en la luz de Jesús las cosas adquieren su color verdadero. Es Jesús con su luz el que me permite recobrar mi auténtico aspecto, mi rostro, mi verdad más escondida. En su luz nada de lo mío permanece oculto. Todo lo ama. Todo lo mira. Todo lo desea. Todo lo que llevo en una vasija de barro. En la oscuridad de mi alma cuando no está Él. Porque cuando Él enciende su lámpara en mi corazón todo brilla. Y el sol nace de repente. En ese espacio tan íntimo. Lo retengo. Es mío. Viene a darme una luz nueva para que aprenda a ver por dónde han de ir mis pasos. Ahora sí confío.

Quiero hoy mirar a María en Nazaret. La miro sorprendida ante el Ángel: «En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret». ¿Qué estaría haciendo María en ese momento? No lo sé. Me gustaría saber si estaba en oración o estaba ocupada en sus quehaceres diarios. Me inclino más a lo segundo. Estaría en medio de su rutina. En medio de su vida. Y apareció un ángel. Comenta el Papa Francisco: «Ninguna otra criatura ha visto brillar sobre sí el rostro de Dios como ella, que dio un rostro humano al Hijo del Padre eterno». El ángel le hizo ver el rostro de Dios en medio de su vida. A menudo quiero que Dios me hable en los silencios más sagrados. Quiero que me diga cuál es mi misión muy quedo, en la contemplación. Y puede ser que ahí escuche mejor, es cierto. Pero Dios usa sus caminos. Tiene sus métodos. Y se acerca a mi vida allí donde me encuentro. Y me habla cuando menos lo espero. En personas, en silencios, en voces, en gritos. Y viene a mí para que me ponga en camino sacándome de la rutina. O haciendo que mi vida se llene de sorpresas. En medio de lo cotidiano. Así es Dios. Tiene sus métodos. Seguro que los tuvo con María. E irrumpió en su vida apacible de Nazaret para cambiarle el ritmo sosegado de sus pasos. Esperó paciente a que esa niña descubriera su rostro. Y se arrodilló lleno de respeto ante una virgen que no sabía nada de la vida. Y puso en su corazón, sobre sus hombros, una misión imposible. Encendió un fuego en su alma. Sembró una semilla. Sucedió todo a la velocidad de Dios, a la del viento. ¿Qué significa ser la Madre de Jesús? Demasiado grande, un sinsentido. ¿Por qué querría Dios tomar mi carne siendo Él todopoderoso? ¿Con qué fin limitarse en el tiempo y en el espacio? ¿Para qué someter el Verbo a la palabra, que tiene tantos límites? ¿Y su amor infinito sujeto al tiempo? No lo sé. Parece tanta locura recordar ese día en Nazaret. Miro a María en la Anunciación. Una niña virgen, llena de Dios. Y escucho la voz del ángel: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios». Las palabras del ángel llenan su corazón de paz. María se siente profundamente amada. No tiene nada que temer. Dios está con Ella. La ama con locura. Y la ha elegido para habitar en su seno. En su alma. Para siempre. Nunca estará sola. Nunca le faltarán las fuerzas. María se sabe tan pequeña, tan niña: «¿Cómo será eso, pues no conozco a varón?». Simplemente confiesa su debilidad. No duda, María cree. Quiere saber cómo será posible lo imposible. Los caminos de Dios no son nuestros caminos. María lo sabe. Y las palabras del Ángel confirman su certeza: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios». Madre de Dios, del mismo Dios. Del Altísimo. Dios la cubrirá con su sombra. Será de Dios para siempre, totalmente. ¿Cómo se puede comprender lo que desborda el corazón humano? María no comprende, simplemente se entrega: «Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Ante ese deseo de Dios María da su sí, su Fiat, su hágase. María se rompe ante Dios. Se abre ante su mirada. Y Dios puede hacer morada en Ella. Su sombra la cubre para la eternidad. ¿Cómo fue capaz de decir que sí? Su mirada abrió la puerta a Dios. Su docilidad hizo posible el mayor de los milagros. Sin comprender la lógica de Dios. Él tiene sus caminos que no coinciden con los míos. Su poder supera todos mis límites. Su luz penetra todas mis oscuridades. Su amor saca la esperanza de mis entrañas. María pudo decir que sí al saberse amada. ¿Qué va a temer de ese Dios que la ama con locura? Nada. No teme nada. No duda. No se esconde. Abre su alma. María nació sin pecado original. No tenía esa ruptura interior con la que yo cargo. Esa ruptura profunda que me hace temer y caer ante la tentación más pequeña. María no podría pecar, ni herir, ni ofender a Dios ni a los hombres. Pero sí tenía, igual que yo, la misma lucha interna por saber qué era exactamente lo que Dios le pedía. Ella tuvo que creer a ese ángel en medio de su vida. Pudo decir que no, que no era capaz. Dios contuvo su aliento esperando su respuesta. Pudo negarse a aceptar una misión imposible. Claro que pudo. Era totalmente libre. Pero no quiso. Creyó en el amor de Dios y dio su sí. Con temor y temblor. Sin saber exactamente cómo iba a ser el camino. El ángel se fue. Y ese sí lo repitió María Inmaculada a lo largo de toda su vida. En cada momento de dudas y miedos. Volvería en su corazón a ese día sagrado en Nazaret, a esa luz. Como yo vuelvo al día en que Dios me mostró su rostro y me hizo saber cuánto me amaba. El amor recibido es lo que me salva y me capacita para aprender a amar. Mi vocación es el amor. «Para estar vivos hay que descubrir cómo amar rectamente. Mi vocación es el amor»[2]. Quiero pedirle hoy a María en este adviento que me lleve a su corazón y al de su Hijo. Me ayudan las palabras del P. Kentenich: «Ábreme ampliamente tu corazón y el corazón de tu Hijo. Sí; todos queremos estar en esos corazones. Nuestra mutua relación ha de ser de tal naturaleza que cuando pensemos los unos en los otros, pensemos también en Dios»[3]. Quiero que mi Belén, donde descanse, sea el corazón de María. Ese corazón puro e inmaculado. Lleno de luz, lleno de amor, donde habita el corazón de Jesús. Ambos corazones unidos en un mismo sí. Quiero vivir ahí anclado para renovar mi sí cada mañana. Se lo digo a Dios. Hágase en mí. Que suceda según tu querer. No quiero que mi pecado sea obstáculo. Ni mis miedos. Hágase. Me dejo hacer. Como hizo María ese día en Nazaret. Quiero que me cubra su sombra cada día. Para vivir tranquilo.

Quiero pedir el Espíritu de santidad en este tiempo de Adviento. Quisiera tener una sabiduría para caminar por la vida. Entender los pasos a dar. Parecerme más a ese Jesús hecho carne que pasó delante de mí viviendo de una manera que me sigue interpelando. Yo no pienso como Él. No actúo como Él. No tengo sus mismos sentimientos. Pienso en las palabras del profeta Isaías: «Sobre él se posará el espíritu del Señor: espíritu de prudencia y sabiduría, espíritu de consejo y valentía, espíritu de ciencia y temor del Señor. No juzgará por apariencias ni sentenciará de oídas; juzgará a los pobres con justicia, con rectitud a los desamparados». Jesús tenía ese corazón grande y misericordioso. Prudente y sabio. Valiente y temeroso de su Padre al que amaba. Un corazón que no juzgaba por la apariencia. Y hacía justicia al desfavorecido. Si fuera capaz de vivir así. Si fuera capaz de comportarme de esa forma. En ese caso ocurriría lo que dice el profeta: «Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos: un muchacho pequeño los pastorea. La vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas; el león comerá paja con el buey. El niño jugará en la hura del áspid, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente». Isaías describe el paraíso. Eso me conmueve. La vaca con el oso. El león con el buey. El niño con la serpiente. Me impresiona. La comunión de contrarios. Lo imposible. ¿Cómo se puede convivir con el que no piensa como yo y no me ama? ¿Cómo compartir la comida con el que no desea lo que yo deseo? ¿Cómo aceptar en mi casa, en mi hogar, al que no viste como yo, habla otra lengua, vive otra religión, posee otra postura en la vida? Parece imposible. Más difícil aún que la descripción que hace Isaías. A menudo lo veo a mi alrededor. No se puede compartir la mesa, lo más sagrado de mi vida, con aquel al que no acepto. Distintas ideas políticas. Distinta nacionalidad. Viene de otro hogar. Tiene otras costumbres. Lo rechazo y me quedo tranquilo y justificado. No es de mi familia, de los míos. Conmigo sólo pueden estar los que piensan como yo y se adaptan a mis sueños. Los que comulgan con mis ideas y me llevan en todo el apunte. Los que me admiran, quieren y respetan. Pero los otros. Esos no. Con ellos no puedo compartir una posada, una tarde navideña. Con ellos no puedo hablar de ese Jesús que no juzga por las apariencias. Me siento tan hipócrita a veces. Digo que estoy con todos. Pero luego me veo haciendo diferencias. Con ese sí, con el rico, con el poderoso, con el bueno, con el servicial, con el generoso. Pero con el otro, que parece más herido y lleva más rabia en el alma, o parece en guerra con el mundo. Con ese no. No vaya a ser que su presencia me complique la vida, me agote, me enferme.  Y acabe con mi paz y mi alegría. Hago distinciones y no lo incluyo en mi mesa. ¿Y entonces ese reino de Jesús en el que caben todos? ¿O ese portal de Belén en el que conviven hombres y animales y unos pastores humildes con unos reyes poderosos y sabios? Un portal de Belén en el que nadie queda fuera. Me cuesta creer en esos milagros mientras paso el día dividiendo, separando, construyendo muros que protegen y aíslan. Y sigo leyendo: «Dios mío, confía tu juicio al rey, tu justicia al hijo de reyes, para que rija a tu pueblo con justicia, a tus humildes con rectitud. Que en sus días florezca la justicia y la paz hasta que falte la luna. Él librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector; él se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres». Llega aquel que traerá la paz y la justicia. El pobre tendrá su lugar en la mesa. Y el violento. Porque imperará la misericordia. El perdón de Dios para todos los hombres. Sin preguntas. Sin distinciones. Me gusta esa mirada que aún no poseo. No trato a todos igual. No les dedico el mismo tiempo, ni las mismas sonrisas. No pienso que son dignos de mi amistad, ni de mi misericordia. El adviento me abre al misterio de ese amor infinito de Dios. Sin ese amor no sería nada y tengo libertad para acoger su misericordia. Decía el Papa Benedicto XVI: «No podríamos amar si antes no hubiésemos sido amados por Dios. La gracia de Dios siempre nos precede, nos abraza y nos sustenta. Pero sigue siendo también verdad que el hombre está llamado a participar en este amor, y que no es un simple instrumento de la omnipotencia de Dios, sin voluntad propia; puede amar en comunión con el amor de Dios, o también rechazar este amor»[4]. Puedo elegir libremente el amor que me salva. O atarme enfermizamente al odio que me mata. Puedo hacerlo. Soy libre. No se me impone el nacimiento de Jesús en mi vida. Él viene a mí respetando mis pasos libres.

Este domingo me invita a contemplar a Juan Bautista. Siempre sucede en el adviento porque él es el precursor, el que va delante del Mesías anunciando su venida. En este tiempo navideño el niño Juan ya ha nacido y tiene seis meses. Vive con sus padres Isabel y Zacarías en Ein Karen. Todavía no anuncia, no prepara el camino. Pero la Iglesia vuelve su mirada a Juan porque él es el que prepara el corazón de los que vienen hasta él en el Jordán. Allí son bautizados e inician una nueva vida: «Por aquel tiempo, Juan Bautista se presentó en el desierto de Judea, predicando: - Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos». El mensaje es claro. Hay que preparar el corazón. Es lo primero que hoy me dice el profeta, que tengo que cambiar mi alma, mi vida, para poder acoger a Jesús en mi casa. Sé que su venida va a cambiar mi corazón para siempre. La palabra conversión tiene que ver con hacerlo todo nuevo en mí. Con volver a nacer. Con ser de Cristo. Con reflejar algo que no es mío. Leía el otro día: «Uno se convierte en lo que recibe. Y es conocido por los demás por aquello que da. San Juan Crisóstomo dice que nuestra verdadera y única riqueza es lo que damos. Se acordarán de mí por lo que yo haya revelado. No por lo que yo mismo soy, sino lo por lo que tú has descubierto en mí y a través de mí. Nuestro actuar debe convertirse en teofánico»[5]. Convertirme en trasparente para dejar ver a Dios. ¡Cuánto me cuesta! No es fruto de mi voluntad si lo consigo. Es sólo un proceso interno el que me lleva a desprenderme para dejar que sea Él quien brille en mi corazón. Que brille su luz en mi oscuridad para que venza esa luz en otras vidas, en muchas vidas. Quiero que Jesús obre en mí la conversión que necesito. ¿Qué tengo que cambiar? ¿Qué puede cambiar Él en mí? Son muchas cosas. Sombras y luces. Hojas verdes y secas. Retoños y hojarasca que se lleva el viento de otoño. Miedos e infidelidades prendidas en la piel. Sinsabores y alegrías. Nostalgias y deseos. El corazón sueña de rodillas ante un Belén. Pidiendo como un niño la conversión que anhelo y no llega. O a lo mejor me da miedo el dolor. Dejar de ser el que soy. Someterme a un deseo más grande, más alto, que me aparte de mis deseos por satisfacer sólo mis instintos. Decía el P. Kentenich: «Es el hombre franca y marcadamente inclinado a dar satisfacción a los sentidos. Cumple, en verdad, con su deber, pero sólo los deberes necesarios y, por lo demás, está enteramente entregado a sus sentidos, a la avidez de sus sentidos»[6]. Me da miedo convertirme con el paso de los años en un cumplidor de deberes. En un buscador de satisfacciones. Quiero que mis instintos y deseos se calmen. No quiero entregar toda mi vida porque duele. Doy algo y cumplo mínimos. Llego hasta donde me piden. Y busco en medio de encrucijadas la forma alegre de calmar mis ansias. Y me siento pobre en todo lo que hago. ¿Teofanía? ¿Trasparentar el amor de Dios? Se lo dejo a los más santos. A esos a los que admiro sin imitar. A los que elogio sin querer seguir. Me parece bien que haya almas santas. Mientras a mí no me quiten mis deseos ni me obliguen a demasiadas renuncias. Tengo bastante con decirle que sí a Dios en cosas pequeñas que no duelen tanto. Pero la palabra conversión se me queda grande. Es casi como de otra época. ¿Cómo va a haber conversión en mi vida si nunca me detengo? Es tan poco profunda el agua de la que bebo que mi sed no se sacia. Sólo por unos minutos. Luego vuelve con más fuerza. Una sed de infinito que no se sacia en lo finito. Mi carne no se enciende si el fuego no arde dentro de mí. No llevo su luz si Él no me la da. Necesito guardar silencio en el adviento y buscar el recogimiento. Todo me puede llevar a Él, si lo busco con fe. Pero necesito ahondar. ¿Quién soy yo que camina al encuentro de Jesús en Belén en este adviento? ¿Cuáles son mis miedos y oscuridades? ¿Cuáles son mis deseos más hondos y verdaderos? ¿Qué espero de Jesús que viene a mí cada Navidad? ¿De verdad creo que la conversión es posible? No se trata de dejar de ser yo mismo. Es más bien aprender a mirar la vida de otra manera. Cambiar mis prioridades. Saber para qué he nacido. Dar mi aporte humilde sin pretender que todo dependa de mí. Amar sin esperar ser amado. Ser amado y disfrutar del abrazo de un padre, de un hermano, de un hijo, del cónyuge, de un amigo. Salir de casa con el rumbo marcado en el alma. No angustiarme si los planes no resultan como espero. La conversión es una gracia que me libera de obsesiones. ¿Será posible que venga Jesús a cambiarme por dentro?

Su anuncio es una voz que clama en el desierto y me invita a preparar el alma: «Una voz grita en el desierto: - Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos». Juan viene del desierto. Desde allí llega al Jordán. Junto al río bautiza a los que quieren cambiar de vida. Su vida es el desierto. Su vida y su forma de vestir. Me gustan su humildad y su pobreza: «Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre». Es una voz que tiene fuerza. Es capaz de gritar en medio del desierto. No se calla. Su voz tiene autoridad. La refuerzan su forma de vivir y su vestimenta. Es un hombre sencillo y pobre. Posee la fuerza de los profetas. Hay palabras que se elevan en mi desierto y no tienen poder. Palabras que se apagan con el tiempo. No tienen eco. No transforman el entorno. No es fácil cambiar la realidad sólo con palabras. Juan lo sabe. Su voz resuena en el desierto. Es un grito que se ahoga sin que nadie lo escuche. ¿Quién se convierte con la fuerza de una sola palabra? Las palabras encienden y los ejemplos arrastran. La coherencia entre lo que digo y lo que hago. Mi pretensión de ser fiel a lo que prometo. La palabra puede cambiar la realidad sólo si antes ha cambiado al que la grita. Juan es solo la voz. Jesús es la palabra que se hace vida en él. Uno y otro están unidos para siempre. Desde el seno de sus madres. Hasta el día en que se encuentran en el Jordán. Y desde ese momento en adelante. La voz de Juan sólo cesa cuando le cortan la cabeza. La palabra que es Jesús permanece hasta derramar la sangre en el madero de la cruz. Es importante la voz. Pero mucho más importante es la palabra que da vida. Es importante que grite. Más importante aún que no olvide lo que tengo que decir. Puedo gritar sin palabras. Puedo callar lo que de verdad importa. Callo lo que me pasa, lo que ocurre en mi corazón. No me lo preguntan. ¿Cuántas veces me han preguntado qué siento, cómo estoy, qué me está pasando? ¿Cuántas veces se lo he preguntado yo a los que están conmigo? Me gusta preguntar de vez en cuando. ¿Cómo está tu alma? Me gusta preguntármelo de vez en cuando. Para que no me suceda lo que leía: «Un volcán interno es la voz de una sensación sentida que no ha sido escuchada, que ha sido postergada y no atendida. La agitación comienza cuando un volcán interno se despierta y comienza a insistir en ser escuchado, esa es nuestra sensación sentida que necesita de nuestra atención para seguir el curso del acontecer»[7]. Quiero escuchar las voces de mi alma. Que me hablan de lo que de verdad siento. Y entre esas voces está la voz de Dios que clama en el desierto de mi corazón. Quizás el adviento logre desentumecer mis oídos para escuchar estas voces que a menudo acallo. Quiero despertar para escuchar la voz que clama en mi desierto. La voz que pretende que salga de mi letargo, de mi tristeza, de mi vida perdida. Y al mismo tiempo el adviento me invita a gritar como Juan. Gritar, denunciar, alentar, encender. Tengo un fuego en el alma que no puedo dejar de entregar. Tengo un don oculto en mi interior que necesito regalar. Tengo algo que decir porque Dios lo ha sembrado antes como palabra en mi corazón. No quiero callarme para no pecar de omisión. Quiero anunciar que Jesús es el que viene a salvar al hombre. Que no me angustie temiendo el futuro que no controlo. Que tenga paz para dar la vida aquí y ahora. Que es cuando realmente Dios me lo pide. No quiero quedarme mudo, como Zacarías que no creyó. Dudó del poder de Dios. Yo no quiero temer. Alzo mi voz al cielo para que me oiga. Me pongo ante el mundo y comienzo a gritar para que sepan que Jesús está vivo. Quiero anunciar un nuevo tiempo de esperanza. Jesús viene a hacerse carne para que nunca más sienta que estoy solo. No temo. Su voz grita en mi corazón pidiéndome que confíe. Jesús hace nuevas todas las cosas en mí. Puede darme una voz potente. Y poner en mis labios las palabras oportunas. No temo. No me defiendo. Jesús me defiende a mí que soy su instrumento. La voz y la palabra van unidas. Mi voz grita en el desierto. La palabra ha sido sembrada en mi corazón. Levanto los ojos y confío en Dios que lo hace todo nuevo. ¿Qué palabras son las que digo con más frecuencia? ¿Cuáles son mis conversaciones? ¿Son profundas, hablo de lo importante? Mi voz y mis palabras. La voz del alma que no quiero dejar de oír. Y las palabras que Jesús ha puesto en mí. No temo. Confío en ese poder de Dios que puede hacer todas las cosas nuevas.

Y cuando llegan al Jordán queriendo cambiar de vida, son bautizados con agua: «Y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán; confesaban sus pecados; y él los bautizaba en el Jordán». Necesitan cambiar de vida. Antes confiesan su dolor, su arrepentimiento. No pocas veces ha venido a mí alguien a decirme que en su vida no hallaba ningún pecado. Ya no me sorprende. No creo que haya muchos corazones concebidos sin pecado original. Ojalá los hubiera. Lo que sí falta es introspección. El hombre hoy ya no mira hacia dentro. Busca fuera calmar su sed. Esa sed que no sabe de dónde le viene. Busca agua sin pensar que en su propio interior hay una fuente que se ha quedado seca. Y sin esa fuente es difícil encontrar paz y alegría. El hombre ya no se pregunta lo que hace mal. Casi prefiere justificar sus actos. Algún culpable habrá que me fuerce a mí a no hacer las cosas bien. Son otros los responsables, no yo. Se evita asumir la responsabilidad. Que otro pague por mis desmanes, no yo. Alguien que pague la deuda no pagada, la culpa no perdonada, el mal causado. Esa actitud lleva a no pensar en los propios pecados. Ni mato, ni robo, ni hago mal a nadie. ¿De qué me voy a confesar? No encuentro nada malo de lo que arrepentirme. Esa actitud me lleva a permanecer en la superficie sin ahondar y sin crecer. ¿En qué tengo que crecer si en todo estoy más o menos bien? Y me conformo. La tibieza se apodera del alma. Todo vale. Al fin y al cabo, la vida son sólo dos días. ¿Para qué andar pensando en culpas? Eso es algo obsoleto. Propio de una Iglesia ya caduca. Ahora no se estila. Si actúo mal, paso la página y vuelvo a empezar. Sin preguntas. Sin profundizar. Comenta el Papa Francisco: «La miseria moral consiste en convertirse en esclavos del vicio y del pecado. ¡Cuántas familias viven angustiadas porque alguno de sus miembros tiene dependencia del alcohol, las drogas, el juego o la pornografía! Siempre va unida a la miseria espiritual, que nos golpea cuando nos alejamos de Dios y rechazamos su amor. Si consideramos que no necesitamos a Dios, que en Cristo nos tiende la mano, porque pensamos que nos bastamos a nosotros mismos». Creo que me basto a mí mismo. No necesito el poder de Dios. Menos su misericordia. No quiero sentirme débil, ni pobre, ni pecador. No me gusta la humildad. Las dependencias se apoderan de mí. ¡Cuántas dependencias sufre el hombre hoy! ¡Qué difícil sustraerse a ellas! El único camino es el reconocimiento de la propia fragilidad. La conversión es posible cuando me siento pequeño y le muestro a Dios mi pobreza. Él se conmueve al verme desvalido y se abaja sobre mí. Es lo que sucede en Navidad. El adviento me educa en la pequeñez. Me hace experimentar la necesidad de pedir ayuda y perdón. Yo solo no puedo calmar la sed de mi alma. No puedo profundizar y llegar a lo más hondo de mi corazón. Yo solo no puedo encontrarme con Dios en mi miseria. Necesito que Dios se haga carne en Jesús y me tienda la mano. Necesito que convierta Él mi corazón que no reconoce culpa alguna ni pide ayuda. Comenta el P. Kentenich: «Aprendamos a presentarnos ante Dios tal como somos. ¡Fuera con el velo! ¡Fuera con la máscara! Mostrarnos ante el rostro de Dios en total desnudez. El gran peligro de que la conciencia ya no se inquiete. Cuando soy débil, entonces soy fuerte. Me glorío de mi debilidad. Llegar a ser un milagro de humildad, un milagro de confianza, de paciencia y de amor»[8]. Es el camino del adviento. Arrodillarme humillado ante Jesús en Belén. Confesar mis culpas y fragilidades. Recibir el abrazo de la misericordia de Dios que me cambia. Sólo el corazón perdonado por un amor más grande puede caminar tranquilo. No confío en hacerlo todo bien. Sino en reconocer mis culpas, confesarlas con humildad y recibir el perdón que me sana en mi herida más honda. Es el camino para saciar la sed. Todo lo demás es huir de mí mismo y no ser capaz de enfrentar mis propios fantasmas.



[1] Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma

[2] Cardenal Robert Sarah, la fuerza del silencio, 66

[3] J. Kentenich, Kentenich Reader I

[4] La infancia de Jesús, Benedicto XVI

[5] Fabio Rosini, Sólo el amor crea

[6] J. Kentenich, terciado 1952

[7] Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón

[8] Herbert King. King Nº 5 Textos Pedagógicos

Comentarios
Total comentarios: 1
09/12/2019 - 00:10:44  
Siempre nos habrá llamado la atencion las respuestas al Angel.de Maria y de Zacarias Una fue bendecida la otra castigada y al parecer ambas preguntan lo mismo.No es asi.
En su libro "Jesus and the Jewish root of Mary", Brat Pitre, NY Crown 2018 documenta en su Capt. 5 del voto de virginidad de Maria,y asi nos aclara la postura de Maria y el alcance de su pregunta . Se basa en Numeros 30,6-8,13-16 Lev 16:29 junto a textos judíos de la época. Muy importante aporte para entender la persona de Maria asi como otros textos del NT aparentemente anti marianos. Al parelelo Eva Maria señala el paralelo Raquel- Maria como Reina del los que da a luz en la la Crucifixion.donde sufre dolores de parto. Su parto en Belen fue de gran alegría y sin dolores.
Bendecido Adviento.
JOHN

John Hitchman
China
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