Homilía del padre Carlos Padilla - 8 de septiembre de 2019

Domingo 8 de septiembre de 2019 | Carlos Padilla

Domingo XXIII TO - Natividad María

Sabiduría 9, 13-18; Filemón 9b-10. 12-17; Lucas 14, 25-33

«Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío. El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío»

8 Septiembre 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero que Jesús inquiete todas mis ansias. Me mueva de mis miedos. Y aleje de mí las sombras. Y me deje ver bien claro que estoy siguiendo sus pasos. O es Él el que camina en mis huellas»

Hay en Roma una iglesia en la Vía Apia. Recuerda un momento importante en la vida de Pedro. Un encuentro profundo con Jesús. Nerón comenzaba la primera persecución contra los cristianos acusándolos de haber provocado ellos el incendio de Roma. Corre peligro la vida de Pedro y los suyos, sus ovejas. Tienen miedo. Temen perder a Pedro en medio de tanta inseguridad. Y le piden que se esconda, que se salve, que se guarde para seguir alimentando el alma de todos en medio de la tempestad. Una petición sensata y prudente. Así podría seguir él cuidando a los suyos tal como le pidió Jesús: «Alimenta mis corderos». Pedro se convenció de que eso era lo que quería Dios. Entonces inició su huida de la ciudad. Partió caminando por esa Vía Apia temprano por la mañana. Nadie los veía. Escondido en la oscuridad inició su viaje. Salvar la vida para dar vida a muchos. ¡Cuánto sentido parecía tener todo! A veces es tan difícil saber lo que me pide Dios. ¿Estaré haciendo lo correcto? ¿Justo ahora es esto lo que Él quiere que haga? ¿Es este su deseo? Pedro caminaba por aquella calle saliendo de Roma. Iba tranquilo, seguro, o tal vez en su alma reinaba la incertidumbre. Puede que su alma estuviera inquieta y ansiosa. No lo sé. Huía dejando a tantos expuestos a la muerte. Y dejaba atrás la sangre de muchos que ya habían muerto dando la vida en silencio, sin resistencia, sin huir, sin maldecir, perdonando. Parecía tener más sentido salvar la vida del Pastor que condenarla en vano. Si él muere se dispersan las ovejas. Y eso no podía ser. Se negaba a aceptar que su vida dejara de alimentar tantas almas perdidas y atormentadas. En medio de su paso lento saliendo de la ciudad, ve acercarse hasta él una luz, una figura, un hombre. Cuando está cerca ve su rostro y cae de rodillas. Jesús mismo está ante él. Le pregunta: «Quo vadis, Domine?», «¿Dónde vas, Señor? ¿Dónde vas ahora que yo estoy huyendo?». Parecía preguntarle. Y cuenta la tradición que Jesús le dijo: «Si tú abandonas a mi pueblo volveré a Roma a ser crucificado por segunda vez»[1]. Y en ese momento, Pedro, consternado, ve claro el deseo de Jesús. Parecía todo tan claro antes de que amaneciera. Era todo tan prudente, tan noble. Pero ahora es todo lo contrario. La luz del día trae una nueva certeza. Entonces regresa Pedro a Roma y poco después, después de aleccionar todavía a muchos, es apresado y muere mártir. Y su sangre riega Roma. Y su sangre de mártir es semilla de nuevos cristianos. ¿Dónde iba Pedro presuroso aquella mañana? Se equivocaba creyendo hacer la voluntad del Señor. No es tan sencillo acertar en medio de las nubes, de la noche. Es todo tan confuso a veces. Hay un bien y un mal en todo lo que emprendo. Hay una luz y una sombra. Un día que amanece y otro que atardece. ¿Logro distinguir un momento de otro? La luz del amanecer de la luz de la puesta de sol, ¿no parecen iguales? No es todo tan claro, tan diáfano. Me obceco en tomar decisiones rápidas queriendo tenerlo todo claro. ¿Qué querrá Jesús ahora? ¿No tendré que tomar otro camino? No se me aparece a mí Jesús como a Pedro. Pero sí que oigo su voz en mis entrañas. Su palabra clara, su silencio. Veo su rostro oculto al amanecer, al atardecer. Entre luces confusas. Y me pregunta: «Quo vadis?» Y yo lo miro algo confuso. «¿No me llamabas?» Le pregunto. Queriendo saberlo todo. Yo que tenía respuestas para otros. Esa pregunta de Jesús me interpela. Yo le contesto: «Te seguiré a donde vayas». Él me responde: «No te equivoques. Soy Yo el que camina en tus pasos, en tus huellas, en tus pies descalzos. Soy Yo el que recorre tu camino. No te confundas. Siempre soy Yo». Y yo me quedo callado. Pensaba antes que era yo con mi fuerza, con mi ánimo valiente, con mi prudencia inspirada, con mis ojos que leen verdades en la noche. Pensaba que era yo el que abría el horizonte y hacía amanecer el día. Yo el que descubría sus huellas ocultas en la noche. Yo con mi sagacidad, con mi alma limpia. Yo, siempre yo. Y me olvidaba que sus pasos descubren mis pasos. Y su abrazo me sostiene cada vez que tiemblo. Me gusta que me pregunte Jesús. Que sea Él. Yo ya no pregunto. Quiero que Él me siga y quiero que me pregunte. Siempre estoy yo con preguntas. ¿Dónde vives? ¿Dónde moras? Quiero que me interpele. Que inquiete todas mis ansias. Que me mueva de mis miedos. Y aleje de mí las sombras. Y me deje ver bien claro que estoy siguiendo sus pasos. O es Él el que camina en mis huellas. Poco importa. Lo que de verdad deseo es que esté Él en todo lo que decido. En todos los caminos que recorro. Sin importar el rumbo. Pero sabiendo que no voy solo. Que me levanta de mis miedos. Y llena de luz mis sombras. Y sonrío con penas en el alma. Siempre es posible. Mientras mis pies encajen en sus huellas y vea su rostro iluminando mis ojos.

No estoy acostumbrado a caminar sobre las aguas. No lo hago bien, me hundo. Sólo sé remar en el mar cuando se pone bravo y parece que el sentido del camino se nubla de repente. Sólo sé confiar. Esperar contra toda esperanza. Eso también lo he hecho. Y saber que mar adentro las cosas no se ven igual, algo se enturbian. Y brota un miedo visceral en las entrañas. Ese temor a que mis planes no sean los que resulten. Y mis cálculos humanos fallan. ¡Benditos cálculos! Como si pudiera yo con mis manos, mis ojos y mi alma labrar un futuro cierto, seguro y fiable. Tan vanos son mis días, tan pobres. Hoy escucho: «¿Qué hombre conoce el designio de Dios? ¿Quién comprende lo que Dios quiere?». Conocer lo que Dios quiere. Pensar que lo conozco y adentrarme en el mar. No lo entiendo. El otro día miraba una barca varada en la arena de la playa con marea baja. Permanecía quieta, inmóvil, encallada en la arena que no la dejaba navegar. Esperaba la subida de la marea pacientemente. Pasó el tiempo, seguía quieta, el mar lamía su base lentamente. Poco a poco fue acercándose y al final se vio envuelta de nuevo por las aguas. Se balanceaba en las aguas tranquilas de la playa. Ya la arena no retenía sus pasos. Podría adentrarse en el mar en cualquier momento. Si levaba el ancla. Podría aventurarse en hondos mares, inciertos, peligrosos. Podría. Si no tuviera firme el ancla. Ya había agua a su alrededor. Sólo faltaba el ancla. Era el ancla su miedo a lo desconocido. A perder todo lo que dejaba en la orilla atado a la tierra. El miedo a lo incontrolable. A lo que no comprende. Hay decisiones que tomo cuando no hay agua, atado a la arena. Otras las tomo ya en el agua con el ancla firme. Hay otras que tomo en medio del mar, con rumbo incierto y el mar revuelto. En cada caso busco decidir lo que Dios quiere. Susurrándome al oído lugares que no conozco, que no controlo. Tal vez sólo quiere que me desprenda de ataduras extrañas. De miedos reales. Y los deje atados en la playa. Escucho que me dice en mi corazón: «Descansa, que la travesía va a ser larga. Ya verás cómo te llevaré hasta otra orilla. No dejes de remar. Que no se ve nada. Confía». Me gusta esa voz que habla en el silencio. Dentro de mi alma cuando me turbo y tengo miedo. Es tan fácil perder la confianza. Nunca hay un momento ideal para hacer nada. Nunca es perfecto lo que Dios parece pedirme sin que yo lo entienda. No lo sé. Miro mi barca apegada a la tierra sin agua. Me da miedo que Dios me saque de la comodidad. Mi barca sin el ancla me pone inseguro, a merced de las corrientes y los vientos. ¿Cómo no voy a temer la vida cuando todo parece tan endeble? El mar encrespado, casi violento. Y las olas. Y la profundidad que me turba. Y las nubes que todo lo oscurecen. Y mi alma henchida como una vela por ese viento que viene de lo más hondo. Rezo a Jesús con las palabras de S. Agustín al encontrarse con la mirada de Jesús en su alma: «¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y Tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que Tú creaste. Tú estabas conmigo mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuvieran en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste y quebrantaste mi sordera. Me tocaste y deseé con ansia la paz que procede de ti». Ese Dios es el que busco, el que encuentro, el que amo. Desparramado a veces en el ruido y las furias de los vientos. Buscando fuera de mí una paz que llevo dentro. Dejando que entren en mí ruidos que me turban y no me dejan confiar en el poder de ese Dios que me ha creado para amarme. Se me olvida. Mientras acaricia la tierra el fondo de mi barca. Me mantengo seguro en la arena de una playa que ha retenido mis pasos. Miro de reojo el ancho mar y sus vientos. Busco a Dios en esas olas y esos cielos. Está dentro de mí. De mis miedos e inseguridades. Dentro de mi alma sagrada. Cuando hablo con voz segura, cuando tiemblo agobiado por tantas cosas. Su voz me calma. Su voz que me pide que confíe. Guardo silencio. Digo que sí, que le quiero, que le he encontrado dentro de mí mismo, en lo más profundo. Y ya no tengo miedo porque siempre va conmigo. Sus pasos en los míos. Su barca en mi barca. Porque no se baja de mí. Aunque parezca dormir en medio de las tormentas. Pero no duerme. Aguarda tan solo a que yo lo mire. Y le suplique que haga algo por mí. Tal vez no lo hace. Pero sonríe. Con la paz de un padre que parece tenerlo todo bajo control. Todo seguro en sus manos. En sus huellas. Junto a Él tendido en mi barca sigo remando. Levo el ancla sin saber qué va a pasar cuando no esté seguro. Y se muevan las aguas dispuestas a llevarme a lo más hondo, a lo más lejano. Dejo esas seguridades que me atan. Con una cuerda firme para que nada tema. Dejo de lado tanto que era parte de mí. Siento el desgarro. El desarraigo del alma alejándose de la orilla. ¿Era necesario? Tal vez hay momentos concretos en los que Dios me pide que no tema. Que suelte amarras. Y deje que la barca se adentre en lo oscuro de un mar incierto. Y me pide entonces que no tema, que confíe. Sin conocer el futuro. Sin comprender sus planes. Pero quiere que siga navegando. Remando con fuerza. No sé caminar sobre las aguas. Me hundo. Pero dejo que mis remos rompan las aguas. Poco a poco. Mar adentro.

Tengo claro que vivir el presente es la única manera correcta de vivir la vida. Vivir el paso a paso de cada día. El camino que se hace presente en el lugar en el que me encuentro, en el momento que me toca atravesar. Hay ciertas situaciones en las que veo cómo se acentúa mi impaciencia. Quiero vivir ya entonces. Quiero adelantar los plazos, acabar de un plumazo con la incertidumbre, saber ya el desenlace de la obra, encontrar de golpe la respuesta que se hace esquiva. Lo quiero todo ya, aquí y ahora, como ese niño inmaduro que no acepta las cosas como son en cada momento. Quiero creer en un plan de Dios que supera con creces mis planes pequeños, demasiado terrenos. El P. Kentenich me lo recuerda: «Allí gobierna los pueblos y desde allí sabe conducir a los pueblos según su voluntad, según su propio gran plan y sus proyectos»[2]. Dios conduce con amor mi vida. Da respuestas a su tiempo. Y me explica lo sucedido cuando estoy dispuesto a comprender. Hoy escucho: «¿Quién conocerá tu designio, si Tú no le das sabiduría, enviando tu santo espíritu desde el cielo?». Quiero vivir ahora. El aquí que piso con mis pies. Cuando uno recorre el camino de Santiago desarrolla un órgano que tiene por lo habitual dormido. Es ese órgano que existe en el corazón. Esa capacidad para detenerme y contemplar lo que me rodea. Durante el año voy corriendo, queriendo llegar a tantas partes, sin fijarme en todo lo que sucede junto a mí. En el camino encuentro que cada paso tiene sentido. No son pasos que me llevan a un sitio concreto para hacer algo. No. Cada paso tiene su valor. Cada parada. Cada silencio. Cada momento. No me espera nadie al final de la etapa. No tengo nada que hacer cuando llegue al lugar hacia el que camino. Corro el riesgo de querer darle un sentido a cada camino, a cada cuesta. Tengo el peligro de querer llenar de obligaciones los pasos que doy. Hacer algo en este tramo. Pensar en algo en este otro recorrido. Pero es en vano. No es ese el sentido del camino. Basta con caminar bajo el sol o la lluvia. Basta con detenerme de vez en cuando a mirar las montañas, los ríos, los árboles, los girasoles. Basta con sentarme o andar callado. Basta con estar allí, sin prisas, sin nada concreto que hacer, sin nadie a quien salvar. Cobra de golpe el vivir todo su sentido. Estoy vivo mientras camino. Y mis pasos me hablan de una presencia a mi lado, de otros pasos silenciosos, de otros susurros que en el ruido no percibo. Ahora, justo ahora. No mañana, no cuando llegue y descanse, no cuando regrese a mi vida cotidiana. No, justo ahora. Esa forma de vivir el camino me da paz. No necesito estar ya en el mañana. No me hace falta que corran los días. Basta cada hora en su momento. El minuto que se desliza entre mis dedos sin darme cuenta. Ese paisaje que pretendo retener en fotos torpes. Queriendo reducir a un recuerdo una inmensidad tan bella que nada logra encorsetar. Prefiero contemplar cada momento como un misterio inmenso. Sin querer guardarlo salvo si es en el corazón. Leía el otro día: «Que no piense en el mañana ni en el después, que no viva en el futuro.  Que sepa amar el hoy, vivir el ahora, en el que estás Tú, que eres el Presente»[3]. No quiero vivir en el ayer. En la etapa concluida. No quiero adelantarme a mis pasos de hoy pretendiendo recorrer un futuro incierto. No lo quiero. Vivo ahora, aquí, en este instante. Sin prisas, sin miedos. Me gustan las palabras de Eloy Sánchez Rosillo, «Luz que nunca se extingue»: «No, la luz no se acaba, si de verdad fue tuya. Jamás se extingue. Está ocurriendo siempre. Mira dentro de ti, con esperanza, sin melancolía. No conoce la muerte la luz del corazón. Contigo vivirá mientras tú seas: no en el recuerdo, sino en tu presente, en el día continuo del sueño de tu vida». Lo que vivo no muere. Lo que he vivido en su verdad. El amor que se hace sangre de mi sangre. El pasado que fue un día presente grabando su luz en mis entrañas. Esa luz no muere. Brilla ahora. Brillará siempre. No dudo de su poder, de su presencia. No me da miedo que pasen las cosas que amo. Porque permanecen en el ahora para siempre. No dudo de su verdad. De esa luz que ilumina mi alma por dentro dándole sentido a todo lo que vivo. Se alegra mi alma al pensar en todo lo que he vivido. En lo que sigo viviendo. El presente no anula el pasado, no lo olvida, lo lleva como en una mochila anclado en los hombros. Lo saborea en una mirada que es memoria y guarda lo sagrado. Buscando en Dios la paz y el sentido. A veces no se encuentra todo lo que busco en el presente. Necesito esperar a que pasen los tiempos de incertidumbres y dudas. No quiero respuestas que den sentido a todo lo que ocurre y me calmen. Simplemente camino con paz, paso a paso, contemplando la vida que se despliega ante mis ojos. Un ancho mar. Un monte inmenso. Un bosque lleno de luces y sombras. Un campo de girasoles que miran asombrados al sol. Un campo segado. Otro campo aún por segar. El presente es lo que tengo. Lo único que poseo en mis manos temblorosas. Poco importa cuánto tiempo lo sostengo. Pasa rápido, vuela. Alimenta mi alma. Mis sueños. Un paso más en mi camino. Confío mirando hacia delante. Dejo de temer. 

Hoy Jesús me invita a seguir sus pasos: «Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío». Me pide que sea su discípulo. Corro el riesgo de no querer ser discípulo de nadie. Con los años siento que he aprendido demasiado. Ya me lo sé todo. Los años, las experiencias, los desengaños, las victorias, los fracasos. Todo lo vivido me ha hecho más duro, menos inocente. Yo sé lo que tengo que hacer en cada momento. Me siento en posesión de la verdad. Me siento seguro. Y entonces no creo necesario aprender nada de nadie. Ya me lo sé todo, pienso en mi interior. Se me olvida lo que hoy escucho: «Los pensamientos de los mortales son mezquinos, y nuestros razonamientos son falibles; porque el cuerpo mortal es lastre del alma, y la tienda terrestre abruma la mente que medita». Miro mi pobreza y mi pequeñez. Y me doy cuenta de algo importante. Siempre estoy en camino, aprendiendo. Siempre soy discípulo. No quiero vivir siendo maestro. Estoy aprendiendo a cada paso. No lo sé todo. No soy experto en nada. Simplemente necesito aprender cada día. Estar en presencia de Dios cada día. Ser discípulo de Jesús y saber que Él es el que me enseña a vivir. Es lo que necesito. Hacerme niño. Seguir aprendiendo. Y al mismo tiempo veo que tengo que desaprender algunas cosas aprendidas. Una canción, «Remamos», de Kany García, habla de ese proceso de desenseñarme: «De chica me decía esta es la forma correcta, de andar y de dirigirme a quien tuve delante. De grande me costó a tropiezos poder darme cuenta, que había que volver a ser niña y desenseñarme. ¿Cómo callar, cómo dejar atrás lo que te pega? Vengo a ofrecerme hoy: remamos, sabiendo cuál es el precio, con los puños apretados, sin pensar en detenernos. Remamos, con la cara contra el viento, con la valentía delante, con un pueblo entre los dedos. Remamos con un nudo aquí en el pecho, soñando que al otro lado se avecina otro comienzo». Tengo vicios en mi aprendizaje. Frases grabadas, costumbres que me hacen daño. Hay algunas cosas que he aprendido de manera incorrecta. Mi forma de amar, de darme, de cuidar mi vida y la vida de los que me importan. Lo aprendí a mi manera, a golpes, sin seguir a maestros. Quiero desaprender ahora esa forma de abusar y ser egoísta que rompe relaciones y me aísla. Quiero dejar de lado mi manera torpe de tratar a los demás. No quiero que mi orgullo venza sobre mis deseos grandes de dar la vida. No sé cómo desaprender tantas cosas que hoy me pesan. Dependencias enfermizas, apegos innecesarios. Soy un discípulo en busca de un buen maestro. Y no quiero apegarme a esos falsos maestros que me prometen felicidades pasajeras que no llenan mi alma. Puedo comenzar de cero desandando el camino ya andado. Con un nudo en la garganta, con la cara contra el viento. Despacio, con pies de plomo. Con paso firme, sin mirar atrás con miedo. No temo volver a ser discípulo siempre de nuevo. Sabiendo que los años pueden haber mellado mi inocencia ya gastada o herido mi mirada antes tan franca y confiada. Quiero mantener mis ojos abiertos como dos ventanas, frente al sol que alumbra mi vida de nuevo. Sé que para eso tengo que dejar a un lado, sí, abandonar al borde del camino, todo lo que me pesa, todo lo que ya no cuenta. No lo hago con desprecio, sino con paciencia, con la sabiduría que aprendo con Jesús, mi maestro. Dejo lo que no me construye, lo que no me alegra. Aparco a un lado lo que no me hace hombre, hijo, niño. Quiero desandar el camino cansado. Y desaprender costumbres aprendidas. Es como nacer de nuevo y volver a empezar entre llantos de niño. Hay dos verbos que me duelen en lo más hondo de mis entrañas: negar y posponer. El mundo me ha enseñado a no negarme a mí mismo. Y la vida me ha dicho que no tengo que posponer ninguno de mis deseos. A costa de todos. Tengo derecho a ser feliz y seguir mi camino. Y se me ha metido en el alma ese deseo de no dejar, de no apartar de mí, de no negar lo que deseo. Quizás es por eso por lo que tengo la piel ya seca por el cansancio del camino recorrido. No sé negarme. No sé posponer. Lo quiero todo ahora. Los extremos irreconciliables. Todo se hace posible en mis manos de mago. Por arte de magia. Hacedor de milagros. Hoy elijo de nuevo a Jesús entre miles de maestros. Opto por Él que camina sobre las aguas. Quiero soñar sus sueños y vivir su vida. Recojo entonces esos sueños olvidados en algún rincón de mi alma. Sé que dejar de soñar es morir un poco, o morir para siempre. Vuelvo a soñar en medio del caos, de la rutina, del miedo a desandar, del dolor por perder o desaprender lo aprendido. Sé que todo depende de la intensidad de mi alma para salir de la inercia en la que me encuentro. Para abandonar esa rutina que me mata por dentro. Dejo de lado la sequedad que me ahoga. Y miro hacia delante. Mi rostro contra el viento. Jesús sigue llamándome con su voz nítida. No me da miedo renunciar en medio de mi lucha. Y seguir sus pasos que me dan la vida. Él sabe mejor lo que me conviene. Y quiere enseñarme ese camino hecho para los niños que lleva al cielo.

Hoy Jesús me pide que lo siga con todo lo que llevo ahora en el alma: «Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío». Me pide que aprenda a llevar la cruz entre mis manos. No lo entiendo. ¿No es posible dejar la cruz a un lado? ¿No habrá otros más capaces de llevar la cruz que ahora me duele? Miro la cruz que me pesa. ¿Pesan todas las cruces? Miro el dolor que me provoca que no salgan adelante mis planes, lo que yo más deseo, mi camino trazado en mi mente, en mi alma. Ya decía Antoine de Saint-Exupéry: «Guárdame de la ingenua creencia de que en la vida todo debe salir bien. No me des lo que yo pido, sino lo que necesito. En tus manos me entrego». Me detengo ante un olivo, en un huerto. Miro la cruz en mi espalda, entre mis dedos. Esa cruz que a mí me pesa. Miro al cielo y grito: «¿No es posible que pase de mí este cáliz?». Miro a Jesús buscando respuestas y algo de consuelo. ¿No es posible? El dolor de la cruz me duele tanto. Es mi cruz. No sé si es más pesada que otras, no lo sé, no me importa. Tal vez me la invento y no es una cruz tan terrible. O simplemente es la frustración de mis deseos lo que más me duele. ¿Estoy dispuesto a beber de ese cáliz? No lo sé. Me dan miedo la muerte, la enfermedad, la partida. Me da miedo sufrir innecesariamente. ¿Qué sentido tiene el sufrimiento que toco en tantas almas? ¿No podría pasar de largo el cáliz? Es lo que deseo en el fondo del alma. La plenitud aquí y ahora. Es cuando lo deseo. Dejo la cruz a un lado. Porque duele entre mis dedos. Y el alma llora. Dejo mi cruz, la que ahora acaricio deseando perderla de vista. Que otro la coja en mi lugar. Que no sea yo el que llore y sufra. Hoy miro a Jesús en medio de mi huerto, junto a un olivo: «Pero no se haga mi voluntad sino la tuya». Duelen estas palabras al estallar en mi garganta. ¿Seré capaz de cargar con la cruz que pesa? ¿Podré beber el cáliz? Que se haga su voluntad. Y que su querer sea el mío. Que su sentimiento sea mi sentimiento. Su forma de mirar la mía. Su manera de vivir, de entregar la vida. Parece tan sencillo sobre el frío papel que recoge estas letras. Tan fácil hablar de unión de voluntades. La suya y la mía, un solo querer. Pero siento el dolor de la cruz que pesa en mis entrañas. ¿Cómo voy a seguir a Jesús cargando con la cruz de mi vida? Cada uno tiene su cruz. La mía pesa el peso que puedo llevar. Sé que mi vida está crucificada. Todas las vidas tienen su cruz. Y Jesús se adapta a la forma de mi cruz, a la madera blanda de mi alma. Se adapta para estar en mí crucificado, sosteniendo con sus fuerzas el peso del madero. En mi propio dolor, en mi debilidad que pesa Jesús hace que mi yugo sea suave y mi carga llevadera. Sí, ahí donde duele esa cruz que cargo, Jesús se une a mí. Su corazón en mi corazón. Mi corazón en el suyo. Me detengo a contemplar la cruz concreta que hoy me pesa. ¿Qué nombre tiene? Hoy lo pronuncio con voz queda ante Jesús crucificado. Jesús conoce muy bien todo lo que me duele. Sabe tan bien como yo cuáles son mis penas y amarguras. Él está en mí crucificado y me da esperanza en medio de la dureza del camino. No puedo ser discípulo suyo si no cargo con la cruz. Porque tengo la cruz pegada a la piel. Forma parte de mi historia, de mi alma, de mi forma de ser. No me entiendo sin estar crucificado. Porque sólo desde la cruz salvo mi vida. Sólo desde la aceptación de mi realidad como es. Con sus límites, con sus carencias. Si no sigo los pasos de Jesús cargando con mi madero, no puedo ser discípulo suyo. Eso lo he aprendido. Desde la aceptación crezco. Para poder abrirme a otros y servirlos con humildad tengo que aceptar mi sufrimiento, mi herida, mi cruz: «Una vez que el sufrimiento es aceptado y comprendido y no es necesaria la negación puede convertirse en un servidor que cura desde sus heridas»[4]. Desde la negación de mi vida tal y como es sólo puedo vivir amargado. Por eso no quiero renegar de mi historia, de mi pasado, de mi presente, de mi futuro. No reniego de todo lo que me duele y pesa ahora mismo. El dolor también forma parte de mí. Soy yo parte de la cruz y la cruz es parte de mí. Así como una enfermedad es parte de mi vida, no es algo ajeno a lo que yo soy. Pero esa cruz no me condiciona, no me limita, no me aleja de los demás. Aceptar la cruz me abre a servir, me lleva a salir de mi angustia y ansiedad. Es eso lo que me quiere decir Jesús cuando me pide que le siga cargando con mi cruz. Él sabe que con Él todo es más liviano. Los problemas son más fáciles de resolver. Y el peso de mis pesares es más llevadero. En Él tienen sentido esos pasos que parecen conducir a ninguna parte. Aunque tenga que vivir sin entenderlo todo, eso no importa. Mi cruz configura mi alma para siempre. Da forma a mi rostro, a mi cuerpo, a mi alma. Si quiero negar lo que no me gusta de mí acabo prescindiendo de lo que soy. Negando lo que hay en mí de verdadero. Para ser discípulo de Jesús sólo me queda coger mi vida en mis manos y besarla como un niño confiado.   

Miro a María en este día de su nacimiento. Nace para dejar nacer. Nace para traer a Dios en carne mortal. S. Juan de Damasceno comenta: «Sirviéndose de Ella, Dios descendió sin experimentar ninguna mutación; por su benévola condescendencia apareció en la Tierra y convivió con los hombres». María niña se hace mujer, madre, esposa. Se hace carne entre los hombres para darle su carne a Dios. Dios hecho hombre. Hoy me detengo a contemplar a María. Me gusta mirarla a los ojos y dejarme mirar por Ella. La miro a Ella vacía de sus propios deseos, de su amor propio, de sus anhelos y proyectos. La miro a Ella que hizo vida desde el primer momento lo que hoy Jesús me pide: «Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío». María vive su vida vacía de sí misma. Renuncia a todos sus bienes para acoger a Jesús en su seno y ser Madre. Lo abraza siendo niño para ser luego capaz de abrazarlo ya muerto, siendo hombre. María, esa niña sin bienes, sin deseos enfermos, sin apegos innecesarios. Esa niña libre, abierta, dócil. Esa niña que vuelve a nacer cada mañana en las manos de su Padre Dios. La miro a Ella y Ella me mira a mí. Me siento cerca de Ella. Quiero que me enseñe a vivir vacío de mí mismo, de mis proyectos, de mi amor propio. Libre en mi silencio interior. Libre en el vacío dentro de mi alma donde cabe Dios, donde me habla con susurros. Decía Jacques Philippe: «Cuanto más cerca estemos de María mejor recibiremos el Espíritu Santo. Es la esencia de nuestra capacidad para recibir dones gratuitos de Dios»[5]. La cercanía de María ensancha mi corazón. Su amor abre mi alma al Espíritu Santo. Y entonces el amor de Dios entra en mí. Ese amor me asemeja con la persona amada. Decía el P. Kentenich: «El Espíritu Santo encuentra en las almas a la Santísima Virgen cuando el alma ama fervorosamente a María y cultiva su actitud de fiat»[6]. María me abre al Espíritu Santo y me da fuerzas para pronunciar mi Fiat. «Hágase en mi según tu palabra». Me abre a la gratuidad. No recibo los dones de Dios gracias a mis méritos. No es gracias a mi buen comportamiento, a mi vida sin tacha. No es así. Que yo haga el bien es consecuencia del amor de Dios en mi vida. No es requisito, no es condición. Jesús no me ama porque yo sea bueno, sino porque Él es bueno. Y su amor me hace mejor persona, me enseña a amar. El Espíritu Santo no viene a mí porque yo esté limpio, en gracia, sin pecado, sin heridas, sin zonas oscuras. No viene a mí porque yo esté limpio e inmaculado. Es todo lo contrario. Viene a mí para lograr que yo nazca de nuevo, que mi vida se blanquee en su presencia. Viene para que me llene del amor de Dios en el vacío en el que vivo tan a menudo. En el desierto trae el agua para llenarme de vida y esperanza. Hoy he repetido en el salmo: «Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos. Por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo. Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos». Su misericordia me salva y levanta del barro en el que caigo. Allí donde no me siento digno y capaz de nada. María aparece ante mí y me llena de esperanza. Su corazón de niña me anima a luchar, a confiar, a dejarme llevar por el amor de Dios. En Ella confío. La miro para que su mirada me levante y me haga fuerte. Soy discípulo en Ella que fue la primera discípula. Miro en mi corazón qué cosas me pesan y quitan la paz. Miro las oscuridades en las que Dios no reina. Miro lo que me abruma y no me deja caminar. Se lo entrego a Ella.

 

 



[1] Quo Vadis? Henryk Sienkiewicz

[2] J. Kentenich, Conferencias de Sión

[3] Tomás Trigo Oubiña, Dios te quiere y tú no lo sabes

[4] H. Nouwen, El Sanador herido

[5] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios

[6] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus

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