Homiliía del padre Carlos Padilla - 30 de septiembre de 2018

Domingo 30 de septiembre de 2018 | Carlos Padilla

Domingo XXVI Tiempo ordinario

Números 11,25-29; Santiago 5,1-6; 4, 3; Marcos 9,38-43.45.47-48

«Nadie que haga un milagro en mi nombre puede luego hablar mal de mí. Pues el que no está contra nosotros está a favor nuestro»

30 Septiembre 2018     P. Carlos Padilla Esteban

«Miro el corazón y no me detengo en su aspecto. Voy más adentro, allí donde el alma se desvela y se muestra sin miedo. No hay juicio ni condena. La opinión importa menos. Y sí el amor verdadero»

Hay un chaparro en el jardín. Una encina de hojas negras. Ocupa toda una esquina. Da sombra. La miro con los recuerdos bañando mis ojos. Es tanta la luz que brota de mi alma. Me veo allí pequeño, creciendo, pensando, en silencio. Y veo desfilar ante mí imágenes de entonces, voces nunca olvidadas que resuenan dentro de mi alma. Mi voz de niño, la voz de una madre, de un padre. Deseo volver por un momento al instante de entonces. Observo desde un lugar oculto mi vida de niño. Recojoen mis manos abiertas sentimientos ya vividos. Vivo de nuevo años pasados sin importarme cuántos. Sin que me pese dónde. Quiero abarcar con mis manos la historia entera de mi vida. Contemplo ese chaparro que un día fue sólo un arbusto. Cuando aún no daba sombra. Y su vida parecía tan frágil. ¡Cómo pasan los años sin darme cuenta! Intento detenerlos para que no se escapen. Me abrazo como un náufrago al tronco más fuerte de mi chaparro. En un regreso al pasado que siempre anhelo. Deshojo los días intentando recordarlo todo. Para no olvidar a los que ya han partido. Paseo entre los troncos de mi chaparro. Donde la sombra abriga y el sol no me agota. Dicen que olvidar es el comienzo de la muerte. Aunque yo no lo creo. Pero por si acaso escribo, para que no me olvide. Cuando la altura de ese arbusto superaba mis sueños. Ysoñaba entonces con una vida distinta a la que Dios me ha dado, o con la misma. Ya no lo sé. Me gustan las sombras que me dan paz y sosiego. No tengo miedo. En el pozo de mi alma hay aguas ocultas que me dan la vida. El pozo silencioso que se dibuja contra el cielo, y la montaña. Me gusta de vez en cuando detener mis pasos ante su brocal gastado. Voy tan rápido. Paso de una cosa a otra sin detenerme. Me da miedo ser superficial, carecer de raíces. Hago memoria. ¿Cómo era el color de mi pelo? ¿Y la forma de mis sueños? ¿Y la hondura de mis deseos? ¿Cómo eran los demás desde mis ojos de niño? ¿El color de mi madre? ¿La altura de mi padre? Tal vez por eso me gusta tanto vivir sin prisas y crecer despacio. Guardar en mis retinas los años de mi vida. Recordando. Dice el P. Kentenich: «La falencia de nuestra educación de hoy consiste en pretender realizar todo con excesiva rapidez. María garantiza ese desarrollo desde adentro, evitando así que sea un pegote que viene desde afuera»[1]. Miro mi vida por dentro. Veo prisas. Y deseo tener tiempo para todo. Para no ir corriendo. Miro a María quien logra que todo crezca de forma lenta pero auténtica en mí, dentro de mi alma. Logra que los ideales se hagan carne con tranquilidad en mi piel tan seca. Busco caminar sin prisas. Despacio por los caminos de mi vida. Sin exigir que pase el tiempo entre mis dedos. Camino debajo de mi chaparro. Un día fue arbusto. Y el tiempo con su calma fue haciendo sus raíces hondas. Y su tronco grueso. Y dio muchos hijos. Caídos por la tierra. Mientras pasaba la vida entre sus ramas. Sin apenas darse cuenta creció despacio. Así quiero crecer yo, desde lo más hondo de las aguas de mi pozo. Desde mis raíces más profundas. Desde mi verdad que me hace niño. Detrás de las arrugas del tiempo se esconde un niño. De ojos grandes y alma limpia. Han pasado los días rápido entre sus dedos. Sigue confiando en que el final llegará sin darse cuenta. Y habrá merecido la pena vivir la vida. Grabar en la tierra un camino sagrado. Describir con amor toda mi entrega. La original forma de ser que plasma el mundo. Un jardín nuevo, eterno, limpio. El jardín concluso de mis recuerdos. Donde soy yo mismo, sin tapujos. El niño de entonces. El hombre de ahora. El ideal que me enciende es el mismo de siempre. Lo redescubro. Lo desempolvo entre mis dedos. Vuelvo a ser yo mismo. Y sueño con más fuerza.Mientras camino acariciando los troncos de mi chaparro. El de tantos recuerdos. A la orilla de las aguas que esconde el brocal de mi pozo. Por donde voy y vengo. Una y otra vez cada mañana.

Hoy en día se habla mucho del estrés y de la ansiedad. Deseo el orden y vivo en el caos. Por eso surge la ansiedad tantas veces. Y noto que duermo mal. O me vuelvo susceptible y salto a la mínima. O vivo con un nudo constante en el estómago. Queriendo llegar a todo, solucionar todos los problemas, resolver todos los desafíos que la vida me plantea. Creo que tengo que dar la talla adecuada,y no la doy. El otro día leía un artículo de Carlos Manuel Sánchez sobre el estrés: «Según los expertos, el secreto para convertir el estrés en un arma es verlo como algo positivo. Cuestión de actitud». ¿Cómo puedo llegar a hacerlo? Es el desafío de mi vida, cambiar mi actitud. Eso es lo que dicen: «La gestión del estrés es, en buena medida, una cuestión de actitud». Y también depende de otros factores como el entorno, conductas y pensamientos aprendidos de la familia, de mis amigos. Comenta Elhert: «Si te preguntas todo el tiempo qué va a salir mal, tendrás más problemas para desconectar y relajarte».Si los que están conmigo sólo saben señalarme los peligros. Me cuidan y protegen para que no me equivoque. Buscan que no caiga, que no me confunda. Ese ambiente de protección genera en mí miedos y desconfianzas. Me vuelvo inseguro. No sé hacer nada solo. Dudo de mis fuerzas y mi sabiduría. Y seguramente en situaciones difíciles de estrés me acabaré amargando y me hundiré. No sabré enfrentar situaciones de conflicto. No es fácil manejar todo esto. Vivo con miedo e inseguridad. Lo he adquirido del entorno en el que he crecido. O se ha hecho fuerte en mí a partir de fracasos y caídas. La ansiedad ante situaciones difíciles puede bloquearme y hacer que salga de mí lo peor. Tengo que educar el corazón para ser más libre. Para confiar más en mis fuerzas. Pero sobre todo, para confiar más en el poder de Dios. Y que no me importe tanto que no salgan las cosas como yo quiero. El plan B puede resultar mejor que el que yo tenía pensado. El tiempo no siempre es lo que tiene que mandar. Cumplir todos los horarios. Que calce la vida en el esquema pensado. A veces la vida no respeta mis planes. No se adapta a mis deseos y sigue un rumbo diferente. Me da miedo no ser capaz de vivir con paz situaciones difíciles que provocan en mi alma estrés y ansiedad. Angustia y miedos. Me gustaría aprender a mirar con más paz la vida sin caer en esa angustia. Leía el otro día: «Walt Whitman describía cómo mantenerse apartado de la lucha y la brega, entretenido, complaciente, compasivo, ocioso, unitario. Dentro y fuera del juego y contemplándolo todo asombrado.Pero yo, en lugar de estar entretenida, lo que estoy es estresada. En lugar de contemplar, siempre me meto e interfiero»[2]. Me puede pasar lo mismo. No miro con calma lo que ocurre a mi alrededor. Me enfado. Me enervo. Pierdo la paz. Me consume el nerviosismo. No me quedo al margen. No sé tomar distancia de las cosas importantes. A veces creo que tengo que resolverlo yo todo solo. Eso no es posible. Caigo en la ansiedad casi sin darme cuenta y no me hace bien. Pretendo obtener el resultado final esperado. Quiero que las cosas salgan bien. Y no acepto el fracaso como punto final a mis sueños. Miro a Jesús que me enseña cómo vivir la vida. Él me invita a no angustiarme ante lo que no puedo controlar. Quiere que suelte las riendas de mi vida. ¡Cuánto me cuesta confiar en su poder! Controlo los horarios. Lo que hacen los demás. Lo que no hacen. Controlo todo y lo sujeto. Para no perder el control ni el tiempo. Porque confío en mis fuerzas, sólo en eso. Y no tanto en la intervención de Dios. Tal vez me asusta que no haga nada. Por eso no suelto las riendas. Lo mismo le pasaba a S. Ignacio antes de su verdadera conversión: «Todavía tiene que dejar que sea Dios el que tome las riendas. Por ahora, es el propio Íñigo el que parece estar al mando de un nuevo proyecto, el que parece decirle a Dios: Ya verás lo que voy a hacer por ti. Se trata de un hombre que subordina todo a un ideal. Desde esa consagración total se comprende su fuerza de voluntad para no ceder a las tentaciones que conoce bien»[3]. La tentación de hacerlo yo todo. De gobernar yo mi barca. De decidir yo lo que corresponde en cada momento. Sujetando los miedos. Manteniendo a raya los agobios y angustias. Pero así no me aguantan las fuerzas. Si supiera vivir la santa indiferencia sería más santo. Pero no logro soltar todo y dejarlo en manos de Dios. Desprenderme de mi ego y de mis pretensiones. Dejar que sea Dios el que me vaya marcando los pasos a seguir. Me da tanto miedo el fracaso y la muerte. Detesto la imperfección y dejar de hacer lo que me corresponde, lo que debo, lo que está bien. Tengo tanto miedo al error y a la crítica que vivo con ansiedad continuamente. Me falta paz en el alma para enfrentar la vida. Esa paz que sólo llega de Dios a mi alma cuando aprendo a vaciarme y a dejar que sea Él el que venga a mí y tome posesión de mi vida. ¡Cuánto me falta para que suceda en mí esa segunda conversión que es obra de Dios y acaba con mis pretensiones tan humanas!

A veces me detengo ante la realidad. Ante una persona. Y juzgo, y opino. Hace tiempo recuerdo cuando le recriminaron a una persona por opinar de una película que no había visto. Él respondió con mucha calma: «Creo que es legítimo opinar de todo. Incluso de una película que no he visto».Me llamó la atención. Creo que hoy opinar se ha convertido en un deporte muy popular. No importa de qué opine. No importa si sé o no sobre ese tema. No importa si es verdad o mentira. No importa si he visto o no aquello sobre lo que se habla. Yo opino. Opinar es lo importante. Esté de acuerdo o no con la verdad. Sea o no cierto. Yo opino. No me canso de opinar. Vuelvo una y otra vez. Hace unos días una persona cayó en la cuenta de una de sus debilidades. Alguien le dijo: «No interpretes nunca. Antes de opinar, pregunta». Me pareció muy bueno el consejo. Me lo aplico. Miro la realidad y no opino. Pregunto, me informo, investigo, aprendo. Antes de formarme una opinión sobre algo, sobre alguien, pregunto. Es verdad que me parece cierto lo que decía Napoleón I: «No se debe temer a aquellos que tienen otra opinión, y sí a aquellos que tienen otra opinión pero que son muy cobardes para manifestarla». A veces tengo opiniones nacidas de la experiencia, de la vida, después de haber preguntado y haber luchado por llegar a la verdad. Son opiniones fundadas. No superficiales. Pero me da miedo decirlas. Temo el rechazo. Temo la crítica. Creo que si digo lo que pienso me acabarán juzgando. Y eso me da miedo. Me callo. Y paso desapercibido. Incluso los que me rodean acaban creyendo que pienso como ellos. Pero simplemente soy un cobarde oculto detrás de una opinión que no comparto. Por miedo al rechazo. Hay personas que imponen su opinión con fuerza. No quieren que nadie les lleve la contraria. Tal vez lo acaban consiguiendo. Nadie les dice que no. Aceptan su opinión como la única válida. A veces su opinión sobre la realidad se acaba imponiendo. Y parece que es verdad lo que es sólo una opinión. Depende de quién la diga se reviste de mayor o menor autoridad. Depende de dónde venga el juicio. Aunque sea mentira. Aunque sea sólo una mirada subjetiva sobre la verdad. En ocasiones parece que sólo una opinión es la verdadera. Y el que piensa distinto queda excluido. Como si se tratara de tener un pensamiento único. Una forma única de ver las cosas. ¿Qué pasa entonces con los diferentes, con los que no son como yo, con los que ven la vida de otra forma? ¿Cómo los miraría Jesús a ellos? ¿Los rechazaría simplemente por ver las cosas de forma distinta? Puede ser que a veces me apegue a una forma rígida de ver las cosas y me dé miedo que alguien rompa mi forma de mirar la vida. Siento que así deberían ser las cosas. Y no como otros las ven. Mi receta me vale, parece infalible. Pero esa mirada me aleja de la reflexión. No me dejo cuestionar por los que me rodean. Por el mundo en el que no todo encaja. Es como si mi idea tuviera prioridad sobre la realidad. Tal vez el idealismo me aleja de la vida. Me recluye en una opinión elevada de lo que debería ser ese cristianismo que Jesús hizo nacer en mi alma. «Las cosas tienen que ser así». Me digo, mientras camino por la vida interpretando todo lo que veo. Siento que masifico y me masifico. Da igual si esa masa busca el querer de Dios o vive alejada de él. En ambos casos es masificación. El idealismo alejado de la realidad, también masifica. O plantea metas imposibles que me frustran, cuando observo mi propia realidad. ¿Al tocar mi imperfección dejo de tener cabida en un mundo perfecto que me han creado? ¿Ya no soy un caso preclaro? El contacto con la vida me hace más realista. No menos soñador. No menos apasionado. Tocar la carne herida me hace más Cristo. Porque Él se abajó para tocar a todos, para salvar a todos. No quiso encajonarlos en un mundo perfecto que no existía. Sí les invitó a soñar con un cielo en el que todos tendrían un lugar y una esperanza. Me gusta más esa mirada que pregunta y no interpreta. Que alienta sin juzgar. Que lo hace todo más fácil para el que tropieza y cae. Que construye puentes y no muros para separar, a los buenos de los malos, a los perfectos de los imperfectos, a los puros de los impuros, a los que piensan como yo y a los que opinan distinto. Benditas opiniones. Si pensar distinto me condena a la soledad, puedo llegar a pensar que es mejor no opinar sobre nada. O me adhiero a un pensamiento único que me da la pertenencia que anhelo. Porque mi corazón quiere pertenecer a un lugar, a una tribu, a un pueblo. Y si mis opiniones me condenan a la soledad, mejor no opino. ¿Dónde está el problema? En la forma de mirar. En la forma de opinar. En la manera que tengo de clasificar a los demás por sus opiniones. Reflejadas en su forma de vestir, de caminar, de vivir. Y deseo en mi corazón que los demás acepten mi opinión, respeten mi forma de ver las cosas, me quieran aunque no comparta siempre sus puntos de vista. ¿Es esto posible en esta Iglesia de Jesús que fue matado por no pensar como algunos? Es lo que deseo en el fondo de mi alma. Me detengo a observar la vida ya las personas. Miro el corazón y no me detengo en su aspecto. No miro solo las caras. Voy más adentro, allí donde el alma se desvela y se muestra sin miedo. Porque no hay juicio ni condena. Allí donde la opinión importa menos. Y sí el amor verdadero y la vida como es en su esencia. Esa forma de vivir me gusta más. Me detengo y pregunto, nunca interpreto.

El pecado de la envidia siempre me turba. Súbitamente surge en el alma y deseo lo que no tengo, lo que veo que otros tienen. Estalla sin que pueda controlarlo. Con una furia que me perturba. Decía el Papa Francisco: «La envidia es una tristeza por el bien ajeno, que muestra que no nos interesa la felicidad de los demás, ya que estamos exclusivamente concentrados en el propio bienestar»[4]. Cuando sólo pienso en mí. En lo que yo quiero. Moisés rechaza esa mirada llena de envidia: «¿Tienes celos por mí? ¡Ojalá que todo el pueblo profetizara y el Señor infundiera en todos su espíritu!». Reprueba la envidia de Josué: «Josué, hijo de Nun, ayudante de Moisés desde joven, intervino diciendo: - ¡Señor mío, Moisés, prohíbeselo!». También Jesús desprecia la envidia de los suyos: «No se lo prohibáis, porque nadie que haga un milagro en mi nombre puede luego hablar mal de mí. Pues el que no está contra nosotros está a favor nuestro». La envidia de los discípulos que no quieren que otros hagan algo a lo que no tienen derecho:«Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no es de nuestro grupo». En ambos casos surge la envidia al verque otros hacen un bien. Entoncesel corazón cree que no tienen derecho. Como si sólo ellos tuvieran derecho. A menudo juzgo como equivocada la postura de aquellos que también creen en Jesús y quieren hacer el bien. Lo buscan y lo hacen de otra manera, con otras formas. Y yo digo que no es la correcta. Dentro de una misma Iglesia. Cuando todos comulgamos de un mismo cuerpo. Me sorprende mi mirada mezquina. Veo a unos que son laxos en su mirada y los juzgo. Veo a otros que son más estrictos, y los condeno. Me parece mal lo que hacen. No estoy de acuerdo con su postura equivocada, demasiado parcial. Los juzgo porque no son de los míos. Porque no piensan como yo. Me da miedo esa envidia que me hace rechazar a unos como malos. Pienso en su pecado, en su forma falsa de ver la vida. Me equivoco. No puedo pensar así porque me hace daño. Surgen los celos porque no puedo ni quiero perder mi cuota de poder. Y veo en los demás una amenaza. Aquel que quiere ocupar mi puesto. Ese otro que pretende ganarse el favor de aquellos a los que amo. No son de los míos. ¿De dónde viene mi pecado de envidia? No valoro mi vida. No reconozco mis méritos. No me siento valorado por los otros. Más bien he tocado el desprecio. Y no me gusta el éxito de los exitosos, ni el triunfo de los que triunfan. El problema lo tengo yo, no ellos. Eso lo sé. Pero me siguen doliendo sus victorias. Y no acepto la derrota en mi vida. Vivo mendigando reconocimiento. Surge la envidia y quiero que alguien detenga a los que quieren ser como yo. A los que se apropian de la vida y se creen dueños de todo. Surge la envidia. No me gusta nada sentirla, pero la toco y la acaricio dentro de mi alma. Esos celos absurdos. Esa desconfianza que me vuelve inseguro. No lo quiero. Deseo vivir de otra manera. Con más paz, con más calma. Sin juzgar. ¡Qué fácil es caer en la condena de los demás cuando no me gusta cómo piensan y cómo hacen las cosas! En seguida surge el juicio y la crítica. Que Jesús haga algo. Que lo haga Dios. Que acabe con su soberbia, con sus pretensiones. Se creen mejores que el resto. A lo mejor soy yo el que trata de sentirse por encima de los demás. Ya no lo tengo tan claro. Mis ínfulas que me hacen creer que estoy por encima en sabiduría y en verdad. Me equivoco, siempre me equivoco. Tal vez me falta esa mirada humilde de Jesús. El servidor de todos, me dice Jesús. El más pequeño. Me creo con derecho a ser reconocido, valorado y encumbrado. No lo consigo. Sigo siendo un niño malcriado acostumbrado a poseerlo todo. Pero no me basta con eso. Quiero más. Que los demás se encuentren lejos de mí en aprecio. Que no destaquen en nada para seguir siendo yo el primero. Como si la vida consistiera en ser reconocido siempre. ¡Qué bajos y ruines son mis sentimientos! Quiero que prohíban a otros hablar en nombre de Dios. Pienso a veces que la espiritualidad que yo vivo es la única correcta. Y los demás están equivocados. No me alegro de sus éxitos apostólicos. No valoro sus conquistas. No aprecio lo bien que hacen las cosas. Simplemente no quiero que lo hagan bien. Aunque rememos en la misma dirección. ¡Qué mezquino soy! No me alegro con el éxito de los cercanos. No me alegran las victorias de los que me aman. ¿No es ese el peor de los pecados? Dios se alegra siempre de lo que cada uno aporta. Comenta el P. Kentenich: «Dios espera nuestra colaboración; más aún, se alegra de ella, así como una madre que lleva una pesada canasta se alegra de que su pequeño hijo ponga sus manos en la canasta y, con su encantadora debilidad, la ayude a llevarla»[5]. Cada uno aporta lo suyo. Las pequeñas manos sujetando la canasta. Me alegro con Jesús que sostiene mi vida: «Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón». No importa cómo lo hacen los otros. Porque sé que todos suman. Todos vamos con Jesús. No están contra Jesús. Están a su favor. Aunque no hagan las cosas como yo creo que deberían ser hechas. Cada uno ha encontrado su camino de santidad. Tengo que aprender a alegrarme con sus éxitos. Porque esa sencillez y humildad es la que salva mi vida. Alegrarme con aquellos a los que les va mejor que a mí. Disfrutar con sus victorias. Hace falta una gran madurez para mirar así la vida.

Para Jesús los pequeños son los más valiosos. Son objeto de su predilección. Por eso me anima hoy a no escandalizar a los pequeños: «Os aseguro que el que os dé a beber un vaso de agua porque sois del Mesías no quedará sin recompensa. Al que sea ocasión de pecado para uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgaran del cuello una piedra de molino y lo echaran al mar». Los pequeños, los débiles, los vulnerables, los abandonados, los que sufren la soledad y el desprecio. Sí, esos a los que nadie quiere y de los que nadie se preocupa. Jesús tiene una atracción especial por aquellos que sufren. Y yo no puedo escandalizarlos, ni hacerles ningún daño. ¡Cuánto daño causan los abusos en la Iglesia! ¡Cuánto dolor provocado en corazones inocentes! El que abusa, el que escandaliza, el que utiliza al débil. La autoridad mal ejercida. Esa herida en el corazón de la Iglesia. Ese grito de los inocentes que duele en el alma. Decía el Papa Francisco: «Pidamos perdón por los pecados propios y ajenos. La conciencia de pecado nos ayuda a reconocer los errores, los delitos y las heridas generadas en el pasado y nos permite abrirnos y comprometernos más con el presente en un camino de renovada conversión.Si un miembro sufre, todos sufren con él, nos decía san Pablo. Las heridas nunca prescriben». Ante tantos casos de abusos y daño causado a inocentes, me duele el alma. Soy Iglesia. Parte de una Iglesia que sufre. Cuando un miembro sufre yo sufro con él. Y tal vez con mi propio pecado contribuyo. Tal vez no soy yo el que daña, pero sí el que está detrás sin aspirar a la santidad, sin soñar con las alturas, llevando una vida cómoda y aburguesada. Yo con mis omisiones puedo hacer daño. También con mis silencios. También con mis pecados. No me olvido de ello. Estoy unido como Iglesia a tantos que sufren. A tantas personas inocentes que sufren. En una sociedad que abusa de los más débiles, que se aprovecha de los desprotegidos, y rinde pleitesía a los poderosos. ¡Qué peligroso el poder que me tienta y seduce! Y dejo de cuidar y proteger al débil. Al inocente y desvalido que no me da nada. Hoy Jesús me pide que no escandalice, que no vuelva mi rostro alejándome del herido. Quiere que se despierte en mi corazón la misericordia, la compasión, la solidaridad. Esa mirada que se vuelca sobre el que está abajo, sufriendo, solo, despreciado y herido. Ante los abusos de autoridad, de conciencia, sexuales, el alma se rebela. No lo quiero. No puedo permanecer callado. Es el grito que brota en el corazón de Cristo. Y compruebo mi propia debilidad, por mi pecado. La propia humillación que debería hacerme más humilde. No sé si siempre sucede. En ocasiones me repliego y protejo. Y digo que me atacan, que atacan a la Iglesia, a Cristo. La humillación que está unida a la expiación por los pecados. La necesidad de orar y renunciar por amor a los más débiles. Y ser yo para ellos lugar de descanso, de encuentro. Yo sanador de heridas estando herido. El Papa Francisco me invita a «asumir la lógica de la compasión con los frágiles y a evitar persecuciones o juicios demasiado duros o impaciente». Una mirada que enaltece, que respeta, que no juzga ni condena. Una mirada que eleva y devuelve al que está herido la dignidad perdida. Reconozco que el mejor elogio que me pueden hacer es decirme que no juzgo al que se acerca. Que abro la puerta y lo espero. A veces no es así. Necesito que cambie mi corazón. Necesito una conversión profunda que me haga mirar con benevolencia a todo hombre. ¡Cuánto me cuesta! ¡Qué fácil dejarme tentar por el poder de los poderosos y despreciar al que no me puede dar nada! Decía Jean Vanier:«¿Cómo estamos ante el sufrimiento y la vulnerabilidad?». Él me habla de mi actitud ante mi propio sufrimiento, ante mi vulnerabilidad. Pero también ante la de los que me rodean. Me alejo del vulnerable porque no sé cómo acogerlo, quererlo y servirlo. No sé cómo acercarme al que no me puede dar poder a cambio de mi cariño. Al que no tiene nada que ofrecerme. Y me siento impotente tantas veces para levantar al caído y perder el tiempo junto al herido. Es como si tuviera otras prioridades. Hoy Jesús me invita a cuidar al inocente, a salvar al desvalido, a proteger al vulnerable. Quiero cambiar la mirada. Quiero empezar a ser yo más niño para mirar con inocencia y con verdad. Para descubrir en el más pobre y desvalido el rostro herido de Jesús. Y cambiar mis planes. Detener mis prisas. Alejar mis formas seguras y prepotentes. Abajarme para hablar desde mi propia pequeñez. Yo mismo soy pequeño y lo olvido. Es como si los halagos y elogios me hicieran creer que tengo un valor añadido. No es verdad. Soy de barro, estoy herido, soy frágil. Esa conciencia de pequeñez me hace más solidario con el desprotegido, con el vulnerable. Me convierte en protector de los que nada tienen. Escucho el clamor del que sufre. Me detengo ante él. Le abro mi alma.

Jesús me dice que si algo me lastra, lo tengo que dejar atrás para poder darme por entero:«Y si tu mano es ocasión de pecado para ti, córtatela. Más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos al fuego eterno que no se extingue».Y así hace referencia a mis pies, a mis ojos, a mis oídos. Menciona todo lo que me pesa y me hace pecar. ¿Qué es lo que me pesa a mí en concreto? ¿Cuál es mi lastre? Es una llamada a la conversión. Para que no me suceda lo que decía S. Agustín: «A fuerza de verlo todo se termina por soportarlo todo. A fuerza de soportarlo todo se termina por tolerarlo todo. A fuerza de tolerarlo todo se termina aceptándolo todo. A fuerza de aceptarlo todo, finalmente lo aprobamos todo». Me puedo acomodar y acostumbrar a mi pecado. Y pienso que está todo bien, que yo estoy bien. No soy digno del amor de Dios. Es inmerecido. Quiero llegar a ser un hombre agradecido. Por eso me detengo hoy en lo que me hace pecar, en lo que me paraliza y pesa. ¿Qué es? ¿Son mis ojos, mi lengua, mis manos, mis pies, mis oídos? Por los sentidos llega a mí la tentación. Y caigo. Y me dejo tentar. Y me lleva el mal por donde no quiero ir. La pobreza de mi vida. Mi fragilidad. Me siento desnudo en mis defensas. Hay cosas que me lastran y me impiden crecer. Sé perfectamente dónde está la fuente de ese pecado mío que me hace egoísta y orgulloso. Ese pecado que me hace despreciar al que sufre y pensar sólo en mi bien, en lo que a mí me conviene. ¡Qué lejos estoy de la santidad a la que me llama Jesús! El P. Kentenich me invita a entregarle a Dios mi propia debilidad. La actitud del santo de la vida diaria: «Faltas y pecados no lo desalientan: son sólo malezas en el jardín personal. Más bien lo impulsan a arrojarse nueva y más profundamente a los brazos de Dios, a desposar la debilidad propia con la fuerza y la gracia de Dios y, de ese modo, revitalizar la conciencia de ser instrumento»[6]. No quiero escandalizarme ante mi propio pecado. No quiero dejar de luchar y conformarme. Me pongo manos a la obra desde la propia experiencia de humillación que trae consigo mi pecado. Me abro a la gracia a de Dios, a su misericordia. Me hago de nuevo niño para volver a empezar. Soy sólo un instrumento que Dios puede usar cuando me muestro débil y frágil en sus manos. Cuando le pido que me ayude a renunciar a todas las tentaciones. Que me dé la fuerza que me hace falta para caminar con más rapidez por el camino de la vida. Me doy cuenta de mis pecados de acción. Pero también de mis pecados de omisión. Cuando no hago lo que quiero hacer. Cuando descuido la vida de los que me han sido confiados. Y paso por delante del que sufre sin detener mis pasos. Me da miedo caer en esas omisiones que me hacen estar tan lejos del ideal que sueño. Leía el otro día: «El pecado es la ruptura de una alianza, una degradación de nuestras relaciones personales con Dios. El pecado es una autodestrucción semejante al daño que se hace uno mismo consumiendo un veneno o una droga. Dios no desea que destruyamos nada que sea importante para nosotros y para los demás. Dios nos invita a la conversión»[7]. Quiero convertirme. Sé que no dejaré nunca de pecar. Está mi naturaleza marcada por la ruptura del pecado original. Pero sé también que puedo crecer. Puedo, si me dejo hacer. Puedo, si me dejo convertir por el amor de Dios. Estoy lejos y al mismo tiempo sueño con la meta de esos ideales que Dios me plantea. No dejo de luchar, no dejo de confiar. La degradación del pecado me asusta. Cuando caigo en ese egoísmo que me hace dañar a otros y dañar mi propia alma. Hoy me dice el profeta: «En la tierra habéis vivido lujosamente y os habéis entregado al placer; con ello habéis engordado para el día de la matanza. Habéis condenado, habéis asesinado al inocente, y ya no os ofrece resistencia». Mi pecado. Mis pequeñas faltas. No suman, restan. No ayudan, hieren. Y yo creo que mi pecado me hace daño sólo a mí. La debilidad de un miembro daña a todos. Así es mi propia vida que repercute en toda la Iglesia. Le pido a Dios la gracia de ser siempre fiel.

 



[1] J. Kentenich, Educación mariana para el hombre de hoy,124

[2]Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama

[3] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo

[4]Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia

[5]Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador,Peter Locher, Jonathan Niehaus

[6]Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador,Peter Locher, Jonathan Niehaus

[7]Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66

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