Homiliía del padre Carlos Padilla - 7 de octubre de 2018

Domingo 7 de octubre de 2018 | Carlos Padilla

Domingo XXVII Tiempo ordinario

Génesis 2,18-24; Hebreos 2,9-11; Marcos 10,2-16

«Dios los creó hombre y mujer. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre»

7 Octubre 2018     P. Carlos Padilla Esteban

«El camino no es la falta de apegos. Sino la educación en positivo de mis amores desordenados. De los vínculos que Dios ha puesto en mi camino para crecer y madurar afectivamente»

Una persona hace tiempo me preguntaba si yo la veía independiente y autónoma y a la vezcon algunos apegos. Como si pensara que la independencia y el apego son incompatibles. O soy dependiente y me apego. O soy independiente y no tengo apegos. Pero no es una ciencia exacta. ¿Cómo se define el apego? El P. Kentenich habla de desorden en los apegos: «Cuando estoy apegado desordenadamente a creaturas, cuando aparecen en mí inclinaciones desordenadas, amaré con todo el fervor de mi alma el bien superior, a Dios mismo. Y ese amor excederá en brillo a dichos apegos desordenados»[1]. ¿Existe un apego ordenado y un apego desordenado? ¿Cómo los distingo en mi alma? El apego se define como una vinculación afectiva intensa, duradera, que se desarrolla y consolida entre dos personas. Se busca la proximidad en momentos de amenaza. Esa cercanía proporciona seguridad, consuelo, protección. El apego se da de forma natural en mi infancia, en mi familia. Cuando he tenido experiencias sanas en mi niñez tengo en el alma una seguridad profunda. No temo, confío con facilidad y aprendo a apegarme sanamente a las personas. El problema es cuando he sufrido el abandono, la soledad, el rechazo, la falta de seguridad. Esas heridas de mi alma me pueden volver inseguro y busco así relaciones no tan sanas, dependientes, en las que fundo mi seguridad ante la vida. Admiro a las personas independientes. Pero a la vez es como si no necesitaran a nadie en sus vidas para vivir. ¿Es eso tan sano? ¿Es la independencia total el bien que deseo para mí vida? Admiro más bien a quien no tiene apegos desordenados. Creo que todo amor tiene una cuota de apego. Comenta Edith Sánchez: «Solamente logramos alcanzar la autonomía, si podemos experimentar la completa dependencia. Si durante tu infancia cuentas con alguien a quien puedes acudir siempre en busca de protección, desarrollarás un sentimiento de confianza frente al mundo y a los seres humanos. Eso te permitirá alcanzar la independencia en tu vida adulta». Nunca seré totalmente independiente. También sé que quiero tener vínculos sanos. Vínculos que no me esclavicen de forma obsesiva. Se trata de aprender y educar mis afectos para el amor. Un corazón independiente que sabe vincularse, atarse, amar sanamente, en libertad. Me pregunto cuáles son mis apegos desordenados. Aquellas relaciones en las que pierdo el control sobre mi vida. No quiero romper con todo lo que en mí no está ordenado. Creo que el camino que elijo no es ese. El P. Kentenich lo comenta: «Dios nos ha dado las pasiones precisamente a modo de ayudas y apoyos. De ahí que el sentido de la educación no sea extirpar sino ennoblecer. A veces tenemos la impresión de que ciertos educadores entienden las palabras despójense del hombre viejo, como si la educación consistiese únicamente en un continuo despojo. Pero en dicha cita paulina se dice también: - Revístanse del hombre nuevo. La principal tarea de la educación reside en el revestirse»[2]. Mis pasiones forman parte de mi vida. Amo de forma apasionada. A veces me vinculo en exceso. No quiero vivir cercenando mis vínculos. Rompiendo mis lazos. Quiero revestirme del hombre nuevo. Quiero que haya orden en mi desorden. Vivir independientemente vinculado. Atado libremente. Con una sana independencia. Con una dependencia que construye. El que ama necesita a quien ama. Y el que no necesita a nadie, tal vez es que no ama mucho. Jesús necesitaba a los suyos en medio de la vida. A sus discípulos. A su madre. El temor a perder a la persona amada no es un signo de debilidad. Es propio del que ama. Y gracias a su amor supera muchos miedos en la vida. Pero también, al amar, adquiere nuevos miedos. El miedo a perder a quien ama. El miedo a quedarse sin el amor de aquel que le da seguridad. El amor primero a mis padres me da seguridad y construye mis afectos. Ese amor me ayuda a seguir amando en otros momentos. Cuando no tengo esa base puedo llegar a caer en amores enfermizos que atan, demandan y exigen una incondicionalidad ilimitada. Pretendo que el otro, con su amor, sane todas mis heridas. Le exijo lo imposible y creo relaciones insanas y enfermas. Esos apegos enfermos son los que quiero educar. Por otro lado, es verdad que sueño con ser independiente y autónomo. Pero eso no significa estar libre de todo apego y afecto. No es incompatible. El hombre con raíces es independiente. Es autónomo. Es maduro. El hombre está hecho para amar y ser amado. Por eso aquel que ha cercenado sus vínculos para no sufrir, es una persona enferma que tiene miedo a atarse y a amar. El camino no es la falta de vínculos, ni la ausencia de apegos. Sino la educación en positivo de mis amores desordenados. De los vínculos que Dios ha puesto en mi camino para crecer y madurar afectivamente.

Nunca el camino es el mismo camino que he recorrido ya más veces. Siempre es distinto. Un árbol quizás ahora tiene menos hojas. Han cambiado los olores. O las piedras parecen haber aumentado. Y el sol está en otro punto de su recorrido. Y el brillo del agua. Y la paz. Hay más viento, o más lluvia, o más calor. Y las sombras. Y las luces. Y quizás lo más notorio, tampoco yo soy el mismo en el camino. Han cambiado mis miedos. O sueño otros sueños. O miro la vida de otra forma. Me doy cuenta de golpe de tantos cambios. Al mismo tiempo que estoy repitiendo los pasos por un camino que no he vivido, aunque crea que es el mismo. Lo miro de nuevo, pero es distinto. Y yo quiero a menudo que nada cambie. Quizás me asustan los cambios, me da miedo la realidad que deja de ser la que era. Hay ausencias que duelen en el camino. Antes no las había. Y el camino también era distinto por esa compañía. Cuando recorría parajes similares. O tal vez los mismos caminos que ahora piso. Los tonos de verde. Las luces del alma. Tengo la tentación de repetirlo todo como ha sido siempre. Aferrándome a un camino que es distinto. Aunque recuerde puentes, y árboles, e iglesias. No importa. No es el mismo. Tampoco las personas que lo recorren conmigo. No son iguales. Han cambiado. O son otras. Y quieren también vivir este camino como yo ahora. Y yo intento alejarlas recordando lo de siempre. Reteniendo en la retina de mi alma el recuerdo permanente. No coincide con el presente. Y tampoco este con el futuro. Nunca será el mismo camino, siendo el mismo. Yo cambio sin darme cuenta. Y cambian mis sueños. Me da miedo pensar que con los años pierda mi esencia y me vuelva viejo, rígido y torpe. Me asusta pensar que el paso de los años pueda debilitar mi alma y cambiar el tono de mis pasos. Hacerlos frágiles como el cristal. Endebles como las ramas de los árboles elevadas al cielo. Me asusta el paso de los años que vacía mi alma de fuerza y de sueños y cambia mi camino. Me da miedo el cambio cuando pierdo fuerza y vida. Y me alegra tanto cuando el cambio mejora mi alma, mi aspecto, mi vida. Por eso me gusta escuchar que una esposa diga de su marido: «Ha mejorado muchísimo con el paso de los años». Como el vino, me parece un milagro. Porque tiendo, eso creo, a debilitarme con el cansancio, a detener mis pasos en el camino por miedo a seguir adelante. Tengo miedo a perder fuerza al tropezar en las piedras que molestan. Y en mi debilidad me asusta inquietarme con las personas que me incomodan. Y acabar huyendo de los problemas y de las cuestas. No quiero buscar confrontaciones sin sentido. No deseo dejar de lado el idealismo que un día estuvo vivo en mis recuerdos. Por todo eso, cuando lo que hacen los años es sacar brillo en mi alma, sonrío. Yo quiero crecer, no menguar. Quiero que las hojas caídas llenen de vida mis raíces. Y deseo que las ramas se alcen siempre hacia el cielo desafiando a los vientos, fuertes y flexibles. No quiero que me miren un día con estupor al ver mi aspecto. Al comprobar que estoy mucho peor, que hace años, cuando era más joven. Y me cuesta que alguien me diga que el camino ahora parece peor que el que recorría antes, cuando estaba lleno de vida. Esa mirada no me gusta. Sé que duelen los contratiempos y las caídas. Lo he comprobado. Pero no quiero que ese dolor me desanime. Todo lo contrario. Sé que siempre puedo aprender del dolor que tanto me cuesta. Puedo aprender de las caídas que hieren el alma. Comenta Enrique Rojas: «Hay derrotas que nos abren los ojos e iluminan el camino».Eso lo sé, lo tengo claro. Aprendo de lo que he perdido. Hago que mi camino sea diferente. No quiero pensar que no soy capaz de abrir más los ojos en el camino. No me lo sé todo. Aprendo paso a paso por caminos desconocidos que ya he vivido. Aunque ahora no sea el mismo camino. Veo que me han cambiado las curvas, y las alturas. O soy yo el que ha cambiado al coger altura con la vida. Y lo veo todo distinto. Mi alma está tranquila. Busca las luces llenas de vida entre las hojas muertas del bosque. Tiene miedos y sueños. Luces y sombras. Igual que todos los caminos. Algunos miedos son los de siempre. Otros parecen nuevos. Me vuelvo a levantar con la mochila lista, el alma presta. El peso parece adecuado. La sonrisa se mantiene firme en mi rostro alegre. Eso no lo he perdido. Y mis manos abiertas queriendo abrazar la vida. Vivo dispuesto a echar raíces, amando los lugares que piso. Mi tierra es siempre la tierra que me detiene al pasar. Y disipo las tormentas que me amenazan. Camino dispuesto a vencer la desidia, la pereza y el viento. No podrán acabar con la esperanza que brota en mi alma. Me levanto de nuevo cada mañana. He perdido el miedo a los caminos nuevos. Y a los de siempre. Me gusta recorrerlos sin perder el rumbo. Sigo las flechas. No dejo de mirar el paisaje que me rodea. La belleza, el sol y la luna, los rostros en los que Dios me habla de su amor infinito. Me ato sin detenerme. Me libero sin olvidarme. Vivo en el camino haciendo hogar a cada paso. Espacios de familia en el que otros encuentren descanso. No me detengo a pensar en mis fuerzas. No es lo importante. Ni en mis dolores, ni en mis penas. Creo que esa mirada mezquina es la que me vuelve egoísta. No la quiero. Quiero vivir libremente con una sonrisa. Abrazar sueños. Recorrer la vida en el alma de los que a mi lado caminan. Me gusta el camino. Porque en él no me acomodo. Siempre me levanto dispuesto a alegrarme con los cambios. Con la vida que fluye y no se detiene. Con todo lo que el día me regala y pone entre mis manos. Por un tiempo corto. Unos pasos. No importa. Son el regalo cotidiano que abrazo sin querer retener. Y beso sin querer poseer. Así es la vida y mi camino. Siempre el mismo. Siempre distinto. Porque el camino y yo no somos los mismos.

Me parece muy delicada la forma cómo la biblia habla del hombre y la mujer: «El Señor Dios se dijo: - No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él que lo ayude». Esa complementación del hombre y la mujer. No quiere que esté solo. Y sabe que en ambos hay rasgos femeninos y masculinos. Hoy se mira esta visión como anacrónica, propia de tiempos pasados. Pero creo que en esa mentalidad pierdo más que gano. Decía el P. Kentenich: «Si el hombre no es hombre ni la mujer, mujer, estaremos entonces en presencia de una revolución en el campo del ser. ¿Hacia dónde llevará una tal revolución? El peligro está en que ambas modalidades ya no se complementen más porque ya no abrazan ni cultivan más su respectiva originalidad»[3]. El hombre deja de cultivar sus rasgos masculinos y la mujer sus rasgos femeninos. Pero ambos a su vez necesitan la complementación. El enriquecimiento mutuo. Añade el Padre: «En mi condición de varón, no me redimiré por el cultivo de un estoicismo insensible si no he desarrollado adecuadamente en mi alma el elemento femenino»[4].Si soy hombre necesito cultivar en mí lo que me complementa, lo femenino. Y si soy mujer lo masculino. Pero a veces dejo de cuidar lo propio y con ello no enriquezco a otros. Dios no quería que el hombre estuviera solo. Dios pensó en alguien como él. De la misma dignidad. Pero sabiendo que en las diferencias se complementarían y enriquecerían. Es necesario cultivar lo original. Cada uno sabe qué es lo propio que enriquece al otro. El hombre y la mujer se necesitan. No para competir, sino para enriquecerse. Tengo que aprender a ser hijo para poder ser hermano, para poder darme desde mi originalidad sin entrar en una lucha por ganarme mi lugar. Necesito ser hijo ante Dios para poder darme mejor desde lo que soy. Comenta el P. Kentenich: «En el caso del varón, la filialidad ayuda a formar hombres auténticos, que sepan dominar su natural ímpetu, adherir a los valores del espíritu y enfrentar con valentía las circunstancias que les toque vivir. En cuanto a la mujer, la filialidad contribuye a formar mujeres que sepan mantener siempre en alto un espíritu valiente, de servicio heroico y plenamente femenino, como hijas y siervas de Dios»[5]. Tengo que descubrir mi originalidad. Aceptarme como soy en mis diferencias. Quererme en mi fragilidad. Y sólo entonces podré luchar por ser mejor y sacar lo mejor que hay en mí. Debería aprender a decirle a mi cónyuge, a mis padres, a mi hermano, a mi amigo: «Tú siempre sacas lo mejor que hay en mí». Me gustaría escuchar lo mismo de aquel a quien amo en el camino de la vida. Lo malo es cuando en el fragor de la batalla me echan en cara que logro lo contrario: «Siempre sacas lo peor de mí». Cuando amo con inocencia y pureza sé apreciar la belleza en aquel que me complementa y enriquece. Cuando mi amor es condicionado vivo buscando que me den, que se sacrifiquen por mí. No tengo que renunciar a mí mismo en el amor. Es precisamente mi originalidad lo que enriquece, lo que complementa, lo que sana. Necesito conocer mi verdad más honda. Mis virtudes y defectos. Las fuerzas de mi corazón para aprender a darlas. A veces por miedo al rechazo me escondo y me guardo. Me da miedo darme en mi originalidad. O bien porque no me veo bello. O bien porque he experimentado el desprecio con anterioridad. Es verdad que Dios ve toda mi belleza y se alegra conmigo. Pero también en el camino de la vida Dios me pone personas para que aprenda a ver en ellos su amor incondicional. Ellos me aceptan en mi originalidad sin rechazarme. Y me quieren como soy sin querer cambiarme. Ese amor humano refleja de forma imperfecta todo el amor que Dios me tiene.

Hoy Jesús me habla del alto ideal del matrimonio: «El hombre dijo: - Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será Mujer, porque ha salido del hombre. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne». Y me dice que el hombre y la mujer juntos formarán una sola carne. Una sola familia. Me impresiona. ¿Es posible llegar a ser una sola carne? He repetido en el salmo que necesito a Dios:«Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida». Es lo que sueño. Sé que tengo una forma de ser muy propia. Una carne que me ata y a la vez libera todo lo que hay en mi interior. Sé lo que quiero. Amo la vida de una forma concreta. Tengo sueños propios y un mundo interior único y original. Sé lo que deseo y espero de la vida. Me enfrento a las dificultades a mi manera. Me duelen ciertas cosas del mundo en mi sensibilidad. Aprecio los valores de los demás y sé lo que puedo recibir de ellos. Mi carne es única.Entonces, ¿cómo puedo llegar a ser una sola carne con alguien distinto a mí? ¿Con alguien que también tiene sueños e ideales y ve la vida de una manera no exacta a la mía? ¿Puede el amor romper lo que aparentemente parece una barrera insuperable? Hace poco me preguntaban si después de confesar a tantos matrimonios seguía creyendo en el sacramento. Ante esa pregunta lo tengo claro. Respondí: «He confesado a muchos matrimonios. Me han confesado muchas debilidades y carencias. Es lo que más sale en una confesión. Pero también he visto mucho amor, mucha entrega, mucha renuncia, mucho anhelo de santidad. He visto lo bueno y lo malo. Y tengo que decir que después de haber visto mucho, creo mucho más ahora que antes en el sueño de Dios para el matrimonio». Y es verdad. La vida siempre es dura. Un matrimonio hace años era difícil que llegaran a celebrar las bodas de oro. Vivíamos menos años. Hoy la vida es más larga. Y tal vez más difícil vivir tantos años juntos. Por eso me alegra tanto celebrar unas bodas de oro. Y ver matrimonios felices después de un largo camino recorrido. En esos momentos veo cómo Dios ha hecho posible lo imposible. Dos carnes que se hacen una por amor. Dos almas que se parecen tanto después de años de camino. Dos vidas recorriendo una sola vía. Parece un sueño hecho realidad. He visto lo bueno y lo malo. Como todo sacerdote que confiesa. He visto el dolor por la incomprensión. La tragedia de la infidelidad. De la infidelidad grande y de la pequeña. De esa de la que no se habla tanto y sucede cuando el amor deja de cuidarse. He visto la impaciencia y el desamor. El rencor guardado que parece imperdonable. He visto también el deseo de amar para siempre frustrado por la dureza del momento presente. Cuando todo parecía posible arrodillados frente al altar. Y súbitamente la vida lo hace imposible. Porque creo que el corazón es muy frágil. Y mi capacidad de amar está herida desde la cuna. Busco en el que me ama lo que no poseo. Y a veces le exijo lo imposible pretendiendo que llene un vacío infinito que tengo en el alma. O busco que se adapte siempre a mí en mis proyectos sin saber yo siquiera lo que para el otro es fundamental. No sé escuchar. Somos tan distintos el hombre y la mujer que la incomprensión se convierte en algo habitual. Y más allá de ser hombre y mujer, somos tan distintos cada uno, con nuestro mundo y nuestra historia original. He escuchado los pecados del cónyuge ausente en ese momento. Como si esas faltas del otro fueran la única razón del desencuentro. A veces puede ser así. La mayoría de las veces los desencuentros nacen con la ayuda de ambos. Es tan fácil prometerlo todo en un momento de euforia, de felicidad que parece infinita. Entonces hablamos de lo eterno y de siempre con naturalidad. Nos parece alcanzable la cima del infinito. El corazón se encuentra amado hasta el extremo y sólo quiere amar hasta un extremo imposible. Es cierto que la vida puede desgastar el alma. En cualquier vocación, en cualquier camino. El desgaste de los días iguales, de la rutina del trabajo y de los hijos. Cuando lo prosaico sucede a la poesía. Y lo necesario deja a un lado al placer. Porque no hay tiempo que perder cuando se trata de cuidar a los hijos. Y creo que hoy la distracción del móvil, de las redes sociales, de las series, dificulta el encuentro profundo en medio de la vorágine de la vida. Creo que la cuesta que conduce al desencuentro comienza muy tenuemente, un pequeño desnivel tan solo. Vamos dando por evidentes ciertas actitudes y costumbres. Pasan a formar parte de la rutina aunque el corazón vea que no son tan buenas en el sueño de ser una sola carne, una sola alma. Y Dios, que al principio era el centro, deja su lugar a tantas cosas que en ese momento parecen más importantes. Y el tiempo pasa muy rápido. Y los niños crecen. Y uno cambia, siempre cambia. Al principio uno cree que el cambio será para mejor. Y espero que el otro también cambie, y mejore. Y me enamoro de un futuro inexistente en el que la complementación será plena y no desearemos sino hacernos felices en cada momento. Y me engaño. Porque sí que cambio. Siempre cambio. Pero no necesariamente a mejor. O al menos no me convierto en la persona que el otro esperaba. Adquiero nuevos hábitos, surgen nuevos deseos. Y se parecen tal vez poco a aquellos de los que me enamoré. O es porque yo he cambiado. O el otro ha empeorado. No lo sé. Pero al preguntarme si creía o no después de tanto escuchado. Lo confieso, sigo creyendo con más fuerza que antes en el amor para siempre.

Pero a la vez reconozco que gran parte del milagro de una sola carne está en mi alma. Y la otra gran parte, infinita tal vez, que hace posible el milagro, me viene de Dios. Hoy Jesús me recuerda la bendición de Dios:«Y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre». Si no fuera por la presencia de Dios creo que no sería posible llegar a ser una sola carne. Pero es cierto que en mi naturaleza existe la posibilidad de cambiar siempre de nuevo. Puedo ser mejor persona. Puedo ser más de Dios. Más humano y flexible. Más misericordioso y generoso. Puede crecer el umbral de mi tolerancia. Puedo ganar altura y profundidad. Puedo seguir amando a quien amé siendo joven si logro ver en el otro una belleza escondida cada mañana tras las arrugas del tiempo. Puedo tener un amor más cálido cada día si no distraigo mi mirada buscando fuera lo que ya he elegido. Puedo no dejar enfriar el amor si me empeño en cuidarlo cada día. De mí depende. Comenta el Papa Francisco en Amoris Laetitia: «Las crisis matrimoniales frecuentemente se afrontan de un modo superficial y sin la valentía de la paciencia, del diálogo sincero, del perdón recíproco, de la reconciliación y también del sacrificio».Muchos desencuentros vienen cuando falta un diálogo sincero. No consiste en escuchar mientras hago otras cosas. Ni tiene que ver con la impaciencia al ver que el otro no acaba de contarme. Dialogar es la clave del entendimiento. No es tan sencillo perder el tiempo para ganar el amor. Invertir para que sea profunda la amistad que nos une. Dejar de lado aficiones o búsquedas egoístas de mí mismo para compartir la vida con aquel a quien he elegido y me ha elegido. No es sencillo en el día a día. Pero es el único camino. Y el perdón es una gracia muy necesaria. Tenemos tanto que perdonar al cónyuge. Por ser como es o por no ser como yo esperaba. Por no darme tanto como necesito. O por buscar fuera lo que le ofrezco dentro. El perdón depende en parte de la voluntad. Pero es una gracia que le pido a Jesús. Mi corazón se resiste a perdonar siempre, a confiar siempre de nuevo, a esperarlo todo. Además el amor exige renuncia y sacrificio. Y no sé cómo pero se me ha metido en el alma que no es necesario sufrir. Y tampoco renunciar a todo lo que deseo. Es posible tocarlo todo, quererlo todo, tenerlo todo. Sólo tengo que desearlo. Entonces va disminuyendo mi capacidad para el sacrificio. Y la renuncia me acaba pareciendo innecesaria. Esa mirada sobre la vida hace infecundos muchos amores. ¿Por qué cerrarme en una sola elección para toda la vida cuando la vida es tan larga y hay tantas opciones posibles? El corazón quiere ser libre y no atarse para siempre. Y sobre todo, no quiere sacrificarse y sufrir por otro. Parece innecesario en esta vida que me invita a disfrutar. Que me llama al placer y a vivir la vida. Entonces mi tolerancia de la frustración es muy escasa. No tolero fracasar y que me vaya mal. Le exijo a quien amo un amor incondicional que tal vez él no posee. Y  abandono la lucha cuando no lo recibo. Es difícil acompañar situaciones de ruptura y comprender que el fracaso puede ser parte de un camino que parecía para siempre. Quizás entonces veo el dolor más hondo. El desengaño más duro. Y me duele el alma al ver tanto sufrimiento. Las rupturas dejan muchas heridas. En los cónyuges, en los hijos. Es importante luchar por evitar que lleguen. Desde antes de la boda, ya como novios. Y después acompañar con la ternura de Jesús a tantas personas que viven hoy el dolor de la ruptura. Acompañarlos en el nuevo camino que se abre ante sus ojos. Y darles esperanza. Mostrarles que Jesús sigue ahora de otra forma caminando con ellos. Es importante pedir por tantas familias que necesitan la gracia de Dios en el camino. Pedir también por tantos que han sufrido la ruptura y necesitan más aún la fuerza de Dios en el camino.

Hoy Jesús deja que los niños se acerquen a Él: «Le acercaban niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo:- Dejad que los niños se acerquen a mí. No se lo impidáis. De los que son como ellos es el reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él.Y los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos». Me conmueve siempre esa imagen. Los niños rodeando a Jesús y Jesús abrazando a los niños. Quiere que respete yo al inocente, que no abuse del vulnerable, que me arrodille ante la vida sagrada del indefenso. ¡Qué fácil es abusar del débil! ¡Qué fácil exigir obediencia al que no puede hacer otra cosa! Comenta el Papa Francisco: «Hablo a menudo sobre los niños y los ancianos, es decir los más indefensos. En mi vida como sacerdote siempre traté de transmitir esta ternura, sobre todo a los niños y a los ancianos. Me hace bien, y pienso en la ternura que Dios tiene por nosotros». Me gusta esa actitud. A veces me da miedo llegar a abusar del poder que tengo. Abusar de lo que sé, de los que se me confían, de los que me buscan. No quiero alejar a los niños de Jesús. No quiero escandalizarlos y abusar de su debilidad. Los discípulos alejan a los niños de Jesús para que no lo perturbaran. Los niños no son importantes para ellos. La mirada de Jesús los sorprendería. Un niño no cuenta. Hoy me detengo ante los niños, ante los más débiles. Quiero que los niños toquen a Dios. Y esa cercanía de lo sagrado los haga más fuertes. Los haga crecer sanos y alegres. Fuertes y libres. Puros e inocentes. Tengo tanto que aprender de los niños. Los miro y los abrazo. Veo su sonrisa y su inocencia. He perdido tanta niñez por el camino. Me he vuelto adulto alejando a los niños de mi lado. Deseando que no me molesten. Hoy me pide Jesús que sea como un niño, que me haga niño de nuevo. Decía el P. Kentenich: «Hay que cultivar la actitud de fiat, la actitud del niño. Porque el varón tampoco se redimirá si no despierta en él al niño. Es decir que también para mí, en cuanto varón, valen aquellas palabras del Señor: -Si no os hacéis como los niños. En efecto, si no recobramos la filialidad no llegaremos a ser hombres nuevos, no llegaremos a ser varones y mujeres nuevos»[6]. Quiero ser más niño. He perdido mi capacidad de confiar. Desconfío. Miro a los otros y sospecho. Dudo de su bondad, de su verdad. He perdido esa mirada inocente y pura que ve todo bien y se alegra de la vida. Ya no soy tan niño. He dejado de soñar con un alma limpia, de niño. Me he llenado de rencores y heridas. La vida siempre pasa factura. Y yo lo he vivido. He encontrado rechazo buscando un abrazo. O desprecio esperando una sonrisa. Y me he vuelto duro como la piedra. Para no sufrir más el abandono y el olvido. En la película «Wonder» el protagonista es un niño que nace con defectos físicos muy notorios. No lo aceptan, lo rechazan, se burlan de él. En un momento su padre le dice para animarlo: «Vas a sentirte muy solo, pero no lo estás. Si no te gusta dónde estás, imagina dónde te gustaría estar». Tal vez yo mismo he perdido esa mirada inocente de los niños al experimentar el rechazo y la soledad. Yo no quiero estar solo. No quiero que me rechacen cuando quiero acercarme buscando amor. No lo quiero. Imagino igual que ese niño dónde me gustaría estar. Y recuerdo esos momentos y esas personas que me han acogido y querido en mi verdad. También me duelen las heridas que he sufrido. En mi interior grita el niño que llevo dentro. Como dice el P. Kentenich: «Hay que reconocer con toda sinceridad, incluso los que se crean muy por encima de esas cosas, que en nosotros hay un niño que clama, también en el hombre adulto»[7]. Hay un niño dentro de mi alma que grita, que busca ser escuchado, que quiere ser amado. Un niño frágil y pequeño. Un niño que desea un abrazo, sueña con una caricia, anhela una palabra de aceptación. ¡Qué fácil es esconder al niño que llevo dentro! Para que no le hagan daño. No quiero que sufra. «Si la infancia espiritual es tan importante y si es cierto que a muchos les falta la experiencia filial, entonces una de las principales tareas de la educación será la de posibilitar una posvivencia de la filialidad»[8].Hay que posibilitar vivencias de filialidad. Tener espacios en los que sentirme niño. Santa Teresa del niño Jesús me recuerda con su vida el camino de la infancia espiritual. Ella fue niña y se dejó querer como niña. Ella me invita a ser como un niño. Desde mi propia debilidad y pequeñez. Es su camino de santidad. Me anima a mirar la vida desde los ojos de un niño, confiando en el amor incondicional de Dios. Por eso me detengo a buscar en mi interior la pureza escondida. La confianza ajada con el paso de los años. Quiero volver a creer. Perdonar tantos rencores. Y volver a empezar mirando con ojos nuevos la misma vida de siempre. Necesito esa pureza para amar con más hondura, con más verdad. Para no tener miedo a la vida y entregarme a ella sin miedos, sin angustias. Sabiendo que lo importante es saber descansar en los brazos de Dios. Como un niño alegre que no le teme a la vida.

 

 



[1]Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta,Peter Locher, Jonathan Niehaus

[2]Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus

[3]Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta,Peter Locher, Jonathan Niehaus

[4]Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta,Peter Locher, Jonathan Niehaus

[5]J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt,Rafael Fernández

[6]Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta,Peter Locher, Jonathan Niehaus

[7]Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador,Peter Locher, Jonathan Niehaus

[8]J. Kentenich, Niños ante Dios

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