La castidad matrimonial (parte 4)

Cuarta parte de la charla del padre Carlos Padilla sobre cómo vivir la castidad en el matrimonio. En esta ocasión, el texto habla sobre los grados que existen en el amor conyugal y la virtud que tiene la pureza.

Lunes 30 de marzo de 2015 | P. Carlos Padilla

Los grados en el amor

 

El P. Kentenich habla de los grados del amor: «Distinguimos en todo amor, primero el amor que acentúa marcadamente el yo. El amor primitivo se busca a sí mismo». Es normal que nuestro amor comience siempre en esta fase. Es la fase inicial que no puede ser rechazada. Comenzamos en la tierra y soñamos con el cielo. Lo malo es si nos estancamos en este primer amor y no avanzamos. Dice el P. Kentenich: «La mayoría de los matrimonios se rompen porque se quedan en un amor mutuo primitivo. La vida matrimonial ha de ser una verdadera escuela de amor. Deben vivirse y practicarse todos los grados de amor». Es fundamental crecer en el amor, avanzar por el camino de santidad al que Dios nos llama. Sin embargo, el mayor peligro es estancarnos en la mediocridad y perder el deseo de crecer y mejorar en nuestro amor.

El segundo grado del amor es un amor clarificado. Dice el Padre: «Sólo en forma lenta este amor egoísta, primitivo, se convierte en un amor maduro, clarificado y desinteresado. La vocación principal del cristiano consiste en aprender a amar. ¿Cómo es nuestro amor conyugal? ¿Es un amor maduro?». Se trata de pasar de un amor centrado en el yo, a un amor más generoso y centrado en el tú. No es un crecimiento lineal, sino que, como todo crecimiento, es en espiral. El paso de un punto a otro es lento y hay constantes que se vuelven a repetir, aunque sea con menos intensidad. Lo importante es no dejar de ascender aunque caigamos y tengamos que levantarnos de nuevo con ilusión.

El tercer grado del amor es un amor magnánimo. Se trata de un amor crucificado. No hay verdadero amor cristiano que no haya pasado por la cruz. Dice el Padre: «Sólo un alto grado de amor, de amor perfecto, nos hace capaces de soportar nuestra condición mutua. Si el amor conyugal no está enraizado en el amor a Dios y a María es imposible ascender hasta esas alturas». El amor acrisolado y magnánimo no se contenta con una vida fácil y superficial. Siempre aspira a lo más alto y busca la plenitud del amor. Busca la felicidad plena del cónyuge, su santidad. Vivir este grado del amor nos exige superar el infantilismo presente en el amor primitivo. Es un camino largo que estamos dispuestos a recorrer con la ayuda de la gracia de Dios, con la fuerza del Espíritu. Si no, sería algo impensable. El amor maduro se puede definir así: «El amor impulsa al sacrificio y el sacrificio alimenta el amor. Olvidamos que la vida matrimonial es una vida de sacrificio. Cité a Adolf Kolping: - La mesa familiar no es una mesa de placer sino un altar de sacrificio». El amor sabe que es necesaria la cruz, que es parte de la vida y que el sacrificio nos purifica y nos acerca más al corazón de Dios.

Vistos los grados y el crecimiento necesario en nuestro amor conyugal, podemos caer en la desesperanza, y pensar que todo esto sólo es posible para algunos matrimonios muy especiales, con mucha altura. No es así, todos estamos llamados a aspirar a este amor que nos santifica. Para ello, está claro, necesitamos la ayuda continua de la gracia, la acción del Espíritu Santo. En ocasiones necesitaremos ayuda de algún especialista que nos muestre cómo mejorar en la comunicación y en la expresión del amor. Siempre tendremos que confiar y creer contra toda esperanza. Y cuando caigamos, pediremos perdón, perdonaremos, y volveremos a empezar. El sacramento del matrimonio abre un canal de gracias que se derraman en nuestro hogar, iglesia doméstica, escuela de una verdadera santidad. Cristo y María quieren regalarnos el don de un amor pleno y grande, de un amor que pasa por la cruz y vive la resurrección. En este espíritu hemos recorrido estas páginas tratando de profundizar en el amor y buscando descubrir esos aspectos en los cuales tenemos que crecer en nuestra vida matrimonial.

La importancia de la virtud de la pureza

 

El P. Kentenich complementa el concepto de castidad conyugal con la virtud de la pureza. Se trata de un aspecto importante de la espiritualidad centrada en la infancia espiritual. «El hombre de hoy ya tiene de por sí una visión fuertemente negativa de las cosas. Por eso, en esta época que nos toca vivir tenemos que acentuar un poco unilateralmente el método positivo, que nos llevará a la meta y fue enseñado por el mismo Jesús. En efecto, recordad el acento positivo con el que Jesús se refiere al impulso humano hacia la bienaventuranza y la felicidad. ¿Por qué ser puro? Porque por la pureza alcanzamos la felicidad. La luminosidad superior de ese ideal de pureza produce el eclipsamiento de la tentación. Este es pues el método de eclipsamiento»[1]. Cuando habla de la pureza como virtud habla de un ideal que lo ilumina todo en nuestra vida, el ideal que nos enseña a vivir. No habla en el sentido restrictivo, como esa pureza que evita caer en el sexto y el noveno. Es el mínimo. No pone el acento en lo impuro. El Padre presenta el ideal de una pureza magnánima que lo eclipsa todo. Es aquella pureza que no sólo se fija en no pecar, sino que aspira al ideal de un corazón puro para poder amar con todo nuestro ser, con nuestro cuerpo y nuestra alma, integralmente. Y apunta a una meta muy alta, llegar a poseer una pureza instintiva que supere la que es fruto de la voluntad: «Cuando en nosotros todo se rebela, desencadena y ruge; cuando nuestros afectos nos impulsan hacia lo bajo; cuando en ese trance es únicamente la voluntad quien dice ¡no! tenemos entonces una pureza exclusivamente volitiva. Sólo la voluntad es la que se resiste, mientras que todos los instintos se inclinan hacia abajo»[2]. Muchas veces podemos acentuar el ejercicio de la voluntad. El Padre va más allá y piensa en la pureza instintiva. Es aquella pureza del subconsciente; muy parecida a la pureza del niño. El P. Kentenich dice: «No es una pureza que se conquista y mantiene en base a puros actos de voluntad rayanos en la obsesión, sino que surge instintiva y espontáneamente»[3]. Alcanzar este grado de pureza en la tierra es muy difícil y debe ir acompañada de una gracia especial. La pureza que tiene el niño, debido a que todavía no se despierta su vida instintiva en él, se torna una conquista por la libertad interior en el adulto. El pudor es una protección natural de nuestra pureza. El pudor protege lo más sagrado del alma. A veces podemos perder el pudor. Se trata de proteger esa tendencia a guardarnos. El pudor nos conserva íntegros. No permite que desvelemos lo sagrado de nuestra intimidad. El pudor lo conservamos también en nuestra vida matrimonial. También allí es un seguro de nuestra integridad. Es verdad que existe un pudor sano y un pudor insano. El insano es ese pudor ve el mal o el peligro en cosas donde no hay nada impuro. Tenemos que educarnos en un pudor sano que guarde la pureza de nuestro ser.

La pureza tiene que ver con la alegría. Decía el P. Kentenich: «No podemos vivir sin alegrías. Si no nos esforzamos por tener nuestras alegrías en Dios, correremos detrás de aquellas del mundo. No olvidemos este principio en nuestra labor educativa. Es indispensable educar la alegría; no sólo a nuestros chicos, sino también a los adultos. Ya conocen la frase de Monseñor Keppler en su opúsculo ‘Más alegría’: - Un instituto donde no haya alegría está listo para ser clausurado enseguida. Y tiene razón; ¿por qué?, ¿cuál es la causa más profunda? Si en un instituto ya no se respira aire de alegría, con el tiempo se respirará aire viciado. Cultivemos por tanto la alegría en todos los ambientes y momentos de nuestra vida. Cuando Dios nos quite la alegría que tenemos en Él, cuando nos haga tocar fondo, tengamos cuidado de no entregarnos indebidamente a algún impulso de nuestra vida instintiva»[4]. Cuando nos educamos en la alegría aprendemos a mirar la vida con ojos puros. Sabemos que la impureza surge del propio corazón. La impureza no viene de fuera sino de dentro. Tenemos que educar bien el corazón.

¿En qué consiste la impureza? En todo el desorden que hay en el hombre. Es el desorden provocado por todo lo malo que sale de nuestro corazón: malas intenciones, envidias, ira, odio, egoísmo, lujuria, críticas, celos, malos pensamientos. Cultivar la pureza es una invitación a vivir más cerca de Dios. Y, en su presencia, limpiar el corazón. Creo que lo que marca la diferencia en la vida es la forma de mirar. Podemos mirar con pureza o juzgando la realidad y quedándonos en la malo. Hay personas que van por la vida recolectando cosas negativas. Juzgan todo el día. Condenan con sus pensamientos y miradas. Ven lo que falta, lo que no está bien, lo que es susceptible de mejora. Esa mirada impura les hace infelices. Pureza y felicidad van de la mano. Bienaventurados los puros de corazón. Bienaventurados, felices, dichosos, porque su mirada les permitirá ver a Dios en sus vidas. Una mirada así nos cambia el ánimo, nos permite soñar y caminar con la mirada puesta en las cumbres. En la vida matrimonial es importante tener una mirada pura. Mirar con la ingenuidad de los niños, con esa inocencia que las cosas de fuera no nos han de quitar. Cuando miramos con ojos impuros lo vemos todo bajo sospecha. Acabamos pensando que uno es culpable hasta que no se demuestre su inocencia. Esa forma de vivir el amor es enfermiza. Sangramos por la herida. Nos sentimos juzgados y juzgamos como reacción. Condenamos a los que nos hacen daño. Habiendo sido apaleados, apaleamos. En la vida familiar tener un corazón puro sana el alma. En ese recinto reducido donde transcurre la vida matrimonial es muy importante la mirada ingenua de los niños. Esa mirada que sabe sacar lo bueno de las cosas, lo mejor de cada persona. Esa mirada que ve lo bueno que hay en lo que nos sucede. Siempre podrían ir mejor las cosas. Pero la perfección sólo llegará en el cielo. En la tierra queremos aprender a mirar con los ojos de Jesús. Esos ojos inocentes que juzgaba a los hombres en su belleza, en su bondad. Una mirada pura que no cae en la crítica ni en la condena. Una mirada pura que se asombra como los niños lo hacen.

La pureza es una virtud que toma toda la vida del hombre. Toma sus pensamientos, su voluntad, su corazón, y aspira a que todo en él sea puro. El P. Kentenich la definía como: el orden interior, el esfuerzo que hemos de hacer por reconquistar la armonía original antes del pecado original y que aparece dibujada de forma preclara en María Inmaculada. Ella resplandece en su armonía. En Ella no hay pecado ni oscuridad. Brilla con la luz de Dios. Nosotros, por culpa de nuestro pecado, vivimos desordenados, sin paz, sin tanta luz. Nuestros instintos se rebelan muchas veces contra el ángel que hay en nosotros. No logramos obedecer a Dios, hacer su voluntad. El P. Kentenich habla del esplendor de la pureza o del reflejo del Paraíso. Cuando nos encontramos con una persona pura, ahí hay algo del cielo que se está haciendo presente. Hay personas que por su forma de mirar, de hablar, de amar, de actuar, reflejan la pureza de Dios, nos recuerdan a María, nos hablan de una santidad humana, que nos acerca el amor de Dios. La pureza fomenta en nosotros un profundo conocimiento de Dios: «Bienaventurados los puros de corazón porque ellos verán a Dios». (Mt. 5, 8). La pureza nos lleva a amar más a Dios a través del cónyuge. El P. Kentenich propone tres medios para fortalecer esta virtud: la eucaristía y la confesión para estar cerca de Dios, la oración y la renuncia para tener abierto el diálogo con Él,  y el amor a Dios y a mi cónyuge, sano, generoso, sin medida. Con el fin de lograr un sano dominio de los sentidos e instintos. Los instintos han de ir siempre unidos al amor. El amor es la motivación última de nuestra vida: el amor a Dios y a nuestro cónyuge.

¿Cuáles son los diferentes campos en los que tenemos que cuidar la pureza? El P. Kentenich habla de varios campos. El primero: la pureza del Pensamiento. Consiste en tener un pensamiento recto. No presuponer, no prejuzgar, no mentir. Es la búsqueda de la verdad pero siempre unida a la caridad. Consiste en ser objetivo y no juzgar por cómo nos cae una persona. Nuestro pensamiento está muy influido por nuestros afectos. Pensamiento puro es aquel que nos acerca lo más posible a la verdad objetiva.

Una pureza de la voluntad. La posee aquella persona que trata de conseguir los fines que se ha propuesto. Una voluntad que no tenga dobles intenciones y posea siempre motivaciones nobles. Busca ayudar sin buscar otro interés. Que no pretenda sólo ayudar para que nos dejen en paz. Ayudar porque el otro lo necesita, por generosidad, por amor. Se trata de imitar el amor de Dios.

Una pureza de corazón. Estamos ante un campo enorme. La superficialidad, el sentimentalismo, los celos, las envidias, la pena y la tristeza que yo experimento por el bien del prójimo, por su éxito. Un corazón que quiere sanamente al otro por lo que es.

Una pureza en la vida instintiva. Es la castidad referida al instinto sexual. Antes del pecado original todos los instintos del hombre estaban al servicio de Dios. Por el pecado llega el desorden en el comer, en el beber, en el descanso, en el placer, en el sexo. Buscan los instintos su satisfacción propia e independiente del bien de la persona. Cristo nos da la vida por amor para que podamos reconquistar una sana armonía. No se trata de aniquilar los instintos. Son muy importantes, son nuestras fuerzas. Hay que ponerlos al servicio de nuestro espíritu. A veces queremos que nos digan hasta donde sí y hasta donde no podemos llegar. La medida es el amor y el respeto al otro. Una caricia pura es aquella que expresa algo verdadero, auténtico, sin doblez. Es la caricia que busca al otro en su belleza y lo respeta en su inocencia y pudor. Es esa caricia libre que hace bien al otro y no daño. Decía el P. Kentenich: «Este amor instintivo es el precursor, el acompañante y la coronación de un marcado amor sobrenatural. No se debe ver de partida algo malo en esto, sino que es algo genuino, sano en sí mismo. Hay una fuerza muchas veces indómita. ¡Qué de cosas no se logran con un amor instintivo! Lo que puede lograr el amor sobrenatural sin el instintivo a menudo es muy poco. Lo que un amor instintivo puede lograr sin el sobrenatural a menudo es muchísimo»[5]. Educar ese amor es tarea para toda la vida. Pero es un don que pedimos.

La pureza es una gracia que tenemos que pedir cada día. María es la educadora de nuestro corazón. Ella nos enseña a amar. María nos mira con su corazón puro y nos enseña a mirar. Santa Bernardita aprendió de María a mirar con pureza. Ella le pidió que bebiera de un lugar donde había sólo barro. Bernardita confió, se fió de su Madre como lo haría un niño. Bebió del barro y encontró una fuente. Su fe abrió la fuente bajo la tierra. Mirar así es un milagro. Los niños en su pureza natural miran así. La pureza de Dios en nosotros brilla cuando miramos como los niño. Hay una historia de dos monjes. Iban caminando desde un pueblo a su convento. Al llegar a un río con mucho caudal vieron a una mujer que quería pasar al otro lado. Un de ellos, el mayor, un hombre robusto, se ofreció a cruzar al otro lado a la mujer. Después de hacerlo siguieron su camino. El monje más joven, después de un largo rato caminando, recriminó a su hermano monje: «¿Cómo has sido capaz de cargar con una mujer? La has tocado. Has puesto en juego nuestra castidad virginal como consagrados a Dios». El monje mayo, después de meditar un rato en silencio, le contestó: «La verdad, hermano, yo dejé a esa mujer hace ya mucho rato junto al río. Pero parece que desde entonces tú sigues cargando con ella». Esta historia habla de la pureza de la mirada. Podemos mirar con un corazón puro o impuro. La impureza no viene del exterior, nace del interior del corazón. Podemos mirar de forma impura y juzgar y condenar a los otros. Siempre tomando la bandera de la verdad y la justicia. Un corazón impuro vuelve impuro lo que toca. Un corazón puro, purifica lo que acaricia. Así lo hizo Jesús. Así lo hace María. Hay personas que nos miran de tal forma que hacen que seamos mejor de lo que somos. Eso siempre me sorprende. Mi mirada puede hacer mejor a las personas a las que miro. Así lo hizo Jesús. Él brilla en mí. Brilla en mi mirada. Le pedimos a María que purifique nuestra vida. Que nos lave con su amor. Que  nos enseñe a mirar de forma diferente.



[1] J. Kentenich, Niños ante Dios

[2] J. Kentenich, Niños ante Dios

[3] J. Kentenich, Niños ante Dios

[4] J. Kentenich, Niños ante Dios

[5] J. Kentenich, Semana de octubre 1951

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