Retiro de Adviento para familias

Elegida, querida, acogida. María feliz y llena de alegría. Quiero experimentar como Ella esa presencia de Dios en mí. Tocar su amor incondicional. Su caricia permanente diciéndome que se queda conmigo, que camina conmigo. Alegrarme porque está en mí.

Martes 29 de noviembre de 2016 | P. Carlos Padilla

La alegría del amor

Llega el Adviento y el corazón se llena de esperanza y alegría. Estas semanas despiertan vida en el alma. Llenan mi corazón de luz. En medio de un tiempo difícil que vivimos. Tiempo de luchas, de guerras, de desunión, de soledad, de violencia, de odio. Un mundo sin Cristo. Un mundo en el que quiero salir llevando a Cristo en mí. Tal vez eso es Navidad. Que la alegría esté con aquel con el que me encuentro. Como ese encuentro de María con el Ángel. Cuando María se llenó de Dios. ¡Feliz la que ha creído! ¿Acaso es una alegría que el Señor esté conmigo? ¿Cambia en algo mi vida si el Señor está conmigo? La vida de María cambió al escuchar esas palabras del Ángel. Porque de verdad Jesús vino a hacer morada en su pecho. Y María se convirtió en la primera custodia viva. María llena del Espíritu, llena de Dios. Llena de una presencia que todo lo transforma. Se llenó del Espíritu. Se llenó de una alegría plena. María arrebatada por la fuerza de Dios. Abrazada en un abrazo eterno por su Padre. Colmada de su gracia.

Elegida, querida, acogida. María feliz y llena de alegría. Quiero experimentar como Ella esa presencia de Dios en mí. Tocar su amor incondicional. Su caricia permanente diciéndome que se queda conmigo, que camina conmigo. Alegrarme porque está en mí. Con esa alegría de Juan en el seno de Isabel en Ein Karem. María se pone en camino. Recorre los caminos cruzando Galilea y llega a la ciudad de su prima Isabel. Y entonces Jesús salta de alegría en su pecho, y Juan en el pecho de Isabel. La alegría brota por la fe imperturbable de María que se ha puesto en camino. Porque ha creído.

Me impresiona ese paso firme y ligero. Esa fe honda, que sostiene a Jesús en su alma. En ese abrazo de dos mujeres. En esa alegría desbordante. Que mi abrazo llene a otros de alegría. Que yo me llene de alegría en el abrazo de Dios, en el abrazo de los hombres. Quiero mirar a José contemplando a María. Su alegría de esposo. Su alegría custodiando a Jesús y a María. El Adviento es un camino de sucesivas alegrías. Me detengo en ellas. Contemplar estas semanas como un caminar de alegría en alegría. La alegría de los pastores al escuchar el anuncio. Una buena nueva. Se pusieron el camino a buscar un niño en pañales. La alegría de los Reyes adorando a Jesús. Ese misterio escondido. La alegría oculta en la noche. Me gusta pasar de una alegría a otra y llenarme de esa misma alegría. Todo porque Dios viene a mí y se hace carne. Renuncia a su poder. Se abaja hasta ponerse a mi altura. Y colma mis deseos. Sacia mi sed. Llena mi alma de alegría. Es cierto que deseo un mundo mejor, un tiempo mejor, una vida mejor. Por eso necesito llenarme de optimismo, de risas, de paz, de alegría. Necesito vaciarme de amarguras y tristezas. Solo con Dios. Solo en Dios. De nuevo la vida me ofrece la oportunidad de detenerme y soñar. Quiero cuidar el camino que recorro.

Pararme y contemplar la alegría que voy descubriendo. Acercarme al que sufre y decirle: «Alégrate, el Señor está contigo». Y ver la cara de sorpresa del que me escucha. Me falta esa alegría. Sueño con esa alegría. Quiero que salten de gozo mis entrañas. Quiero que salten de gozo las entrañas de aquellos con los que me encuentro. Quiero mirar mi vida con gratitud. Feliz al pensar en todo lo vivido. Quiero llenar de alegría el mundo a mi alrededor.

¿Por qué saltó de alegría Juan en el pecho de Isabel? La presencia de Jesús. La presencia de María llena de Jesús. Es la paz de Dios la que me llena de alegría. Una vida que comienza con el tímido sí del hombre. Con la puerta entreabierta de mi alma. Yo puedo ser puerta de alegría, puerta de misericordia. Esa alegría para mirar mi vida con el corazón lleno. Alzando la mirada con los ojos muy abiertos. Por eso detengo mis pasos, calmo mis prisas. Decía el Papa Francisco en Amoris Laetitia: «Implica hacer un silencio interior para escuchar sin ruidos en el corazón o en la mente: despojarse de toda prisa, dejar a un lado las propias necesidades y urgencias, hacer espacio». Sé que las prisas no me ayudan. Necesito detenerme. Hacer espacio como María. Por eso dejo de lado lo que me inquieta. Lo que me sobra. Lo que me pesa. Me vacío para llenarme. Eso es Adviento. Caminar vacío. Vaciarme en medio de mi camino. De lo mío, de lo que me agobia. Quiero ser más niño, más pobre, más libre. Es el Adviento una nueva llamada a la santidad personal y matrimonial. El matrimonio, con sus exigencias y con sus dones sagrados, es un camino de santidad. La vida familiar como escuela de santidad. La santidad tiene que ver con la alegría. Queremos ser santos felices. Santos llenos de vida. Santos alegres. Queremos vivir una santidad que nos haga personas alegres. Tenemos derecho a la alegría. A ser felices. Hay sólo dos matrimonios canonizados. Luis Beltrán Quattrocchi y María Corsini. Y los padres de Santa Teresita de Jesús. Pero hay muchos más matrimonios santos no canonizados. Que han vivido de forma extraordinaria su vida ordinaria. Han sido alegres en la cruz y han vivido un amor pleno. Es el ideal que hoy nos enciende. Que nuestra familia esté llena de alegría y de Dios. Decía el P. Kentenich: «La naturaleza humana goza de un derecho inalienable a la alegría. Y el impulso a la alegría debe por lo tanto, de algún modo, ser satisfecho; de lo contrario, la naturaleza se vuelve enferma, con la posibilidad de sufrir una ruptura incurable»[1]. El Adviento y la Navidad me hablan de alegría. Quiero ser causa de alegría en este tiempo para otros. Quiero decirle a todos: «Alégrate, el Señor está contigo». Muchas veces se me olvida y no lo hago. Quiero vivir mi vida con sus dificultades con una alegría honda y verdadera. Mi vida familiar con sus exigencias. Mi vida personal con sus luchas. Los desafíos son muchos y a veces me turban. Me llenan de prisas y agobios. Quiero detener mis pasos. Dejar de correr para caminar despacio. Me detengo. Dejo de andar y contemplo a un Niño nacido entre pañales. Quiero vivir todo lo que me sucede como fuente de alegría. Es el camino que recorro en el Adviento. Escucho con la voz del Ángel. Me conmueve el abrazo entre Isabel y María. Veo a María con José camino a Belén. Me postro como un rey lleno de paz ante un niño arropado en un pesebre. Y salgo como los pastores a anunciar la buena nueva. El pecho henchido de alegría.

Tal vez me gustaría descubrir una fórmula mágica para ser feliz siempre, en todo momento. Sin sombra de tristeza, sin atisbo de dolor. El otro día un chico pequeño me preguntaba: «¿Eres una persona feliz o de esas personas normales que tienen momentos alegres?». Yo quiero estar siempre alegre. Río. Hago bromas. Tengo sentido del humor. Me río de mí mismo, de los otros. Pero no siempre estoy feliz. De repente me asalta una cierta melancolía y pierdo la paz, la alegría interior. Me gustaría ser feliz siempre. Es algo que intento con resultados frustrantes. Es verdad que a veces lo consigo y estoy contento. Pero otras veces me obsesiono y no lo logro. No lo logro porque no vivo el aquí y el ahora. Dan Gilbert habla de un experimento que consistió en una aplicación para teléfono móvil que preguntaba periódicamente a 5.000 personas de 83 países cómo se sentían, qué estaban haciendo y si estaban pensando en otra cosa diferente a la que estaban haciendo. Sus resultados mostraron que las personas piensan en cosas que no están ocurriendo casi tanto como en cosas que tienen delante. Los datos revelaron que esa «mente errante» les hacía infelices. Cuando no disfruto del presente no soy feliz. Cuando vivo atado al pasado o angustiado por el presente, no encuentro la paz. Es así, no logro detener mi mente errante. La tristeza aturde mi ánimo. Y yo no quiero que nada turbe mi felicidad. En ocasiones creo que el camino es vivir en mi soledad porque así me siento más feliz. Allí nadie me incomoda. No hay exigencias. No hay expectativas. Nadie me pide nada. Yo no tengo que dar nada. Sé que no es la felicidad. Que es sólo un estado engañoso lleno de una paz pasajera. Pero en ocasiones me parece un buen sucedáneo. Y no me extraña entonces que tantas personas busquen ese lugar tranquilo para estar a solas. Un lugar en el que nadie pueda quitarles la tranquilidad. A veces vivo tan volcado en el mundo que no encuentro mi centro, mi paz, mi lugar de sosiego. Y anhelo lo que no tengo. El recogimiento, el descanso, el vivir con pausa, sin prisas. La felicidad es el desafío de mi vida. Sueño con vivir con alegría. Descansar en una alegría verdadera. Decía el P. Kentenich: «¿No sabemos nosotros que acompañamos las almas, nuestra propia alma y la de los demás, que la verdadera alegría es la rueda que impulsa el alma?»[2]. Pero a veces me puedo obsesionar con ser feliz. Decía Dan Gilbert: «Intentar ser más feliz es como bajar de peso. No hay ningún secreto para bajar de peso: comer menos y hacer más ejercicio. Con la felicidad ocurre lo mismo. Hay unas pocas cosas que se pueden hacer y, si se hacen todos los días religiosamente, el promedio de felicidad irá subiendo». ¿Qué tengo que hacer para ser feliz? En esta charla no pretendo dar recetas. Ni pautas de comportamiento certeras. No tengo el truco mágico para ser feliz. Ni sé con certeza cuáles son las medidas exactas de los ingredientes para una dieta feliz. No pretendo elaborar un camino seguro para obtener la meta. Porque tampoco tengo claro que mi meta en esta vida, el objetivo de todos mis esfuerzos, sea ser yo feliz. Y eso que sé que si lo soy haré feliz a otros. No me cabe duda. Pero no creo que Dios me haya creado con el cometido extraño de ser yo feliz siempre, toda mi vida. Más bien veo que la meta de mi vida es dar amor, entregarme por amor, hasta que duela, sostener a otros, sanar heridos, dar esperanza y consuelo, ser puerta de misericordia. Pero no veo que el objetivo de mis pasos sea ser feliz. Jesús no trajo a la tierra un libro de autoayuda para enfrentar con buen ánimo las dificultades de la vida. No dio la vida para que fuéramos felices. Pero es verdad que siempre de nuevo resuenan en mi corazón esas palabras: «Alégrate, el Señor está contigo». Y mi corazón se alegra y se emociona. Quiero alegrarme al escuchar la buena Nueva. Jesús viene a quedarse en mi alma. Viene a vivir conmigo para siempre. Viene a habitar en mi pecho para que mi vida salte de alegría. Entonces lo entiendo. La meta de mi vida no es ser feliz, es amar. Y amando de verdad, con toda el alma, sé que tendré más paz, mi vida tendrá más sentido y viviré más feliz. Tal vez no en todo momento. Pero habrá una tonalidad alegre en mis palabras, un tono sereno en mis respuestas, una sencilla alegría del que sabe que su vida descansa en Dios. Tal vez por eso comprendo que sólo puedo hablar hoy de algunas pautas y medios que Dios me da para crecer en mi forma de enfrentar la vida. Quiero madurar para que la semilla del amor crezca con fuerza en lo más hondo de mi ser. Quiero crecer en libertad y dejar que florezcan en mi vida esas semillas eternas que Dios ha sembrado en mí. Quiero ser feliz. Pero no lo busco. Quiero aprender, eso es lo que quiero, a enfrentar mi vida, a navegar por mis mares, a recorrer los caminos. No con la tristeza de los discípulos de Emaús cuando todavía no reconocen al maestro. Sino con el fuego encendido de esos hombres que, habiéndolo perdido todo, han tocado en el pan partido a Jesús y su vida se ha llenado de fuego. No tengo recetas. Pero sí hay cosas que ayudan en esta búsqueda de mi propia vocación, del sentido de mi vida. Quiero ser capaz de enfrentar la vida con alegría, con paz, sin prisas. Es verdad que es lo que quiero. Ahora el Adviento me obliga a detenerme. Mi mente errante, mi corazón errante, que pasa de puntillas por los sucesos de la vida, necesita detenerse. Miro mi vida hoy. Me detengo. La contemplo. Y me adentro en el desierto de mi corazón. Quiero descansar.

La tristeza a veces me turba. Pierdo la paz y no soy feliz. Sé que tengo mis fuentes personales de tristeza. Sé por qué caminos acabo viviendo sin alegría. El P. Kentenich decía: «Mirando nuestras experiencias y observaciones, descubrimos que las fuentes de tristeza son tres: primeramente, el demonio; segundo, el temperamento melancólico y tercero, los duros golpes del destino. Se hace necesario lograr la fuerza para superar el pesimismo, la tristeza y la melancolía, a través de una sana educación»[3]. Muchas veces sé que mi pecado me entristece. Cuando no hago lo que quiero hacer. Cuando no me comporto como me gustaría. Cuando me dejo llevar por las tentaciones y me hago esclavo. Ser libre me alegra. Ser esclavo me quita la alegría. A veces mi temperamento me lleva a un estado permanente de melancolía. Me dejo llevar por el desánimo y asumo que nunca voy a cambiar. Pero no es así, María puede cambiarme. A veces son los golpes duros de la vida los que me turban. No es sencillo salir de esa tristeza provocada por una desgracia. Sólo me queda mirar al cielo y confiar en que Jesús va conmigo. Pedir la gracia del abandono. Una alegría que venga de Dios y me levante el ánimo. Y pienso que necesito quitarme la tristeza que a veces nubla mi ánimo. En los momentos de cruz confiar en Jesús que va conmigo. Y sufrir la tristeza natural por perder lo que amamos. En esos momentos no hay palabras de consuelo que valgan. A veces intentamos consolar al que sufre. Con frases hechas y bonitas. Queriendo lograr que vea un sentido a su cruz. Pero no es posible. En esos momentos casi es mejor callar y no aconsejar. Mejor abrazar que buscar explicaciones. Y rezar en silencio cerca del que sufre. Las palabras muchas veces sobran ante la persona que vive su dolor con tristeza. En todo caso, en medio de mi propia tristeza, quiero ver la luz y encontrar algo de alegría y esperanza. Menciona el P. Kentenich algunos recursos que ayudan: «Necesitamos sacar de los pensamientos tristes que nos asedian la fuerza propulsora que surge y nos despierta. ¿Cómo hacemos esto? De vez en cuando hablar con una persona capacitada, que nos comprenda y nos oriente, tal vez tener un confesor fijo a quien le podamos confiar todo. O podemos confiar nuestro dolor al papel. Esto puede ser hecho de varios modos; o esforzándonos por hacer un trabajo y distrayéndonos, actuando de manera creadora. Estos son los medios indirectos para prevenirnos de la tristeza, o alejarnos más y más de la tristeza que nos invadió»[4]. Sé que el camino que he de seguir es el de la transformación interior a partir de lo que soy, a partir de mi barro, de mi madera, de mi originalidad. Por eso el Adviento es una nueva oportunidad para vivir la conversión y volver a nacer. Decía el P. Kentenich: «Debemos ser transformados. Que se hagan feliz realidad aquellas palabras de san Pablo: - Ya no vivo yo sino que Cristo vive en mí. Y si Cristo vive en mí, vivirá también su espíritu en mí; será pues el Espíritu Santo quien viva en mí»[5]. Jesús viene a nacer en mi vida para que yo me haga más como Él. Para que ame y viva como Él. Para que yo sea reflejo de su rostro entre los hombres. Cambia mi mirada sobre la vida y cambio yo con ella. Aprendo entonces a enfrentar las dificultades del camino, los duros golpes que me llegan. Me ayuda en la lucha contra mis pecados y faltas. A hacer frente a mis tentaciones más habituales. Hoy me pregunto: ¿Cómo surge la tristeza en mi corazón? Sé que Dios puede cambiarme por dentro. Pero es bueno saber cuáles son las dinámicas en las que me encierro y acabo dejando que reine la tristeza. Una vez que me conozco y sé cómo pierdo la alegría, puedo poner medios, puedo romper las dinámicas que me enferman. Conocerme bien es fundamental para saber cómo contrarrestar estas fuentes de la tristeza, cuidando en mi corazón las fuentes de la alegría. La autoeducación juega un papel importante. La ayuda de los otros me da fuerzas para salir de ese círculo vicioso de la tristeza. ¿Cuáles son mis fuentes de tristeza? ¿Qué pensamientos me turban?

Quiero detenerme entonces hoy en las fuentes de mi alegría. El Adviento es el desierto en el que me recojo en mi interior. No basta sólo un día de retiro. Durante cuatro semanas recorro las huellas de José y de María. De la mula. De Jesús en el vientre de su Madre. Necesito recogerme en mi interior. Decía el P. Kentenich: «En primer lugar, recogimiento de nuestro espíritu; vale decir, esforzarse en estar recogidos. Las fuerzas espirituales tienen que estar concentradas en Dios. Se trata de un recogimiento y soledad llenos de Dios y no de un ensimismamiento egoísta y enfermizo; si este último fuese el caso, no habría una disposición adecuada para una intervención más intensa del Espíritu Santo. Tenemos que educar hombres y ser nosotros mismos hombres que puedan estar en soledad con Dios»[6]. El Adviento me invita a la soledad. A buscar momentos de soledad. Tengo que aprender a estar a solas conmigo, con Dios en mi alma, con María en mi corazón. Quiero que el corazón se alegre al notar la presencia de Dios. Quiero aprender a escuchar su voz entre tantos ruidos que turban mi alma. El Adviento me invita a recogerme, a ir al desierto de mi vida, a descansar en soledad con Dios, en la fuerza del Espíritu. En ese tiempo de silencio quisiera pensar hoy cuáles son esas fuentes en las que bebo para tener una alegría duradera. ¿En qué fuentes interiores descansa mi alma? La soledad es el espacio sagrado en el que vivo con Dios mi vida. Camino con Dios. Amo en Dios y con Él. ¿Cuáles son esas fuentes de las que bebo? Voy a acercarme a algunas de ellas. Cada uno podría hacer en este Adviento su lista de fuentes de alegría. Cada uno le puede poner nombres y descubrir el camino original por el que Dios le conduce. ¿Cuido las fuentes de la alegría que Dios me ha regalado? Voy a comentar alguna de las fuentes que a mí me dan alegría.

Primera fuente de la alegría: el don de perdonar. El perdón es una fuente de mi alegría. Es el mayor don que Dios me puede conceder. En primer lugar el perdón que recibo de Dios en la confesión cada vez que me alejo de Él y me enfrío. Ese perdón de su misericordia me limpia por dentro, me sana, me da fuerzas para luchar. Pero también sé que necesito perdonar siempre y a todos. Si lo lograra sería más feliz. Pero no lo consigo. Guardo rencores en el alma. La memoria logra que olvide algunos. Pero siempre vuelven a aflorar esos sentimientos de rabia y violencia. La rabia por el perdón que no logro dar se acumula en mi alma. Mis reacciones son a veces desproporcionadas. Reacciono mal sin motivo. Guardo rencores en el corazón. Me lleno de tristezas y amarguras. Decía Miriam Subirana: «El odio es una emoción "incendiaria", destruye la concentración y mata la capacidad de actuar con dignidad y excelencia. Unas sabias palabras dicen: - ¿Quieres ser feliz un momento? Véngate. ¿Quieres ser feliz siempre? Perdona». El perdón me libera. Me permite nacer de nuevo. Me llena de paz. Me quita tanto peso. Necesito dar el paso de perdonar con la voluntad. La gracia del perdón vendrá más tarde por obra de Dios. El primer paso es reconocer los perdones que no he dado. Descubrir los rencores que me duelen. Aceptarlos, entregarlos y pedirle a Dios que me ayude a perdonarlos. El perdón es un bien en sí mismo. Me hace bien a mí. No perdono para que el otro esté bien, sino para estar yo bien. Son esas heridas que guardo en el alma. También necesito perdonarme a mí mismo, por mis fallos, por mis errores, por las decisiones tomadas. El perdón por mi forma de ser. Por mis debilidades. El perdón a mi vida tal y como ha sido. Una vida distinta a la que yo soñaba. También necesito perdonar a Dios. Sé que es bueno. Pero necesito perdonarle porque mi vida no ha sido como soñaba. Ha sido distinta. Ha sido más dura. El perdón es una gracia de Dios que tengo que pedir sin cesar. Doy el primer paso. Perdono con voz audible. Ante Dios. No hace falta que nadie sepa a quien perdono. Lo que importa es hacerlo ante Él y que me pueda conceder con el tiempo la gracia del perdón. Creo en la misericordia. Y sé que la capacidad de perdonar me hace feliz. Es fuente de mi alegría. Cierra el año de misericordia pero no acaba. La misericordia es una puerta abierta que nunca se cierra. El Papa Francisco en Amoris Laetitia comenta: «Saber perdonar y sentirse perdonados es una experiencia fundamental en la vida familiar. El difícil arte de la reconciliación, que requiere del sostén de la gracia, necesita la generosa colaboración de familiares y amigos, y a veces incluso de ayuda externa y profesional». En la vida familiar es importante aprender a perdonar y ser perdonados. Pedir perdón, reconocer con humildad mi culpa. Es un arte difícil. «Algunas familias sucumben cuando los cónyuges se culpan mutuamente». ¡Cuánto cuesta perdonar y pedir perdón! ¡Qué difícil ceder, reconocer con humildad los errores, aceptar la responsabilidad, querer iniciar un camino de reconciliación! El perdón es fuente de alegría familiar. La falta de perdón llena el corazón de rabia y de odio. Hay dos caminos. Siempre se puede optar. Depende de mí. ¡Cuánto cuesta el perdón! ¿Lo pido con humildad? Que Jesús me enseñe a perdonar. Que el santuario hogar sea el lugar en el que se rompe la rabia y la violencia. Que allí pueda dejar lo que me separa. Que de ahí surja la fuente del perdón para toda la familia. Que al herir pida perdón en seguida. Que al decir algo duro a alguien sepa reconciliarme e iniciar un camino de perdón. Es la fuente más pura de la alegría. ¿Sé pedir perdón? ¿Me resulta fácil perdonar?

Segunda fuente de la alegría: disfrutar de las pequeñas alegrías de la vida. Un paseo. Un abrazo. Una palabra agradable. Una película. Un buen partido. Un tiempo de silencio. Un día mirando paisajes. Una conversación honda y fácil. Un día de compras. Unas risas sobre cualquier tema. Una conversación profunda. Un intercambio enriquecedor. Unas palabras de aliento. Un «te quiero». Un «siempre estoy contigo». Un «te comprendo». Un «para siempre». Un día de no hacer nada. Una tarde de juegos. Una excursión a cualquier parte. Una mirada sincera. ¿Cuáles son esas pequeñas alegrías de mi vida? ¿Las cultivo para llenar el alma de paz? Decía el P. Kentenich: «En este tiempo tan pobre de alegrías sería una tarea importante: gozar de las gotitas de miel, de las pequeñas alegrías donde Dios se nos ofrece. Es el arte de alegrarse, el arte de educar a los demás en la alegría»[7]. Pienso en tantas pequeñas alegrías que hay en mi vida. Tengo muchas. A veces no les doy importancia y sigo el camino. Corro el peligro de quedarme en lo que me falta. Detenerme en lo que no funciona. Llorar tras una derrota. Lamentar lo que ya no existe. Y no disfrutar de lo que tengo. A veces no sé alegrarme aquí y ahora. En un presente continuo que me da vida y esperanza. Ser capaz de recoger la alegría de cada momento es un verdadero arte. Vivir en presente. Saborear las cosas sencillas de la vida. Una vez un hombre postrado en cama a causa de una enfermedad incurable le decía a su esposa: «Perdóname. Porque no puedo darte todas esas cosas que te hacen feliz. Un paseo por el campo, un viaje romántico, una ida a un lugar precioso. No puedo moverme de esta cama. Y tú sólo puedes curarme. Perdóname». Y su esposa le dijo conmovida: «No necesito paseos maravillosos, ni conocer lugares increíbles. No necesito lugares románticos, ni aventuras inolvidables. Para mí, el plan más duro, más triste, más complicado es toda una aventura si estás tú, es el más maravilloso y vivirlo contigo es el mayor tesoro. Y el plan más maravilloso sin ti, no merece la pena. Te lo aseguro. No lo cambio por nada. Puedo estar contigo. Puedo cuidarte. Eso me basta». Me impresionó oír esas palabras. A veces deseamos viajes impresionantes. Ir a lugares mágicos. Recorrer rutas increíbles. Y pensamos que haciéndolo seremos más felices. Pero luego nos frustramos. Aun en los lugares más impresionantes, la capacidad de ser felices y hacer felices a los otros está en mis manos. Puedo aprovecharla o puedo desaprovecharla. ¿Cuáles son mis rutinas sagradas? ¿Cómo son esos momentos en los que bebo el agua de la alegría? Esas cosas sencillas que son tan importantes en la vida familiar. Las rutinas familiares que se llenan de vida. Decía el Papa Francisco en Amoris Laetitia: «A los matrimonios jóvenes también hay que estimularlos a crear una rutina propia, que brinda una sana sensación de estabilidad y de seguridad, y que se construye con una serie de rituales cotidianos compartidos. Es bueno darse siempre un beso por la mañana, bendecirse todas las noches, esperar al otro y recibirlo cuando llega, tener alguna salida juntos, compartir tareas domesticas. Pero al mismo tiempo es bueno cortar la rutina con la fiesta, no perder la capacidad de celebrar en familia, de alegrarse y de festejar las experiencias lindas. Necesitan sorprenderse juntos por los dones de Dios y alimentar juntos el entusiasmo por vivir. Cuando se sabe celebrar, esta capacidad renueva la energía del amor, lo libera de la monotonía, y llena de color y de esperanza la rutina diaria». Se trata de vivir con ilusión la rutina. Y de aprender a celebrar con alegría las fiestas de la vida. Disfrutar el momento. Aprender a reír juntos. Las fiestas especiales. La rutina llena de vida.

Tercera fuente de la alegría: La oración como lugar de encuentro con Jesús, como lugar de descanso en familia. Leemos en Santiago 5,13: «¿Alguno de ustedes está triste? ¡Rece! ¿Alguien está alegre? ¡Cante salmos!». Pienso en la oración como ese espacio donde descanso en Dios en el momento en el que me encuentre. Si estoy triste, rezo, lloro ante Dios, le entrego mi pena. Si estoy alegre canto salmos, alabo, me alegro por ese Dios, doy gracias. Mi oración es esa fuente de la que bebo para poder amar más a Jesús. Recurro a la oración para saberme más amado por Él. El otro día bauticé a una niña de dos años. El primer contacto con el agua le resultó violento y se apartó. Era ya mayor. Pero luego, ella misma metía y sacaba la mano del agua. Y con la mano se tocaba la cara. Le gustó el tacto de Jesús. Ese tacto suave en el agua. Miraba el agua fascinada. Me conmovió la dulzura con la que movía su mano en el agua y la ternura con la que se acariciaba. Iba de la cara al agua, del agua a la cara. Me gustaría descansar siempre así en Jesús. Como esa niña jugando con el agua sin pensar en nada más. Me gusta estar con Él sin buscar nada, sin lograr nada, sin tener que cumplir nada. En silencio los dos. Él y yo. Callados. Sin importarnos el paso lento del tiempo. Contemplando la vida que discurre ante nuestros ojos. Sí, allí descanso. Me alegra estar con Jesús todos los días y perder tiempo a su lado. Sólo eso basta para recuperar la paz perdida. Los dos viviendo, los dos dejándonos vivir. Acariciando el tiempo con mis manos torpes. Alegrándome con la vida que me da como un don y yo dejo deslizar entre mis dedos. Sin pedir nada a cambio de mi entrega. Creo que la familia necesita un lugar en su hogar en el que descansar. Un lugar de oración, un santuario hogar en el que María regale sus gracias. La oración es fuente de felicidad. Se calma el corazón. Recobramos fuerzas para la vida. El otro día leía una descripción de la oración de S. Ignacio: «Las cosas de Dios duran de otro modo, permanecen, te llenan de consuelo. El resto es artificio, una quimera engañosa, un espejismo, un mal espíritu burlón y tramposo. Esta comprensión le deja extrañamente sereno. Contento. Tranquilo. Mira a lo lejos, por la ventana. Y se recoge en una oración silenciosa, con el sentimiento de quien ha descubierto un mundo»[8]. Cuando S. Ignacio descubre a al Dios de los consuelos su corazón se aquieta. Así me gustaría que fuera siempre en mí. Entonces rezar no sería un imperativo, sino una necesidad para tener paz. Una persona decía en poesía: «La oración me sostiene. Ese canto callado que brota de mi alma. Y sonrío muy quedo. Apenas lo comprendo. Sólo sé que las lágrimas lavan mi alma inquieta. Calman mi voz cansada. Levantan mi nostalgia. Me llenan de esperanza. No sé que tiene mi alma, que anhela el infinito». Una oración que me levanta. Que me llena de esperanza. Así necesito vivir cada día. Anhelo la unión con Dios. Es un don que pido: «Nuestros esfuerzos más infructuosos por lograr la unión con Dios en la oración son, sin embargo, un esfuerzo por responder a la inspiración y a la gracia que nos invitan a orar; son, por lo tanto, esfuerzos por conformar nuestra voluntad a la suya y por cumplir sus mandatos»[9]. La oración brota del deseo de conformar mi voluntad con la suya. Es toda una tarea. Es un sueño difícil que suplico cada día. Decía el P. Kentenich: «¿Qué hacer para superar las carencias en el campo del contacto y la unión continuas a Dios? Por un lado, retomar con seriedad nuestros esfuerzos en este sentido y, por otro, orar más a María para que nos envíe el Espíritu Santo. Así gustaremos la dulzura del amor de Dios y lo tendremos en nosotros y con nosotros»[10]. Retomar los esfuerzos por lograr una intensa vida de oración. De forma personal. Y también como matrimonio. Muchas veces vemos que con los hijos pequeños no nos da la vida para rezar. No hay tiempo. Estamos cansados. Es verdad. Cambian las circunstancias y todo es más difícil. No sólo tengo que cuidar la oración personal para estar alegre. Es importante también cuidar la oración en familia. La oración matrimonial. Rezar juntos. Agradecer juntos por la presencia de Dios en nuestra vida. Revisar el día juntos dando gracias. Leer la Palabra de Dios juntos y buscar cómo la palabra de Dios como espada de doble filo nos muestra su querer en nuestra vida y nos sugiere algo. En el rosario recorrer los misterios de nuestra propia vida matrimonial. Todo lo que nos va pasando. Hacer silencio juntos. En la fuerza del Espíritu recuperar esa alegría que a veces la vida con sus tensiones y prisas, con el desgaste del esfuerzo, nos va quitando.

Cuarta fuente de la alegría: Saber hacer de los acontecimientos de mi vida un camino de felicidad. Una persona lo describe así: «Soy optimista porque entre las dificultades y los retos, prefiero que sean retos. Entre la tristeza y la alegría, prefiero la alegría. Nadie está exento de una que otra prueba, algunas más hondas, duras, casi imposibles de enfrentar»[11]. Quiero ser optimista, quiero ser positivo. Quiero aprender a ver a Dios oculto en todo lo que me pasa. Es un don que necesito para vivir. Como el agua que calma mi sed. Convertir todo lo que vivo en causa de mi alegría. Decía el P. Kentenich: «Si yo estoy poseído del amor de Dios y sé que todo es expresión de su amor, tomaré posesión de la vara mágica con la que estaré capacitado para transformar todos los acontecimientos en fuentes de alegría»[12]. Leer la vida. Detenerme un momento a pensar en lo que estoy viviendo. En lo que me ha sucedido. A veces me da miedo que la vida se me escape. De repente. De golpe. Me olvido de lo que me ha sucedido. De una cosa paso a la siguiente. Voy saltando. No quiero que la vida se me escape y me deje solo. No lo quiero. Me da miedo no saborear todo lo que vivo. No sacarle el jugo. Quiero alegrarme con mi vida reteniendo en fotos todo lo que estoy viviendo. Que mi vida, tal como es, sea fuente de alegría. Que sepa alegrarme de las cosas buenas que me pasan. Saborearlas. No dejarlas pasar sin festejarlas. Darle gracias a Dios por todo al final del día. Cuando todo me va bien me resulta fácil a veces olvidarme de Dios.

Quinta fuente de la alegría: hacer que las cosas malas que me suceden lleguen a ser fuente de alegría para mi alma. Veo que mi memoria me quita la felicidad. Sé que quiero guardar en el corazón mi historia. Recordar las anécdotas de mi vida. Las cruces y las alegrías. Pero luego, al recordar, me duele volver a las heridas del pasado. A lo que no acabo de perdonar. Son los rencores que pesan demasiado. Me gustaría olvidarlos. Hacer memoria me pesa. Sé que tengo que saborear mi historia y ser capaz de alegrarme con lo vivido. Pero, ¡cuántas veces recuerdo experiencias pasadas y pierdo la paz! Son las vivencias no digeridas, no asumidas, no perdonadas, no aceptadas. Sé que sólo sobre las aguas tranquilas de un lago se puede reflejar el cielo nítido y claro. Lo sé. Cuando las aguas están revueltas y turbias no es posible. Quiero ahondar en mi historia, pero a veces hacerlo no me da paz. ¿Cómo lo hago entonces? Quiero que entre luz en mi pasado. Luz en lo más profundo de mi alma. Luz por la grieta de mi herida. Luz que me saque de mi oscuridad. Es la falta de luz lo que me quita la alegría. Quiero abrir las puertas y las ventanas para que corra el aire, para que entre la luz. No pierdo la esperanza. Decía Leonard Cohen: «Hay una grieta en todo, sólo así entra la luz». Mis heridas son grietas por las que puede entrar la luz del amor de Dios que se abaja sobre mí. Mi vasija rota que deja ver el sol y no puede retener toda el agua. A veces pretendo vivir sin ranuras. Imposible. No quiero mostrarme sin defectos ante el mundo. En las heridas entra la luz de Dios. Quiero dejarle a Él entrar en mi vulnerabilidad. Y que mis recuerdos no despierten tristezas olvidadas. Decía el P. Kentenich: «Queremos transformar la fuente de sufrimiento en fuente de alegrías. Para aminorar este sentimiento de rechazo, permítanme añadir: la educación para la alegría debe ser probada a través de la vida. La educación para la alegría debe consistir en tocar el sufrimiento con una vara mágica, transformándolo en alegría. Si no se consigue eso, no se alcanza el objetivo de la educación para la alegría»[13]. Una varita mágica. La varita del amor lo cambia todo. Normalmente no consigo que la cruz y el sufrimiento, el fracaso y el rechazo, me llenen de alegría. Tal vez no encuentro esa varita escondida que transforma lo feo, lo doloroso, lo difícil en fuente de alegría. ¿Es eso posible? A veces lo dudo. El otro día leía: «Por muy pesadas o arduas que sean las cargas o las dificultades, puedo llevarlas con un espíritu capaz incluso de aligerarlas, porque saber que proceden de Dios y que son su voluntad en mi vida conlleva un sentimiento de entusiasmo, de logro, de importancia que trae la alegría y el consuelo al corazón»[14]. Convertir la cruz en puente. La barrera infranqueable en un trampolín al cielo. Que mi dolor acabe siendo fuente de mi alegría, en lugar de causa de mi dolor. Es una paradoja. No lo entiendo. Pero lo sueño y lo deseo. Tal vez soy demasiado inmaduro en mis afectos, y vivo atado a mis melancolías. Y mi fe es escasa. Tal vez le doy valor en la vida a cosas sin importancia. Me altero cuando no salen mis planes. O pongo la fuente de mi felicidad en el lugar equivocado. ¡Qué fácil es confundirse y no acertar con el camino de la alegría!

Sexta fuente de la alegría: buscar la felicidad de las personas a las que amo. A veces creo que mi felicidad consiste en ser yo feliz. Da igual si para ello tengo que dejar algunos heridos por el camino. Vivo centrado en lo que yo necesito. En lo que me falta. Ese puesto de trabajo que yo deseo. Esa parte de la herencia que me corresponde. Ese reconocimiento que tiene que ser mío. Ese cargo que está hecho a mi medida. Esa fama que es para mí. Ese éxito que tengo que lograr. Ese amor que anhelo para mí y no para otros. Me empeño en ser yo feliz, lograr mis objetivos, alcanzar mis sueños. Y no me importa a costa de quién. Vivo fijándome en mis dolencias, en mi cansancio, en mis necesidades. He comprobado que cuando más pendiente estoy de mí mismo. Cuanto más me fijo en lo que yo necesito. Resulta que soy más infeliz. Decía el Papa Francisco en Amoris Laetitia: «Si no alimentamos nuestra capacidad de gozar con el bien del otro y, sobre todo, nos concentramos en nuestras propias necesidades, nos condenamos a vivir con poca alegría, ya que como ha dicho Jesús «hay más felicidad en dar que en recibir» (Hch 20,35). La familia debe ser siempre el lugar donde alguien, que logra algo bueno en la vida, sabe que allí lo van a celebrar con él». El hogar familiar me invita a contar mis cosas porque sé que allí se alegran con mis logros. Tal vez delante de otros es más difícil. Por la envidia, por los celos. Pero en mi hogar tendría que ser fácil. Sin embargo, no siempre es así. No siempre mi hogar es un espacio en el que no hay envidias. Dice el Papa Francisco: «La envidia es una tristeza por el bien ajeno, que muestra que no nos interesa la felicidad de los demás, ya que estamos exclusivamente concentrados en el propio bienestar. Mientras el amor nos hace salir de nosotros mismos, la envidia nos lleva a centrarnos en el propio yo. El verdadero amor valora los logros ajenos, no los siente como una amenaza, y se libera del sabor amargo de la envidia». En mi familia quiero entender que puedo contar mis logros. Porque sé que mis éxitos alegrarán al que me escucha. Los que me quieren, quieren mis victorias, se alegran con mi fama, desean que me vaya bien. Si no es así algo está fallando. En realidad no puedo imaginar que en una familia reine la envidia. Y cuando es así, todo se enturbia. Estamos llamados a alegrarnos con el que se alegra. Con el que tiene éxito en la vida. Me gustan esas personas libres que viven pensando en los demás. Desapegadas de las cosas del mundo y de las banalidades. Viven su vida pensando sólo en lo que los otros necesitan, no en lo que ellas necesitan. Me gustaría ser siempre así y no vivir pensando en lo que yo necesito. Es la magia del amor. Necesito que mi amor madure. Debe ser así. Lo he escuchado tantas veces. Es más feliz aquel que da. El más infeliz el que desea recibir continuamente amor, reconocimiento, aplausos. Es más feliz el que no espera nada de los demás y agradece todo lo que recibe como un pobre, como un hombre menesteroso que no se cree con derecho a nada. Sé que sufre mucho más el que vive mendigando gotas de amor en medio de la vida. Quiere que le quieran y exige que le quieran. Pero nada colma su sed. Nunca es bastante lo que recibe porque siempre quiere más. Y no hay alegría en su alma turbada. En esa tristeza honda que lleva en su alma. Decía el P. Kentenich: «Se trata de esforzarnos por obtener la varita mágica de la alegría, que es la vara mágica del amor»[15]. Es la alegría del amor verdadero, del amor a prueba de fracasos, de desencuentros. Ese amor que se mantiene en el tiempo. Me gusta pensar que mi felicidad no consiste sólo en recibir amor. Una alegría fundada en esta esperanza nunca sería plena. Si sólo espero recibir, nunca seré feliz. En medio de la vida recibo muchos desengaños. No obtengo todo lo que deseo. No alcanzo todo lo que sueño. Exijo amor y recibo desprecios, indiferencia, olvido. Y vuelvo a intentarlo y me quejo cuando sigo sin obtener respuesta. Mi felicidad no consiste en esperar recibir lo mismo que doy. Cuando es así, no soy feliz. Mi felicidad consiste más en dar que en recibir. El amor humano no me deja del todo satisfecho. Siempre me falta algo. Tengo un ansia de eternidad que me hace arder el alma. Mi felicidad se fundamenta en dar, en entregar. Decía el P. Kentenich: «Donde yo pueda sembrar alegrías a través del modo como yo me doy, donde yo pueda esparcir un poco los rayos del sol a través de mi palabra, de mi vida, debo “hacerlo con todas las fuerzas” porque lo que yo puedo hacer, es un gran hecho»[16]. Sembrar alegría con mis gestos, con pasión. Quiero dar alegrías a otros, saludar con alegría. Cuando doy alegría recibo algo más que desprecios. Puede ser que nunca tanto como doy. Pero eso no me entristece. Doy más y recibo menos. Pero no me desanimo. El amor suele ser asimétrico. Tal vez me frustro de repente con nostalgia. La fuente de mi alegría es mi decisión firme y honda de dar siempre más, hasta que duela. Sin arrepentirme nunca de haber dado. Sin cansarme de ser yo el que siempre da. Sé que dando seré mucho más feliz que esperando siempre a recibir. Mi amor se fortalece al dar y se puede debilitar al recibir siempre sin dar. Es verdad que cuando más me dan más doy. Pero no siempre. Hay personas acostumbradas a recibir que se acostumbran a no dar. Se guardan lo que reciben. Esperan siempre más. Se quejan de la vida. Se acomodan y nunca toman la iniciativa en el servicio. Es más cómodo. No son felices pero siguen acomodados en su postura egoísta. Me gusta pensar en mi entrega como causa de felicidad verdadera para mí y para otros. Decía Joan Luiz Pozzobon: «Nadie es incapaz para servir a Dios. Descubrí lo que significa hacerlo todo por amor. Si es la voluntad de Dios un hombre solo puede cambiar el mundo. De poco importa mover el mundo entero si descuido mi familia. Si Dios quiere, uno puede hacerlo todo. Tenía tanta alegría. Tanta fuerza. Yo tenía que alimentarme con la oración». Pero a veces el servicio me cuesta. Es duro. Exigente. Y pienso entonces que siempre lo hago yo todo y me quejo. Acabo pensando que sólo yo trabajo y los demás no hacen anda. Y me pregunto que por qué siempre es a mí a quien le toca hacer las cosas. En ocasiones el servicio se llena de amargura. No sirvo con alegría. Me gustaría servir como aquel siervo de Dios que al final del día se da cuenta que ha hecho simplemente lo que tenía que hacer y nada más. Así es el servicio que Dios me pide. Un servicio que sea fuente de mi alegría para mi alma, para los demás. Que al servir a los otros ellos se alegren y yo me alegre con ellos. Que al acercarme al necesitado mi corazón se ensanche, se llene de paz y de vida. Quiero vivir un servicio desinteresado que sea inmensamente interesado en el bien del otro. Un servicio que no busca ese reconocimiento. Un amor que se entrega sin esperar nada.

Séptima fuente de la alegría: aprender a confiar más en Dios. Creo que la felicidad tiene mucho que ver con la confianza en Dios y en los hombres. Estoy convencido de ello. Cuanto más confío en Dios, más me alegro con lo que me sucede. Cuanto más confío en los hombres, más me alegro y más agradezco lo que recibo de ellos. La desconfianza genera tristeza y amargura. La confianza genera alegría. Es simplemente un pequeño cambio en la mirada. La felicidad consiste en confiar siempre. Y especialmente confiar en Dios y en sus planes. Cuando pierdo la inocencia desconfío de las intenciones de los hombres. Me vuelvo desconfiado. Dudo de sus palabras y de sus obras. Una mirada desconfianza no es una mirada alegre. Al mismo tiempo, cuando desconfío de Dios y de sus planes, y quiero tenerlo todo atado, me vuelvo rígido. No suelto las riendas de mi vida y me lleno de ira cuando fracaso. Esa tensión y agobio al pensar en el futuro no me da paz, no me alegra. Vivo tratando de abarcarlo todo, controlarlo todo. La confianza plena en los planes de Dios me relaja. Dejo de exigirle todo a la vida. Me hago libre. Me dejo llevar en las manos de Dios. Me abro a lo que Dios me regala. Me abandono. Me hago niño. Es una gracia que quiero pedirle a Dios para poder ser feliz. Decía el P. Kentenich: «Confiamos en Dios y en las fuerzas salvadoras que Dios nos concedió. Y, ¿qué quiere decir esto? Si estuviera convencido de esa realidad, recorrería mi camino con más tranquilidad y seguridad; podría trabajar más, no estaría tan fácilmente sujeto a la depresión y no cometería tantos pecados»[17]. La confianza en Dios me hace más liviano el camino. Es el espíritu de Inscriptio del que hablaba el P. Kentenich. La libertad interior frente al futuro. Mi corazón inscrito en el corazón de Jesús. Ahí descansa. Y descubro entonces que ya no depende todo de mí, de mis capacidades, de mis fuerzas. Es un salto de fe. Me exige confiar en ese Dios que recorre mi vida, me sostiene y me lleva. Si confío como los niños abrazo la vida que Dios me da con ilusión. No mido lo que tengo que hacer. No calculo si tengo fuerzas suficientes. No espero de los demás lo que a lo mejor no me dan. Me dejo llevar por la fuerza de su amor. Esa confianza surge de un amor hondo a Dios. Él guía mi vida. Me siento amado por Él. Pero a veces me cuesta creer que soy un hijo predilecto de Dios. Un niño escogido y mimado en sus manos. Me cuesta creer en su cuidado constante. En su preocupación por mí. Y pienso que si yo no me preocupo de mi vida nadie lo hará. Vivir confiado significa dejar mi vida en sus manos sin temor. Cuando llega el ángel ante María le dice que no tema. Dios siempre nos dice eso: «Alégrate, no temas, estoy contigo». El miedo me quita la alegría. Me pone tenso. Me entristece. La confianza me esponja el alma. Me hace feliz. Me libera. ¿Confío en Dios y me abandono en sus manos? Al mismo tiempo, confiar en las personas me da alegría y da alegría a las personas en las que confío. Decía el Papa Francisco en Amoris Laetitia: «El amor confía, deja en libertad, renuncia a controlarlo todo, a poseer, a dominar». Desconfiar siempre me pone a la defensiva. Por eso es importante que los demás sepan que confío en ellos. Es fundamental vivir esta actitud en la familia. Continúa el Papa Francisco: «Hace posible la sinceridad y la transparencia, porque cuando uno sabe que los demás confían en él y valoran la bondad básica de su ser, entonces sí se muestra tal cual es, sin ocultamientos. Alguien que sabe que siempre sospechan de él, que lo juzgan sin compasión, que no lo aman de manera incondicional, preferirá guardar sus secretos, esconder sus caídas y debilidades, fingir lo que no es». ¿Cuál es mi actitud ante las personas que quiero? ¿Confío siempre incluso cuando me han fallado ya más de una vez? No es tan sencilla esa confianza sin límites. Esa confianza que se levanta una y otra vez después de haber vivido la desilusión. Una persona confiada encuentra en esta confianza una fuente de alegría.

Octava fuente de la alegría: usar bien las palabras. Pienso que mis palabras pueden ser causa de alegría o de infelicidad para mí mismo y para los demás. Mis palabras crean, despiertan, suscitan. Leía: «Los filósofos yoguis dicen que toda la tristeza de la vida humana la producen las palabras, pero toda la alegría también. Las palabras las creamos para definir nuestra experiencia y esas palabras nos producen sentimientos anejos que brincan a nuestro alrededor como perros atados a una correa»[18]. Las palabras que tocan lo más profundo de mi alma. Las palabras que me evocan episodios de mi vida. Las palabras pueden cambiar muchas cosas. Los pensamientos preceden a las emociones. Son anteriores. Primero pienso algo, recuerdo algo, digo algo. Después surge la emoción positiva o negativa. Lo sé, las palabras tienen poder. Lo vivo todos los días. Mis palabras en la consagración traen a Jesús que se hace carne. Mis palabras cuando confieso. Mis palabras cuando acompaño. Mis palabras cuando me enfado con alguien. Las palabras, los recuerdos, las ideas, son anteriores y llevan atados sentimientos. Me hacen sentirme mal, triste, decaído. O por otro lado, me llevan a un estado de felicidad que desconocía. Hay palabras que me despiertan alegría. Pensamientos que me sacan de la tristeza de forma casi inmediata. Recordar cosas buenas me alegra. Traer al corazón pensamientos alegres es primordial. Hay muchas palabras que tienen ecos positivos en mi alma. Pienso en ellas. Cada uno tiene su propia lista de palabras alegres. Pienso en las mías. Monte, mar, agua, cielo, paz, consuelo, alegría, misericordia, amor, luz, mirada, manos, camino. Las escucho una y otra vez y resuenan en el fondo del alma. Como esa melodía que tiene resonancia en mi interior. Libre, sueño, estrella, amanecer, crepúsculo, deseo, aliento, abrazo, caricia, silencio. Son palabras nuevas y antiguas. Palabras de mi historia de vida. Palabras que descubrí un día buceando en mi alma. Parecen nuevas al decirlas. Son antiguas al recordarlas. Esperanza, viento, sonrisa, pobre, carcajada, bosque, luna, cuento, pobre. Y al repetirlas se despierta en mí un eco de esperanza. ¿Cuáles son las palabras que me elevan el ánimo? Al escucharlas vivo. Al olvidarlas muero. Yo puedo bendecir o maldecir con mis palabras. Lo sé muy bien. Construyo felicidad o la destruyo. Basta una palabra. Puedo hablar bien de otros y así bendecirlos. Puedo hablar mal de otros, maldiciendo. Y mis palabras crean estados de ánimo. Puedo gritar o hablar con cariño. Puedo insultar o acariciar con palabras. Mis palabras son poderosas. Animan o desaniman. El otro día leía el cuento de una rana que se cayó en un hoyo profundo. El resto de las ranas desde el borde del hoyo le gritaban con temor. Veían la profundidad del hoyo y no creían que pudiera salir de ahí con un salto. Gritaban: «No vas a poder. Es imposible. Demasiado alto. No lo intentes». Pero la rana se preparó, cerró los ojos, y con todas sus fuerzas dio un salto y salió del hoyo. Al llegar a la superficie les dijo a sus compañeras: «Gracias por animarme. Si no me hubierais dado ánimos para saltar, no lo hubiera logrado». Todas las ranas estaban sorprendidas. Y comprendieron, la rana del hoyo estaba sorda. Mis palabras de ánimo pueden lograr cosas increíbles. Pueden cambiar el estado de ánimo de las personas a las que amo. «Levántate. Sigue. Lucha. Confía. Avanza. Cree. Ánimo. Creo en ti. Vas bien. No te desanimes». Son palabras llenas de vida y esperanza. Animan, dan fuerzas. No quiero callarlas. No quiero dejar de enaltecer. No quiero desanimar a los demás por mi falta de fe y confianza. Siempre quiero creer en las personas. Y darles fuerza con mis palabras. Sólo así podré construir un mundo más feliz. Más pleno. Más humano. Más de Dios. Una vida más alegre para los que me rodean. Quiero lograrlo no sólo con mis palabras. También con mis silencios y mis gestos. ¡Cuánto vale una mirada! Cuando miro a los otros, apruebo o rechazo. Sostengo o condeno. Doy esperanza o desaliento. ¿Cómo son mis palabras?

Novena fuente de la alegría: el valor de la sonrisa y la fuerza de la risa. El efecto del buen humor. La explosión de una carcajada. Me impresiona el daño que hacen la seriedad excesiva y la falta de sentido del humor. Creo que a veces me tomo la vida demasiado en serio. Y me cuesta reírme de mí mismo en medio del dolor. Quiero aprender a tomarme la vida con alegría. No todo tiene que ser tan serio, tan denso. Quiero reírme de mí mismo. De mi vida tal y como es. De las cosas que me suceden. De ese dolor que sufro muchas veces. ¡Cuánto bien me hace una sonrisa en este mundo tan serio! Una sonrisa a tiempo y a destiempo. A veces puede parecer inoportuno. Pero siempre la sonrisa inocente es una puerta abierta de misericordia. No la risa que es burla. No esa sonrisa malintencionada. Esa risa que es una mueca crítica y dolorosa. Una carcajada hiriente. Dice Jorge Bucay: «Hay una risa que no sirve, que no sana, que enferma más de lo que cura. No es una expresión del buen humor sino de la burla, del desprecio o del que humilla a lo diferente. Siempre me subleva la risa idiota; la que tienen los idiotas cuando se ríen del sufrimiento ajeno, por ser ajeno. Tan diferente de la otra, la de aquellos que son capaces de reírse de la estupidez de los otros solamente porque les causa risa ver en ella su propia estupidez[19]. Esa risa no enaltece, no levanta, no sana las heridas. Esa risa no une. Esa risa burlesca separa, divide, rompe. Esa risa no es cómplice de una amistad, no eleva el ánimo, no alienta en el desánimo. Esa risa no permite que los corazones sueñen con algo grande. No respeta, no dignifica, no crea ambientes de confianza. Es la risa burlesca que sólo quiere herir. Y se recrea en la propia amargura, amargando a otros. Es la burla del que no sabe amar y sólo hiere. No es esa risa la que busco. Quiero la risa inocente. Es la que sana, la que rompe los muros. Es una puerta de esperanza en medio de las lágrimas de la vida. No todo tiene que ser tan serio. ¿Qué ambientes creo yo con mis palabras, con mis gestos, con mi risa? Con mi actitud puedo cambiar el ambiente a mi alrededor. El P. Kentenich hablaba de la atmósfera de pantano: «O atmósfera de pantano o atmósfera de alegría. Esto vale para las personas: o reina en mí la alegría, o de lo contrario reinará la atmósfera de pantano. Vale también para las comunidades, los institutos, las asociaciones: ¡o atmósfera de alegría o atmósfera de pantano!»[20]. ¿Qué aporto yo? ¿Cómo es mi sonrisa? No siempre soy capaz de esbozar sonrisas. No siempre la risa está a flor de piel. A veces el dolor es fuerte en el alma. El dolor o la amargura. Muchas veces no logro hacer reír. Hago daño, hago llorar. Mi mirada. Mis palabras. Mis gestos de desaprobación. Me siento observado y juzgado. Veo que quieren que yo cambie. Quieren que sea otro, que sea diferente. Y no puedo cambiar. No lo logro. ¡Qué difícil sonreír cuando pienso que no estoy a la altura, que no doy la talla, que no están contentos con mi vida como es! Imposible sonreír cuando anida la tristeza en mi corazón. El otro día leía: «El sufrimiento y los problemas de este mundo los producen las personas infelices»[21]. Las personas infelices que todo lo que tocan lo convierten en infelicidad. Pero no es fácil pretender ser feliz cuando me siento infeliz. Lo sé. Quiero hacer felices a los otros, pero no sé hacerlo si yo no lo soy. Sé que hago infelices a los otros y al hacerlo me vuelvo yo más infeliz. Quiero pedir la gracia que alegre mi corazón para poder yo ser causa de alegría para otros. Con mi sonrisa, con mi risa. Decía el Papa Francisco: «No os desaniméis: con vuestra sonrisa y vuestros brazos abiertos predicáis la esperanza y sois una bendición para la única familia humana». Acaba el año de la misericordia, pero permanecen la risa y la sonrisa. Los brazos permanecen abiertos. Sigue siendo tiempo de la misericordia. Y mis gestos son gestos de misericordia. La familia es un lugar de risas y sonrisas. De esperanza y abrazos. Puede que a veces no lo sea. Es el anhelo del alma. Aunque puede ocurrir que cada uno se encierre en su mundo y falten los encuentros alegres. Puede ser que hacia fuera doy mucha alegría y sonrío siempre, y al llegar a casa se me han agotado las sonrisas. ¿Qué aporto yo cuando llego a casa cansado buscando mi descanso? ¡Qué importante es alegrar la vida a los que comparten conmigo el camino! Reír y sonreír juntos.

Quiero acabar con algunas preguntas:

De todas estas fuentes de alegría: ¿Cuál es la mía? ¿La que más deseo?

¿Cuál es mi lista personal de fuentes de alegría? ¿Cuál es nuestra lista familiar? ¿Cómo las cuidamos?

Mi mujer, mi marido, ¿en qué son causa de mi alegría para mí? Quiero decírselo. Muchas veces lo callo. Y lo callado se olvida.

¿Cuál es mi mayor alegría ahora en todo lo que estoy viviendo? ¿Qué alegrías del último tiempo quiero entregarle a María en el Santuario?



[1] J. Kentenich, Vivir con alegría

[2] J. Kentenich, Vivir con alegría

[3] J. Kentenich, Vivir con alegría

[4] J. Kentenich, Vivir con alegría

[5] J. Kentenich, Hacia la cima

[6] J. Kentenich, Niños ante Dios

[7] J. Kentenich, Vivir con alegría

[8] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo

[9] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros

[10] J. Kentenich, Vivir con alegría

[11] Claudio de Castro, El poder de la alegría

[12] J. Kentenich, Vivir con alegría

[13] J. Kentenich, Vivir con alegría

[14] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros

[15] J. Kentenich, Vivir con alegría

[16] J. Kentenich, Vivir con alegría

[17] J. Kentenich, Vivir con alegría

[18] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama

[19] Jorge Bucay, Veinte pasos hacia delante

[20] J. Kentenich, Vivir con alegría

[21] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama

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