Retiro de Adviento: "Tu Santuario nuestro Belén"

¿Cuánto vale un minuto? ¿Cuántos minutos caben en una espera? ¿Cuántos minutos estamos dispuestos a esperar para lograr nuestro objetivo, la meta? La vida importa, y el tiempo, y las cosas que nos suceden.

Miércoles 3 de diciembre de 2014 | P Carlos Padilla

Al pensar en el Adviento pensaba en un reloj de arena. El otro día vi uno pequeño. Me dijeron que en el cabían sólo tres minutos de arena. No me imaginaba que la arena pudiera pesarse en minutos. Nadie compra un reloj de arena sin saber cuántos minutos de arena contiene. Al menos es lo que me dijeron. ¿Para qué serviría si no sabemos el tiempo que acumula? Es necesario contabilizar los minutos, medir la vida. Lo hacemos siempre, como queriendo retener el tiempo, como queriendo dejarlo escapar. Mi reloj tenía sólo tres minutos de arena. Tal vez por tan poco tiempo a lo mejor no merece la pena invertir el dinero en un reloj. ¿Cuánto vale un minuto? ¿Cuántos minutos caben en una espera? ¿Cuántos minutos de arena estamos dispuestos a esperar para lograr nuestro objetivo, la meta? En definitiva, ¿cuánta arena alberga y deja escapar por su hendidura mi propia vida? No importa tanto la cantidad de arena. O, a lo mejor, sí que importa. La vida importa, y el tiempo, y las cosas que nos suceden. Y un reloj de arena nos pone en nuestro sitio. Sabemos cuánto tarda en caer la arena. Sólo tres minutos. Si se acaba la arena, le damos la vuelta y todo vuelve a empezar. Otros tres minutos. Si acabamos antes nosotros, antes de que pasen tres minutos, nos quedamos tranquilos. Todavía nos queda tiempo. Tres minutos son pocos. O bastantes. Depende. ¿Qué se puede hacer con tres minutos en nuestra vida? Cuando estamos contentos, tres minutos son un suspiro. Cuando la situación es difícil, parecen eternos. Tres minutos apenas alcanzan para dar la vida. Aunque se puede entregar la vida en un minuto. Una respuesta es rápida, son sólo segundos. Un sí o un no. Un dejarlo todo en manos de Dios puede ocurrir en un momento. Hay minutos de arena que han marcado nuestra vida para siempre. Una decisión importante, un imprevisto, la espera de una respuesta. Un sí alegre. Un no doloroso. Algunos de esos minutos fueron eternos. Algunos nos dejaron una huella profunda. Otros se olvidaron para siempre. A veces bastan tres minutos para vivir de verdad. Otras veces no nos bastan. Pueden ser fundamentales para muchas cosas. Pueden no servir para nada. ¡Cuántos relojes de arena de tres minutos pasan por nuestra vida! Y, al mismo tiempo, ¡cuántas cosas podemos hacer con sólo tres minutos! Pero en definitiva, la vida, el presente, los momentos, los minutos de arena, se viven en el momento, mirando caer la arena. ¡Cuántas veces nos angustiamos por lo que aún no ha ocurrido y el tiempo se nos escapa! Dejamos de disfrutar el ahora. El otro día leía: «El momento en que dejas de preocuparte por lo que va a pasar, empiezas a disfrutar lo que está pasando». Pensaba en mi reloj de arena. Lo llevo en al alma. Cae la arena. Si le doy la vuelta, todo comienza de nuevo. Hacemos así de un minuto un sueño, de un minuto una pasión por la vida. ¿Cuántos minutos guardo en el alma? ¿Cuánta arena oculta? Minutos pasados, vividos, soñados. Minutos que han cambiado mi vida. Vivimos la vida dejando pasar la arena entre los dedos. Parece magia. Aprovechamos esos minutos como un niño. Como un sabio. Si estamos con alguien no debería caer la arena. Me gustaría tener el don de perder la vida con el que comparto el camino. No pasa el tiempo, o es eterno. No hay tiempo en las manos. No hay prisas, ni arena cayendo. Todo se detiene cuando nos dejamos la vida de repente. Damos la vuelta una y otra vez al reloj de arena. Nadie lo nota. No pasa el tiempo. El tiempo es eterno, es de Dios, no es nuestro. Ojalá aprendiéramos a dejar caer la arena sin preocuparnos del tiempo perdido. Dejar caer el tiempo. Sin importar que pase.

María descendió hace cien años a una capillita en el valle de Schoenstatt gracias a la oración de un Padre y unos jóvenes. Fue en un minuto. Dios sin tiempo se sometió al tiempo. Fue el instante de un sí. El instante del sí del P. Kentenich. Aquel lugar cambió por dentro en ese momento. La vida, es verdad, se decide en momentos de gracia, momentos de Dios. Eso se repite con cada sí nuestro. Recuerdo la torre que hay en Schoenstatt en Alemania. Esa torre es como una señal junto al Santuario. Es como la aguja de un reloj que señala un instante. Es un lugar sagrado. Es la torre que permanece como recordatorio de lo que fue un monasterio de monjas agustinas. Permanece fiel desafiando la vida. Permanece firme, mirando al cielo y recordándonos que la vida pasa, pero permanece Dios en nuestras vidas. Sólo queda esa torre de todo lo que hubo. Hace cien años había allí dos torres. La otra cayó durante la guerra. Las cosas pasan. Hay torres que caen. Desde lejos se ve la torre firme y me conmueve siempre cuando me acerco al Santuario original y la observo, desafiando el paso del tiempo. Al pie de esa torre había antes un granero. En 1939 de nuevo otros jóvenes seminaristas, se reunieron allí confiados y le entregaron la vida a María. La pusieron en sus manos. Eran una generación que quería ser una primavera sagrada para su pueblo. Querían ser fieles como lo había sido la primera generación en 1914. Ahora Alemania volvía a estar en guerra. Sufría una honda crisis de valores. Un pueblo en decadencia. Había comenzado la segunda guerra mundial y todo parecía muy difícil. Esos jóvenes ofrecieron sus vidas. Querían cambiar el mundo. Querían sembrar una semilla de esperanza en esta tierra. Audacia y valor había en sus corazones. Encendieron una luz en el Santuario. En medio de la noche. Una luz que señalaba a Cristo. Esa luz permanece en todos los Santuarios del mundo en el Ver Sacrum junto al Sagrario recordando su entrega. Estaban dispuestos a perderlo todo por amor a Dios, a María, a los hombres. Muchos perdieron la vida en la guerra. A veces es así. Entregamos la vida y Dios la toma. La verdad es que decisiones así tienen mucho valor. La vida hay que vivirla a fondo. O estamos dispuestos a perderlo todo o no merece la pena vivir. Si buscamos seguros, protección, o cuidado, nos convertimos en personas centradas en nosotros mismos. Me impresiona la radicalidad de aquellos jóvenes. Fueron una generación santa. Muchos murieron en la guerra. Es bonito pensar que justo en este año jubilar, en torno a la fecha de estos cien años, han muerto dos de ellos ya muy enfermos y mayores. El P. Alfonso y el P. Mosbach. Dios ha conservado sus vidas hasta este momento. María ha sido fiel en su camino. Se vació su reloj de arena. Han sido como esa torre. Han permanecido firmes, mirando el cielo, anclados en lo profundo. Pilares hundidos en la tierra. Inamovibles. Me gustaría ser así, vivir así. Dando la vida. Sin guardarme mi tiempo, mis cosas, mi salud, mi cuidado. Vivir como esa torre en medio de un valle. Señalando el cielo. Señalando el lugar del Santuario. Parece fácil. Pero cuesta toda una vida. No bastan pocos años, Dios nos pide toda la vida. No nos pide una fidelidad programada, medida, pensada. Nos pide la fidelidad de los que no buscan guardarse de todos los peligros. De los que no temen la muerte porque son ya ciudadanos del cielo. Porque allí tiene puesta su morada.

¡Qué importante es el tiempo que ahora se nos regala! El Adviento es un montón de relojes de arena de tres minutos. Tenemos un tiempo especial, un tiempo bendecido. Dios sin tiempo vuelve a hacerse tiempo. Nos da su tiempo. La arena de su reloj eterno. Queremos aprovecharlo. Que no caiga toda la arena y tengamos que volver a decir que no hemos aprovechado la vida. Los segundos son sagrados. Queremos que el Adviento nos ancle más profundamente en Dios. Dice el P. Kentenich: «Parte de la esencia del ser humano no sólo es la tendencia a un tú humano sino también la tendencia al tú divino y que este anhelo natural de Dios entraña a la vez una disposición a obedecer a la gracia y a acoger la gracia»[1]. Anhelamos estar unidos a Dios para siempre. Anhelamos descansar en su corazón y seguir sus pasos. Queremos aprender a calmar nuestro ímpetu en Él. ¡Qué largo se hace el camino a veces hasta que descansamos en nuestro Santuario, en su corazón! Nos cuesta vaciarnos para llenarnos de Dios. Llegamos cargados, nos pesan mucho las dificultades de la vida, tenemos el corazón lleno de proyectos, de personas. Nos acercamos, abrimos la puerta, y reposamos. En casa por fin. María nos dice: «Descansa, ya estás conmigo. Deja tus agobios». Guardamos silencio. Esperamos. Cae la arena. Estar en paz con el Señor calma el corazón. Cuando llegamos al Santuario, muchas veces con el alma en tempestad, poco a poco nos vamos calmando. Le vamos contando todo lo ocurrido, muchas cosas, a veces demasiadas. Vamos entregando la vida, vamos poniendo todo en sus manos, sin decir mucho. Lo hacemos callados, a veces con palabras atropelladas, a veces escribiendo, a veces despistados sin centrarnos mucho. María lo toma todo, lo acoge todo y poco a poco, entra la luz dentro de nuestro interior. Ya lo decía el P. Kentenich: «Toda nuestra vida debe desembocar cada vez más en el contacto con Dios. Tal es el hombre religioso, eso es la ‘religio’, que significa ‘volver a atarse’ y a vincularse con Dios. No sólo vincular con Dios el entendimiento, sino también el corazón y la voluntad»[2]. Unirnos a María y dejar que todo cambie. Como si su mano acariciara despacio cada una de nuestras inquietudes. Como si su fuego y su calor lo llenaran todo. A veces comprendemos cosas al hablar con Ella, otras no entendemos mucho pero, al entregarlas, tenemos paz. María nos dice: «Estás conmigo, eres mi hijo, te esperaba, me importa todo lo tuyo, hasta lo más tonto, hasta lo más necesario». Los lugares sagrados tienen esa atmósfera de cielo que tanto necesitamos. Al Santuario no vamos solos, siempre recibo de los demás a través de María, eso es un misterio. El capital de gracias. Veremos en el cielo cómo nos hemos sostenido en la vida unos a otros. Nuestra oración sostiene a muchos. La oración de los otros me sostiene. Nunca podré entender mi vocación sin esta realidad que se me escapa. Muchos me ayudan a caminar. Mi oración ayuda a muchos. María toma lo nuestro y lo multiplica, lo regala. Es un río de gracia que llega al alma en cuanto abrimos la puerta. Es el lugar donde yo recibo sin saber y entrego lo que soy. Sin miedo. El alma se alegra. Todos tenemos también un lugar en nuestro corazón donde Dios habita. Podemos peregrinar allí. Es nuestro jardín interior. Nuestro Belén. Nos habla de lo más sagrado.

Pensaba en el Adviento. Y pensaba que el Adviento es un tiempo de conversión. El otro día escuchaba: «El Adviento es una nueva oportunidad para cambiar». Es cierto. Es un tiempo de gracias que Dios pone en nuestras manos. Es un tiempo de silencio para que en nuestro silencio viva Él. Es un tiempo de oración. Un tiempo para ir al desierto del alma a encontrarnos su amor. Comenta Carlos de Foucauld hablando de la experiencia de desierto: «Es necesario pasar por el desierto y permanecer allí para recibir la gracia de Dios. Es en el desierto donde nos vaciamos y nos desprendemos de todo lo que no es Dios, y donde se vacía completamente la casita de nuestra alma para dejar todo el espacio sólo a Dios. Es un tiempo de gracia. Es un tiempo que debe pasar toda alma que quiera dar fruto; es necesario este silencio, este recogimiento, este olvido de todo lo creado, donde Dios establece en el alma su reino, y forma en ella el espíritu interior, la vida íntima con Dios, la conversación del alma con Dios en la fe, la esperanza y la caridad»[3]. Anhelamos ese encuentro personal e íntimo con el Señor. Queremos palpar su amor y sentir que nuestra vida cobra sentido. Estamos lejos del ideal que anhelamos. Lejos de Dios, lejos de nosotros mismos. Pensamos en la conversión y la imploramos, la necesitamos. Sabemos que si Dios lo quiere Él puede hacerlo, porque nada hay imposible para Él. Aunque cambiar nos parece duro y arduo. Una tarea para toda la vida. Sabemos que este tiempo de espera, este tiempo de camino a Belén, es una nueva oportunidad para cambiar, para encontrarnos con el Dios de nuestra vida, para desasirnos de lo que nos pesa y nos ata, para tocar con alegría la misericordia de Dios en nuestro camino. ¡Qué lejos y qué cerca! Dios presente y ausente. Dios que nos ama y nos deja vivir en el desierto la soledad y el abandono. Dios que quiere que nos vaciemos para llenarnos. Porque llenos, no hay sitio.

Me tocaron mucho las palabras de dos Padres de nuestra Comunidad que celebraron hace poco sus bodas de plata sacerdotales: «Yo creo que estamos ambos en esa etapa de la vida sacerdotal en que aprendes a ser a ser sencillamente tal cual eres, sin tratar de representar nada, simplemente seguir siendo tú. ¡No cambies nunca! Son voces que uno escucha uno a menudo, aunque también no faltan las otras: las que esperan que cambies. Una de las cosas que más llama la atención del Papa Francisco es que en él nada ha cambiado por ser Papa, sigue siendo el mismo de antes y es lo que lo hace tan atrayente». ¿Cambiar o no cambiar? La pregunta que siempre nos hacemos. La verdad es que la conversión pasa por sacar lo más auténtico que hay en el corazón, lo más mío, lo más puro. Eso ya significa que es necesario cambiar. Porque normalmente no nos mostramos tal como somos, no somos lo más auténtico que vive en nuestra alma. Nos escondemos detrás de nuestros muros y defensas. Por eso me gusta la descripción que hace Miguel Ángel al hablar de sus obras: « ¿Cómo puedo hacer una escultura? Simplemente retirando del bloque de mármol todo lo que no es necesario. Cuantos más son los residuos de mármol, más crece la estatua. El mejor artista sólo tiene que pensar que está contenido dentro de la cubierta de mármol, sólo la mano del escultor puede romper el hechizo para liberar a las figuras dormidas en la piedra». Es la hora de cambiar. No de dejar de ser como somos. Soñamos con cambiar hábitos arraigados profundamente en el alma. Sabemos que son hábitos que no es posible limar tan fácilmente, en pocas semanas. Pero confiamos en que para Dios nada hay imposible. Se trata, eso sí, de quitar todo el mármol que impide ver la belleza oculta en mi alma. Esa belleza que yo mismo desconozco. Porque me he acostumbrado a mirar con desprecio mi vida, a juzgar con acritud mis actitudes, a menospreciar mi pequeñez, sin mirar a las alturas. A tener envidia de los otros. A no valorar mis pequeños logros. Necesitamos creernos que dentro de nosotros hay un tesoro que podemos dar. Necesitamos personas que nos recuerden cuánto valemos. Que nuestra vida merece la pena. Nos falta fe para creer con más fuerza en lo que podemos llegar a ser.

Pero la verdad es que muchas veces no nos abandonamos en las manos del escultor. No le dejamos a Dios trabajar con libertad y le ponemos trabas a sus manos que trabajan con maestría. No creemos que lo esté haciendo bien del todo porque nos duele. Claro, cambiar siempre duele. Duele que caiga la piedra del molde. Duele dejar ver lo que tenemos dentro. Nos sentimos desnudos, incómodos. Pero es por ahí por donde llega la verdadera conversión. Dice el P. Kentenich: « ¿Qué se entiende por segunda conversión, o quién es el que se convierte realmente? Son aquellos que han sacrificado enteramente su entendimiento; que han entregado por entero a Dios su voluntad y corazón. Ahora el entendimiento queda enteramente bajo la luz del más allá, de lo sobrenatural. Y el corazón sólo sabe de una cosa: lo que causa alegría. Todo lo demás es accesorio. El yo, por así decirlo, ya no está ahí. No es que el yo no se haga sentir más. Pero no tiene nada más que decir, nada más que comunicar»[4]. El yo. Nuestro ego tan necesario para vivir. Para luchar contra toda esperanza cuando experimentamos dificultades. Esa fuerza interior que no se conforma, que busca, que anhela. Pero también ese yo que a veces se niega a quitarse de un primer plano. Se resiste a ser purificado. Quiere más. Desea más a veces de forma enfermiza. Ese yo al que Dios tanto ama. Ese yo que quiere ser un Santuario con puertas abiertas y tantas veces las cierra. Ese yo herido que busca siempre ser protagonista y, sin querer, destruye lo que construye. Sí, me sorprende ver personas que hacen tanto bien con la mano derecha. Mientras que su izquierda, herida y necesitada de cariño, echa a perder todo lo sembrado. Me conmueve, me entristece. Me gustaría ayudarles a crecer en su camino. Pero no es fácil crecer y desprenderse del propio yo. Todos lo sufrimos. ¡Qué heridos estamos todos! ¡Cuánto nos cuesta reconocerlo! Miramos la herida de los demás. Nos parece inmensa. A veces vemos sólo sus actitudes y los condenamos. Pero no se nos ocurre pensar que también nosotros estamos heridos.

Si somos sinceros, tenemos que darnos cuenta de que llegamos al Belén de Jesús con el alma herida y rota. Pero no importa mucho, Belén es el lazareto de los heridos, es tierra de sanación. Pensaba que Schoenstatt nació junto a un lazareto, un hospital de campaña, en medio de una guerra. Nació entre gritos de dolor y de muerte. Nació en el dolor y la soledad también de unos jóvenes seminaristas que querían confiar y anclarse en Dios, pero vivían heridos. Ese lazareto sucede en nuestro mundo hoy. Hay muchos heridos y enfermos. Belén está lleno de heridos y moribundos. Muertos y abandonados. Soñamos un mundo de sanos. Vivimos un mundo de enfermos que sueñan con ser sanados. Nosotros somos así. Mitad de Dios y mitad del mundo. Vivimos la tensión entre lo que soñamos y lo que alcanzamos. La tensión entre el cielo y la tierra, entre lo que queremos lograr y lo que no logramos hacer. Una persona escribía: «No sé, no es fácil romper las ataduras hechas con trozos de alma. Parece imposible. Tiro y tiro y no lo logro. A lo mejor es que me empeño en hacerlo solo y no te pido ayuda. Quiero vencer sin ti, avanzar sin ti. No es tan sencillo. Acaricio el sol y creo que me pertenece. Dibujo sueños y creo que son realidad. Me apego demasiado a la comodidad, a mi vida tantas veces aburguesada. Quiero crecer. Quiero avanzar. Hay tantas cruces a mi alrededor. Y yo vivo feliz y tranquilo. Tal vez demasiado. No logro calmar el alma de nadie. Soy egoísta, mundano, de la tierra. Ojalá pudiera recogerme cada día en tus brazos. Descansar callado. Caer dormido. Ojalá pudiera tenerte para siempre a mi lado. Sin miedo a perder. Sin miedo a caer. Me cuesta tanto. Soy de Dios. No soy de Dios. Soy de la piel pegada a mis huesos. Déjame romper las cadenas que me impiden volar más alto. Déjame colocar mi corazón en tus manos y darte mi sí torpe y tímido de nuevo. Siempre de nuevo». Soñamos el cielo y tocamos el polvo. Acariciamos la eternidad y nos contentamos con la arena de nuestro reloj lleno de presente. Queremos dar la vida al pie de la torre. Pero no lo logramos. Porque la vida nos pesa, porque no somos tan grandes como habíamos creído. Pero no por ello nos desanimamos. El ideal brilla ante nuestros ojos y eso nos alegra. Estamos lejos y cerca. Pero corremos. Comentaba el P. Kentenich: «Perseguir un objetivo propio en medio de la masa es mucho más difícil que simplemente someterse y decir sí a todo». El objetivo brilla ante nuestros ojos y eso nos alegra. Es la luz que guía nuestra peregrinación en este Adviento. Soñamos alto. No nos conformamos con los mínimos. Vamos dando pequeños pasos. Decía el P. Kentenich: «El primer paso consiste en la purificación de las fuerzas instintivas: de la belleza, de la fuerza, de la entrega. También se podría educar a la juventud tal como se doman fieras. Pero el objetivo de la educación no es domar fieras, sino guiar interiormente al ser humano y sus instintos hacia Dios»[5]. El ideal mueve nuestro ser hacia Dios. Nuestras pasiones se elevan hacia lo alto. Nos sentimos atraídos hacia Dios. Él quiere todo lo que hay en nuestro interior.

¿Qué ideales mueven nuestra vida? ¿Cuál es nuestro objetivo? ¿Dónde está nuestra meta?

2. De Nazaret hacia Belén, un camino de alegría. Dos puntos, un destino

El Adviento es un tiempo de espera alegre. Aunque a veces las esperas no nos parezcan tan alegres. Nos molesta esperar, para ser sinceros. Pero yo aprendo a esperar mirando cómo esperan algunas personas. En ellas descubro la alegría impaciente, la sensación de estar salvando el mundo mientras esperan. En ellas es como si el tiempo de la espera fuera sagrado. No sólo un rito. Sino un momento santo. Me recuerdan al zorro esperando al principito, y descubriendo en el color del trigo el pelo rubio de aquel a quien esperaba. Cuando uno espera así hace de la espera un momento de anhelo y nostalgia, de gozo incompleto y deseo infinito. Esas personas que esperan así, saben que la espera es tan importante como el encuentro. A mí me cuesta entenderlo y hacerlo mío. Me cuesta ver la espera como lo que es, previvir lo sagrado, saborear la plenitud, anhelar más, soñar cada minuto de arena. Creo que la vida tiene mucho más de espera que de encuentro, de anhelo que de plenitud, de sueño que de realidad. Por eso es tan importante aprender a esperar. ¿Qué hacemos cuando estamos esperando? Muchas veces estamos molestos, inquietos, revueltos por dentro. No lo vemos como un momento de Dios. Me viene bien aprender a esperar. Más de lo que creo. La espera pone lo importante de la vida en el centro. Porque el centro no soy yo mismo. El mundo no gira en torno a mí, como a veces creo. A mí nadie me debe nada. Ni siquiera esos minutos que aparentemente pierdo esperando, como la triste arena de un reloj de arena cargado de minutos. Hace bien esperar con un sentido. Tiene que ver con preparar el corazón para el encuentro. Nos hacen bien las personas impuntuales. Las que no llegan nunca a la hora. Esas que a veces se sienten culpables y otras, para nuestra sorpresa, no se dan cuenta. Es verdad que parecen no valorar nuestro tiempo, ni nuestra vida. Pero muchas veces lo que pasa es que se despistan y la arena se les escapa entre los dedos. Los comprendo. Pero a veces lo vemos como una falta de respeto. Nos deben algo, pensamos. Sí, definitivamente nos hace bien que nos hagan esperar. Nos educa. Nos ayuda a crecer en la paciencia. Nos hace bien no sentirnos tan importantes. Pero, sobre todo, nos ayuda a vivir el momento, el instante. A saber que saber esperar es un arte. Esperar y recibir al que llega con el corazón dichoso, no molesto. En paz, no inquieto. Valorar que llega. Aprender a disfrutar la espera como un momento de alegría. ¡Qué paradoja! Vivimos en el tiempo de la rapidez. Queremos que todo llegue ya, sin esperar colas, sin tener que aguardar al otro día. Todo aquí, ahora. ¡Qué bien nos hace la espera! El que sabe esperar disfruta más el encuentro. Se alegra más con la persona que llega. Valora más su presencia y no se cree con derecho a tener nada. Los derechos nos quitan la paz. La gratuidad nos enseña a ser agradecidos con lo que hay. Sin miedo. Sin perder la paciencia.

El tiempo de Adviento es un camino largo que llega hasta Belén. Es increíble que en esta ciudad amurallada naciera Jesús. En un lugar de guerra y violencia. De divisiones y rupturas. En una tierra herida hasta lo más hondo. Precisamente ahí, donde el corazón más sufre, es donde nace Jesús. Escuchamos estos días noticias de violencia en Israel y el corazón se conmueve. Amenazas, bombas, odio. Pasan los años, los siglos, y continúa el odio, la división, la violencia. Hombres que se matan matando y se ven como mártires. Un padre comentaba impresionado y agradecido, con una sonrisa en los labios: «No pensaba que mi hijo iba a ser un mártir». Su hijo había matado a muchos matándose. Me entristece. Me duele el alma al escucharlo. ¿No es verdad que no necesitan médico los sanos sino los enfermos? Es cierto. Jesús nace en el lugar de la división y el odio porque trae la unión y el amor. En el lugar de la guerra porque trae la paz. Nace donde más falta hace su amor lleno de misericordia. Porque nace allí donde escasea la misericordia. Todos anhelamos la paz, la unión, la concordia. Nuestra vida tiene a veces mucho de Belén. Hay división, hay guerra, hay rencor, a veces odio. Por eso anhelamos que Jesús nazca de nuevo. Porque nos va a traer la paz, porque quiere cambiarnos. Por eso cada año volvemos a preparar el corazón para su venida. Siempre me conmueve la fidelidad de la Iglesia. Nos postramos para esperar, para recorrer el mismo camino cada año. Este año en el Santuario hemos celebrado los cien años de Schoenstatt. Cien años esperando. Cien años para celebrar un día de gracias. Así es la vida. La espera hace más sagrados los momentos. O tal vez son los momentos sagrados los que llenan de Dios la espera. Las dos cosas valen. Pero lo cierto es que hay que recorrer un camino para llegar desde Nazaret a Belén. Es un camino largo. María y José tuvieron que emprender un largo viaje. El corazón en paz y lleno de alegría. Pero en su alma habría inquietudes y miedos. Tan humanos. Tan de Dios. El camino comenzó en Nazaret. Todo camino tiene un punto de partida. Un día. Un momento. Un lugar muy concreto. La arena del reloj que empieza a caer. Todo camino conduce a alguna parte. Tiene un fin. Una tierra. Un establo. Nazaret y Belén se unen de nuevo esta Navidad. Dos puntos. Una espera. Un encuentro. Y un matrimonio, José y María, ella embarazada, recorren caminos peligrosos para llegar a Belén. Hoy ciudad amurallada. Salieron de Nazaret, obedeciendo las leyes del mundo, obedeciendo los deseos de Dios.

 

Alégrate, María, llena de gracia, el Señor está contigo

Hay encuentros que pueden cambiar para siempre la vida de una persona. En Nazaret tuvo lugar aquel encuentro que ha cambiado nuestra historia. Una niña abierta a Dios, enamorada de Él, confiada. La historia de Dios con el hombre siempre tiene lugar en lo profundo de nuestro corazón. En un instante, cae la arena. Así fue con María. Ella guardó aquellas palabras del ángel para toda su vida. María se alegró porque el Señor estaba en Ella, con Ella, en su alma de niña. Estaba llena de Dios, de su gracia, de su presencia. Aprendió a reír, a sonreír, a alegrarse con esa alegría profunda y calma que acompaña a los que confían. Porque, para construir con Dios, hace falta confiar. El P. Kentenich, hace cien años también creyó y confió. Creyó en su Madre cuando era niño, creyó en María al entrar en el orfanato, consagrado a Ella, creyó durante los años de crisis, cuando todo en su interior se rompía y pensaba que se iba a volver loco. Creyó en lo más hondo de su soledad, herido y roto. Creyó en Ella cuando no creía ya en sí mismo. Aprendió a confiar como los niños. Aprendió a soñar en los brazos de una madre que nunca lo iba a dejar solo. Creyó aquella mañana soleada de hace cien años. Cuando Schoenstatt era un valle de muerte, provocado por una guerra cruel. Cuando los ecos de Pompeya y lo ocurrido allí le animaban a confiar. Cuando el Lazareto sobre el valle le recordaba que el hombre de hoy estaba muerto en el alma, en lo más profundo. Cuando la guerra amenazaba con destrozar tantas vidas. Cuando él mismo no era capaz de cuidar como padre a tantos hijos indefensos. Cuando el recuerdo de su propia soledad le hacía creer más hondamente en una Madre que calma el corazón. Sí, creyó como niño siendo ya hombre. Se abrazó a sus proyectos temiendo estar equivocado. Soñó fuerte, con toda el alma, un domingo soleado. Creyó en la promesa, como María, como tantos santos a lo largo de la historia. Creyó contra toda esperanza. Creyó en medio de la tormenta. En la sencillez de un día cualquiera. Confiando en que las cosas grandes de Dios suelen tener comienzos insignificantes.

Así es en la vida, en nuestra propia vida. Por eso hoy miramos a María en Nazaret. Miramos su vida de niña. Su sí de mujer. La miramos de rodillas y erguida. Callada y diciendo con voz fuerte que creía. La vemos tan indefensa y tan poderosa. Tan llena de gracia, tan llena de Dios. La vemos vacía de sí misma, de sus pretensiones y proyectos. La vemos llena del Señor que estaba con Ella. Para siempre. Caminando a su mismo paso. María se despojó de sus mismos deseos. En la vida hay personas que saben lo que quieren, que caminan con paso decidido. Pero a veces a esas personas les cuesta cambiar, aceptar nuevos rumbos, dejar sus posesiones y planes e iniciar una nueva vida. Esas personas muchas veces se vuelven rígidas y se cierran a la vida. María no era así. Estaba abierta a Dios, dispuesta a ponerse en camino en cuanto Dios le dijera algo. Y Dios se acerca a Ella. Se arrodilla ante una niña esperando una respuesta. Dios todopoderoso se postra impotente aguardando. Dios infinito, sin tiempo, se somete al tiempo del reloj de arena que sujeta las manos de una niña. ¡Cómo no se va a alegrar la que ha creído al ver que su Padre se acerca a Ella! ¡Cómo no alegrarse al tocar la presencia viva de Dios en su alma! Ella, que ha creído, toca al Dios al que tanto ama. Ella, llena de gracia, acoge la misericordia de Dios que ha fijado en Ella su mirada. Ella, la niña que ha soñado, puede ver a Dios hecho carne en sus manos. ¡Cómo no va a alegrarse la que ha creído!

A veces se nos llena la mirada soñando con una felicidad que llene el alma. Anhelamos una plenitud completa que nunca llega. Con un cielo recogido en el corazón, grabado en lo más profundo. Soñamos con ser de Dios, con que Dios esté en nosotros, cada día, para cada día. ¡Cómo no estar alegres cuando Dios nos dice que estará cono nosotros cada día, en cada tormenta, en mitad del mar! La presencia de Dios en nuestras vidas nos llena de alegría. De una alegría honda como la que se quedó en el alma al celebrar los cien años de nuestra historia de Schoenstatt. Una alegría de esas que no se expresan en carcajadas. Sino en una leve sonrisa que indica que el pozo está lleno. Una alegría nueva, sana, santa, renovada. En el Documento de Aparecida hay un párrafo sobre el discípulo misionero: «La alegría que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo, deseamos que llegue a todos los hombres y mujeres heridos por las adversidades, deseamos que la alegría de la buena noticia del Reino de Dios, llegue a todos cuantos yacen al borde del camino, pidiendo limosna y compasión. La alegría del discípulo no es un sentimiento de bienestar egoísta, sino una certeza que brota de la fe, que serena el corazón y capacita para anunciar la buena noticia del amor de Dios». Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona. Es la alegría de caminar con Él. Así empezó su camino María desde Nazaret. Así comenzamos nosotros cuando llevamos a Dios en el alma. Nos gustaría encontrarnos con Él y estar siempre alegres. La promesa vibra en nuestro interior. Alégrate, nos dice, porque va con nosotros, porque no nos deja. Muchas veces queremos tener el control absoluto de todo lo que pasa en nuestras vidas. Queremos estar seguros del futuro, para no perder nada. Queremos vencer los miedos. Queremos ser los dueños y señores de nuestra historia. Nos abruma el miedo a perder la vida. Hoy el mensaje es claro: «Alégrate». Queremos alegrarnos. No por las circunstancias de la vida. Queremos alegrarnos con el Dios de nuestra historia. Alegrarnos con su presencia, con esa vida suya que nos plenifica. Es el camino que lleva de Nazaret a Belén. Así comienza el camino de conversión. Escuchamos una llamada y nos ponemos en camino. No importa la dificultad del día. Sólo la certeza que nos alegra. Jesús va con nosotros. No se baja de nuestra vida. ¿Dónde está la alegría diaria de mi corazón? ¿Cuándo he escuchado su voz diciéndome que está conmigo, que no tema? Nuestra alianza de amor tiene mucho que ver con ese momento en la historia de María. Es nuestra propia anunciación. María salió a nuestro encuentro. Por eso hemos renovado nuestro sí. Queremos permanecer alegres en medio de las vicisitudes de la vida. Alegres porque María camina siempre a nuestro lado.

¿Cómo puede llegar a ser un pobre establo el santo hogar de Dios?

El camino llega a Belén. Muchas personas. Albergues llenos. Un establo como única morada. ¿Cómo darle una posada digna a Dios? El Papa Francisco citó la exhortación Apostólica Evangelii Gaudium para afirmar: «María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura». No es fácil hacer ese cambio tan profundo y verdadero. María tenía un establo como hogar. Se encontró vacía y llena de Dios. Encontró un lugar sucio. El único posible. Había mucha oscuridad. Soledad. Olvido. ¿Cómo transformar la guerra en paz? ¿La suciedad en pureza? ¿La oscuridad en luz? ¿Cómo llenar de vida la muerte? ¿Cómo calmar la sed del desierto? ¿Cómo llenar de amor el abandono? ¿Convertir lo feo en algo bello? ¿Llenar la herida de esperanza? María logra convertir una cueva de animales en un hogar en el que pueda nacer Cristo. Lo hace con unos simples trapos y una montaña de ternura. Prepara un hogar para que Cristo nazca. Lleva luz. Ternura. Vida que vence la oscuridad. María lo cambia todo con su presencia. Decía el Papa Francisco en Roma: «María es la que ayuda a bajar a Jesús. En el abajamiento de Jesús. Lo trae del cielo a convivir con nosotros. Y es la que mira, cuida, avisa. Está». Transforma el establo en hogar. Transforma la suciedad en vida. Está allí y lo cambia todo con su presencia de Madre. Hacían falta unos pocos trapos. Pienso que esos trapos es lo que tenemos nosotros tantas veces para cambiar el mundo. Nuestros propios trapos, nuestra pequeñez. Hay personas que lo cambian todo simplemente estando presentes. Cuando llegan cambian con su luz un lugar, con sus trapos. Parece increíble. No hace falta que hablen. Basta su presencia silenciosa. Sus maneras. Su forma de mirar. María era así. Lo cambia todo. Bastan unos pobres trapos.

Y también una montaña de ternura. Lo humano. El corazón. El beso. El abrazo. María convierte lo inhabitable en un lugar lleno de luz gracias a su ternura. Trae a Cristo, lo abraza con ternura. Él vive en sus manos. Da a luz y el establo se llena de luz. Un milagro cotidiano. Una transformación milagrosa. Su ternura. Su amor. Queremos que Jesús venga a nuestra vida y la llene de luz y ternura. María es capaz de cambiar una cueva de animales en un hogar. Pero, en realidad, el establo seguía siendo una cueva de animales. Todo seguía igual por fuera. Seguía siendo un establo. ¿Qué es lo que había cambiado? Cambió la mirada. Lo más divino estaba escondido bajo apariencia humana. Eran necesarios unos ojos limpios para ver un palacio en esa cueva, bajo esos trapos. Se trata de una nueva forma de mirar, una nueva forma de amar. Hay personas capaces de mirar la vida y ver la belleza. En un establo ven la pureza de Dios. Otras personas hacen lo contrario. Ven la parte fea de la vida. Se quedan en lo que está mal. Se quejan y protestan. Esas personas hacen de lo sagrado un establo. Justo al revés que María. La ternura de Dios en los brazos de su madre es lo que hace que una cueva sea un palacio. Aunque siga siendo una cueva por fuera, es un palacio por dentro. Es ese milagro interior que hace Dios muchas veces en nosotros. Exteriormente no ha cambiado mucho, seguimos siendo los mismos. La misma torpeza, los trapos de nuestra vida. Lo humano. Pero todo ha cambiado con su presencia. El milagro es que la cueva sigue siendo cueva. Los animales no dejan de ser animales. No es el cuento de cenicienta en que la calabaza se convirtió en carroza. El milagro sucede en lo hondo. Es el misterio de Dios en el suelo, bajo unos trapos. Visible sólo para los ojos de niño. Para los ojos de María y José. Es el milagro de nuestra conversión. Seguimos siendo los mismos. Somos hombres nuevos. Un Belén vivo.

A veces no tenemos un lugar adecuado para que venga Jesús. Miramos nuestra vida en este Adviento y vemos un establo lleno de suciedad y desorden. Gritos y violencia. Oscuridad y falta de esperanza. A veces todo eso habita en nuestro interior. Queremos que venga Jesús a nuestra vida y transforme nuestra alma. Él lo puede hacer. Lo hizo en María, por María. María lo puede hacer a través de nuestra alianza de amor. Queremos mirar nuestra vida con agradecimiento. Jesús hace milagros en nosotros que no son evidentes. Nuestra vida no es evidente. Así nos lo decía el P. Kentenich: «Reparemos en los momentos donde Dios llama a nuestra puerta suscitando el impulso a remontarnos hacia El. Suele suceder a las personas de particular nobleza espiritual, que cuando una alegría embarga sus corazones se sienten elevadas raudamente hacia Dios. Según mi manera de ver, nosotros, hijos de nuestro tiempo, somos terriblemente ‘proletarios’ en esta área: nos parece evidente que Dios nos dé alegrías; ¡es una lástima! Un temperamento noble tiene siempre un ‘¡Gracias, Señor! ’ a flor de labios. Les propongo esta consigna: - Acabar con las evidencias»[6]. Nos acostumbramos a los regalos de Dios. Nos acostumbramos a estar llenos de su luz. Pero no es evidente. Cada luz que surge no es evidente. Queremos que cada alegría que recibamos sea una ocasión para dar gracias, para mirar al cielo agradecidos, para subir más alto. Ese día, en Belén, el establo se llenó de luz. María se alegró agradecida. José se conmovió ante la vida que alumbraba su vida. ¿Cuánta luz tengo que agradecer en mi vida? Muchas veces las sombras del momento nos hacen incapaces de agradecer los pequeños regalos. Nos ofuscamos con lo que no tenemos y no nos alegramos de las pequeñas conquistas. Ojalá al mirar a María hoy le pidamos esa mirada sobre nuestra vida. Nada es evidente. Acabemos con las evidencias. Todo es don. La alegría honda es don. ¿Cuáles son los regalos no evidentes por los que debo agradecer?

Belén se convierte en un Santuario vivo. Llega Cristo por manos de María. Surge la luz. Nosotros estamos llamados a ser Belén vivo, a ser un Santuario vivo. Que donde vayamos no haya ningún corazón sin Navidad. Donde estoy yo, llega Belén. Mi vida está llamada a convertir en tierra sagrada los lugares que habito. Cuando visito otros corazones, como María, llevo la alegría y cambio otras vidas. Como dice el Papa Francisco de María: «Es capaz también de hacer saltar un chico en el seno de su madre como escuchamos en el Evangelio. Ella es capaz de darnos la alegría de Jesús. María es fundamentalmente Madre. Bueno sí, Madre es poca cosa, no, María es Reina, es Señora. No. Pará: María es Madre. ¿Por qué? Porque te trajo a Jesús». Es la alegría que entregamos los que llevamos a Jesús en el alma. Entregamos su vida, no la nuestra. Le señalamos a Él, no a nosotros. Es su poder transformador, no el nuestro. María cambia el establo porque trae a Jesús. Pero también lo cambia porque lleva en su interior una montaña de ternura. Me ha conmovido esa expresión. Una montaña de cariño, de cercanía, de abrazos. El tiempo de Adviento y Navidad es una invitación a la ternura. Podemos cambiar muchos establos gracias a nuestra ternura. La ternura de María transforma el mundo. Nuestra ternura también lo hace. Podemos sacar una sonrisa escondida en la amargura gracias a nuestra ternura. Podemos sacar luz en la desesperanza. La ternura es fuente de vida. Nuestra forma de tratar, de enaltecer, de elevar. Nos arrodillamos ante Dios en los hombres. Por nuestra ternura comienza el Adviento. Nuestros gestos de amor, nuestra misericordia, preparan a Dios un Belén vivo.

Llegamos al retiro con ganas de encontrarnos con Jesús, con María. ¿Qué queremos entregar hoy? ¿Qué tenemos que cuidar  en este tiempo de Adviento? Es un tiempo de espera de preparación. Queremos cuidar nuestra oración en familia. Nuestra vida matrimonial nos exige la entrega, la generosidad. Queremos cuidar lo que Dios nos ha confiado. ¿Dónde queremos poner el acento en estas semanas? ¿Cómo vamos a cuidar la alegría para crecer como familia? ¿Cómo vamos a hacer de nuestro establo un Belén en el que nazca Jesús en nuestra vida? Tenemos unos trapos y un montón de ternura. Ponemos lo humano, nuestra pequeñez. Y le pedimos a Dios que bendiga nuestra entrega. Que transforme nuestro hogar pobre y humilde. Queremos que nazca en medio de nuestra familia. Sabemos que la preparación exige generosidad, renuncia y mucho amor, mucha ternura. ¿Qué vamos a entregar en estos días?as?﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ntregar en estos da y mucho amor, mucha ternura. ¿Qunuestro hogar pobre y humilde. queremos os nidades y carismas



[1] J. Kentenich, María, Madre y Educadora, 1954

[2] J. Kentenich, Terciado 1952

[3] Carlos de Foucauld, Obras espirituales, 72

[4] J. Kentenich, Terciado 1952

[5] J. Kentenich, Kentenich Reader I

[6] J. Kentenich, Niños ante Dios

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