Bajar de la torre de cristal

Al cierre del sínodo de la familia, el Papa Francisco recordó que, en Jesús, se acabó con esa lógica perversa y comenzó una nueva, revolucionaria: la gracia de Dios sale al encuentro del otro, del extraño, del distante, de quien pensamos enemigo.

Miércoles 5 de noviembre de 2014 | P Hugo Tagle

Una mala comprensión de la fe lleva a acentuar la idea de que los perfectos y puros serán los únicos salvados. Y no bastaría con serlo: hay que separarse de los "impuros", requisito "sine qua non" para alcanzar la beatitud. Es una tentación constante en la vida religiosa: el escondido deseo e ilusión de sentirse de los buenos, de los inmaculados, de los sin mancha. Y desde ahí, juzgar al resto.
Al cierre del sínodo de la familia, el Papa Francisco recordó que, en Jesús, se acabó con esa lógica perversa y comenzó una nueva, revolucionaria: la gracia de Dios sale al encuentro del otro, del extraño, del distante, de quien pensamos enemigo. "¿Por qué come y bebe con publicanos y pecadores?" le reprochan a Jesús. A lo que responde: "No son los sanos los que necesitan al médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores" (Lc 5,29).
Una nueva y desconcertante lógica, divina, se extiende a partir de Cristo. "Ésta es la Iglesia, la Madre fértil y la Maestra premurosa, que no tiene miedo de arremangarse la camisa para derramar el aceite y vino sobre las heridas de los hombres (Cf. Lc 10,25-37)" resalta el Papa. La misma que "no mira a la humanidad desde un castillo de vidrio para juzgar y clasificar a las personas".
La Iglesia se vuelve a entender como servidora de los hombres, aquella que sale al encuentro de quien se encuentra caído a la orilla del camino; que va a las "periferias existenciales", sin miedo a herirse o golpearse. Es una Iglesia "semper reformanda", compuesta de pecadores, necesitados de Su misericordia. La misma que busca ser fiel a su Esposo y a su doctrina. Es la Iglesia que no teme comer y beber con prostitutas y publicanos (Cf. Lc 15).
La Iglesia de Francisco, la única y misma de Cristo, es la que "abre las puertas para recibir a los necesitados, los arrepentidos y ¡no sólo a los justos o aquellos que creen ser perfectos!" subraya el Santo Padre. Es la Iglesia que "no se avergüenza del hermano caído y no finge de no verlo, al contrario, se siente comprometida y obligada a levantarlo y a animarlo a retomar el camino y lo acompaña hacia el encuentro definitivo con Él".
El Papa Francisco nos remite a los orígenes, a Cristo mismo, al que escandalizó a los doctores de la ley, los que se sentían perfectos, y que lo llevaron a la muerte ignominiosa de la cruz.
El mensaje cristiano incomoda y desconcierta. Como el Papa. Su pontificado nos recuerda el dicho atribuido a Cervantes en El Quijote: "Deja que los perros ladren, Sancho, es señal de que avanzamos". Con Francisco, avanzamos. Tener al Papa Francisco es un riesgo, es cierto; pero no haberlo tenido, sería camino seguro al despeñadero.

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