Charla retiro de Cuaresma

Viernes 25 de marzo de 2016 | P. Carlos Padilla

«Me miró con misericordia y me eligió»

Me gusta pensar en la misericordia en este tiempo de cuaresma que se nos regala. Quiero detenerme ante esa mirada llena de misericordia de Jesús. La cuaresma es un tiempo especial para tocar la misericordia de Dios en mi vida y ser yo al mismo tiempo misericordioso.Pero muchas veces me veo poco misericordioso. Veo mi corazón endurecido y seco. Tal vez olvido la mirada de Jesús sobre mí. Olvido que me ha elegido por misericordia, que me ama porque Él quiere. Me llama porque me necesita, porque quiere caminar conmigo. Esa mirada llena de amor es la que tanto deseo. Decía el Papa Francisco: «En la tradición profética, en su etimología, la misericordia está estrechamente vinculada, precisamente con las entrañas maternas (rahamim) y con una bondad generosa, fiel y compasiva (hesed) que se tiene en el seno de las relaciones conyugales y parentales».Habla de una misericordia que se gesta en las entrañas, que se manifiesta en la ternura y en la calidez. Añadía el Papa:«La misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. Se trata realmente de un amor visceral. Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón».Una misericordia que es cercana, que se abaja y se acerca al que sufre. Que se puede tocar con las manos y acariciar con el alma. Ojalá tuviera yo siempre entrañas de misericordia. Pero muchas veces no veo que mis entrañas estén llenas de la misericordia de Dios. Me gustaría, pero no es así. Además, creo que no acabo de creer en la misericordia como camino de vida, como actitud firme, como forma original de amar y entregarme. Sigo, eso creo a veces, juntando méritos, acumulando puntos, en una carrera que yo mismo he labrado en mi alma. Como si Jesús se fuera a poner a contar todo lo que he alcanzado y de acuerdo con los puntos logrados me fuera a dar un premio mejor o peor. No termino de creer en esa misericordia que se abaja y se arrodilla ante mi fragilidad, que me quiere como soy y me acepta en mi pobreza. Se alegra de mi belleza, y ve más de lo que yo mismo veo. No acabo de creer en una fuerza que sale del corazón de Jesús sin tener yo que hacer nada. No acabo de creer en su abrazo cuando me derramo agotado a sus pies suplicando que me mire y deseando tocar su manto a escondidas. Es una tensión interna la que vivo cada día entre creer y no creer en su misericordia infinita. La tensión que a veces me bloquea entre hacer y no hacer. ¿Y si no hago nada por los demás y resulta que todo al final es retributivo y Dios da a cada uno según sus méritos? Me gustaría tener la mirada de ese niño que muestra feliz a su madre las paredes pintadas de su cuarto sin imaginar por un momento que pueda no parecerle a ella una verdadera obra de arte. Él ve que es algo genial, se alegra por el resultado final. Su madre, con entrañas de misericordia, mira la pared con una leve sonrisa y se pregunta cómo logrará limpiar las pareces. Pero sonríe y abraza a su hijo. Y ve su belleza y se conmueve al ver su fragilidad. Y llora de alegría.

Este año queremos vivir la cuaresma bajo un lema que nos habla de misericordia. Son las palabras que eligió el Papa Francisco para su pontificado: «Miserando atque eligendo».Pero las aplicamos a nuestra historia personal. Me llama a mí, me mira a mí. Lo conjugamos en primera persona.El Papa Francisco quería crear una palabra nueva al pensar en este gesto de Jesús hacia Mateo: «Me gustaría traducirlo con un gerundio que no existe: misericordiando»[1]. Jesús tiene misericordia. Jesús mira con misericordia. Me gusta la mirada de misericordia de Jesús. Es como la mirada del padre que espera al hijo y lo ve llegar desde la puerta de su casa en la parábola del hijo pródigo. Así nos mira Jesús siempre. Su mirada me conmueve. El Papa se inspiró al elegir su lema en las palabras de San Beda el Venerable sobre ese pasaje de la vocación de Mateo: «Jesús vio a un hombre, llamado Mateo, sentado ante la mesa de cobro de los impuestos, y le dijo: - Sígueme. Lo vio más con la mirada interna de su amor que con los ojos corporales. Jesús vio al publicano, y lo vio con misericordia y eligiéndolo, y le dijo: - Sígueme, que quiere decir: - Imítame. Le dijo ‘Sígueme’, más que con sus pasos, con su modo de obrar. Porque, quien dice que está siempre en Cristo debe andar de continuo como Él anduvo». Este comentario bíblico marcó la vida del Papa Francisco. Mateo sólo dice que Jesús, cuando iba de paso, se detuvo un momento y miró a Mateo. No habla de una mirada de misericordia. Tan sólo dice que lo miró y lo llamó. San Beda interpreta la mirada de Jesús. Y le pone un adjetivo. Fue una mirada de misericordia. Esa mirada debió cambiar la vida de Mateo para siempre. Mateo era un publicano. Un pecador público. Había traicionado a su pueblo, se aprovechaba de los débiles, pensaba sólo en su ganancia. Para los judíos era un hombre despreciable. Pero Jesús se detuvo ante él y lo miró. ¿Por qué se detuvo Jesús ante él si era despreciable? Jesús iba de paso y se detuvo. Lo vio y se detuvo. ¿Por qué? Nunca sabremos si hubo otros encuentros previos que hicieran más comprensible esta escena. No sabremos si Mateo tenía en el alma una inquietud que lo movía a buscar a Jesús por los caminos observándolo de lejos, desde su ocupación principal. Lo ignoramos. Sólo tenemos este texto de los evangelistas, pocas palabras: «Jesús continuó su camino. Al pasar, vio a un hombre llamado Mateo que estaba sentado en su despacho de recaudador de impuestos, y le dijo: -Sígueme. Mateo se levantó y lo siguió».Mt 9,9. Un solo versículo. No dice mucho. Mateo estaba sentado en su mesa de recaudador. Con pocas palabras se describe una vocación sorprendente. Un hombre pecador convertido en discípulo. Un enfermo sanado por el médico. Un hombre alejado de Dios, elegido para vivir con Dios. Mateo, sin decir palabra, se pone en camino, lo deja todo y le sigue. San Beda interpreta ese encuentro. Para que ese hombre que se sabía tan pecador lo dejara todo y le siguiera, lo tuvo que mirar con misericordia. Tuvo que haber una mirada así para tener el valor de dejar su vida de pecado. Tuvo que sentirse amado. Sólo el amor nos puede mover de nuestras comodidades. Ese encuentro lo cambió todo. Una mirada sin palabras llena de amor. Un gesto, un seguimiento, una vida nueva que comienza por el amor recibido.

Caravaggio recoge esta escena en un cuadro maravilloso*.Interpreta ese momento. Un cuadro que se encuentraen San Luis de los franceses, una iglesia de Roma. Es un cuadro que se lee de derecha a izquierda. La llamada y la respuesta. Jesús y Mateo. Parecen dos mundos. Los dos grupos están separados. Hasta las ropas son distintas. La ropa sencilla de Jesús y la de Pedro. El ropaje rico y anacrónico de los cambistas, Mateo entre ellos. Cinco hombres en torno a una mesa. Dos de pie, en movimiento. Cinco hombressentados, quietos, acomodados. Unos descalzos y otros calzados. Uno de los hombres sentados, algo más mayor, mira las monedas, no levanta la mirada. A su derecha otro algo más joven también observa el dinero. No levantan los ojos. No ven ni a Jesús ni a Pedro. Siguen a lo suyo. Un hombre de espaldas en el cuadro, con una espada, está en tensión. Mira hacia Jesús. Es como si se quisiera defender. En frente dos hombres. Mateo y recostado sobre él, un joven. Algunos interpretan que podía ser el joven rico. Nunca lo sabremos. Ese joven mira de soslayo. Pero no se siente interpelado. No se mueve. Jesús aparece algo oculto en las sombras hasta que una luz de lo alto, no de la ventana, lo desvela un poco. Es bonita esa imagen. Jesús siempre ha estado ahí, también antes de verlo, antes de ser iluminado. Aparece medio tapado por Pedro. Jesús va descalzo en el cuadro. Es el caminante. El que se acerca a la vida de Mateo. Es muy parecida a la llamada a Juan, Andrés, Pedro y Santiago en el lago. Se cerca al lago, a lo más cotidiano, y los llama. ¡Qué tranquilidad da saber que siempre es Jesús quien pasa por mi vida y se detiene descalzo ante mi puerta!Esta escena es aún más fuerte, porque se acerca a un lugar de pecado que todos evitan. Pasa por el lugar por el que nadie pasa. Es en Cafarnaúm. Jesús acaba de hacer muchos milagros. Se le acercan ciegos, paralíticos, mudos, y los cura. Y en medio de todo esto, Jesús se acerca a un lugar de pecado.Jesús se acerca. Es conocido. Igual que Mateo es conocido. No se queda esperando a que Mateo salga de su mesa. Tal vez Mateo nunca se hubiera atrevido a acercarse a Jesús. Quizás lo desease. No lo sabemos. Mateo está acomodado. En el centro de un grupo de hombres preocupados por unas monedas. Demasiado protegido. Demasiado atado. Mateo vivía en la misma ciudad de Jesús. Habría oído algo de sus milagros. Jesús se acerca a él descalzo, sin hacer ruido, con sencillez.

¿Cuál es el misterio más profundo de esta escena? La miro un momento. Me la imagino con el corazón. Me imagino yo allí, en ese lugar, mirando a Mateo, mirando a Jesús. Es verdad que Jesúsya rompe esquemas cuando elige pescadores pobres e ignorantes para ir con Él y compartir su vida. Pero hoy va más allá y elige a un pecador. Llega hasta él. No espera que cambie de vida. No le dice nada de su trabajo, de si lo ve mal o bien. Jesús simplemente vio a un hombre llamado Mateo. Me encanta esta frase. No vio a un publicano como todos veían. No vio a un pecador. Vio a un hombre llamado Mateo. Miró por dentro a este hombre, miró su corazón. Vio el corazón de un hombre sentado en su mesa de cambios, quizás creyendo que estaba atrapado para siempre en ella. Vio su deseo. Su pobreza a pesar de sus ropajes. Vio su fuego. ¿Qué vio Jesús en él? ¿Era digno de ser discípulo? Me conmueve. Jesúsvio la verdad más honda y original de Mateo. Vio su pequeñez y su inocencia. Vio su pecado y su belleza. Su miseria y su riqueza. Mirar con misericordia no es mirar con condescendencia. No es mirar perdonando la vida. Así miramos nosotros muchas veces. Mirar con misericordia es mirar enalteciendo, asombrándonos de la bondad que vemos, de la grandeza del corazón que miramos. Jesús miraba siempre así. Y en su mirada daba la vida. Creaba una vida nueva. Miramos a Jesúsque señala a Mateo eligiéndolo entre muchos. Entresacándolo de esa mesa en la que estaba atrapado. En el cuadro hay mucha gente, pero los ojos de Jesús y Mateo se encuentran. Jesús lo mira y Mateo se siente mirado en su verdad. Esta mirada de Jesús cambió su vida. En esta llamada se refleja lo que Marcos dice de Jesús cuando llama a los doce: «Y subiendo al monte llamó a los que Él quiso».Mc 3,13. Llama al que quiere, aunque sea un pecador, precisamente por su fragilidad, por su debilidad, por su herida. Llamó a los que quiso. No a los más dignos y capaces. Llama a Mateo que no era digno.Jesús lo dignifica. En la escena Jesús habla. Pero Mateo no habla, actúa. Lo llama para que vaya con Él. No sólo lo perdona, sino que lo elige para estar entrelos más cercanos, entre los elegidos. Para vivir junto a Él. No le propone un programa de vida, ni un plan para dejar su oficio. Sólo le invita a ir con Él a partir de ahora. En el cuadro lo señala con el dedo. Pedro oculta algo a Jesús. Va descalzo como Él. También mira a Mateo, también lo señala. Lo hace con algo de timidez. Como la Iglesia cuando señala en la misma dirección de Jesús. Jesús muchas veces permanece oculto en su Iglesia, como en este cuadro. Me gusta ese paralelismo. Jesús escoge a Mateo entre muchos.Lo llamó, no a cambiar de vida, sino a ser su amigo. Jesús se detuvo ante él y vio lo que nadie había visto antes. Vio a un hombre llamado Mateo. Lo vio con su nombre. Con su historia. No sólo con su pecado. Aunque también con él. Mateo levanta la mirada. Sostiene la mirada de Jesús. No mira para abajo ni de reojo como sus compañeros. Es un encuentro entre Jesús y él. Jesús mira hondo. Donde nadie había llegado nunca. Creo que no sé bien cómo se mira con misericordia. Muchas veces miro demandando, recordando la pobreza de aquel al que miro. No olvido. Le recuerdo como es. Pero Dios no. Él me hace ver lo que no veo. Mi belleza, mi riqueza, mi don. Me hace ver cuánto valgo. Lo grande que soy. Así es como debería mirar yo. Debería aprender a mirar así. Enalteciendo, levantando, eligiendo. A mirar de tal forma que los demás se sintieran mejores personas y tocaran en mi mirada algo de esa mirada de Dios. Porque Dios necesita mi mirada para mirar a los hombres.

Esa mirada de Jesús, esos pasos descalzos que se detuvieron en la mesa de Mateo,logran que toda la dureza de su corazón se rompa de un solo golpe. Algo muy profundo debió ver Jesús en su corazón de niño. En el cuadro, Mateo se señala sorprendido y le pregunta con un gesto apuntándose a sí mismo con el índice: «¿Me llamas a mí? ¿Pero no sabes quién soy, lo que soy? ¿Por qué me llamas? ¿Qué quieres? ¿Qué pretendes?».Me encanta esa inocencia. Ese asombro de niño. A Jesús le daría ternura ese asombro que habla de la indignidad que siente:«¿No te habrás equivocado, seguro que me buscas a mí?».Me encanta ese gesto tan poco arrogante. Tan humilde. Tan sencillo. Alguien se fija en él. Ya no es un proscrito. Yo tantas veces me creo que tengo derecho a Dios, a que me cuide, a que me elija, a que me llame. Me creo con más dignidad que los demás. Creo que me lo merezco más. Pero no es verdad. ¡Cuánto bien me hacen a veces las humillaciones y el olvido de los demás para ser más humilde! Las humillaciones me enseñan a ser humilde. No siempre seré elegido, no siempre seré llamado. La sorpresa de Mateo me conmueve.  Lo acoge todo como un niño lleno de asombro. Tal vez tenía miedo de dar eseprimer paso para seguirle. Tal vez temía el rechazo por ser un pecador.Pero el Evangelio no habla de ese miedo, ni de sus dudas. Simplemente nos dice que lo siguió. Que fue valiente y dejó sus ataduras y seguros. Lo dejó todo. Pensaría en su corazón cómo iba a vivir ahora lejos de sus impuestos. No se sentiría digno de esa llamada. Pero no por ello se quedó sentado. Deja lo que sabe hacer para comenzar a vivir de otra manera. Comienza a hacer lo que no sabe hacer. Se arriesga. La misericordia de Jesús será su tesoro guardado en su corazón para siempre. Y por eso pudo ponerse en camino. Sencillamente nos dice el Evangelio: «Se levantó y lo siguió». No dice más. Me gusta así. Cambia el cuadro. Mateo deja de estar sentado. Se levanta y se pone en camino. Eso es estar con Jesús, ponerse en camino y estar con Él. Mateo no hace preguntas. No pide tiempo. No exige más explicaciones. Simplemente es amado sin condiciones y él responde con amor sin condiciones. Reacciona como los primeros cuatro apóstoles. Ellos dejaron sus redes junto al lago. Mateo deja su mesa con sus posesiones. Se levantó. Se desinstaló. Comenzó a hacer lo que no dominaba. Caravaggio pintaría después un cuadro de Mateo escribiendo su Evangelio inspirado por un ángel. En realidad pintó dos cuadros. El primero muestra a un hombreanciano vestido con ropa ligera, basta, oscura, como la de Jesús. Ha dejado sus ropajes lujosos. Aparece remangado como un campesino. Su mano izquierda sujeta el evangelio sin delicadeza, con un gesto incómodo sobre sus piernas.El ángel sostiene y guía la mano del evangelista que, pasivo y obediente, escribe lo que traza el ángel. Me conmueve ese cuadro. Fue rechazado por los que se lo encargaban y tuvo que pintar un segundo cuadro. En el segundo cuadro, su atuendo es más sofisticado. Viste una túnica naranja y una manta del mismo tono. Su mano izquierda está sobre el evangelio. Apoya sólo el canto, con la autoridad de quien domina el texto. El ángel ya no está a su altura, sino sobre él y él lo mira. Es él el que escribe y no es tan pasivo frente al ángel. Para decir la verdad, me gusta el primero. Me gusta pensar en ese Mateo que dejó lo que sabía hacer para hacer lo que no sabía. Me imagino a un hombre tosco que cuando tiene que escribir su propia vida necesita que el ángel guíe su mano torpe, esa mano acostumbrada a contar monedas. Me conmueve esa verdad que yo mismo vivo tantas veces. De no saber bien hacer lo que hago y necesitar un ángel entrelazado a mi vida guiando mis pasos, guiando mi mano tantas veces. Jesús lo llamó a estar con Él, a aprender a su lado, dócilmente.

Dios toma la iniciativa en su misericordia, en su amor, con su mirada. Miró a Mateo de tal manera que cayeron todas sus barreras y seguros. Lo miró con una misericordia infinita.Dios siempre se pone en camino hacia mi vida.Me «primerea», como dice siempre el Papa Francisco. Sabe que yo soy lento y me detengo al borde del camino, despistado, algo perdido, distraído con la vida, con el mundo. Jesúsme ha mirado primero, me ha visto perdido. Me ha mirado con su amor misericordioso y me ha elegido para ser, como Él mismo, su rostro. Me ha llamado para caminar a su lado. Y yo estaba sentado en mi mesa de publicanos, dedicado a mis cosas, distraído. ¿Cuál es mi mesa? ¿Dónde me ato y dejo pasar la vida sin mirar a Jesús, preocupado por el mundo y mi felicidad? Jesús viene mí, cuando estoy atento a lo que me interesa y no a Él. Pero Él quiere que yo me convierta en portador de misericordia para tantos hombres que necesitan encontrar misericordia en sus vidas. Quiere que yo aprenda a mirar como mira Él. Quiere que sea misericordia para tantas personas que se miran sin misericordia, sin amor y no son capaces de ver la bondad de su propio corazón. Me conmueve este encuentro entre Mateo y Jesús. La desproporción más absoluta entre un amor infinito y un amor pobre y herido. Jesús mira con misericordia como siempre. Mira perdonando, levantando, enalteciendo. Mira lo profundo del corazón, no la apariencia. Una mirada que no se detiene en el pecado conocido y público. Que no le importa el qué dirán de los que cuestionan que coma con publicanos y pecadores. Ha venido para sanar a los enfermos, para curar al caído, para perdonar al que hiere, para redimir al perdido. Esa mirada nos salva. Nos integra, nos anima. Es una mirada que levanta el corazón. Y nos hace creer de nuevo en lo que somos y en lo que podemos llegar a ser. Mateo no fue el mismo después de esa mirada. Dejó la mesa, dejó sus amigos, dejó su dinero. Es un salto de fe movido por una mirada honda. Una mirada que todo lo transforma. Me conmueve siempre de nuevo ver ese cuadro. Ver la escena e introducirme en ese momento de ruidos, voces y una llamada. Lo llamó. Sí, entre muchos hombres. En el bullicio de la vida. Lo miró, lo eligió.

Mateo no vuelve a citarse más a sí mismo en el resto del Evangelio. No lo necesita. Vivirá siempre a partir de ahora de ese momento sagrado, de ese encuentro de amor. Sólo relata a continuación que Jesús va a comer a su casa. Lo hace de forma abierta y le critican. Me imagino la alegría de Mateo de recibir a Jesús en su casa, sentarse juntos a la mesa, ahora sí. En esta mesa se sientan juntos, no en la de cambios. Ya no hay grupos diferentes, unos sentados y otros de pie. Ahora todos celebran con alegría. El mismo Mateo dice que criticaban a Jesús porque comía con publicanos y pecadores, metiéndose en ese grupo. Y pone en palabras de Jesús que Él ha venido a buscar a los pecadores. ¡Ha venido a buscarloa él! ¿Cómo no iba a contar más tarde Mateo esta buena noticia? Ese asombro es lo que hace que Mateo conozca a Jesús ese día, que lo conozca por dentro igual que Jesús lo conoció a élen lo más hondo. Se miran y se reconocen. El pecador se sabe profundamente amado. El caminante se detiene en la vida de Mateo y convierte a un publicano en otro caminante como Él. Es casi el milagro más fuerte de la vida de Jesús. El milagro de una mirada que cambia la vida de los hombres. El milagro de ese amor de Jesús que abraza sin condiciones. El milagrode ese amor personal que acoge toda la persona sin importar su condición, sin fijarse sólo en la apariencia, mirando por dentro, amando hasta lo hondo. Un amor que confía y da oportunidades. El milagro de un pecador que sencillamente, al sentirse mirado como es, amado en su verdad, se levanta, lo deja todo y se va con Jesús para siempre. Se descalza. Se pone en camino. Se hace peregrino y guarda para siempre esa mirada que sanó su herida producida por el pecado, por el juiciode los otros. Esa herida que le recordaba su indignidad. Mateo era judío y seguramente pensaba que estaba fuera de la ley de Dios. Y Jesús llega a él, diciéndole no sólo que le perdona, sino que quiere tenerlo a su lado. Decía Antonio González Paz: «La mano de Jesús en el cuadro de Caravaggio indica e invita, con una postura que recuerda ‘La Creación’ de Miguel Ángel. Sugiere que algo nuevo está a punto de iniciar»[2]. Empieza una vida nueva. Mateo se hace caminante como Jesús. O mejor dicho, se hace caminante con Jesús. ¿Por qué se levantó? Porque Jesús lo miró y lo conoció. Porque lo eligió sin condiciones, por misericordia. Y tocó lo mejor de ese corazón quizás no tan corrompido como parecía. Quizás guardaba un anhelo hondo escondido. Quizás deseaba que alguien confiase en él como lo hizo Jesús.

Quiero detenerme hoy en otro evangelio. En el que narra el encuentro de la mujer hemorroísa con Jesús. Mc 5,25-34. Otra mirada.Ese momento en el que Jesús va de camino para realizar un milagro, la curación de la hija de Jairo, el jefe de la sinagoga de Cafarnaúm. Jairo era muy importante. Sería amigo de Jesús. Todos en Cafarnaúm estarían expectantes. Una niña enferma y Jesús que va con sus discípulos a hacer un milagro. Nos encantan los milagros. La curiosidad. ¿Qué hará Jesús? ¿Cómo lo hará? A todos nos gusta.En el camino mucha gente lo rodeaba: «Mucha gente lo seguía y apretujaba».Entre tantos también había una mujer herida y enferma. Una mujer que tenía flujos de sangre: «Una mujer padecía flujo de sangre desde hacía doce años y había sufrido mucho con muchos médicos y había gastado todos sus bienes sin provecho alguno, antes bien, yendo a peor». Una mujer que llevaba doce años enferma. La niña tenía doce años de edad y se estaba muriendo. La enfermedad de la mujer podía esperar. La de la niña no. No se puede comparar. Una mujer que ya ha vivido su vida. Una niña que aún no ha comenzado a vivir. ¡Cómo detener a Jesús cuando iba a hacer algo más importante! ¿Cómo se decide que alguien es más importante? ¿Cómo sabemos que mi cruz es más o menos importante que otra cruz? En realidad, para Jesús no hay cruces más importantes que otras. Eso me conmueve. Toda cruz, todo dolor, todo sufrimiento, es sagrado. Esta mujer no está simplemente enferma. Tiene una enfermedad que la excluía y la marcaba como enferma en la sociedad. Era rechazada, estaba excluida, apartada, sola: «Cuando una mujer tenga flujo de sangre varios días fuera del periodo menstrual, ocuando su menstruación se prolonga fuera del tiempo normal, quedará impura mientras ledure el flujo. El que los toque será impuro».Lv 15,25-27. Una mujer impura y rechazada no tiene cabida con otros hombres, no tiene entorno familiar. Nadie podía tocarla. Es semejante a una leprosa. Había tratado de encontrar la salvación con medios humanos y no había logrado nada.En su corazón pensaba viendo a Jesús: «Si logro tocar aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré». Me gusta la mirada de esta mujer cuyo nombre desconocemos.Me gusta esa fe honda y verdadera. Cree. Una canción recoge este momento y lo que hay en el alma de esta mujer herida y rechazada: «Tocaré el borde de tu manto, Jesús. Sentirás que hay alguien a tu lado, soy yo. Mírame tal como soy y perdóname, Señor. He pecado necesito tu salvación. Sáname ahora, toca mi enfermedad. Yo proclamo tu victoria sobre mí. Sáname ahora. A ti me entrego. Y te glorificaré toda mi vida. Tú me dirás: tu fe te ha curado, vete en paz». Se ve pequeña, insignificante, frente a Jesús, frente a los hombres. No vale nada. Es rechazada. Por eso no se siente digna y no quiere molestar ni hacer perder el tiempo a Jesús que va caminando a sanar a una niña. No se cree con derecho a nada. No quería que Jesús se detuviese por su culpa y llegase tarde a salvar a esa niña. Me conmueven esta mujer y su mirada. Me conmueve su mano extendida entre los hombres. ¡Cuánta fe! Creo que el mundo sería mejor si hubiese gente capaz de mirar como ella. Muchas veces, cuando estamos enfermos y necesitados, queremos pasar por delante de los demás. Nos creemos con derecho a ser curados. No nos importa que otros también sufran. Nosotros somos el centro del universo. A veces la enfermedad nos aísla, nos centra, nos hace autorreferentes, nos vuelve egoístas. No somos capaces de salir de nosotros mismos. Sin embargo, esta mujer rechazada, piensa más que en ella en esa niña enferma. Sale de sí misma y extiende su brazo. Piensa en el bien del otro por encima de su propio bien. Sólo quiere tocar a Jesús. Pero no exige. No dice nada. No demanda. Es discreta. Siempre pienso en cómo sería yo si estuviera necesitado y viese a Jesús pasar ante mí. ¿Correría a su encuentro? ¿Demandaría su atención?Cuando las personas ven al Papa pasar delante de ellos también quieren tocarlo. A veces no les importa empujar, incluso pisar a otros, con tal de llegar a la primera fila para tocar al Papa. Me conmueve la actitud de esta mujer. A mí tal vez me costaríano ponerme en primer lugar. Tal vez le exigiría que me curase en mi dolor. Que salvase mi vida. No lo sé. Me gustaría sentir como esta mujer y pensar que lo mío no es lo más importante. Me gusta esa humildad, ese silencio, ese pasar desapercibida ante los hombres. Me gusta su fe, su mirada llena de esperanza: «Habiendo oído lo que se decía de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto». Cree más que otros porque piensa que sólo con tocar el manto de Jesús bastaría. Es verdad que era una costumbre entre los enfermos. Tenían fe en el poder de Jesús: «La gente llegaba con sus enfermos a las plazas donde Él estaba. Le rogaban que los dejara tan sólo tocar el borde de su capa. Todos los que tocaron la capa de Jesús fueron sanados».Mc 6, 56. Bastaba con tocar su manto para ser curado. A veces me falta a mí esa fe. Tocar al santo, al que lleva a Dios en su corazón. Tocar a Jesús en los hombres. Hoy hemos perdido esa sensibilidad ante lo sagrado. En Lourdes la gente toca con fe la piedra humedecida. Es agua santa. Es piedra santa. No podemos perder esa sensibilidad, esa necesidad de tocar lo sagrado. De tocar a Dios en las cosas y en las personas. Es la fe la que nos salva. La fe con la que tocamos, con la que nos acercamos a Dios. ¡Cuánta gente rozaría el manto de Jesús sin lograr nada! No basta con tocar, hay que hacerlo con fe. Esta mujer tenía fe y tocó ese manto sencillo. Al tocarlo essalvada. Ella no duda. Su fe es una roca sólida que la sostiene. Es una certeza firme que la empuja. Nunca nadie habíatocado a Jesús con esta fe y sin que Él supiera. Nadie lo había hecho sin su consentimiento. Jesús normalmente cura personalmente, impone las manos, dice una palabra, mira a la persona y la sana por su fe. Pero ella no necesita eso. No quiere hacer perder tiempo a Jesús y a lo mejor le da vergüenza ser protagonista, pedir, preguntar, exigir. No quiere hacerlo así. Tal vez teme el rechazo, teme que Jesús tampoco quiera tocarla por ser impura. Por eso lo hace en la humildad de un gesto silencioso que cree pasará desapercibido.Por si Jesús no la toca, ella toca a Jesús. Lo ve rodeado de gente y se acerca. Es su oportunidad. Seguro que nadie se da cuenta, piensa en su interior. Sucede al revés que en el encuentro de Jesús con Mateo. Allí se acerca Jesús a Mateo. Aquí ella se acerca a Jesús que va caminando a casa de Jairo. Pensaría que era su única salida. Sólo le queda tocar a Jesús en el borde de su manto. Eso basta. Tocarle de la forma más oculta.

Sin embargo, no sucede todo como ella había previsto. Es verdad que queda curada inmediatamente: «Inmediatamente se le secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que quedaba sana del mal». Pero Jesús sí se da cuenta de su presencia, de su audacia: «Jesús, dándose cuenta de la fuerza que había salido de Él, se volvió entre la gente y decía: - ¿Quién me ha tocado los vestidos?». Es descubierta. ¡Cuánta angustia! ¿Qué pasaría ahora? Su fe había sido verdadera. Bastaba con tocar el borde de su manto para ser curada. Pero no permaneció oculta,Jesús se volvió y buscó a ver quién le había tocado. Me encanta esta frase: Jesús se vuelve. Igual que durante su pasión se volvió para mirar a Pedro después de las negaciones. Y lo miró con amor. Jesús se vuelve ahora buscando una mirada. No sigue caminando. Se detiene. Ydescubre a esta mujer herida entre la multitud. La mira entre todos y ve su alma grande porque es pequeña en su humillación. La mirada de Jesús siempre es personal y enaltecedora. No la juzga, no la condena. La levanta. Alaba su fe. Jesús también me mira hoy a mí. Mira mi corazón. Mira mi dolor. Mira mi fe. Tal como mira hoy el corazón de esta mujer. Lo hace con inmensa ternura. Se inclina ante ella conmovido. La admira por su fe y su humildad. Porque no quiso ser la primera. Porque no reclamó con gritos su atención. Porque no exigió ser curada. Porque no interrumpió su paso. Pero Jesús tiene debilidad por los más pequeños y se detiene. ¡Qué alegría para Él ver a alguien así! Es un descanso en medio de tanta gente que exige, que busca, que grita, que reclama, que denuncia, que ataca. Es un oasis de paz en medio de hombres egoístas que buscan sólo su interés. Es verdad que aquel que no nos pide nada siempre es aquel en el que más descansamos. Jesús se asombra ante la fuerza que sale de sí mismo por la fe de esa mujer. Pero no se vuelve molesto, ni indignado. Quiere saber quién tiene tanto poder por su fe para abrir su propio corazón y dejar que se derrame el amor de Dios. Aquí se hacen realidad las palabras que nos dejó el P. Kentenich: «Un desvalimiento y precariedad reconocidos y aceptados por el hombre redunda en la ‘impotencia’ de Dios y en la ‘omnipotencia’ del hijo»[3]. El desvalimiento de esta mujer abre la puerta de su misericordia. Por esoquiere conocer la mirada de aquella persona que le ha tocado como nadie antes lo había hecho. Jesús pregunta tratando de saber quién ha sido. Perosus discípulos se burlan de Él: «Estás viendo que la gente te oprime y preguntas: ¿Quién me ha tocado?».Le apretuja la muchedumbre. Pero Jesús se ha sentido tocado de una forma especial, con una fe pura y profunda. Una mano distinta a otras manos. Un alma distinta a otras. Busca. Han tocado su manto y su corazón y quiere conocer esa mirada, esa fe.Una fuerza ha salido de su interior. Para Jesús nunca somos uno más. Nunca somos un grupo. Nunca somos una mano sin dueño, una mirada sin alma. Por eso nos busca entre los hombres. Se vuelve y nos mira. Detiene sus pasos ante nosotros.

Jesús se detiene y nos mira. Regala su mirada, su palabra, su tiempo, a esta mujer que no quería molestar. Seguramente otros apremiarían a Jesús para llegar a casa de Jairo. Jesús mira a la mujer. El tiempo se detiene. ¿Qué será de esa niña de doce años? Jesús también piensa en ella. Pero ahora mira a esta mujer curada. A la impura que ya es pura. A la intocable que ya puede ser tocada. A la rechazada que ahora es aceptada. ¡Cuánta admiración despertaría la actitud de esta mujer para que los evangelistas recogieron este episodio! Basta con tener fe para tocar a Jesús. Basta con extender la mano y tocar su manto. Basta con caminar detrás de Jesús en silencio, creyendo, esperando, anhelando. Eso basta para que Jesús nos mire. Tal vez hemos perdido la capacidad de tocar, de acariciar, de entrar en contacto. Una canción dice: «Me gustaría tocarte. Pero he olvidado cómo. Dije que no te necesitaba, pero mírame ahora»[4]. Jesús tocaba. Jesús era tocado. Hoy una mujer toca su manto, le toca. Y Jesús la toca a ella. Nos cuesta tocar a Dios en los hombres. Nos cuesta acariciar y expresar la ternura. Preguntaba el Papa Francisco: «¿Sé acariciar a los enfermos, los ancianos, los niños o he perdido el sentido de la caricia?».Esta mujer enferma toca a Jesús. El amor se expresa en el tacto, con la caricia, con la mirada. Hoy Jesús se vuelve y toca a esta mujer tal como es, pura, humilde, creyente, sencilla. A nosotros nos cuesta tocar y acariciar a las personas a las que queremos. Más aún tocar a Dios en la vida. No lo vemos. No lo tocamos. ¡Cuánto bien nos hace tocar los lugares santos! Tocar una imagen, una cruz. Besar la piedra sagrada de Lourdes. El agua bendita. Tocar a Dios en las personas. Jesús hoy mira a esta mujer. La admira, se asombra, la toca. Jesús mira a cada uno en su verdad. Nos nombra a cada uno. No hay nadie más importante que otro ante sus ojos. Si ahora mismo Jesús se volviese hacia mí, ¿qué vería en mí? Esa mujer fue sanada en su herida externa al tocar el manto. Pero sobre todo fue sanada en su corazón al ser mirada por Jesús. Fue amada. Fue tomada en cuenta. Su pequeñez le importa a Jesús. Se detiene, pierde el tiempo con ella. A Jesús le importa lo mío. Me descubre en la multitud. Para Él soy especial. Eso es lo que todos necesitamos. Sentirnos amados de forma especial por Jesús, tal como somos. Jesús detiene su camino hacia lo importante y urgente. Se vuelve. Y mira a esa mujer que quería ser invisible. Su mirada sana su sed de amor, responde sus preguntas, calma su anhelo de infinito. Para Dios nunca somos invisibles. Para Jesús nunca hay horarios rígidos, agendas llenas de citas irrenunciables. Me impresiona su libertad. Se detiene. A lo mejor en la vida somos invisibles para algunas personas. Pasan de largo y no nos ven, no nos valoran. Y nosotros sufrimos empeñados en ser visibles para ellos, en ser reconocidos por todos. Pero es imposible. Ese sufrimiento no tiene sentido. Jesús nos mira. No somos nunca invisibles a sus ojos. Como esta mujer no es insignificante a los ojos de Jesús. Para Jesús cuenta. Yo cuento para Jesús siempre. No tengo que hacer grandes cosas para que me vea. No tengo que gritarle para que se vuelva. Me basta con tocar su manto. No necesito títulos ni logros para que me mire y se asombre de mi grandeza. Mi título, mi pobreza. Mi dignidad, su mirada. Él se vuelve cada día hacia mí, dejándolo todo por mí, amándome como soy y mirándome con misericordia. A veces pensamos que otras personas tienen cruces más grandes y que nosotros no nos merecemos que Jesús nos cure. Lo nuestro es pequeño. Es verdad. Es bonito sentir como la hemorroísa y no pensar como a veces pensamos que somos el ombligo del mundo. Pero a Jesús le importa lo mío porque es mío, no importa que sea pequeño, o menor que lo que les pasa a otros. Ojalá me lo crea. Ojalá yo también mire a todoscomo Jesúsmira. Que detenga yo mi paso y mire al que se acerca a mí turbado, con miedo, sin apegarme enfermizamente a mis planes, a mi agenda, a lo previsto. Ojalá lograra sacar de lo más oculto a quien es menos aparente y se acerca menos.Tocarle, mirarle. Ojalá me volviera siempre en mis prisas para atender al necesitado. A veces corro y no me detengo. Busco llegar a muchas partes y no me detengo ante el que me toca. Esa mirada de Jesús me conmueve. Me mira a mí así. Quiere que yo aprenda a mirar así.

Muchas veces lo que yo veo pienso que es lo que todos ven. A veces me sorprende que otros vean o vivan de manera diferente la realidad que yo observo. Tal vez me falta misericordia para detenerme y mirar al otro como lo mira Jesús. A esa mujer sólo la vio Jesús entre muchos hombres. Sólo Él notó su mano. Sólo Él la encontró llena de miedo entre la gente, sintiéndose culpable. Me siento como esos discípulos con prisa por llegar a alguna parte. Como esos discípulos que no quieren que Jesús pierda su tiempo, ni el de ellos. Tienen una misión urgente. Ellos no ven a la mujer. Es impura, intocable, no existe. Jesús sí la ve y se asombra por su fe: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad». Me asombro ante estas palabras. Jesús ve su fe. Ve su corazón herido. Ve la hondura de su alma. Yo me quedo tantas veces en la apariencia, en la superficie. Mi mirada no es honda. A Jesús no le importa ser tocado por una mujer a la que nadie podía tocar porque quedaría también impuro. La mirada de Jesús es pura. Y cuando uno tiene una mirada pura, purifica todo lo que ve. Cuando uno es puro, purifica lo que toca. Mi mirada no es tan pura. Interpreta, juzga.Con mi mirada miope pretendo saber cómo mira Dios. Cuando estoy tan lejos de Él, cuando no valgo ni para mirar bien mi propia vida y me creo capaz de interpretar el juicio de Dios sobre los hombres. No sé distinguir la intención de los actos de los hombres y me convierto en el que decide lo que Dios ama o no ama. No sé ver a una mujer tocando el manto de Jesús y me creo con derecho a pensar si tal persona es pura o impura. Si yo la viera, tal vez la juzgaría. La condenaría sin conocerla. No la miraría con la misma misericordia de Jesús. Pretendo a veces decir que sé lo que Dios piensa de mis obras y de las obras de los hombres. Yo reduzco a Dios. Lo hago según el tamaño de mi corazón. Le pongo límites para que no se me escape y me desborde. Yo decido entonces lo que está bien y lo que está mal. Y pienso que cuando vea mi pecado se va a escandalizar y se va a alejar de mí. Igual que yo veo el pecado de los demás y me escandalizo. Como al ver a esa mujer atrevida que toca el manto del Maestro pienso que está mal tocar al Maestro. No creo en el amor gratuito de Jesús. Una persona me comentaba: «Cuando peco me alejo del Santuario. Me cuesta ver la mirada recriminatoria de María por mis actos pecaminosos». Siempre lo pienso. ¡Qué poco conozco a Dios en realidad! ¡Qué poco conozco a María que nunca me mira mal cuando me alejo! Tengo ideas sobre Dios. Las que he recibido desde pequeño. He guardado en mi alma esa vivencia de Dios que me acompaña. O un Dios juez, o un Dios padre, o un Dios lejano. Depende de cómo me enseñaron el camino de la fe. Depende del amor que recibí en familia, de la forma como fui mirado. Me gustaría realmente tener entrañas de misericordia para mirar con misericordia a los hombres. Y tocar con delicadeza las entrañas de misericordia de Dios. Me gustaría ser mirado como esa mujer por Jesús, con una misericordia infinita. Ella no conocía la mirada de Jesús. Sólo conocía su fama. Y fue valiente. Y tocó su manto. Y fue mirada. Y esa mirada de amor sanó sus heridas. Sanó su cuerpo al tocarle. Sanó su alma al ser tocada por Jesús. Le devolvió la dignidad y la pureza. Le mostró la belleza que ella misma no veía en su alma. Ella no creía en la gratuidad y la vivió de forma tangible. Temía la reacción de Jesús. Temía la recriminación y el rechazo. La mirada de Jesús la sana. Así me gustaría mirar. Así me gustaría ser mirado por Dios y por los hombres.

Pero la realidad es muy clara, si ni siquiera soy misericordioso conmigo mismo. Entonces, ¿cómo voy a serlo con los demás? Miro a los demás desde mis prejuicios, desde mis temores, desde mi fragilidad, desde mis complejos, desde mis heridas e impureza. Los miro desde mis deseos humanos, desde mis expectativas, desde mis decepciones, desde mis fragilidades. Las heridas que tengo cambian mi forma de mirar, de acoger al otro.No acepto mi pobreza, me rebelo contra mi pecado, no quiero mi debilidad.Quiero ser perfecto, puro, sin tacha. Por eso me cuesta tanto aceptar al otro que es débil también, como yo, y me recuerda quién soy.¡Cuánto me cuesta de verdad alegrarme cuando soy frágil frente a los demás! Decía el P. Kentenich: «Una intuición fundamental: Me glorío de mi precariedad, de mis flaquezas. ¿Por qué? Porque así la gracia de Dios tiene oportunidad de manifestarse de manera admirable. Es como si Dios pasase por alto nuestra debilidad. Pero eso no es lo más profundo cuando se trata de la entrega total. Todo depende de que logremos decir con convicción: ¡Porque soy pequeño! Dios me ama porque soy pequeño y desvalido»[5]. Un paso grande en nuestra maduración espiritual es llegar a aceptar que soy débil, que soy pequeño. Como esa mujer herida, como Mateo pecador público. Es una constatación evidente, pero, ¡cómo me cuesta reconocerlo! Es un primer paso aún pequeño para ser más pequeño. Pero es el paso más grande, el definitivo. Es el paso que me permite llegar a decir, no que Dios me ama a pesar de mi debilidad, sino precisamente por ella. Y no sólo como una frase hecha, aprendida en el colegio, sino como una convicción, como una certeza que guardamos en el corazón como un tesoro, como un pilar. Dios se conmueve al verme tan frágil y débil. Dios me ama más cuando me vuelvo hacia Él desvalido y alzo mi brazo queriendo tocarlo. A veces creemos que Dios nos ama cuando hacemos las cosas muy bien, cuando cumplimos. Pero deberíamos grabarnos este otro mensaje: «Dios no nos ama tanto porque yo sea bueno. Si Dios me amara sólo o principalmente por eso, no tendría muchos motivos para amarme. ¿Por qué me quiere Él? Porque Él es bueno. Él no quiere tantos hijos que sean buenos, sino más bien hijos auténticos. Dios me ama cuando soy bueno, y también cuando no soy bueno»[6]. Entonces puedo alegrarme en mi debilidad, en mis caídas. Puedo sentirme feliz en mi pobreza. Porque sé que no depende el amor de Dios de lo bien que yo haga las cosas, sino que depende sólo de Él, de su misericordia infinita. Son pensamientos que conocemos, pero, ¡cuánto nos cuesta hacerlos vida! Seguimos empeñados en demostrarle a Dios nuestra valía, nuestras capacidades, nuestra bondad. Como si nos costara besar nuestra piel frágil, nuestra carne herida. Queremos notar la mirada de Jesús sobre nosotros. Pero nos incomoda que vea nuestro desorden interior, nuestro pecado, nuestra ira, nuestro egoísmo, nuestra impureza. No queremos que nos toque, no nos sentimos dignos. Pero no es así. Jesús mira nuestra pobreza y se alegra de la belleza que Él ve, donde nosotros sólo vemos impureza. Ve más allá de la superficie. Mira el corazón. Mira más hondo y ve la pureza que Dios sembró al crearnos. Y se conmueve.

¡Qué importante entonces alegrarnos de ser pequeños! Es verdad que nuestro amor se nutre de la misericordia de Dios. Eso es verdad. Cuando experimentamos amor en nuestra vida aprendemos a amar más y mejor. Cuando nos sabemos amados de forma incondicional, dejamos de temer y confiamos en Dios y en los hombres. No necesitamos mendigar tanto cariño. No buscamos continuamente la aprobación de todos. Sabernos amados nos da una libertad de espíritu que me sorprende siempre. Por eso delante de personas que nos aman de esta forma podemos ser nosotros mismos. No tenemos que demostrar nada a nadie porque para Dios somos valiosos. Todos tendríamos que tener al menos una persona en nuestro camino ante la cual no tengamos nada que defender. Una persona en nuestra historia personal que nos ha querido como somos. Un padre, una madre, un hermano, un amigo, mi esposo, mi esposa, un hijo. Una persona que nos acepta y ama como somos sin importarle nuestros defectos y limitaciones. Delante de ella podemos mostrar lo mejor y lo peor. Lo que vivimos, lo que sufrimos, lo que pecamos, incluso aquel aspecto de nuestra historiaque más nos duele. Ese amor humano nos habla del amor de Dios, de su misericordia. Ese amor finito hace referencia a un amor infinito que nos salva. Decía el P. Kentenich: «Dios sabe que soy débil. Dios sabe que soy limitado. Dios sabe que innumerables veces he pecado personalmente. Su amor misericordioso me recibe, dice sí a mi persona»[7]. Es verdad. Dios me ama así, como soy. Muchas veces lo olvido y mendigo desesperadamente el amor de los hombres. Necesito nadar en las misericordias de Dios en mi vida. Encontrar su mirada una y otra vez. Recordar que su amor es infinito y que me quiere en mi pobreza. Mi amor, al mismo tiempo, se ha de alimentar de mis propias miserias. Estome sorprende más todavía. Decía el P. Kentenich: «El poder nutritivo de mi amor procede, por una parte, del mar de las misericordias de Dios, y por la otra, del mar de mis miserias. Mi miseria, debidamente gustada, puede significar más fuerza nutritiva para mi amor que beber de las misericordias de Dios»[8]. Entender que mi miseria asumida y gustada pueda ser fuente de amor no deja de sorprenderme. El otro día una persona me comentaba: «He aceptado que siempre voy a ser así. Que voy a cargar con mi herida. Por primera vez en mi vida puedo decir en voz alta quién soy sin vergüenza. Eso me da alas, me da fuerza para amar más y querer ayudar a los que viven lo que yo vivo». Vi que por primera vez en su vida esta persona veía luz entre las sombras. Por primera vez su herida, esa que tanto le costaba aceptar y besar, se convertía en fuente de vida en su corazón y en camino de salvación. Me emocioné al pensarlo. Pensé en el P. Kentenich. Al besar su propia herida, la soledad grabada en el alma por la ausencia de un padre que no lo reconoció. Al besar su dolor logró que su miseria se convirtiera en camino de vida. Su herida fue la puerta abierta de la misericordia. Su oscuridad un destello de luz que ilumina el camino. Me cuesta entender así la propia herida. Porque normalmente escondo mis miserias y no las gusto. Las guardo bajo apariencias más dignas de ser vistas. Y oculto mis pecados temiendo ser rechazado por ellos. Temiendo que los demás me consideren impuro y no quieran tocarme ni acercarse a mí. Temo perder mi fama y busco tanto la aprobación del mundo que escondo lo que me provoca rechazo en mi interior. Mi debilidad, de la que debería gloriarme. Mi pobreza de la que debería estar orgulloso. Decía el P. Kentenich: «El hombre de hoy está enfermo en gran parte porque no sabe asumir sus miserias. Conociendo y reconociendo los defectos de mi naturaleza se abren las compuertas de la misericordia divina»[9]. No solemos ir por el mundo pregonando nuestra debilidad. Nos da miedo ser rechazados. Entonces, ¿cómo es posible que mi pecado alimente mi amor? No es posible si lo vivo de forma equivocada. No es posible si no acepto mi debilidad como camino de salvación. Si no veo en mi alma herida la puerta que conduce al corazón de Dios. Si no acepto mi debilidad con la confianza de los niños que creen en el amor más puro e infinito de Dios.

Por eso es tan importante la forma cómo me percibo, cómo veo mi vida en su pobreza y me alegro con ella. Mi forma de percibir la realidad, el recipiente de mi alma con el cual analizo y juzgo la vida, se va formando a lo largo de toda mi vida. Las experiencias se guardan para siempre y configuran mi corazón. De acuerdo a esos dolores o alegrías se forma mi sensibilidad ante la vida, mi forma de entender a los hombres, mi manera de amar y relacionarme. Por eso tantas veces no acierto en mis juicios y me quedo bloqueado en mis prejuicios. Me quedo en lo que quiero ver. En lo que me gustaría que fuera real en mi vida. En lo que espero y no obtengo. No lo sé. Por eso me cuesta entender que la misericordia sea la respuesta de Dios a mis errores, a mis pecados, a mis caídas. ¡Cómo pensar que Dios va a pasar por alto todas mis torpezas! En Schoenstatt tenemos una forma de mirar a María a través de la alianza de amor. Nos hacemos hijos, nos hacemos niños en sus manos. Y Ella se convierte entonces, cuando la dejamos, en nuestra Madre. La encontramos en el Santuario, allí donde Ella siempre nos espera y nunca nos recrimina nada. Un joven, hace años, me decía: «La relación con María me ha cambiado la vida. Yo llego allí con todas mis miserias, las lanzo a lo alto y descienden de nuevo convertidas en gracia. Es un milagro».Lo es. Me gustó mucho cómo lo expresó. Toda nuestra miseria María la transforma en algo sagrado. La impureza en pureza. El odio en amor. El rencor en perdón. La tristeza en alegría. La pereza en disposición. La esclavitud en libertad. La superficialidad en hondura. La rudeza en ternura. Así es cuando nos dejamos hacer por Ella. Así es su gratuidad conmigo. En eso consiste el capital de gracias. No se trata sólo de entregarle a María, como a veces hacemos, nuestro esfuerzo, nuestras conquistas, nuestros logros, nuestras buenas notas, nuestras virtudes. A veces se lo enseñamos así a los niños.Sólo pueden poner una pajita o un garbanzo en el cuenco de nuestro santuario hogar cuando han hecho algo bien. Si no lo han hecho, no ponen nada. Les educamos en la retribución, no en la gratuidad. Si hacen algo bien, reciben una gracia. Si hacen algo mal, no reciben nada. La alianza de amor con María es mucho más que eso. Si lo reducimos a eso se convierte en una forma retributiva de vivir el amor. Doy para que me den. Me esfuerzo para recibir. Amo para que me amen. No es así la alianza. Es mucho más. Le entrego lo que soy. Se lo entrego todo. Le entrego mi pecado, mi debilidad, mi herida. Eso también. No sólo mis luces. Le entrego mis sombras. Se lo entrego todo como capital de gracias y Ella, en su misericordia, lo convierte todo en gracias para mí y para todos los que lleguen al Santuario. Por eso María siempre me espera alegre. Llegue yo triste o alegre. Entro y sonríe. Me alejo y sonríe. No me imagino a María con cara seria por venir poco a verla. O con un gesto de desprecio cada vez que no amo a los hombres como Dios los ama. No es así. Me recuerda a una madre ya mayor que ha perdido el sentido de la realidad. Pero conserva lo más importante en su alma. Siempreestá en casa esperando a su hija. La quiere. Tal vez no puede mantener una conversación lúcida sobre la vida. A lo mejor no recuerda en qué trabaja.Ni cuándo es su cumpleaños. No sabe el día en el que vive ni lo que ha hecho hace sólo unas horas. Pero, me dice su hija, que sonríe y se alegra cuando la ve entrar por la puerta y escucha su saludo como si fuera el de un ángel. Ella besa a su madre al entrar. Y su madre sonríe feliz y la besa de vuelta. Me conmueve esa madre que no espera nada, que dice poco, que mira como mira Dios y sonríe. Lo da todo y se alegra con cualquier pequeño detalle de cariño. Pienso que esta mujer es el reflejo más nítido de María en la tierra. Siempre le dice que sí a cualquier plan. Nunca se enfada por nada. Sólo espera a que su hija venga a verla. Pero no le recrimina nunca si tarda. Sonríe. La besa. Y vive. Así es Dios con nosotros. Siempre nos espera. Y siempre nos sonríe. Me gustaría ser yo un poco como esta madre. Tener esa mirada sobre la vida. Creer en el amor gratuito que Dios me tiene. Porque me cuesta creerme que Dios no me reproche nunca nada. Me cuesta creerme que no me desprecia cuando no sigo su camino. Decía Santa Teresa: «Mas hay veces que es muy difícil ver que todo, absolutamente todo, está ante los ojos del Padre Misericordioso; y que nosotros, especialmente, estamos en sus manos; solo Él basta.¡No saben vuestras caridades qué alivio tan grande se siente cuando eso se llega a comprender!»[10]. ¡Qué alivio tan grande en el alma al saberme amado de esa forma, sin condiciones, sin tener que hacer nada, sin merecerlo! Parece imposible este amor misericordioso.

La misericordia se encuentra en la mirada. Es una gracia que no puedo cansarme de pedir. La mirada de Jesús a Mateo aquella tarde. Su mirada a la mujer hemorroísa que deseaba ser curada y creía en el poder de su manto. Jesús se vuelve y la mira con sorpresa, con cariño, sin reproche alguno. Me gustaría mirar como miraba Jesús a los hombres, a los enfermos, a los necesitados, a su Madre, a los discípulos. Su mirada siempre fue la misma. Jesús miraba de frente. Cuando alguien se acercaba hasta Él lo miraba a los ojos, miraba en lo hondo del alma. Pienso también en su mirada cuando trajeron hasta su presencia a una mujer adúltera. Los que la traían buscaban apedrearla. Jesús la miró sin condenarla. Pienso en la mirada a Marta y a María, a Lázaro muerto. Los amaba. Esa mirada empañada por las propias lágrimas. Esa mirada conmovida, triste, llena de vida y esperanza. Pienso en su mirada llena de misericordia hacia esas hermanas ahora desamparadas. ¡Cuánto las amaba! Pienso en la mirada al leproso que volvía agradecido al haber sido curado junto con otros nueve. No hay reproche, sólo la alegría al poder mirar un corazón agradecido. Pienso en su mirada a Pedro después de la tercera negación, cuando ya había cantado el gallo y Pedro lloraba. También se volvió hacia él y lo miró en la noche, entre las sombras, entre las lágrimas. Luz de antorchas. En la penumbra se encontraron dos miradas. Una llena de culpa y dolor. La otra de pena y esperanza. Una incapaz de perdonarse. La otra capaz de un amor infinito que perdona siempre. Pienso en la mirada de Jesús al buen ladrón. Cuando la sangre y el dolor por los golpes recibidos casi le nublaría la vista.Ese buen ladrón que se compadecía de su suerte, porque él sí era culpable, pero sabía que Jesús era inocente y no merecía su misma suerte. Y Jesús se conmovió y le regaló el paraíso. Pienso en la mirada a su Madre. Tantas veces en Nazaret. En tantos momentos. Los dos se mirarían con misericordia infinita. Pienso en su última mirada desde la cruz. Se mirarían abrazándose. Me conmueve tanto esa mirada de Jesús. Me hubiera gustado que me miraran así. Me gusta que me miren así. Ojalá me mire siempre Jesús así cuando yo llego ante Él cada día, cansado. Me gustaría ver sus lágrimas conmovido al ver mi cansancio, mi vida fatigada. Me gustaría ver su alegría al verme arrodillado ante Él. Me gustaría sentir en el corazón su dulce mirada llena de misericordia. Me gustaría preguntarme si he percibido en mi vida muchas veces ese amor de misericordia. Me gustaría alabar a Dios por todo lo que me da. Por tanto amor misericordioso con el que me ama. Me gustaría agradecerle por su generosidad conmigo, porque me mira herido. Me sostiene, me levanta. Cree en mí cuando yo mismo no creo. Espera siempre. Ama siempre. Perdona siempre.

A veces pienso que ahora la gente se mira menos. No lo sé. Tal vez las prisas, los móviles, las preocupaciones. Mirar parece una pérdida de tiempo. Vamos con prisas. Vamos mirando el móvil. No levantamos la mirada para ver a quién nos encontramos. Mirar lleva tiempo. Mirar sin decir nada es perder un poco el tiempo. A veces ni miramos a las personas a las que más amamos. Y son precisamente aquellas a las que más deberíamos mirar. Una niña sueña con que su madre juegue más con ella y la mire. Una anciana desea en su corazón que su hijo venga más a verla. Una esposa sueña con un marido menos ocupado, con menos distracciones. Un marido desea una mujer que lo mire conmovida. ¿Me quedo a veces mirando a mi cónyuge sin decir nada, simplemente mirándolo con amor? Sería un buen ejercicio. Me gustaría aprender a mirar como mira Jesús. Mirar a los ojos. Sostener la mirada. No aflojar. No dejar de mirar con cariño, con ternura, sin juzgar. Incluso cuando me han defraudado y yo siento la ofensa, la herida. A veces vivo pensando que los demás son los que me defraudan, los que me ningunean, los que me miran mal y mejuzgan. Sí, son ellos. Siempre los otros. No yo. Y todo por la forma como he sido mirado. Me gustaría recordar las miradas más importantes que he recibido en mi vida. ¿Quién me ha mirado bien, con amor, con misericordia? ¿En qué mirada pudieron descansar alguna vez mis ojos? ¿Dónde encontré personas que me amaron mirándome o me miraron amándome? Una mirada vale más que mil perdones, que mil gracias, que mil lo siento. Una mirada es como hundirse por un rato en el regazo de Dios hecho de mirada humana. Es como descansar sin tener que hacer nada por un tiempo lleno de silencio. Una mirada de misericordia no espera nada, no aguarda, no exige un cambio, no pide nada a cambio. Una mirada que me acepta como soy. Me quiere en mis torpezas y se ríe de mis pequeñeces. Sin juzgarme, sin condenarme. Me gustaría creerme de verdad que Dios es misericordioso y me mira así. Que no me exige un traje blanco e impecable para llegar ante Él. Que no espera de mí que siempre crezca, que siempre trabaje, que siempre logre. Jesús no me mira así. Me quiere con locura. Me acepta en mi pobreza. Se conmueve cuando le entrego mis pobres obras de arte. Cuando creo que logro algo y se lo hago saber, para que esté orgulloso de mí. Cuando me levanto sobre mí mismo creyendo que soy yo el que brilla. Y me olvido de su poder, de su fuerza, de su gracia. Y creo que yo hago, y consigo, y destaco. Y entonces me olvido de su amor, de su misericordia. De ese Espíritu suyo que es gratuidad. Me gustaría comprender que todo es don. Y que yo no tengo que lograr metas, sino vivir en Dios en cada paso del camino. Que mi proyecto es vivir con Él, no obtener resultados. Que lo que vale es la calidad de mi tiempo a su lado y no tanto el tiempo que vivo derramado sobre el mundo. Me gustaría entender que todo es más sencillo de lo que yo pienso. Más fácil, más simple. Y no tan complejo como a veces dibujo en mi agenda. Me gustaría no rellenar hojas en blanco con esfuerzos y no vivir exigiéndole a la vida lo que no me puede dar.

Siempre me impresiona que Dios elija a quien Él quiere. No elige a los más capaces, a los más brillantes. Elige a quien quiere. Y eso puede parecer injusto. Como cuando hace milagros a algunas personas y a otras no. Es esa injusticia de un reparto que me molesta. La mirada de misericordia de Dios a cada uno es lo que nos cambia. Mirándonos nos elige. En nuestra pequeñez.No lo elegimos a Él, Él nos elige y nosotros seguimos siendo los mismos. Y al mismo tiempo, somos totalmente distintos. Respetanuestra pobreza y nos enriquece con su llamada. No quiere que seamos quienes no somos. No busca que demos otros frutos que los que salen de nuestra alma. Respeta nuestras capacidades y talentos. Y nos da la gracia y la fuerza para seguirle por los caminos. Nos elige para que lleguemos a ser instrumentos de misericordia a nuestra manera, en su Espíritu. Me gusta pensar en eso. Me pide que haga las cosas a mi manera. ¿Cuál es mi manera de ser misericordioso? ¿Cuál es el rostro de mi misericordia? Dios me ha mirado con misericordia en mi originalidad. Sabe cómo soy. La elección de Jesús es libre. Y toca lo más profundo del alma. Es un encuentro de corazones. Es el amor recibido el que me empuja a amar, a darme. Por eso es tan importante que tengamos experiencia del amor de Dios en nuestra vida. Experiencias reales de sabernos elegidos.  Ya lo decía el P. Kentenich: «Conocimiento experiencial de Dios. ¿Qué quiere decir esto? Vivencias de Dios, interiorización de Dios; el intimar con Dios, tener vivencias divinas, tener la vivencia de Dios. Así pues, no sólo conocer a Dios. Vivencias de Dios hasta lo profundo del subconsciente, de la vida del alma»[11]. Sin ese conocimiento hondo no es posible la llamada, ni tampoco la respuesta del alma. Sin el encuentro en lo más hondo no hay elección. Jesús me habla de corazón a corazón. Me llama desde el corazón y golpea la puerta de mi corazón. Espera, aguarda, pasa cuando le dejo pasar. Me elige como soy, no como debería ser. Con mi barca y mis redes. Con mis talentos y defectos. Sabe con quién cuenta. Sabe cómo soy de verdad. Ante Él no hay engaños. Él me conoce desde que me creó. Sabe de mis miedos y límites. Y me llama, y me elige. Y me ama eligiéndome. Es bonito verlo así. Su amor me elige para siempre. No por un tiempo. Para vivir con Él. Me elige para que sea testigo de su misericordia.

Por eso creo que la misericordia empieza por casa. Como dice el refrán: «La caridad bien entendida empieza por uno mismo». ¡Qué importante es aprender a querernos bien para poder querer bien a otros! A veces creo que todo lo que hago por mí, pensando en mí, es un gesto egoísta. Pero me equivoco. Las primeras obras de misericordia son las que tengo conmigo mismo, hacia mi vida. Preocuparme de mí, de lo que necesito, es un acto necesario para poder entregarme por entero. Si estoy demasiado roto y vacío no podré dar nada de lo que soy, no tendré nada dentro. Si no me quiero, ¿cómo querer bien a los demás? Por eso tengo que aprender a descansar bien, a cuidarme y llenar el pozo vacío, para que la fuente dé mucha agua. Decía el Papa Francisco hablando del cansancio: «¿El Espíritu Santo es verdaderamente para mí ’descanso en el trabajo’ o sólo aquel que me da trabajo?¿Sé descansar de mí mismo, de mi auto-exigencia, de mi auto-complacencia, de mi auto-referencialidad?». Necesito buscar momentos de descanso, de paz, de oración. Momentos egoístas en los que me reencuentro conmigo mismo. Momentos en los que el corazón se centra en lo importante. Jesús también lo hacía. Buscaba la soledad, buscaba la montaña para orar. Tengo que aprender a cuidar mi mundo propio, mi vida interior, para poder darme mejor, con más hondura. Al mismo tiempo, para poder vivir las obras de misericordia en mi corazón, necesito experimentar antes la necesidad que las despierta. El hambre, la sed, la precariedad, la falta de hogar y acogida, la enfermedad, la persecución, el fracaso, la muerte, la ignorancia, la duda, la equivocación, la ofensa que yo inflijo, las molestias que provoco. Pensaba en tantas necesidades que yo mismo experimento y sufro. A veces las reprimo y hago como si no las sufriera. No quiero aparecer como alguien débil y vulnerable. ¡Qué común es reprimir lo que necesito!Me cuesta reconocer que soy un necesitado, que tengo necesidad continua de misericordia. Y tapo y sigo esforzándome. Y en el intento me quedo vacío. Ojalámi necesidad despertara en mí la misericordia. Pero no es así. Al reprimir no asumo mi necesidad y no soy misericordioso conmigo mismo. No me quiero. No me cuido. No me abrazo. Cuando me reconozco necesitado, y soy misericordioso. Aprendo a ser más misericordioso con el que también necesita. Por eso hoy quiero mirar mi propio corazón y preguntarme: ¿Cuáles son mis dolores, mis carencias, mis heridas? ¿Dónde necesito que alguien, que Dios, me toque con su misericordia? ¿Dónde necesito la mirada de la misericordia? La misericordia empieza en mi corazón. Necesito perdonarme. ¡Cuánto me cuesta! ¿Soy misericordioso conmigo mismo? Cuando lo soy, lo seré también con los otros. Me gustaría mirarme con misericordia en mis caídas, en mis errores, en mis incapacidades. Perdonarme cuando no soy como a mí mismo me gustaría ser. Perdonar mi pobreza y aceptarme como soy. Aceptarme débil y roto. No perfecto.Necesitado. Vulnerable.

Jesús me envía para ser discípulo suyo y vivir entre los hombres entregando su mirada. Pero siempre desde la humildad, con caridad y ternura, como decía el Papa Francisco: «Debemos hacer las obras de misericordia, pero con misericordia. Las obras de caridad con caridad, con ternura, y siempre con humildad». Me gusta esa petición. Vestir al desnudo con humildad, con ternura, para que no se sienta ofendido por mis gestos generosos. Sin forzar, sin imponer. Alimentar al que necesita. Soportar al que molesta y ofende. Ser paciente y misericordioso. Pero siempre siendo manso y humilde de corazón. Dice el Papa Francisco hablando de las obras de misericordia: «Mediante las corporales tocamos la carne de Cristo en los hermanos y hermanas que necesitan ser nutridos, vestidos, alojados, visitados, mientras que las espirituales tocan más directamente nuestra condición de pecadores: aconsejar, enseñar, perdonar, amonestar, rezar». Siento la desproporción entre la necesidad de los hombres y la pobreza de mi vida. Entre todo lo que hay que hacer, la misión inmensa que se me propone, y luego lo que yo puedo hacer. Hay tantas necesidades a mi alrededor. Hay tanto dolor. A veces siento la impotencia. Y me gustaría rebelarme contra ese Dios que no calma el corazón del hombre. ¿Cómo es posible calmar toda la sed, toda el hambre, toda la desnudez? Jesús mismo no acabó con todas las enfermedades en Israel en su vida entre los hombres. No curó a todos los enfermos. No acabó con la pobreza y las desgracias. Me impresiona. Él que era Dios. Y, entonces, ¿qué puedo hacer yo? ¿Qué puedo dar? Es verdad que es muy poco lo que puedo dar. Me siento demasiado indefenso ante la vida tan exigente. Pero Jesús me pide que salga de mi comodidad, que me descentre, que no viva aletargado, acomodado, aburguesado. Jesús me pide que no pretenda tener yo todas mis necesidades cubiertas antes de salir a socorrer a los hombres en sus necesidades. Me gusta mucho la imagen del sanador herido. Leía el otro día una leyenda sobre el Mesías del Talmud que Nouwen recoge en su libro. Habla de la llegada del Mesías: «Está sentado entre los pobres cubiertos de heridas. Los demás se descubren sus heridas todas a la vez y se las vendan de nuevo. Pero Él se levanta los vendajes uno a uno y se los va colocando de nuevo uno a uno. Diciéndose a sí mismo: - Quizás me vayan a necesitar. Si es así tengo que estar siempre preparado de tal forma que no tarde un instante en aparecer»[12].El sanador herido cura sus heridas. Las descubre, las cura y las vuelve a vendar. Pero lo hace una a una, con calma, para poder estar libre de ir a ayudar al que está también herido y le necesita. No trata de curar todo lo que le  hace falta antes de salir. Porque sabe que la necesidad de los demás podría cogerle ocupado en sus propias cosas. Me parece una imagen preciosa. Un sanador siempre en tensión, siempre dispuesto a ir a ayudar. Siempre atento para ver dónde hace falta su presencia. Me gustaría ser yo también un sanador herido. En realidad lo soy. Pero a veces me ocupo en exceso de mis propias heridas y no estoy en tensión, listo para ir a curar al que me necesita. A veces me veo molesto cuando me rompen mis planes, cuando me sacan de mi agenda, cuando me interrumpen buscando mi presencia. Y no me veo en esa sana tensión del sanador herido. Jesús es ese Mesías que cura una a una sus heridas. Vive entre los pobres y necesitados. Cerca de los heridos. A veces tenemos la tentación de huir a un lugar lejano y tranquilo donde nadie nos moleste. A un hogar en el que nadie nos perturbe. Un espacio sagrado de paz interior. Es una búsqueda bonita, de una paz en la tierra reflejo de la paz del cielo. Un deseo que guardamos en el fondo del corazón. Pero el sanador herido no busca un lugar apartado, inaccesible, protegido donde nadie perturbe su descanso. Vive junto a aquellos que están más desprotegidos y heridos. Vive en esa periferia existencial donde muchos tienen necesidad de misericordia. A veces me pregunto si yo vivo así de verdad, o me protejo y me aíslo para que no me incomoden demasiado. Para que no interrumpan mi descanso. Para que no me molesten en mi soledad. Como decía el Papa Francisco todos «tenemos la tentación de la indiferencia».Es el peligro, pasar de largo ante el que necesita, y no mirar. Cuando miro me involucro. Y me hago responsable. Y ya no me da igual el dolor del prójimo. Si paso de largo, no me comprometo. La mirada me detiene en la realidad. Jesús me mira siempre y se involucra con mi vida. Se vuelve y me mira cuando me acerco. Asombrado, lleno de un amor cálido que me acoge. Jesús me busca y me mira señalándome en medio de los hombres cuando yo mismo no le busco a Él. Es el camino constante que recorremos en la vida. Nos alejamos y acercamos a Dios. Nos encuentra cuando nos perdemos porque hemos huido de su presencia. Nos señala y nos invita a dejarlo todo y seguir sus pasos. En ese momento vuelvo a escuchar su voz: sígueme. Y me conmuevo al verme dejándolo todo y siguiendo sus pasos. Yo no lo buscaba. Pero Él sí me buscaba. Y descubro que no puedo vivir lejos de Él. Otras veces me siento indefenso, necesitado, tan herido que quiero estar a su lado.  Se asombra cuando me ve acercarme hasta Él. Me sonríe, me toca, me mira, se alegra. Ese movimiento de huida y de búsqueda. Siempre lo tendremos. Siempre volveremos a ser Mateo. Y siempre de nuevo seremos la mujer hemorroísa que buscaba ser curada. Y siempre Jesús nos mirará con ternura, nos llamará y nos dirá lo mismo: «Sigue mis pasos. Deja lo que te ata. Toca mis manos. Deja que yo te cure en lo más hondo. No tienes que ser perfecto. Basta con que seas como eres en lo más profundo de tu ser». Me conmueve esa mirada llena de misericordia que me salva. Y le digo a Jesús siempre, hoy de nuevo: «Te sigo, quiero estar a tu lado siempre». Y me pongo en camino para mirar yo con entrañas de misericordia.



[1] Michael J. Ruszala, Papa Francisco, Pastor de la misericordia

[2]Antonio González Paz, La vocación de San Mateo. Diálogo con el cuadro de Caravaggio

[3]Peter Wolf, La mirada misericordiosa del Padre, textos escogidos del P. Kentenich

[4]Bill Callahan,The Breeze

[5]Peter Wolf, La mirada misericordiosa del Padre, textos escogidos del P. Kentenich

[6]Peter Wolf, La mirada misericordiosa del Padre, textos escogidos del P. Kentenich

[7]Peter Wolf, La mirada misericordiosa del Padre, textos escogidos del P. Kentenich

[8] J. Kentenich, Hacia la cima

[9]Peter Wolf, La mirada misericordiosa del Padre, textos escogidos del P. Kentenich

[10]Jesús Sánchez Adalid, Y de repente, Teresa

[11] J. Kentenich, Hacia la cima

[12]H. Nouwen, El sanador herido

* Reflexiones inspiradas en el libro La vocación de San Mateo. Diálogo con el cuadro de Caravaggio, de Antonio González Paz. 

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