CIEN AÑOS DE CAMINO, UNA MIRADA SOBRE SCHOENSTATT. TERCERA REFLEXIÓN

En esta ocasión, finalizamos la reflexión del Padre Carlos Padilla sobre los cien años de Schoenstatt. Aquí, el sacerdote nos habla del camino de santidad al que todos estamos llamados. Al final del artículo, encontrarás el texto completo (las tres partes) en formato pdf.

| P. Carlos Padilla P. Carlos Padilla

Tercera reflexión: una mirada sobre nuestro camino de santidad.

Nuestra vida es una aspiración constante a la santidad. Pero, ¿cómo es nuestro camino de santidad? ¿Cuál es nuestra originalidad? ¿Es original? Lo que sucedió en el corazón del Padre en un momento dado, es un regalo para nosotros. Su camino de santidad es el nuestro. Él había experimentado en sí mismo la misericordia de Dios, su amor cercano, el amor maternal de María. Es una santidad de alianza. No hubo nada extraordinario en su camino, no hubo señales extraordinarias, no hubo teorías previas, ni estructura prefabricada, no había un camino hecho al que cada uno tuviese que amoldarse. Schoenstatt partió de la vida, de circunstancias quizás aparentemente grises, incluso de errores y aspectos no tan santos.

El camino de santidad de Schoenstatt partió de un milagro en lo oculto del corazón del Padre, de un milagro invisible: María se quedó para siempre en esa capillita y la convirtió en santuario. Antes había convertido el corazón del padre en su propia morada, en un verdadero santuario. María se sirvió de la audacia de un hombre y de unos chicos que quisieron ser santos desde sus vidas pequeñas y que soñaron en medio de la guerra con cambiar el mundo por Ella. Porque todos, cuando queremos ser santos, es porque anhelamos cambiar este mundo en el que vivimos. No pretendemos huir del mundo. No queremos retroceder en el tiempo. Queremos amarlo en su grandeza y en su debilidad. Así queremos ser santos, amando nuestra vida, dándolo todo con generosidad, entregándonos con alegría para que nuestro mundo sea mejor, más humano, más de Dios. En realidad no somos originales en lo que pretendemos. La santidad es un camino universal. Pero sí somos originales en el camino concreto por el que avanzamos, ese mismo camino que recorrió nuestro Padre.

Permitir que María saque lo mejor de nosotros

Nuestro camino de santidad busca que nuestra vida sea un hogar en el que María habite y en el que puedan descansar y navegar muchos hombres. Nuestro camino de santidad pasa por permitir que María saque lo mejor de nosotros mismos, para poder entregarlo con humildad. Para amar más cada día. Dios y María colaborando con el hombre. Nuestra forma de acercarnos a María es original. El P. Kentenich se acercó a María desde su propia experiencia y así comenzó un camino propio. Toda su vida tanteó a Dios y Dios a él. Juntos, con María, hicieron nacer Schoenstatt y nos mostraron un camino de santidad. Así debe ser siempre. Debemos fundar Schoenstatt desde nuestro corazón, en nuestra historia personal y única, en la profundidad y el silencio de nuestra alma. Allí María quiere quedarse para siempre, quiere habitar, quiere educarnos como Madre. Nuestra santidad se juega en cuidar nuestra mirada. Queremos ser capaces de ver a Dios conduciendo nuestra vida diaria, escondido en lo cotidiano. Queremos aprender a ver cada circunstancia como una ocasión propicia para ser más santos. Cada caída, cada fracaso, cada injusticia, cada cruz, son retos para amar más, para dar más, para ser santos. Es la audacia de dar saltos de fe cuando no todo está tan seguro, cuando caminamos en la oscuridad con un poco de luz. Es el sí dado desde la pobreza personal, sin dejar de soñar más alto, sin conformarnos con cumplir normas. Es la santidad concreta, en la que encontramos nuestra forma original de ser santos, nuestro estilo de amar a Dios y a los hombres, nuestro camino concreto, nuestro nombre grabado en nuestra alma y en el corazón de Cristo. Las circunstancias de hoy son diferentes, no hay guerra, tenemos otras carencias y otros dones. El gran regalo de Schoenstatt es que María nos regala en el Santuario al Dios de la vida, de nuestra propia historia. Es un camino de santidad que consiste en aprender a amar desde lo cotidiano, de forma sencilla, en lo más humano. Ella puede, aunque nos parezca a veces imposible, hacer nuevo nuestro corazón, y no sólo eso, sino hacer de nuestro corazón un santuario para otros. Es capaz de hacer de la rutina, de la vida gris, de las dificultades de cada día, una maravillosa aventura. Y todo este camino como siempre, desde dentro hacia fuera, desde la vida a las ideas. En el Santuario se repitió lo que sucedió en la Encarnación. El hombre y Dios se unieron por María, por su sí. En el Santuario nuestra vida se une a Dios y Dios llega a nuestra vida. El sí es mutuo y para siempre. El sí nuestro en la alianza se une al de María. Y comienza así un camino original de santidad, una forma propia de ser santo de la vida diaria.

La aspiración a la santidad en Schoenstatt no tiene muchas normas. Por eso algunos se desconciertan. Se centra en el amor, porque así es Cristo. En el cultivo del espíritu, en la generosidad, en la magnanimidad y en la aspiración a los más altos ideales. Es un camino de santidad donde cada día podemos soñar más y dar más. No hay tantos cauces hechos, tantas normas claras. No hay un plan de vida trazado e igual para todos. Eso es quizás algo que a veces nos cuesta. Porque buscamos mínimos, seguros, certezas, y nos preguntamos inquietos: « ¿Qué tengo que hacer? ¿Por dónde debo ir? ¿Qué elijo?». Preguntamos a los sacerdotes, a los amigos, a las Hermanas, buscamos respuestas claras, precisas, exactas.

Queremos, tal vez, que otros tomen decisiones por nosotros y nos quiten la responsabilidad. Pero María en el Santuario busca formar hombres libres, autónomos, capaces de tomar decisiones, fieles a la verdad de sus vidas. La clave de Schoenstatt es que libremente podemos aspirar a más, desde la propia originalidad, en el tiempo que Dios tiene para nosotros, hablando en el alma con María, contándole nuestros retos y desafíos, nuestros miedos, nuestra vida con sus limitaciones. Así encontramos nuestro estilo personal, ese nombre escrito en el propio corazón y en el corazón de Cristo, esa fuerza oculta en nuestra historia que sólo con ojos de Dios podemos encontrar y regalar. Le pedimos a María que repita en nosotros lo que hizo en el P. Kentenich. Le pedimos que nos regale al Dios de nuestra vida, al Dios que sale al encuentro cada día. Que nos regale su espíritu audaz, su capacidad de dar lo que recibió como don. Le pedimos que nunca nos permita quedarnos en los mínimos, cumpliendo, aprobando, trampeando, saliendo al paso, pasando de puntillas por la vida.

Lo que a veces nos cuesta de Schoenstatt, su excesiva laxitud aparentemente carente de normas, es lo más precioso que tiene, porque nos llama a cada uno a meternos en el camino con María y con Dios y dar lo mejor de nosotros mismos. Nos llama a ser santos, sin remilgos, sin tener que atenernos a mínimos, sin pretender tan sólo dejar de pecar. Nos invita a dar aquello que, si no lo damos nosotros, nadie más lo dará, porque somos únicos. Lo más propio, nuestros talentos y debilidades, nuestra propia herida, nuestra verdad. Y así usar las circunstancias como posibilidades para ser santos y dar hasta que nos duela, darlo siempre todo, sin miedo. Para eso, es verdad, tenemos que ir al Santuario, llevar una intensa vida de oración y mirar nuestra vida con los ojos Dios. Implorar a María, pedir ayuda a otros que caminan a nuestro lado, dejarnos complementar y aconsejar cada día, suplicar que Cristo grabe sus rasgos en nuestra alma, y así pedir que Schoenstatt se haga vida en nosotros y lleguemos a ser un santuario vivo en medio del mundo, un hogar que acoja a muchos.

La aspiración a la santidad se profundiza en el poder en blanco y en la Inscriptio. Schoenstatt nos lleva a crecer hacia dentro. No consiste la santidad en hacer cada vez más cosas, en tener una vida apostólica llena de actividades, sino en tener cada vez un jardín interior más bello, un océano más profundo, una vida más anclada en Dios. La santidad es vivir anclados en Dios, abandonados en sus manos de Padre. Una vida llena de Dios siempre es fecunda, siempre es apostólica. El P. Kentenich, en ese tiempo solitario de infancia y juventud, fue cavando hondo en su alma. El tiempo, el silencio, la soledad, le permitieron profundizar en el corazón. Allí vino María a quedarse. Allí se fue gestando, en su alma, el mundo de Schoenstatt. Gracias a la profundidad de su océano María fue depositando su más valioso tesoro. La alianza de amor sellada a los nueve años se fue enriqueciendo con el paso de los años. En la entrega, en la generosidad. Por eso nuestro camino de santidad consiste en que poco a poco los rasgos de Cristo, los rasgos de María, sus mismos sentimientos, se encarnen en nuestra vida. Se trata de confiar, de abandonarnos en las manos de un Padre misericordioso, en las manos de María. Es el misterio de Schoenstatt. Nuestra vida en manos de Dios. Sin poner barreras ni frenos, sin pretender hacer nuestra voluntad sino sólo la de Dios.

Para ser santos hay que aprender a confiar.

Hace falta aprender a confiar. A no sospechar de Dios ni de los hombres. La pedagogía de la confianza es fundamental para caminar seguros. Cuando parece que todo se complica en la vida, sólo nos queda confiar y esperar. Con frecuencia desconfiamos de Dios y de los hombres. Sospechamos de las personas, juzgamos los hechos e interpretamos intenciones. Nos erigimos en jueces de la vida y así no crecemos. Desconfiamos de aquellos que nos fallan, vemos segundas intenciones, sospechamos y no creemos en su verdad. Sólo se pueden construir los vínculos a partir de la confianza. Sólo en una atmósfera en la que reine la confianza podemos darnos sin miedo, alegres y con paz. También desconfiamos del poder de Dios, no creemos que pueda hacernos felices, no creemos que pueda llegar a cambiar nuestro corazón. Dios camina a nuestro lado en la cruz y en la dificultad, en las alegrías y los desafíos. Así nos quiere Dios, anclados en lo profundo, firmes, confiados. Quiere que seamos niños confiados. Sería imposible entender este abandono sin hablar de la infancia espiritual. Es central en Schoenstatt. Vivir como niños implica confiar en un Padre con mayúsculas que nos cuida y guía. Dios no nos deja, no nos abandona. Nosotros nos abandonamos para no querer tener siempre el timón de la barca.

Nuestra vida en sus manos. Firmamos un poder en blanco en el que Dios puede escribir nuestra historia. Le entregamos el corazón para que lo inscriba, para siempre, en su propio corazón. Nuestro aporte en este camino de santidad es pequeño, minúsculo, pero siempre fundamental. Somos únicos e irremplazables. Lo que no hagamos nosotros nadie lo aportará. Dios nos necesita. Por eso, aunque sintamos que nuestra misión es pequeña, no dudamos. Sabemos que Dios construye con nuestro sí diario y pequeño. Estamos construyendo para los próximos cien años, aunque el próximo jubileo de los 150 años no lleguemos a celebrarlo. Mientras unos sienten que tallan piedras, nosotros, trabajando con Dios nuestra piedra pequeña y diferente a todas, soñamos con que construimos catedrales. Es lo importante. Nuestro aporte sencillo al capital de gracias, nuestra entrega diaria y seria, nuestra conciencia de ser instrumentos dóciles, como niños, en el hueco de la mano de Dios.

Nuestra riqueza está en el respeto a la diversidad

La originalidad y los ideales. Schoenstatt nace respetando la originalidad, en primer lugar, de aquel grupo de jóvenes. El P. Kentenich no quiso encasillarlos, no quiso ponerle normas generales, actuó personalmente con cada uno, supo escuchar los gritos de sus almas y dio cauce a la vida. Con los años esos cauces fueron aumentando, porque siguió siempre la misma máxima: que cada uno encuentre su lugar, eso es lo importante. Y cuando el lugar no existía, entonces se creaba. Así el organigrama fue creciendo con el paso de los años, el árbol de Schoenstatt, a veces tan complicado, tan variado y rico. Se trata de un hogar, como un bosque, en el que todos tengan su lugar. Es nuestra riqueza, el respeto a la originalidad, a la diversidad, a las diferencias. No se puede decir que alguien no tenga cabida en Schoenstatt. Hay lugar para todos y no podemos poner tantas normas y cauces que algunos queden fuera. Siempre hay un lugar para todos. Siguiendo la máxima del P. Kentenich, siguiendo su espíritu, actuando de acuerdo a la llamada «mens fundatoris», el espíritu del fundador, si ese lugar no existe, tendremos que crearlo. Schoenstatt no es un mueble rígido, cerrado y ya acabado. Es una obra dinámica, en movimiento, siempre creciendo. Puede que un día haya comunidades que tengan que desaparecer, porque ya no tengan vocaciones, y tal vez haya otras que surjan a la sombra del Santuario. ¿Por qué nos sorprendemos? La gran Familia de Schoenstatt seguirá creciendo. Puede que algunas comunidades tengan que cambiar su nombre, su forma, su esquema. No importa. Lo primero siempre fue la vida y luego la forma, el nombre concreto. La originalidad es vida. Es cierto que educar de acuerdo a la originalidad de cada uno es posible, pero mucho más difícil y trabajado que hacerlo de otra manera, con moldes. Educar así exige tiempo, paciencia, arte. Educar según moldes es mucho más fácil, porque se aplica el molde y se obtiene el producto final, el esperado. El que no cabe dentro del molde se queda fuera y ya está. Sin embargo, respetar la originalidad es un proceso largo y arduo, es un juego entre la libertad y la educación, un camino nada fácil. No es tan sencillo respetar los tiempos y las diferencias. El peligro, en ese camino, es perder de perspectiva la meta, es dejar de ver hacia dónde caminamos y entristecernos al ver lo inacabado del proceso, los fallos que se dan en el crecimiento en el momento presente.

Otro peligro que existe en el respeto a la originalidad es que, al acentuar tanto lo propio, lo diferente, corre peligro la unidad. La originalidad siempre ha sido algo sagrado en Schoenstatt. El lugar propio, la forma original de expresar lo propio. Cada uno tiene un Schoenstatt propio en su corazón. Cada uno podría hacer este mismo análisis sobre Schoenstatt y llegar a acentos muy diferentes. Lo original es de Dios y respetarlo una misión grande y sagrada. La paternidad y maternidad en Schoenstatt tratan de cuidar la originalidad de cada uno. El peligro es querer imponer una forma de ver las cosas, una manera única de vivir la alianza. El peligro es encorsetar, restringir, limitar. Hay frases que matan la vida y se alejan del ideal soñado por el P. Kentenich: «Esto no es Schoenstatt», «Esta forma de actuar y rezar no es schoenstattiana». Se corre el peligro de encorsetar la vida. El peligro de pensar que cada uno tiene la verdad en su totalidad, sin entender que todos construimos Schoenstatt. Aportamos nuestra originalidad, lo embellecemos siendo fieles a nosotros mismos. Pero no poseemos todo lo que es y puede llegar a ser Schoenstatt. Eso nos hace más humildes y más necesitados de complementación. Es por eso que la tentación que siempre existe es la de poner cauces al agua que brota de la fuente de vida. Por miedo al desborde, a que el agua se pierda, queremos ponerle límites, para proteger la ortodoxia, para garantizar el carisma. Por eso los estatutos, las normas y los esquemas, siendo también necesarios, corren el riesgo de encorsetar la vida y no respetar siempre la originalidad de cada uno. Además hay otro peligro, que se pierda la unidad al acentuar tanto la diversidad. La unidad es una parte esencial de nuestro carisma. Lo sabemos, allí donde reside nuestra fuerza está al mismo tiempo nuestra debilidad. Siempre es así en la vida. Allí donde tenemos una misión, construir una Iglesia unida, una familia, somos tentados y probados. María es siempre Reina de la unidad. Schoenstatt acentúa tanto la diferencia, lo original, lo propio, que corre el riesgo de obviar lo que nos une, lo que nos hace un solo cuerpo en Cristo, lo que nos asemeja. Somos hijos de una misma Madre, unidos a Ella en Alianza. Somos hijos de un mismo Padre fundador y repetimos en nuestro interior: «Cor unum in Patre», un solo corazón en el Padre. En él permanecemos unidos y él desde lo alto nos abre horizontes. Pero nuestro peligro es que dejemos de mirarnos con respeto y busquemos que se nos respete en nuestra originalidad. El peligro es rechazar lo que es diferente cuando lo vivimos como una amenaza. Separamos tratando de acentuar por encima de todo nuestra belleza y dejamos de ver la belleza de los demás.

La pedagía de la libertad

La pedagogía de la libertad es algo central en Schoenstatt. Por eso es tan importante ser libres en nuestra espiritualidad. Mucha gente acentúa que están en Schoenstatt porque aquí siempre se sintieron libres. Es verdad, pero eso no es exactamente libertad, sino respeto. En Schoenstatt no ponen plazos, no presionan para avanzar, no exigen si uno no quiere que le exijan, no llaman de forma obsesiva si faltas. A veces puede parecer falta de interés, pero no es eso. Simplemente María, como buena Madre, espera paciente, aguarda. No quiere todo de forma inmediata y de acuerdo a una forma determinada. Y nosotros somos hijos de María. El P. Kentenich siempre decía que quería remeros libres. Y nos invitaba a autoeducarnos a nosotros mismos. Queremos crecer, no porque nos lo imponen, sino porque nos lo pide el corazón. El Padre hablaba siempre del peligro de la masificación religiosa. El peligro de imitar las formas de los otros, de los que nos parecen más santos y hacer las cosas llevados por la masa, para no desentonar. No se trata de hacer las cosas por imitación sino por convicción. La libertad es sagrada. Pero la libertad auténtica, esa libertad que implica compromiso y responsabilidad. En Schoenstatt, cuando uno más avanza libremente, más se compromete. Libertad es compromiso. Y como las cumbres que anhelamos son tan altas, se despierta el deseo de dar más, siempre más. Se ensancha el alma, se agranda el corazón. Es verdad que algunos nos piden a los sacerdotes que les digamos qué tienen que hacer, qué camino tomar, qué decisión es la correcta. Ése no es el camino. En Schoenstatt cada uno va dando los pasos libremente, cuando ve que Dios le pide dar ciertos pasos. Profundiza y avanza cuando María se lo susurra en el corazón. Si no avanzamos, si no nos comprometemos más, igualmente somos libres para seguir caminando junto a aquellos que sí han avanzado. Eso es libertad. Eso es libre compromiso y no masificación.

El P. Kentenich supo educar siempre desde la libertad y para la libertad. Supo respetar los procesos yla originalidad de cada uno. Cuando llegó a Schoenstatt, y fue nombrado director espiritual de los jóvenes seminaristas, pudo ver sus heridas, sus limitaciones. Vio que eran parecidas a las que él mismo había tenido. También se encontraría con otros jóvenes con historias diferentes. Intentaría enseñarles a mirar dentro de sí mismos, a ser ellos mismos y, desde allí, salir al encuentro de Cristo. Desde el propio corazón, tal y como cada uno es, y así buscar a Dios. No les impuso normas y moldes. Pero el ambiente no era fácil, porque la educación de la época era de moldes y normas. ¿Cómo hacer personal el camino? ¿Cómo ponerlos en manos de María para que Ella hiciese en cada uno lo que hizo con él? Ella podía sacar lo mejor de cada uno, lo más propio, su don personal. Usó la táctica de quererles, de ser cercano, de escucharles. El amor sana y saca lo mejor de cada uno, lo sabemos. Él, herido en el amor, se convirtió en sanador herido. Sanaba y, al mismo tiempo, se sanaba, sanaba su herida de amor. ¡Qué misterio! Fue de nuevo su mirada profunda la que logró ver una posibilidad detrás de algo malo objetivamente: la guerra. Él leyó en el alma de los chicos, su anhelo, sus miedos, sus limitaciones, el pánico a la soledad, su necesidad de desplegar alas, su anhelo profundo e inconfesable de ser santos. Él fue capaz de leer las almas. Tuvo la certeza de que en María se encontraba el camino que había que seguir. En su océano vio la respuesta: el amor de María nos saca de lo más hondo, nos levanta y nos hace creer. El Padre estaba atento a la vida y entendió lo incomprensible. Fue padre y profeta. El gran reto era ser santos y dar la vida en medio de una guerra. Es necesario atrevernos a salir de la mediocridad para poder avanzar. María, en un lugar minúsculo en Alemania, en una capillita abandonada, iba a cambiar su vida y nuestra propia vida. El Padre creyó que a partir de ese grupo pequeño de jóvenes podía cambiar la historia de la Iglesia en Alemania y más allá.

Schoenstatt nace de la vinculación a un lugar, a una capillita, y de la vinculación a un Padre, a un hombre enamorado de María. Tenía un fuego en el corazón porque lo que transmitía lo había vivido en él mismo primero, en la profundidad de su alma, en su intimidad con María. Él había experimentado la sed inmensa y el agua que le calmó, la carencia y el don, la herida y la cura, el anhelo y el regalo. Esa fue la clave. Y Dios le regaló, eso sí, en un momento, una mirada para ver su historia como historia sagrada y aceptarla con paz. Y esa misma historia que vivió él, es la historia de Schoenstatt. Es algo propio de nuestro carisma. Nos vinculamos a un lugar, a una tierra de María, a un Santuario, a una persona, a un hombre de Dios, a un profeta que veía el cielo en medio de la muerte. Y allí echamos raíces, nos arraigamos, hacemos de ese lugar, de ese corazón, un hogar que calma nuestra sed. Y es que los vínculos locales y humanos son esenciales para crecer. Los lugares nos ayudan a echar raíces, a hacer un hogar del lugar en el que estamos. Los vínculos humanos nos recuerdan lo esencial, que lo humano nos eleva hasta el cielo, nos abre las puertas del cielo, nos une a Dios. Dios usa los lazos humanos para atraernos hasta su corazón. Por eso nos atamos los unos a los otros como hermanos, como hijos, como padres, como madres. ¡Qué importante es el amor humano para crecer en el amor a Dios! ¡Qué importantes las causas segundas que nos conducen a la Causa primera! Así actúa Dios, a través de lo humano. Sin atarnos los unos en los otros es difícil subir más alto. Aunque la carne nos duela y el corazón acabe roto y herido, merece la pena, salva nuestra vida. El amor siempre duele. Un hijo de Schoenstatt es un apasionado, un enamorado de la vida, de lo humano, de lo cotidiano. No es un hombre de visiones extraordinarias, porque normalmente no las tenemos. Pero sí un hombre que ve lo extraordinario en lo rutinario, en lo cotidiano, en lo que no llama la atención. Sabe que su vida no es más heroica cuando hace cosas espectaculares, dignas de ser contadas. En el Santuario suceden milagros inapreciables, ocultos y sencillos. Es una santidad cotidiana, ordinaria, de andar por casa. Tal vez nuestros milagros son demasiado sencillos y ni siquiera logran hoy ayudar a canonizar al P. Kentenich. Pero lo cierto es que nada de lo humano le es indiferente a un hijo del Santuario. En él se unen las ideas y la vida, la fe y el amor. Todo está unido, porque María nos da ese equilibrio y esa unidad. Lo llamamos «ser orgánicos». No separamos nuestra vida de fe de nuestra familia, del trabajo, de la vida de ocio, de nuestros hobbies y alegrías. Dios está en todo y, si no está allí donde estamos, es que algo no funciona. El hijo del Santuario sabe ver a Dios en todo lo que le pasa, en todo lo que vive y tiene. A Dios le interesa toda nuestra vida, todo lo que hacemos y sufrimos. Nuestros éxitos y nuestras derrotas. Las virtudes por las que destacamos y también esos pecados que nos alejan de Él y de los hombres. Todo se lo ofrecemos como capital de gracias, como ofrenda diaria, porque nuestras vidas están entrelazadas. Todo el bien que hacemos es un bien para todos. Todo el mal que hacemos una ausencia de bien. Por eso se lo ofrecemos todo a María en el Santuario. Ella lo toma y derrama sus gracias sobre todos los que peregrinan a su casa cada día.

El Padre Kentenich llegó a ser un maestro de los vínculos. Es éste sin duda el mayor milagro de María. Un hombre herido en los vínculos que se sanó por María. Ella llegó hasta las capas más hondas de su alma. No se quedó en la mente, en las ideas, en los deseos, sino que llegó hasta lo más profundo de su jardín interior, hasta el subconsciente. Para aquellos que vinieron detrás y conocieron al Padre, él fue el gran instrumento que usó María con ellos. Así ha seguido siendo a lo largo de la historia de Schoenstatt y lo seguirá siendo. Todos estamos aquí porque alguien, otro P. Kentenich, otro rostro humano apasionado por Dios y por María, nos habló de una pequeña capillita, de un lugar santo, mágico y nos invitó a ver, a mirar, a caminar. La necesidad de hogar, de raíces, de encontrar reposo en lo que somos y tenemos, en lo que soñamos, es lo que nos hizo un día acercarnos, ponernos a tiro, comenzar un camino. El origen estuvo en los vínculos. Siempre nos servimos de rostros humanos que nos llevan a lo más alto. Para muchos, fue la paternidad del P. Kentenich el camino que Dios usó para salvarlos. Para cada uno ese rostro tiene un nombre, una historia personal. Es aquella persona que le despertó envidia, la envidia de querer vivir así, con alegría, con pasión, la propia vida. María usa instrumentos dóciles, instrumentos humanos, libres, auténticos, apasionados. A veces, es verdad, llega directamente, pero no es lo habitual. Con el P. Kentenich fue así. Quizás con alguna persona, o en algún momento de nuestra vida, es así. Pero lo más propio de Schoenstatt es que Ella nos usa como instrumentos si somos dóciles y nos dejamos hacer. Nos usa para ser padres y madres, hermanos y amigos. Para amar la vida del otro desde donde está. Servir al otro desde él, no desde mi idea o mi proyecto, no desde los propios deseos sino desde los suyos, desde lo que él espera. Ayudar al otro a ser quien Dios soñó que fuese. Sin encasillarlo, sin aprovecharnos de sus talentos para luego olvidarlo. El camino humano es el que nos lleva a lo profundo del corazón de Dios. El amor humano nos acerca el amor de Dios. Lo humano, el atarse a personas con las que caminamos, el dejarse tocar y tocar a otros, compartir la vida, los sueños, las heridas, es parte de nuestra originalidad.

Son esos vínculos humanos los que aseguran el vínculo con Dios. Fundar Schoenstatt de nuevo es aprender a vincularnos con alegría y libertad. Consiste en no dejar lo humano buscando lo divino. Queremos atarnos y dejarnos la vida a jirones, por amor. Esos vínculos humanos son los peldaños que nos acercan a Dios. Nos necesitamos, no caminamos separados los unos de los otros, caminamos como familia hasta Dios.

Si te gustó este artículo, aquí puedes leer la primera parte, y aquí la segunda.

Y en este link podrás descargar la charla completa "Cien años de camino, una mirada sobre Schoenstatt" (pdf).

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