Homilía del padre Carlos Padilla - 05 de febrero de 2023

Sábado 4 de febrero de 2023 | Carlos Padilla

V Domingo Tiempo ordinario
Isaías 58, 7-1; 3, 12-13; 1 Corintios 2, 1-5; Mateo 5, 13-16

«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad en lo alto de un monte»
5 febrero 2023 P. Carlos Padilla Esteban


«Quiero llevar en mi interior una luz que no es mía. Porto una vela encendida por Dios que se mantiene apenas viva como un pabilo vacilante. Me gustaría aumentar ese fuego»
Hay una lucha en mi alma entre la luz y la oscuridad. Una batalla interior que no me deja descansar. Intento seguir la luz, porque me da paz. Pero al mismo tiempo esa luz desvela mis verdades, mi intimidad, mi pecado y mi pobreza. En ella me siento desnudo. Por eso me atrae tanto la oscuridad como si fuera luz, porque brilla y parece que es atractivo, que es un bien estar oculto. Pero una vez que me dejo tentar y aflojo mis defensas, la oscuridad me envuelve. En la obra el Señor de los anillos de Tolkien se muestra esta lucha entre la oscuridad y la luz. Tolkien comentaba: «El Señor de los Anillos es, por supuesto, una obra fundamentalmente religiosa y católica; de manera inconsciente al principio, pero luego cobré conciencia de ello en la revisión. El elemento religioso queda absorbido en la historia y el simbolismo». En su obra los hobbits son los únicos capaces de portar ese anillo de poder. Este anillo puede conducirme a la oscuridad cuando soy débil y cedo a la tentación. El anillo pesa y me ofrece huir de los peligros poniéndomelo para desaparecer. Pero cuando lo hago me adentro en la oscuridad de un mundo en el que soy capaz de ver los espectros y estos me ven. En la obra el único que es capaz de aguantar el peso del anillo es aparentemente el más débil. Es el que no puede defender el anillo con la espada, con su fuerza física, con su tamaño, con su sabiduría humana. Ni siquiera puede resistir siempre la tentación. Pero al mismo tiempo es fuerte en su corazón de niño y resiste mejor la atracción del poder. La luz brilla en su corazón y al mismo tiempo la oscuridad atrae la voluntad intentando vencerla. Cuando más fuerte me crea cerca de la luz, más me debilito. Los halagos y las victorias parecen debilitarme. Mientras que las críticas y las derrotas pueden fortalecerme. Me levanto más fuerte después de una caída y soy consciente de que la luz es un don, nunca un derecho. No puedo sentirme seguro cerca de la luz. Tengo que saber que las cosas desde la luz se ven mejor, pero al mismo tiempo en la luz soy más consciente de mis límites y debilidades. Querer poseer la luz es como querer adueñarme del poder. Cada vez que lo intento y me empeño, fracaso. Me quiero apoderar de la luz, como si el reino de Dios fuera mío, como si poseyera el poder de saber lo que está bien y lo que está mal, como si yo fuera dios. La sabiduría humana entorpece el poder de la cruz del Señor. Es Él quien salva, rescata y sana. Yo sólo soy portador de la luz. Como Frodo, el hobbit, quien portaba el anillo del poder. No le pertenecía y le tentaba para alejarlo de la luz, del bien, del amor. La oscuridad está teñida de soledad. Porque en la oscuridad no me reconozco, no veo a mi hermano, no distingo la hermosura. Todo pierde sus contornos y no es fácil saber lo que es necesario hacer y lo que no hace falta intentar. En la oscuridad todo parece posible, caen los seguros morales y me confundo perdiendo mi identidad. Pero en la luz me reconozco en mi totalidad y a veces me asusto. Me veo tal como soy y me impresiona ver más sombras de las que quisiera ver. Y es que en mi alma hay sombras, hay lugares ocultos donde no llega la luz. Sólo Dios puede penetrar las capas más escondidas, los espacios más recónditos. Ante aquellas personas que tienen luz me siento pequeño, oscuro, poco digno. Ellos brillan y por eso me alejo de los justos: «En las tinieblas brilla como una luz el que es justo, clemente y compasivo». La luz del justo me desconcierta. Me atraen más las sombras, la neblina que rodea al que no es justo, al pecador, al que está lejos de Dios y más cerca de las tinieblas. Igual que me gusta criticar a mi hermano para sentirme mejor al resaltar su pecado, o hablar de su caída. El pecado de los demás es como si me salvara. Mientras que la virtud del justo me incomoda porque pone de manifiesto mi fragilidad. Por eso necesitaban matar a Jesús, porque su sola presencia ponía en tela de juicio la vida de los que seguían a Dios. La pureza del puro hace que mi impureza sea más notoria. El amor del hombre bueno hace que mi odio y mi desprecio sean más evidentes. Amo la luz aunque corra detrás de las tinieblas. Amo el bien aunque me aferre como un náufrago al olor del pecado. Es como si quisiera hacer el bien pero luego acabo dejándome tentar. Bajo la apariencia de luz se presentan las sombras. Bajo la apariencia del amor se presenta el odio. Todo es mucho más sutil, porque las cosas no son blancas o negras, tienen matices, hay muchos claroscuros y tonos grises. No todo es una luz maravillosa. Hay esa línea suave entre el atardecer y la noche en el que las oscuridad que comienza y la luz del día que se apagan se besan durante unos instantes. Luego vence la noche, y al amanecer vence la luz del nuevo día. Quiero llevar en mi interior una luz que no es mía, no me pertenece. Porto una vela encendida por Dios que se mantiene apenas viva como un pabilo vacilante en medio de los vientos. Me gustaría aumentar ese fuego. Encender esa hoguera que aleje de mí las sombras. Quisiera ser capaz de vencer ese mal que me esclaviza y atarme a ese bien que me libera de todo lo que en mí está en desorden. Todo es don, gracias, misericordia. Y yo sólo repito mi sí débil y constante como un canto lleno de esperanza.


El deseo de control es parte de mi naturaleza. Quiero controlarlo todo. Que las cosas salgan bien. Superviso el trabajo de los demás para que no se equivoquen. Digo que confío, pero estoy muy lejos de hacerlo. Sostengo todo con mis manos y me tensiono. Vivo sin soltar, sin dejar ir, sin relajarme. Como si todo fuera demasiado importante y grave. Como si todo dependiera absolutamente de mí. No puedo dejar cabos sueltos, no puedo soltar el timón. La vida se juega en lo que hago, digo, consigo, alcanzo. Y no confío en que los demás puedan hacerlo tan bien como yo. Puede que me hayan fallado antes en algún momento de mi vida y por eso he aprendido a desconfiar de todos, de Dios. Como leía el otro día: «Todos guardamos pozos de dolor en nuestro interior, criminales miércoles en los que nos asesinan la confianza, en los que nos convertimos, de repente, al mirar por una ventana, en seres desesperanzados» . No quiero ser un hombre sin esperanza, una persona perdida que no cree en la capacidad de los demás. Pienso en las veces en que han roto mi confianza. Esos momentos cuando dejé de creer en la bondad de las personas, en su fidelidad, en su constancia, en la autenticidad de sus promesas. ¿He podido perdonar a los que rompieron mi confianza? Sin perdón no puedo comenzar de nuevo. Necesito el perdón, sentir que ya no estoy atado a los que me hicieron daño. Esa confianza rota podrá volver sólo si perdono, si paso página, si dejo ir. De otra manera viviré siempre inquieto y no creeré en el amor incondicional y eterno. Ni en las promesas nuevas que me hacen. Me dará miedo que no lleguen a ser una realidad. Me duele el alma, me pesa en lo más hondo. Cada vez que me han fallado me han dejado muy herido, muy roto. Y he llegado a pensar que nada tenía sentido. Es como si ya no pudiera esperar nada de nadie, ni creer en la bondad de las personas. Sangro por mis heridas. Rememoro ese día concreto, esa hora, ese instante en el que pude ver la traición. Quiero confiar en ese Dios de mi vida. Lo digo con palabras, lo escribo, me lo grabo incluso en mi memoria, para no olvidarlo. Quiero confiar siempre. Pero no logro ver a Dios levantando obstáculos. La noche se cierne y aumentan los peligros. Los plazos no se cumplen, no consigo hacer todo lo que me piden. Fallo, caigo, no estoy a la altura. Entonces pierdo la confianza. En mis fuerzas y lo peor, dejo de confiar realmente en Dios, en su amor, en su protección. Aprender a confiar es sanador. Decía el P. Kentenich: «Es un arte superar en nosotros el escarabajo estercolero y cultivar la abeja» . El escarabajo se queda con lo malo que le pasa. Se regodea en la desgracia. No es capaz de ver nada bueno en todo lo que le sucede. La abeja por el contrario saca el polen de las flores y logra hacer miel. Es capaz de sacar lo bueno, lo valioso, lo dulce de todo. Deja a un lado la amargura y sigue hacia delante, construyendo. Creer en la bondad de las personas aunque haya recibido el mal. Es creer en su capacidad para volver a luchar y conseguir el objetivo aunque hayan fallado tantas veces. Esa confianza en los que me son confiados es lo que saca el bien de cada persona: «En la educación es esencial conservar la fe en lo bueno del ser humano, a pesar de todas las desilusiones que hayamos experimentado, de los múltiples extravíos que hemos de presenciar, y a pesar de las constantes luchas de las que somos testigos en la vida de nuestros hijos» . Esa fe en el hijo, en el hermano, en el alumno es esencial y no es tan fácil de conseguir. Es un don que le tengo que pedir a Dios cada mañana. Y confiar en Dios es un misterio. Confiar, aunque no lo pueda tocar, como sí puedo tocar el dinero y a las personas. Llegar a confiar en Él es un milagro. Por eso necesito aprender a confiar en su amor: «La pedagogía de la confianza deja intencionalmente las riendas sueltas incluso cuando el oleaje se encrespa» . Soltar las riendas es confiar. Es dejar que la barca vaya a la deriva, sin rumbo. Confiando en que Dios está detrás sosteniendo mis pasos. Me gustaría tener un corazón de niño para creer, para esperar siempre, para confiar pese a las desilusiones. Saber que Dios no se va a bajar nunca de mi vida, me va a cuidar y va a lograr que llegue a buen puerto en medio de las tormentas del camino. Esa confianza ciega en Dios es un regalo. Se la pido, suelto el timón, dejo que las velas se inflamen con sus vientos, abrazo la noche y los peligros. No quiero que los días se me escapen entre los dedos. Sé que Dios me ama. Lo sé con la cabeza y quiero sentirlo en lo más hondo de mi corazón. Dios está detrás de todo. ¿Qué sentido tiene vivir con miedo? Confío y me abrazo al Dios que me pide que crea, que tenga fe y no me desespere.


La gratitud es un don, ensancha el alma. Ser agradecido me hace ver la vida en toda su belleza. Y así dejo de fijarme en lo que me falta, en lo que no poseo, en lo que no sucede. Para vivir de esta manera necesito no estar buscando la satisfacción en todo lo que hago. Comenta el Papa Francisco: «La desolación es un estado de la vida espiritual en el que se experimenta insatisfacción, tristeza y soledad. No sentimos los gustos en la oración que antes percibíamos. Esto lejos de ser un mal es algo benéfico que nos ayuda a crecer disuadiéndonos de buscar en Dios la satisfacción. Como vemos en la vida de los santos esta prueba puede dar un impulso en nuestra vida. Querer siempre vivir la serenidad aséptica nos hace caer en una indiferencia inhumana. También es una invitación a la gratuidad, a no buscar jamás la gratificación emotiva. Es la base de una relación auténtica y madura con Dios y con los demás». La desolación en la oración me enseña a vivir. Orar y vivir en Dios no significa vivir siempre consolado. Habrá momentos de consolación en el camino, cuando sintamos la mano de Dios apoyada firmemente en mi hombro, sosteniendo mis dudas, alentando mis miedos. Pero esos momentos serán pocos y pasajeros. Dejarán paso a momentos de desolación en los que tendré la tentación de dejarlo todo y no luchar más. El peligro del desaliento me invadirá como una marea negra que todo lo oscurece. Vivir la desolación es dejar de sentir, de llorar, de emocionarme. Dejar de notar su mano sobre mi piel. Mantenerme firme en esos momentos es toda una batalla. Corro el peligro de desistir. Si así trata Dios a sus amigos no me extraña que tenga pocos, como decía Santa Teresa. Si no me da la oportunidad de sentir el alma llena, el corazón tranquilo. Es este un mundo en el que los sentimientos, las emociones son el centro. Me dejo llevar por lo que siento en todo lo que hago y en la toma de decisiones. Lo que siento es lo que manda. Si me siento bien haré el bien. Si me siento mal haré la guerra. Ser capaz de tener un corazón agradecido es algo muy grande. Agradecer no sólo cuando las cosas me resultan y tengo motivos para dar gracias. Agradecer sobre todo cuando experimente la desolación, la soledad y el abandono. Cuando no sienta el calor de un abrazo, ni la paz en el alma. ¡Cuánto duele la soledad! Al fin y al cabo moriremos en soledad. Y la vida está marcada por esas distancias que siembro alejando a mi hermano. Como leía el otro día: «Sólo podemos responder de nuestros propios actos. Al final siempre estamos solos. Si nos separan de nuestro padre, de nuestra madre, de nuestros hermanos, del tío gobernador, solo nos queda nuestra propia compañía. El "yo" debajo de un nombre, de unas palabras, dentro de un cuerpo, de una guarida que podría mutar con tal de salvaguardar lo que somos» . Allí donde me encuentre, estoy solo. No tengo nada más que una certeza, confío en ese Dios que va conmigo aunque no lo sienta a menudo. A las personas las quiero cerca pero luego no sé amarlas con madurez. Las evito, me escondo. Quiero que me quieran pero espanto al que lo intenta. Quiero aprender a amar la soledad que habito. Ese lugar en mi alma en el que me reconozco en mi verdad y me sé amado. Ese lugar en el que arde el fuego sembrado por Dios un día. Me ha creado para Él, pero no quiere que esté solo. Quiere que aprenda a amar, a comprender, a perdonar. Quiere que busque a mi hermano para caminar a su lado rumbo al cielo. No desea que mi soledad me amargue y me provoque ansiedad. Admiro a las personas que saben vivir felices cuando están solas. Aman con libertad, sin retener. Se entregan sin escatimar. Son sinceras en sus relaciones. Todo lo que hacen tiene que ver con su verdad más honda. No se asustan ante los peligros porque Dios va siempre a su lado. No notan su presencia, pero saben que está cerca. Y que los ama tal como son. Esas personas me parecen el testimonio más bello del amor de Dios. Su sinceridad, su verdad, su humildad me ayudan a comprenderme mejor. Siento que a su lado la vida es más sencilla y todo parece fácil. No hay nunca odio en sus palabras, tienen una sonrisas constante aunque no siempre les salgan las cosas como ellos esperan. No se desesperan, no culpan a los demás de sus propios fracasos. Caen y se levantan sin llenarse de amargura. Lo vuelven a intentar y confían. Se sienten amadas y saben vivir en soledad sin caer en la tristeza y en la melancolía. Han ido muchas veces hasta el final de sus sueños y han vuelto. Han navegado en el mar de sus dudas y han salido indemnes. Comprenden que su felicidad no se encuentra en la satisfacción de todos sus deseos. Han aprendido a luchar sin armas, a vivir sin refugios. Han logrado echar raíces en la tierra que pisan. Se han cansado mil veces y han vuelto a caminar. Sin dejar de pensar que la vida da una segunda oportunidad a todo el que lo intenta. No se dejan llevar por el desánimo. Dan vuelta a la página y comienzan a escribir de nuevo. Nuevas frases, nuevas palabras, una hoja en blanco. Encienden la vela de su alma. Un fuego permanente que ilumina sus pasos. Y creen, siempre creen, que el amor de su Dios nunca los dejará en la soledad de sus caminos. Así quiero vivir yo, como viven ellos.
Me impresiona ver la violencia que habita el corazón del hombre. La rabia, el odio que brota en determinadas circunstancias. El corazón estalla en agresiones. La violencia llega a herir o matar incluso al prójimo. «En todo hombre habita una bestia salvaje, y cuando ponéis en la mano de ese hombre una espada o una lanza y lo mandáis a la guerra, la bestia revive». (Juego de tronos). ¿De dónde brota la violencia que siento? Yo mismo me sorprendo en ocasiones al mirarme. Como si hubiera un pozo sellado en mi alma lleno de odio, rencor, deseos de venganza. ¿Quién ha sembrado ahí tanta guerra? Me desconozco. Ante situaciones sencillas en las que alguien me dice algo, me contradice, me ofende o me trata de forma injusta reacciono de forma desproporcionada. ¿Por qué? No me entiendo. Hay algo dentro de mí que no está en orden. A veces creo que viene mi violencia de heridas pasadas que no están curadas. El desamor vivido me vuelve esquivo al amor. Es curioso, cuanto más amor necesito, más lo rechazo. Porque no deseo la compasión de nadie. Y entonces reacciono con violencia con el que me ofende. Una violencia inaudita. Un grito desgarrador que brota desde el silencio. ¿Qué me pasa? ¿Por qué no tengo paz? Me gustan las personas que no reaccionan nunca con violencia. Se mantienen calmadas en las situaciones más adversas. Ante los gritos que reciben, callan. Ante las agresiones físicas, no responden con agresión. Ante las injusticias, no actúan de forma injusta. No guardan rencor. No sé cómo lo hacen. El rencor es tan fácil de guardar. Basta con sentir algo feo hacia alguien y aumentarlo en mi corazón. No perdono para no liberar al que me ha hecho daño. No paso página para dejar atado al que me hirió. El rencor me hace vivir en situación constante de guerra. Los pacificadores tienen un don especial. No se alteran de forma exagerada. No viven llenos de odio. No buscan la guerra. Han perdonado al agresor, al que los odia. ¿Son capaces de amar sintiéndose odiados? No lo sé, me parece un milagro. No responder con odio cuando me están matando. Como Jesús desde el madero, que perdona a sus verdugos. ¿Seré yo capaz de perdonar al que me ha difamado, injuriado, herido, tratado de forma injusta? ¡Qué difícil lograr que no surja violencia de mi alma herida! Es difícil pensar que pueda perdonar siempre y dejar que desaparezca el rencor de mi herida, que no lo guarde, que no conserve el odio dentro. A veces tengo más rabia hacia el cercano que me ha ofendido, ante aquel al que debería amar. Es fácil pasar del amor al odio cuando me hacen daño. Es fácil reaccionar con violencia cuando me agrede quien dice amarme. Esto pasa con el próximo, con el cercano. Todavía puede pasar más con el lejano como comenta José Antonio Pagola: «Parábola buen samaritano. ¿Quien es mi prójimo? Teología práctica. La obligación de amar se diluye con el lejano. No es de los míos. Se les puede odiar. Un hombre herido. Dan un rodeo cuando lo ven». El lejano se diluye en la distancia, me despierta indiferencia. Tal vez está asociado a aquel grupo al que odio porque no piensa como yo y no es de los míos. Guardo odio contra el que vive otra ideología, u otra fe. Creo que su fe y su forma de pensar me hacen daño y surge el odio. No hay nada peor que una guerra civil entre hermanos. Cuando lo único que los separa es su fe, o su forma de pensar. ¡Qué absurdas son las guerras! ¡Tantas muertes innecesarias y sin sentido! Se escapa la vida porque unos odian a otros. Porque no creen lo mismo que los otros. Porque no comparten sus valores. ¿Cuántos enemigos tengo en mi corazón? Los que no creen lo que yo creo, los que no están de acuerdo conmigo. Me convierto en hater en las redes sociales contra los que vierten pensamientos que no son los míos. Los ataco, los hiero con palabras. Es fácil atacar en las redes sociales porque tengo el rostro encubierto. No es cara a cara. Me escondo para hacer daño y aumenta mi odio. Hacia aquellos que no son de los míos. La violencia se cultiva cada vez que me diferencio, busco un lugar seguro para atacar al enemigo. ¡Qué fácil me resulta tener enemigos! ¡Qué fácil ser violento y hacer daño a los demás! Basta con verter injurias, difamaciones, juicios, críticas. Sin llegar a la violencia física practico antes la verbal. Pero podré llegar a la física. Incluso con aquel al que amo. Cuando no sepa manejar mis emociones negativas. Cuando no sepa qué hacer con la rabia que brota con la frustración. Llevo odio porque alguien no me ayudó o no permitió que saliera adelante mi plan, mi proyecto. El odio es un veneno que me quita la paz. Necesito limpiar el alma de toda violencia. Acercarme a personas que me ayuden a encontrar la paz. El perdón es la clave, sin perdón no habrá nunca paz, porque el rencor busca la venganza, la guerra y alimenta el odio. El amor es el antídoto que necesito para que la violencia desaparezca de mi corazón. Cada vez que estalle con violencia o sienta en mi interior una rabia inusitada, tengo que detenerme y pensar. ¿De dónde viene lo que siento? Si no me detengo ante Dios a entregar lo que siento, seguiré caminando hacia delante sin pensar. Y algún día puede que haga daño, hiera, siembre la guerra. Y entraré en un círculo vicioso muy peligroso. Quiero romper esa cadena. Quiero ser pacificador. Le pido a Dios que reine en mi alma y me dé su paz.


Me gusta ese Jesús que cree en mí. Me mira a los ojos y debe ver algo que yo no alcanzo a ver. Ve una belleza escondida. Un destello de un fuego que yo creía extinguido. Y me dice que soy luz en medio de la noche, de las sombras, de la oscuridad. Hoy le dice a la muchedumbre, a sus discípulos. Me lo dice a mí porque la palabra de Dios crea vida y actúa hoy: «Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos». Una luz que ilumine a los que caminan en tinieblas. Una luz basta, una cerilla encendida, para romper el manto de oscuridad que lo cubre todo. No me gustan los días de invierno que anochecen temprano. Es como si el día se agotara antes de tiempo. No me gustan los pasajes llenos de oscuridad apenas iluminados. Me cuestan esas noches sin estrellas, que parecen esconder todo bajo un velo mortecino. La oscuridad todo lo confunde. No pueden reconocerme y yo tampoco reconozco a nadie. Hoy muchas personas viven en la oscuridad, caminan sin ver, no saben hacia dónde van. No tienen clara la meta ni la razón de sus pasos. La tiniebla se instala en el corazón y genera dudas y miedos. ¿Qué puedo hacer yo para iluminar sus pasos? No puedo darles las respuestas que necesitan. No las tengo. No puedo guiarlos de la mano para que no se pierdan. No puedo estar en todas sus decisiones. Yo mismo lucho en mi penumbra. Y me debato en las tinieblas que forman mi camino. Sólo puedo pedirle a Dios que haga posible lo imposible. Que rompa el velo que cubre la luz e impide ver el paso a seguir. Hace falta mucha fe para caminar más lejos, más alto. Como leía el otro día: «Si hago acto de fe puedo estar seguro de estar en contacto con Dios cualesquiera que sean las emociones positivas o negativas presentes en mi afectividad o la luz o la oscuridad de mis pensamientos» . Unido a Dios tengo más luz. Cerca de Jesús se disipan las tinieblas. Sé que cuando me alejo de Él abunda la oscuridad. Cuando hago las obras de las noches me diluyo en las sombras. Y siento que estoy perdido, que el camino debía estar por otro lado. ¿Cómo se puede encontrar el camino correcto en mitad de la noche? Hoy escucho respuestas que me muestran el camino para que reine la luz en mi corazón: «Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, cubre a quien ves desnudo y no te desentiendas de los tuyos. Entonces surgirá tu luz como la aurora, enseguida se curarán tus heridas, ante ti marchará la justicia detrás de ti la gloria del Señor. Entonces clamarás al Señor y te responderá; pedirás ayuda y te dirá: - Aquí estoy. Cuando alejes de ti la opresión, el dedo acusador y la calumnia, cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo y sacies al alma afligida, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad como el mediodía». Para que brille la luz en mi corazón tengo que realizar las obras de la luz. Partir el pan con el hambriento. Dejar de oprimir al débil. No utilizar el dedo acusador ni calumniar a mi hermano. Dar de lo mío al hambriento, calmar su sed, calmar su hambre. Son obras de misericordia. Cuando dejo de pensar en mí y pienso en mi prójimo, se abre una puerta en mi interior a la esperanza y la luz me deja ver lo que hay en mi interior. Descubro la razón de mis penas y entiendo el camino que Jesús me ofrece para crecer. Renuevo mi esperanza y camino seguro por los caminos llenos de luz. Ya no temo las noches porque es imposible si el fuego de su amor arde en mí. La oscuridad y sus mentiras se alejan de mi corazón. Y brilla una luz que viene del cielo. Porque Dios ha descendido a quedarse escondido en mi alma. Hoy me recuerda el apóstol lo importante: «Que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios». Mi fe no depende de las razones que tenga para creer. No bastan argumentos humanos para seguir adelante. No me pueden convencer del camino que tengo que seguir. Ni siquiera por la fuerza me pueden obligar a creer en lo imposible, en lo que no es razonable. Creer que puedo vencer cuando la derrota es inminente. Cuando todo parece perdido. Vencer porque Él vence en mí. No soy yo el que vence sino Él con su luz, con sus sabiduría divina, con sus palabras llenas de esperanza que crean un mundo mejor con mis pobres obras. Puedo vencer si me dejo hacer por Él. Hay sombras en mi alma. Lugares recónditos donde no llega la luz. Y me acostumbro a la oscuridad de mi pecado. Allí donde no me reconozco a mí mismo. Soy sólo un pálido reflejo del que estoy llamado a ser. Dios ha pensado en mí para una obra grande. Ha querido encender una vela y mantiene viva la llama y colmado de aceite mi corazón. Las obras buenas que hace en mí son ese aceite que se quema en mi alma y mantiene viva una luz que no perece. Necesito seguir buscando la luz para caminar. Sin todas las respuestas podré dar luz a otros. Sin la luz suficiente para mi camino podré compartir el fuego. Que no se apague la llama en mi interior.


Hoy Jesús me recuerda que soy sal de la tierra. No sólo estoy llamado a encender una luz en la oscuridad. Quiere Jesús que no olvide que soy sal que conserva los alimentos y saca el sabor de la comida: «Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente». La sal conserva los alimentos e impide que se corrompan. Así quiere Jesús que yo ayude a conservar la fe en mis hermanos. Quiere que conserve las buenas costumbres y el amor en los que me rodean. Quiere que conserve la verdad en la que creo. Que no la deje a un lado y no me deje corromper. Es fácil caer en la corrupción. Cuando me alejo de Jesús que es la vida, llega la muerte. Él me ayuda a vivir en plenitud. Quiero conservar las cosas importantes de mi camino. No olvidar los valores en los que creo. Ser estable y fiel a aquello con lo que me he comprometido. La sal mantiene en estado puro la verdad. No me dejo tentar, no me dejo llevar. Quisiera conservar la simplicidad en mi alma. Escribía Santa Teresita hablando de la Madre superiora: «Me dijo riendo en el recreo: - Hijita, me parece que no debes tener gran cosa que decir a tus superiores. - ¿Por qué dice eso, Madre? - Porque tu alma es extremadamente simple, pero cuando seas perfecta, será todavía más simple. Cuanto más se acerca uno a Dios, tanto más se simplifica. Tenía razón la buena Madre» . Quiero aspirar a ser simple. Las complicaciones me enferman. Cuando me enredo en mis sentimientos e ideas confusas. Pierdo la paz interior y dejo de aspirar a lo más grande. La simplicidad a la hora de enfrentar las complicaciones del camino. Como decía D. E. Stevenson: «Lo fundamental no es lo que te pase, sino cómo te lo tomes». La simplicidad me ayuda a tomarme las cosas bien, sin darles demasiadas vueltas. Al mismo tiempo la sal saca el sabor escondido en la comida. Ser sal en este mundo es lograr sacar lo mejor de cada persona. A veces hay quien saca lo peor de mí con sus comentarios, con sus juicios y críticas. Pero al mismo tiempo conozco personas que sacan mi mejor versión y me ayudan a ser mejor. Ese es el don de la sal que hace que mi vida sepa mejor y también la vida de los que me rodean. La sal saca lo mejor de cada situación. Del mal sabe sacar el bien. Pero si la sal se vuelve sosa, no sirve para nada y se tira. Quiero que mi vida valga la pena y merezca ser vivida. La santidad es lo que Jesús espera de mí. Pero no para que me sienta orgulloso por mi pureza, por mi impecabilidad. El orgullo me aleja del ideal. Quiero ser santo para contribuir a cuidar la pureza de la Iglesia. Una santidad en la que la debilidad es asumida en la lucha. Soy débil, pero Jesús puede santificar mi camino. Necesito el Espíritu Santo para ser mejor, para tener un corazón más puro, más grande y santo. La santidad es un don de Dios. No soy sal de la tierra porque tenga esa capacidad. No consigo detener la corrupción con mis grandes méritos. Todo es un don de Dios que necesito para vivir. La santidad es una forma de vivir la vida. No es la meta, es el camino. Ser santo es algo que busco con humildad, desde mi pobreza, desde el dolor de mi pecado. Toco la misericordia como un don y me levanto de donde estaba caído. Yo también estoy corrupto en parte, como todos. Necesito que venga Jesús con su sal, con su salud, con su santidad a cambiar mi alma. Ese don de Dios en mí hace que mi vida merezca la pena. Mi actitud crea ambientes de cielo, no de pantano. Las críticas y los juicios corrompen siempre mi entorno. Pero la mirada positiva, el juicio válido sobre los demás, los levanta y los hace más capaces, mejores personas. Me gusta pensar que la vida es un don y que yo puedo hacer que las demás personas sean mejores. Puedo hacerlo con mi mirada, con mis palabras, con mis gestos y mis silencios. Mi amor cambia a las personas. Mi amor es luz y sal de la tierra.

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