Homilía del padre Carlos Padilla - 1 de diciembre de 2019

Domingo 1 de diciembre de 2019 | Carlos Padilla

I Domingo Adviento

Isaías 2, 1-5; Romanos 13, 11-14a; Mateo 24, 37-44

«Por tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día va a venir vuestro Señor. Estad preparados, porque a la hora que menos penséis, vendrá el Hijo del hombre»

1 diciembre 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«Viene Dios a caminar a mi lado en la piel de un niño. Me ama y sale a mi encuentro. Sin hacer yo nada especial para que algo cambie. Sólo tengo que esperar tranquilo, con el alma en vela»

Tiene el tiempo de Adviento algo mágico. Como si de repente el tiempo cobrara un sentido especial. Veinticinco días de camino. Veinticinco días de espera. De preparar el alma. Me detengo un rato a pensar. A meditar sobre mi vida. A soñar imposibles. A construir mundos mejores. El tiempo se detiene entre el frío y el calor de un invierno que no acaba de comenzar. Esperando un milagro en una noche de nochebuena. Cuando se calmen los vientos contrarios. Y la luz de las estrellas lo ilumine todo de golpe. Me visto mi traje de adviento. Entre velas y coronas que preparan la llegada de un niño. Entre planes y prisas. Cenas y regalos. Perdiéndome quizás lo esencial de este tiempo sagrado. Despistado, perdido. Necesito ser encontrado en el adviento. Mientras busco, mientras corro, mientras recorro la distancia infinita que separa el mundo que me invade de lo más profundo de mi corazón. Sorprendido al ver mi pobreza. Confundido con tantas luces que iluminan los caminos, los bosques, las vidas de los hombres. Perdido y encontrado. Es lo que anhela el alma en este adviento. ¿Qué es lo que estoy esperando? ¿Sueño con un milagro, con un cambio radical en mi vida? ¿Sueño con un encuentro que me cambie para siempre? ¿Sueño con que arda mi corazón de amor? Esperanzas que flotan en el aire. A punto de hacerse realidad. O a punto de caer y convertirse en polvo. Cuando dejo de soñar, de esperar, de confiar. Cuando se turban mis pasos y siento que estoy perdiendo el sentido de todo lo que hago. El corazón no siente, no vibra, no ama. El adviento me invita a esperar de nuevo. A tomar mi vida en serio. A saber que el final feliz de Dios me está aguardando. Tolkien comenta: «El Evangelio no ha desterrado las leyendas; las ha santificado, en particular el ‘final feliz’. El cristiano ha de seguir trabajando, en cuerpo y alma, ha de seguir sufriendo, esperando y muriendo. Pero ahora puede comprender que todas sus inclinaciones y facultades tienen una finalidad, que pueden ser redimidas»[1]. La esperanza se ilumina en mi camino. Cuando muchos me dicen que no hay tiempo, que no hay esperanza, ni una victoria posible. Yo sigo esperando, yo sí creo. Sé hacia dónde voy. El adviento es un camino. Imagen de mi vida de peregrino. Recorro etapas con un final marcado. Una meta, un sueño, una torre que se dibuja en el cielo desde un monte que me llena de gozo. Espero que la vida sea más bella, más llena de luz y esperanza. En medio de mis dolores. La enfermedad siempre duele. Y las heridas del alma. Leía el otro día: «En la enfermedad podemos vivir en una sintonía casi perfecta con Dios. Si el hombre se rebela contra la enfermedad, va cayendo poco a poco en una desesperación estéril, en un camino sin salida, en un rechazo agresivo y angustioso. No es lo mismo la rebelión que la resistencia, que implica un proceso interior silencioso»[2]. En mi dolor, en mi cruz, se abre un camino lleno de esperanza. Es el camino que comienza en el adviento. Entre compromisos y días de fiesta que me hablan del cielo. Que me hacen pensar que la paz es posible en medio de mil guerras. Y la salud cuando la enfermedad parece complicarlo todo. Y la esperanza cuando pienso que todo está perdido. Y la alegría en medio de tristezas estériles que enturbian no sé bien cómo mi ánimo y me hacen pensar que no valgo nada, que son otros los que valen. Y es mentira. Yo valgo mucho. ¿Acaso no viene Dios a caminar a mi lado en la piel de un niño? Viene a mí porque me ama y sale a mi encuentro en medio de mi vida. Sin hacer yo nada especial para que algo cambie. Sólo espero tranquilo, con el alma en vela. Pensando en mi vida que desfila ante mis ojos. Contemplando en presente el mundo ante el que me detengo admirado, agradecido. Mirando con todo mi ser la vida que tengo ante mis ojos. Poniendo el corazón en todo lo que hago. Sintiendo el dolor y la alegría. La esperanza y la tristeza. La nostalgia y el deseo. Acogiendo la vida que se me confía. Sin miedo. Con esa paz de adviento que llega a mi alma para quedarse dentro. Ya no le tengo miedo a que pase el tiempo. Se abren las compuertas de mi corazón enfermo. No dejo de esperar lo que aún no poseo. No dejo de soñar con lo que Dios ha sembrado en mi alma. Recupero la voz para cantar al alba agradecido por esa vida que Dios ha puesto entre mis dedos. No tengo nada que temer porque los sueños se hacen realidad en estas noches de Adviento.

Las máscaras ocultan mi verdadero rostro. Esconden quién soy ante los hombres. ¿Qué pretendo cuando me oculto detrás de una máscara? ¿Qué deseo mostrar a los que me miran? Una sonrisa falsa dibujada en el rostro disimula mi tristeza. Una mirada llena de luz hace que pase desapercibida mi oscuridad. La máscara guarda mis rasgos frágiles, humanos, torpes. Me hago una foto y sonrío para hacer ver que soy feliz. Tal vez no tenga mucho ánimo de sonreír, pero aparezco sonriendo. Para que no piensen mal de mí. Una máscara me oculta, me guarda, me protege. Pongo ante mí mis títulos, mis logros, mis conquistas al presentarme. Son la máscara que oculta mi carne débil, susceptible de ser herida. La máscara es mi defensa. Que crean que soy el que muestro, no el que de verdad soy. Detrás de la máscara de un payaso puede haber un corazón herido, enfermo, lleno de violencia y de ira. Un payaso que sólo pretendía alegrar oculta la tristeza más honda. Una máscara de payaso que esconde mi verdad. Las máscaras engañan. Me hacen creer que detrás de ellas hay un rostro alegre y no es verdad. La máscara miente. Me duele la mentira. Pero me oculto feliz detrás de mis propias máscaras. Oculto mi verdadero rostro. Espero tal vez el aplauso, el seguimiento, la admiración. Ya no lo sé bien. Una máscara me iguala a muchos, me nivela. Y confunde al que me ve. ¿Cuáles son mis máscaras? No deseo vivir ocultando tristezas. Lo que de verdad quiero es no estar triste. Quiero que mi alma se llene de luz y alegría. Y mi rostro, que es el espejo del alma, refleje lo que de verdad llevo dentro. Hay lugares en los que no necesito máscaras. Decía el Papa Francisco en la exhortación Amoris Laetitia: «Cuando se vive en familia, allí es difícil fingir y mentir, no podemos mostrar una máscara. Si el amor anima esa autenticidad, el Señor reina allí con su gozo y su paz». Hay lugares en los que me siento seguro, querido como soy. Allí no necesito ocultar nada. Me conocen, me aceptan, me quieren. No temo. Pero aún así no necesito mostrar todo lo que hay en mi interior. El pudor, el celo por mi mundo interior, me llevan a resguardarme. Es sana esa forma de vivir. Así le sucedía al P. Kentenich cuando ya supera la cerrazón de su juventud: «Sólo en una u otra oportunidad revelaba lo que yo albergaba en mí, y descorría un poco el velo que ocultaba mi mundo»[3]. A menudo veo cómo se exponen la vida personal y las opiniones más íntimas sin ningún pudor. Es como si fuera necesario contarlo todo para ser querido y aceptado. Se ha perdido el pudor. Es importante no contarlo todo. Guardar con un velo de silencio lo más íntimo de mi ser. María conservaba todo en su corazón. Ella custodiaba con pudor la luz de Dios en su alma. Lo que iba descubriendo. Lo que vivía. En el alma hay un lugar en el que sólo cabe Dios. También en el alma de los cónyuges. Decía el Papa Francisco: «Hay un punto donde el amor de la pareja alcanza su mayor liberación y se convierte en un espacio de sana autonomía: cuando cada uno descubre que el otro no es suyo, sino que tiene un dueño mucho más importante, su único Señor. Nadie más puede pretender tomar posesión de la intimidad más personal y secreta del ser amado y sólo él puede ocupar el centro de su vida». En ese espacio es dónde Dios habla conmigo y me muestra mi verdad. Y el camino a seguir. Y me abre su corazón para que yo descanse en Él. Comenta Santa Teresita del Niño Jesús: «Jesús me instruye en lo secreto, no por medio de los libros, pues no entiendo lo que leo»[4]. Allí, en lo secreto, en lo escondido, Dios viene a mi encuentro. Con Él no son necesarias las máscaras. Él penetra hasta lo más hondo de mi ser. Hay un espacio sagrado que es sólo mío en el que habita Dios. Yo mismo abro mi alma a la persona que quiero, a la que Dios ha puesto en mi vida. Y guardo con pudor lo que sucede en mi interior. Hay máscaras que son necesarias para proteger mi pudor, mi intimidad. Hay otras máscaras que me ocultan y no me dejan darme con libertad. Temo el rechazo y me protejo detrás de una máscara. Incluso detrás de esa máscara puedo actuar impunemente, para que no sepan quién actúa. La máscara del payaso que oculta quién soy yo. Y ahí escondido me comporto como no lo haría si todos pudieran verme. La máscara me sirve de protección para pecar, para herir, para actuar de una forma incoherente con los ideales que pretendo vivir. Esas máscaras me hacen daño. Escondido detrás de ellas no maduro, no crezco, no aprendo a darme a los demás en mi verdad. Quizás incluso las máscaras me dan nombre. Detrás de ella guardo la impunidad. Oculto la mano al tirar la piedra. Escondo mi debilidad aparentando ser fuerte. La máscara muestra una fortaleza que hace temblar a los hombres. Al fin y al cabo, si soy bueno con todos, nadie se fijará en mí. Pero si soy malo me harán caso, me temerán. Estaré en el centro. La máscara puede ser mi perdición. Porque dejaré de seguir el camino que me lleva a la vida, a la esperanza, a la alegría. Quisiera hoy quitarme las máscaras que me hacen daño. Apartar de mí ese escondite que me oculta para acabar quitándome la vida lentamente. Sin máscaras soy más frágil, pero soy yo mismo, siempre, delante de todos.

El otro día oí hablar de las tortugas marinas. Escuché que están en peligro de extinción. Que solo logran reproducirse si vuelven al nido en el que han nacido. Y allí, en la playa, entierran sus huevos. Es por eso por lo que hoy se intenta cuidar sus nidos para preservar la especie. La tortuga vuelve al nido original. Vuelve a su casa. Recorre miles de kilómetros para regresar a su nido. Me llama la atención. ¡Qué importante es el nido! El hombre tiene en el mundo mil caminos posibles. Puede tomar muchas decisiones y recorrer distancias inmensas. Pero tiene un solo nido. Y cuando ese nido falta, el hombre está perdido. Me siento sin raíces, sin hogar. El hombre sin nido es un hombre sin raíz, sin paz. No tiene a dónde volver. No tiene un lugar al que regresar. Decía el P. Kentenich: «El hombre debe tener un nido. Es un animal social, un ser vinculado al nido. ¿Dónde hallará finalmente un sostén el hombre que no tiene nido?»[5]. Mi nido es mi hogar primero. Mi familia. El amor de mis padres, de mis hermanos. El lugar de la fiesta, del encuentro. Ese espacio sagrado en el que soy familia y no estoy solo. Dicen que las tortugas marinas sólo se unen y acompañan en el recorrido por la arena hasta el mar. Luego siguen solas su camino. Como en la vida. Ese nido permite que madure el alma. Mi familia me equilibra, me da paz, me sana. El nido es un lugar físico, una casa, una tierra, un idioma, una comida, unas costumbres. Mi nido es una familia, una misma sangre, un amor incondicional, una aceptación primera. Ese nido quedará siempre guardado en mi alma. No lo olvido. Por eso, cuando no lo tengo, no poseo un centro y vivo mendigando aceptación y cariño. Me falta la raíz. Conozco a Dios, conozco su amor, en la primera mirada de mis padres, en sus palabras y gestos, en su actitud ante mí. Son ellos la primera iglesia doméstica en la que descubro el amor de Dios. Y si no es así, luego todo es más difícil. Allí puedo mostrarme débil, porque me protegen. Y puedo ser yo mismo, porque respetan mi originalidad. Allí aprendo los juegos y pierdo el tiempo con los míos. Allí crecen mis defensas, he nacido tan indefenso. En ese lugar seguro aprendo el sentido del sacrificio y la renuncia. Descubro que el amor es personal y se adapta a la verdad de cada uno. Allí me siento niño para expresar mis alegrías y mis pataletas. Allí soy abrazado, besado, ensalzado, corregido, castigado. Aprendo el sentido del esfuerzo y la necesidad de levantarme cada mañana para seguir amando. Sin hogar no sería quien soy ahora y no podría recorrer caminos en soledad. Sin ese hogar primero viviría sin norte. Pensando que la vida me debe algo. En mi padre descubro el amor fiel y callado. En mi madre el abrazo y la sonrisa permanente. Y siento que mi vida vale incluso más que la de ellos. Así me lo hacen sentir. Como si yo fuera a continuar sus vidas en mis propios años. Y mis logros y caídas fueran los suyos, siendo solo míos. En familia descubro que la sangre une, pero sin amor es un vínculo demasiado frágil. Y entiendo que el amor más sano es el que no retiene ni exige al otro que sea como nunca ha sido. En mis padres encuentro el primer reflejo de un amor eterno. Y sé que mi vida está hecha para crear nidos. Que nadie sufra la soledad que hoy veo en tantos. ¿Cómo regalar un amor incondicional cuando ha faltado el nido? Hoy nadie protege el nido. Como si el hogar seguro no fuera importante. Y es lo más sagrado que he conocido. Dios quiere que la familia sea la encarnación de su amor más hondo. Y quiere que ahí aprenda a entregar la vida. Me da una experiencia profunda de hogar para que mi ternura sea lo primero. Me enseña a sentirme valorado para que mi mirada valore a otros. Me da seguridad en los amores centrales de mi vida, para que mi amor a otros sea también un seguro. Miro agradecido mi nido en este adviento. El nido que permitió que mi caparazón se endureciera y creciera con el paso de los años. Y fuera luego capaz de navegar grandes distancias, como esas tortugas marinas. Recuerdo con nostalgia el nido primero. La familia que me dio la vida y me enseñó una forma muy concreta de mirar y amar a los hombres. En acción de gracias pienso que allí, como en Belén, ocurrió el milagro de amor más grande de mi vida. Allí fui amado en mi verdad, por mis padres, por mis hermanos, por Jesús. Allí fui aceptado en mi debilidad conocida y perdonada. Allí aprendí a esforzarme, a luchar, a pedir perdón, a perdonar los errores. Allí encontré mi propio camino por el mar y supe que Dios me quería, de una manera única y para siempre. Mi nido salvó mi vida. Y vuelvo a él en mi corazón cada mañana. Para recordar el amor y todo lo amado. Y tengo paz entonces. Desde mi nido. 

Me gusta pensar en la paz, en un mundo sin guerras, sin odios, sin venganzas, sin violencia. Hoy escucho: «Subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob, él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas. Porque de Sión saldrá la ley, de Jerusalén, la palabra del Señor. De las espadas forjarán arados y de las lanzas, podaderas. Ya no alzará la espada pueblo contra pueblo, ya no se adiestrarán para la guerra. ¡Ven, Casa de Jacob! Caminemos a la luz del Señor». Las lanzas serán transformadas en podaderas. Y las espadas en arados. ¿Cómo se puede construir la paz? Pienso en tanta inseguridad a mi alrededor. En tanto odio. En tanta ira. La memoria no olvida la ofensa causada. Clama el corazón por venganza. No desea la impunidad ante el daño cometido. ¿No hay justicia en este mundo? Quiero tomarme la justicia por mi mano. Quiero acabar con el que me ha herido. Con el que me ha hecho daño. Clamo contra él. No deseo la paz que justifique al cobarde, al altanero, al pernicioso. La paz del que tiene miedo a enfrentarse a la derrota. La guerra parece más justa. Como si pudiera poner las cosas de nuevo en su sitio. Es tan instintivo el deseo de venganza. Anida en el alma y crece. No olvido el daño. Olvidar es como morir y dejar que quede sin castigo el mal causado. ¡Cuánto cuesta perdonar de corazón! El alma no olvida. No se entierra el hacha de guerra. Permanece en la mano dispuesta a emprender acciones de odio. El mal engendra el mal. Que surja el bien de la violencia o es obra de Dios o es imposible. En la cruz Jesús puede perdonar a sus asesinos y enterrar el rencor. Y derrama una misericordia infinita. Es tan difícil de comprender. El corazón herido quiere que el daño no quede impune. Entiendo muy bien el origen de la guerra y del odio. No es fácil aceptar la realidad y perdonar al que me ha causado daño. En este tiempo de adviento que comienza quiero sembrar la paz a mi alrededor. Quiero pacificar corazones. Quiero enterrar el hacha de guerra, el deseo de venganza. Quiero la paz. Hoy he rezado: «Jerusalén, que haya paz entre aquellos que te aman, que haya paz dentro de tus murallas y que reine la paz en cada casa. Por el amor que tengo a mis hermanos voy a decir: - La paz esté contigo. Y por la casa del Señor, mi Dios, pediré para ti todos los bienes». Quiero decir a los que están conmigo que la paz esté con ellos. Pero antes tendrá que haber paz en las murallas de mi corazón. En el interior de mi morada. Sí, una paz bajada del cielo. Decía Santa Teresita del Niño Jesús: «¡Qué paz inunda el alma cuando se eleva por encima de los sentimientos de la naturaleza! No existe alegría comparable a la que siente el verdadero pobre de espíritu. Si pide con desprendimiento una cosa necesaria y no sólo se la niegan, sino que además tratan de quitarle lo que tiene, sigue el consejo de Jesús: - Al que quiere hacerte un juicio para quitarte la túnica, déjale también el manto»[6]. Es la paz del alma generosa. Del hombre libre que se ha entregado por entero a Dios y nada teme. Comienzo este camino de adviento con el deseo de que se pacifique mi corazón. Estoy en guerra, alterado, inquieto. Tengo muchos frentes abiertos. Temo que mis defensas sean vulnerables. Me siento indefenso y pobre. No tengo paz aún en el alma. Es lo que le pido a Dios. Que siembre paz en mis murallas. Que sea capaz de entregarle mis miedos y desconfianzas. Él, sólo Él con su venida, puede pacificar mi campo de batalla interior. Allí donde me enfrento con mis demonios. Y mis sueños y deseos sucumben en medio de la mediocridad. Quiero soñar con cosas grandes. Quiero mirar al cielo lleno de estrellas. Y confiar en que se apacigua mi alma al acercarse la Navidad. Un poco más cada semana. Y entonces puedo ser yo un pacificador. Puedo llevar esa paz que me es dada por Dios. En Él confío. Me quedo mirando el cielo en este camino que comienza. Pienso en las guerras que se libran cerca de mí. No puedo calmar todas las guerras del mundo. Pero sí puedo calmar a los que tengo junto a mí. No avivar el fuego de su rabia. Escuchar al que vive en guerra. Ponerme en su lugar, en su piel, en sus heridas. Y darle la paz que me es dada a mí por Dios. ¿De qué me sirve desangrarme en discusiones que no me llenan de esperanza? ¿De qué me sirve alimentar deseos de venganza? ¿De qué me sirven esas críticas que enturbian el alma y me alejan del hermano? Me separan, no me unen. Quiero aprender a calmar la ira. La propia y la de otros. Calmar la rabia, la furia. ¿Quién puede calmar mi corazón? Conozco a personas contra las que rompe mi ira como contra un muro fuerte y firme. No se alteran al ver mis inmadureces iracundas, al oír mis gritos de rabia. No entran en guerra conmigo. No crece en ellas la ira. No se vuelven violentas ni suben el tono de su voz. Todo lo contrario. Su paz logra calmar el coraje de mis aguas y detener los vientos de mis iras. No sé cómo lo hacen, pero ante ellas me siento tan inmaduro en mis reacciones. Y veo que guardar rencores no tiene ningún sentido. En ellas aprendo a perdonar porque tienen a Dios en su alma. Y me lo muestran al sonreír con los ojos. Entonces se calman mis rencores y miedos. Entonces la paz vuelve al corazón. Esa paz perdida. Quiero ser yo una de esas personas llenas de la paz de Dios que pacifican su mundo, su entorno, su hogar. Y de esa paz se alimenta el mundo. Jesús volverá a nacer en esos corazones pacíficos que pacifican la tierra.

Creo que yo tengo un toque de melancolía pesimista. No lo sé, herencia de genes andaluces quizás. Y en momentos difíciles y de dudas me vuelvo inseguro y dudo que todo salga bien. Veo que aflora esa inmadurez pesimista que me hace ver el vaso medio vacío y la vida medio rota. Y entonces tienen eco en mí las palabras que decía la protagonista de una película: «No me gusta la gente optimista. Me parece un error el optimismo. El optimismo es una manera de negar la realidad. Los que sonríen siempre. El agradecimiento excesivo. Desconfío. La queja no me molesta. Me encanta la gente que se queja. Abajo el optimismo, viva la queja». Y me veo quejándome. Resaltando lo que está mal de forma exagerada. Me fijo sólo en lo que falta o en lo que sobra. Es como si salieran de mis labios críticas funestas en cascada. Claro que podría estar todo mejor. Eso lo sé. Pero me molesta la alegría exagerada, o la sonrisa permanente. O la obligación de estar alegre cuando tengo motivos suficientes para estar triste o amargado en ese momento. No existe la felicidad por decreto. Ni siquiera por hacer que el vecino esté más alegre gracias a mí sonrisa. Me incomodan esos discursos triunfalistas y la mirada que intenta sacar lo positivo de las grandes pérdidas. ¿Es tan mala la queja cuando hay razones suficientes para quejarse? Es cierto, que cuando la queja es desmedida sí que mata mi ánimo. Y acaba tanta desazón con mi esperanza. Pero de vez en cuando es sano quejarse o decir lo que siento. O responder cuando me preguntan: ¿Qué tal estás? Y decir que mal, que no es mi día, que no estoy alegre. E incluso no encontrar un motivo para mi desagrado o desgana. Simplemente es así, tengo derecho a tener un mal día o un mal tiempo. Es por eso por lo que no me gustan los que sonríen siempre, incluso sin motivo, como si obedecieran una orden de arriba. Me incomodan los que te consuelan en la pérdida hablándote del cielo del que gozan tus muertos. Los que te dicen en la derrota que habrá más oportunidades si sigues luchando. Los que te exigen que te alegres y dejes de quejarte. Esas peticiones son infructuosas. Yo sé cuál es el camino. Que me lo recuerden no me consuela. Prefiero que me dejen quejarme a gusto, cuando toque, ya se me pasará. Que no interrumpan mis palabras pesimistas, que me dejen hacer el duelo con calma. Es parte de la vida. Estar triste y llorar forman parte del camino. Hay noches y días, luces y sombras, tormentas y días de sol. Pérdidas y encuentros. Pero al mismo tiempo sé que permanecer estancado en la queja me mata. Hoy me dan esperanza las palabras de Albert Espinosa, quien sufrió un cáncer muy duro durante muchos años de su infancia y juventud: «No existe la felicidad, pero existe ser feliz cada día. Si haces el duelo suficiente toda pérdida se convierte en una ganancia». Es verdad. Esa mirada positiva sobre la vida acaba por ensanchar el alma. En medio de mi vida mediocre y gris puede salir el sol de repente difuminando las tinieblas. En medio de la desgracia que ahora abrazo con dolor, puedo encontrar algo bueno que calme la herida del alma. Y puedo entonces decir con las palabras que hoy escucho: «Vamos alegres a la casa del Señor. ¡Qué alegría cuando me dijeron: - Vamos a la casa del Señor! Ya están pisando nuestros pies, tus umbrales, Jerusalén. Para alabar el nombre del Señor». Después de haber sufrido, la alegría siempre es más plena, no sé cómo explicarlo. Después de correr y luchar, sé que llegar a la meta sabe a gloria. Después de haber llorado la sonrisa tiene más hondura. Por eso le pido a Dios un milagro en medio de mis días. Quiero alabar su nombre en todo momento, también en medio de la tribulación. En esos momentos sé que alabar a Dios por todo lo que tengo, sin echarle en cara lo que me falta, aleja de mí la amargura. Y me hace acariciar una paz honda que desconocía. Y así puedo construir un mundo mejor desde los cimientos de mis dolores y angustias. Pienso entonces en la luz que vence la oscuridad de la noche. «La noche está avanzada y se acerca el día. Desechemos, pues, las obras de las tinieblas y revistámonos con las armas de la luz». Y me revisto de la luz del nuevo día. Dejo las obras de la noche, de las tinieblas, de la oscuridad. Quiero que en mi vida entre la luz de Dios y llene el alma. Y brote entonces una sonrisa verdadera. No la mueca permanente que no es sincera. Una sonrisa más mía, más de verdad. De esa forma lograré ser luz para muchos en lugar de sembrar oscuridades. Quiero reconocer mis emociones. Aceptar mis estados de ánimo. No pretendo conformarme con sentir lo que siento en cada momento. Puedo cambiar mi ánimo. Puedo sonreír. Puedo estar mejor. Puedo dejar de lado la tristeza de la noche. Puedo embriagarme del sol de la mañana. Me da esperanza saber que Jesús ya ha vencido en mi vida. Ha resucitado en mis muertes. Ha llenado de esperanza mis días oscuros. Ha teñido de sol la angustia de mis peores momentos. Me quejo, sin miedo. Porque Jesús lo que quiere es que le diga lo que siento, lo que pienso, lo que sufro. No quiere que finja ante Él, de nada sirve. Pero tampoco quiere Él que permanezca hundido en mis miserias. Me levanta. Me sostiene. Me salva y llena de luz.

Comienzo el adviento con el deseo de vivir con esperanza. Me despierto del sueño, del letargo, de la muerte y miro con alegría lo que viene por delante: «Tomad en cuenta el momento en que vivimos. Ya es hora de despertaros del sueño, porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer». Me gusta pensar que es así. La salvación está más cerca. Más cerca que cuando empecé mi camino de fe. Han pasado los años y miro hacia delante con más confianza. La salvación está más cerca de mí. Eso me alegra. El Adviento es un tiempo para velar, para esperar, para aguardar la venida de Jesús. Un tiempo de anhelo y de deseo. Todavía no nace Jesús en mí y ya lo espero confiado. Viene a mí, va a cambiarme por dentro. Va a lograr hacer vida en mí lo que me pide: «Comportémonos honestamente, como se hace en pleno día. Nada de comilonas ni borracheras, nada de lujurias ni desenfrenos, nada de riñas ni envidias. Revestíos más bien de nuestro Señor Jesucristo». Quiero dejar de lado las obras de las tinieblas. Esas obras que me enferman y vuelven egoísta. Pienso en mis pecados, mis debilidades, mis deficiencias. Pienso en la fuerza que tiene en mí la tentación. No sé resistir, no soy fuerte. Necesito cambiar la dirección de mi mirada. Necesito apartar de mí lo que me entristece y debilita. Dejar de lado mis pasiones desordenadas. Mirar a Jesús que viene a nacer en mí. Necesito despertar en medio de mis sueños. Estoy atento como me pide hoy Jesús: «Por tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día va a venir vuestro Señor. Estad vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis, vendrá el Hijo del hombre». No sé cuándo va a venir a mi vida. Sólo escucho hoy su petición, quiere que me despierte. Decía el P. Kentenich: «Reitero la exhortación: ¡Despiértense! ¡Despiértense! ¡Y despiértense unos a otros!»[7]. Tengo que despertar y no vivir dormido, perdido en mis ensoñaciones. Quiero estar atento a la vida que sucede a mi alrededor. No sé cómo va a nacer Jesús en mi alma. Simplemente me pide que me prepare para su venida. Que me despierte y que esté atento. Hoy hay tantas personas, adultos, jóvenes y niños, a las que se les diagnostica un déficit de atención. No logran concentrar la atención en lo que están haciendo. No se concentran y no rinden. Viven dispersos saltando de una cosa a la otra sin profundizar. Esta actitud interior es la que debilita el alma. No ser capaz de concentrarme en lo que hago y en las personas que tengo junto a mí me hace daño. Estar atento es un don de Dios. Atento a lo que sucede a mi alrededor. Atento a lo que les ocurre a las personas a las que quiero. ¿Soy capaz de observar con atención todo lo que sucede cerca de mí? Pienso en tantas cosas que suceden sin que yo me dé cuenta. Vivo distraído, perdiendo el tiempo, concentrado en cosas que no tienen valor. Pero no miro a Dios, ni miro a las personas. No me preocupo del que sufre. Vivo pensando en mis cosas, en estar yo bien. El Adviento me pone en camino hacia el que me necesita. Todo lo que hago por él son obras de la luz, no de la noche. No vivo angustiado pensando en la venida de Jesús. Sé que Él, cuando venga, me va a encontrar dedicado a las cosas de su Padre. Atento a la vida, no centrado en mí y en mis cosas. Quiero vivir despierto a las necesidades que veo a mi alrededor. Es importante mi mirada. No quiero vivir sumido en sueños, dedicado a cosas sin valor. Quiero estar atento como María. Ella guardaba todas las palabras que escuchaba en su corazón. María me enseña a mirar la vida de la misma manera. Hay una diferencia notable entre ver y mirar. Veo cosas que suceden, pero pasan y desaparecen o yo sigo de largo. Cuando miro retengo, miro con toda el alma. Miro con el corazón. Miro involucrándome con la persona a la que miro. Miro el alma a través del cuerpo. Miro la vida de la persona en su globalidad y me comprometo. Así mira María. Así mira Jesús. Así quiero mirar yo, reteniendo todo en mi alma y meditándolo en mi corazón. Mirar así es lo que salva a las personas. Muchos simplemente ven. Son pocos los que miran de verdad. Me gustaría ser de los que miran y guardan para siempre en el alma.

 



[1] Diego Blanco, Un camino inesperado: Desvelando la parábola de El Señor de los Anillos

[2] Cardenal Robert Sarah, la fuerza del silencio, 66

[3] Christian Feldmann, Rebelde de Dios

[4] Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma

[5] Herbert King. Nº 5 Textos Pedagógicos. José Kentenich

[6] Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma

[7] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador" de Peter Locher, Jonathan Niehaus

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