Homilía del padre Carlos Padilla - 11 de diciembre de 2022

Domingo 11 de diciembre de 2022 | Carlos Padilla

III Domingo de Adviento. Domingo Alegría

Sofonías 3:14-18; Filipenses 4:4-7; Mateo 11, 2-11

«Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados»

11 diciembre 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero vivir este tiempo con ojos de niño de verdad. Aprender a sorprenderme de lo cotidiano que no es evidente. Del abrazo innecesario. De la sonrisa gratuita. De la generosidad que se comparte»

Miro a María. En el Tepeyac sonriendo a Juan Diego. La miro conmovido, como ese niño indio, ese Juan Diego que quiso de mil maneras huir de una misión demasiado grande para él. Quiso evitar a María con una excusa, su tío estaba muy grave. ¿No habría alguien más que pudiera llevarlo a cabo? ¿Por qué él que no era nadie? Otros le servirían a María o si no él, más tarde, cuando ya el problema de su tío estuviera resuelto. Pero María lo eligió a él, el más pequeño de sus hijos. Lo fue a buscar a él cuando trató de evitarla. Dios elige a los pequeños para sorprender a los sabios y arrogantes, a los que piensan que son algo y que lo saben todo. A los que creen que siempre tienen la razón y no necesitan de nadie para hacer lo que Dios les pide. Es tan sutil el engaño de mi orgullo, de mi vanidad. Me hace pensar que yo puedo solo, que seré capaz de llegar a la meta antes que nadie. Soy inteligente y listo. Yo valgo. Dios no puede prescindir de mí. Y los demás no hacen las cosas como son, no son tan capaces. Sonrío satisfecho en mi vanidad. Hoy miro a Juan Diego. Un niño hombre. Con miedo, incapaz, débil, necesitado, recio y valiente. Responsable de los suyos. Preocupado, audaz. Lo miro como es niño que tiene una pureza santa en la mirada. Quizás de eso se trate cuando pienso en María. En ser un niño ante Ella, en sus brazos. En confiar en medio de mi debilidad. Juan Diego obedece a María y sube a un monte donde no hay flores, porque no es la época, porque no es posible. Llega allí y encuentra unas flores maravillosas. Entonces cree en el milagro. Es la prueba que necesita el obispo para creer, para construir una pequeña Iglesia. Corre con la prueba dentro de su tilma. Llega frente al obispo feliz y abre su tilma. Se desparraman por el suelo las rosas maravillosas. Lo ha hecho, lo conseguido. ¿Qué más le puede pedir el obispo? Ahí está la prueba. Él ha sido capaz de traer las flores, eso basta. Bueno, María, lo ha hecho posible, pero él ha sido el instrumento. Allí ha puesto la prueba que hacía falta. Son unas flores maravillosas cuando era imposible que estuvieran allí en esa época. Y sonríe satisfecho al ver el asombro del obispo. Pero el obispo Juan de Zumárraga, ya no mira las rosas desparramadas, ya no le asombra ese milagro. Se ha quedado atónito mirando a María. Ahora su mirada se posa en Juan Diego, mira su tilma, mira el rostro grabado en su pecho. ¿Cómo es eso posible? No lo entiende. Nadie de los presentes lo entiende. Están asombrados. Pero Juan Diego todavía no ve a María. Piensa que el asombro es por las flores. Como yo tantas veces que veo el asombro de los hombres por mis obras, por lo que digo, por lo que consigo. Son éxitos tan pequeños. Pero no soy yo, los hombres miran a María en mis obras. Ese es el milagro, que en mi tilma esté María, su rostro. Así puede pasar en mi vida si dejo que vean a Dios, a María a través de mí. Si no me pongo yo en el centro y dejo que el centro sea de María. Porque ese es el milagro. El milagro es la humildad de Juan Diego. Su actitud confiada de niño. Porque cree en las palabras de María: «No se turbe tu corazón. ¿No estoy aquí que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿no soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mí regazo? No te apene ni te inquiete otra cosa». Y siente ese abrazo de María cuando quería huir. No hay reproche en su voz. No hay queja por su deseo de desaparecer. Hay amor, misericordia. María se conmueve al ver los ojos tristes de Juan Diego. Quiere que esté alegre, que tenga paz. Lo hace conmigo cada vez que pone sobre mis hombros una misión imposible. Me dice que no tema, que Ella cargará el peso de la cruz y sostendrá mis brazos. Que no tema que Ella dejará su rostro impreso en mis obras, en mis palabras, en mis silencios. Que los demás creerán que soy yo, pero que no tema, que Ella estará a mi lado para recordarme que en mi pequeñez, su fuerza es la que me sostiene. Para que no deje nunca de señalarla a Ella. No tengo miedo, no estoy triste, su rostro queda impreso en mi pecho y eso me llena de alegría y de paz.

Dicen que en el silencio se escuchan los deseos más hondos del corazón. Que cuando callo de verdad algo me duele muy dentro. Algo así como un gemido, como si se rompiera una tela que lo tapa todo, para que no sienta. Dicen que cuando callo me hago más profundo sin darme cuenta. Los pensamientos corren de un lado a otro de mi cabeza, atropelladamente, como un río desbocado que lleva al mar. Dicen que no es posible callar del todo, que algo grita muy dentro y es necesario hacerle caso aunque no entienda. Porque cuando de verdad no sé lo que me pasa puede que precisamente sea eso lo que me esté pasando. El desconcierto, las dudas, los miedos, la angustia. Y la paz que el alma anhela cada vez que los nervios oprimen el pecho o llenan de acidez el estómago. Y entonces sé que las cosas no fluyen siempre en la dirección que yo deseo, tal vez siguen otros caminos y no sé bien dónde irán a dar tantos de esos sueños. Dicen que a madurar se aprende sufriendo y enfrentando las cosas con valentía. No dejaré de decir lo que pienso. No callaré para evitar conflictos. Trataré de abrazar la verdad con amor en cada momento. Dicen que el mar no se calma a base de rezos. Y que un día que parece más largo dura lo mismo que el resto de los días. La percepción de las cosas no altera en nada lo que estas son. Y si algo me parece que es una desgracia mejor espero a ver lo que sucede más tarde, nadie sabe el final de todo lo que sucede. Dicen que la oscuridad hace que las malas noticias sean más dolorosas. Siempre es mejor esperar a la mañana. Con la luz del sol pesa menos la amargura. Y las cruces no sé bien cómo parecen más livianas. No tengo la receta para que los demás vivan. No sé el consejo ideal para los otros. Ni siquiera conmigo soy un buen consejero. No sé bien qué decisión es la que Dios espera que tome. Cuando las cosas no son blancas ni negras, más bien grises. Y en los amaneceres siempre hay algo de la noche que se sigue yendo lentamente. Dicen que por mucho que grite no me oirán mejor, está comprobado. Sólo es necesario que los demás se callen para escuchar mi voz, aunque sea sólo un susurro. Yo guardo silencio para no decir más de lo que debo y no ser inoportuno. Guardo silencio para conservar en lo secreto lo que me contaron muy quedo. Guardo silencio para que me hable una voz, la de Dios, dentro del alma. Dicen que el que reconoce el mérito de los demás en cualquier éxito es más feliz que el que no sonríe al ganar su amigo. Saber mirar a los demás y ver las cosas buenas es mucho mejor que desconfiar de todos, aunque a veces acierte. Ser tolerante es el bálsamo para los que se sienten condenados. Es la forma de vivir a Jesús en mi corazón y mostrar un rostro diferente de ese Dios que me ama. El valor de la verdad es poderoso. Las personas verdaderas y auténticas dan vida, dan alegría, con ellas es posible vivir la vida eterna. Amar sin poner condiciones es un regalo del Altísimo. Lo normal que es que yo busque que tú hagas lo mismo que yo hago. Benditas expectativas que me mantienen vivo y me desilusionan a partes iguales. Por mucho que limpie el cristal de mi cuarto la neblina del cielo no se va tan fácilmente. Permanece, no depende de mi mano. Las cosas no las cambian mis palabras, aunque es cierto que puedo hacerlas más llevaderas. Pero la realidad es la que es, me guste o me disguste. No por haberlo dado todo en la vida merezco un trato especial de nadie. No tengo derecho, como si con lo que hago estuviera comprando el amor de las personas. Una cosa es valorar mi entrega otra diferente es estar en deuda conmigo. Lo que hago es gratuito, no está condicionado a pago alguno. Dicen que escribir una historia es crear una realidad que existe en mi cabeza. Puedo inventarme finales tristes o puedo hacer que la vida, entrelazada en palabras, sea por una vez más bella que lo real. ¿De qué me sirve escribir un drama si ya la vida puede ser en sí misma dramática? Reírme de las cosas no las aleja, no las elimina. Simplemente le da al momento mucha alegría. Dicen que no por caminar con apremio amanecerá más temprano. Y es cierto, pero si llego antes podré ver el amanecer a mi llegada. Las olas del mar son las que son y tienen su ritmo. El mismo ritmo que las emociones dentro de mi alma. No es regular. Surgen y mueren y dan vida o acaban con ella de repente. Dicen que las buenas personas son un bien escaso y preciado. Me niego a pensar que el mal es más fuerte que el bien. Sólo que algunas personas heridas por la vida hacen el mal que no quieren y hieren cuando lo que buscan es ser amadas. No puedo cambiar el pasado de nadie. El mío tampoco. Pero sí puedo escribir historias nuevas a partir de las desgracias vividas. Puedo inventar un mundo nuevo, mejor, con más luz y más alegre. Las cosas que no te digo se pierden en el olvido. Y el recuerdo de tus palabras acompañará siempre mi vida. Por eso no le tengo miedo al paso del tiempo que se lleva tanto lo bueno como lo malo. Me alegra comenzar siempre de nuevo, sobre todo cuando he fracasado y no he logrado llegar a donde quería. 

No me gustan los sustos que no espero. Temo las sorpresas desagradables que no deseo. No me gusta que me cambien los planes cuando tengo claro lo que quiero hacer. No deseo que se haga algo distinto a lo que tenía planeado. Pero el adviento y la navidad son sorpresas. Son esperanza porque espero la venida de los que amo y aún no poseo. La venida de Aquel que me ama. Pero no todo resulta como yo espero. Porque tengo mis medidas, mis expectativas, mis deseos. Y no tengo una mirada amplia que sepa contemplarlo todo. Tengo la esperanza de que las cosas sean mejor de lo que son ahora, porque siempre me falta algo. Porque hago planes mejores. La sorpresa se define como aquello que no espero y sucede. Es sorprendente que las cosas no sean como yo quiero. Me sorprende ver que alguien pueda ser alegre en medio de las adversidades. Que en medio de una guerra como la que se vive en Ucrania haya personas capaces de celebrar el misterio de la Navidad en estos días. La sorpresa sería que acabara la guerra, que se hicieran mis planes, que no muriera el moribundo, que tuviera abundancia el menesteroso. Es la sorpresa que a mí me gusta porque tengo expectativas con esta vida que vivo. La sorpresa sería que los muertos resucitaran. Que lo que estaba perdido fuera salvado. ¿Es eso lo que ocurre en Navidad, en Adviento? Las sorpresas que quisiera son las imposibles, las que no suelen suceder, son milagros. Que el cielo hiciera descender a mi hogar a los seres perdidos. Que todo fuera como un día fue, siendo niño, cuando no había guerras, ni luchas y me sentía tan lleno. O que de repente la escasez fuera abundancia, el frío calor, la sequía lluvia. Es algo así como un milagro que me haga sentir que ahora sí venzo, triunfo, logro, alcanzo. Y Dios hace todo posible como si fuera magia. Es la victoria tras el pitido final de un partido cuando todo estaba perdido. El logro en el que nadie creía pero todos deseaban. Quizás la sorpresa de adviento y Navidad sea otra muy diferente. Me descoloca este tiempo que anuncia una realidad que nace sin que yo lo vea. Un Dios que se hace carne sin que pueda tocarlo. Un mundo que está cambiando para bien sin que logre erradicar el mal de mi vida. Es un tiempo que me habla de una esperanza que emerge sin que yo la espere. No trae el Niño el poder de acabar con una guerra que es tan dolorosa. Esa es la sorpresa que deseo. Pero la palabra sorpresa tiene que ver con lo inesperado. Y hay cosas imposibles que deseo, pero no suceden. Tal vez deba tener los ojos más abiertos para ver lo que no espero, para tocar aquello que no deseo, para creer que está naciendo de la forma que yo no quería. Porque me molestan los tiempos de Dios tan lentos y diferentes a los míos. Me duelen sus sutilezas para hacerme ver su luz en medio de mi noche. La sorpresa es un grito en medio de la oscuridad que me despierta y me saca de mi sueño. Es una luz que irrumpe desvelando mi desidia. Es un imprevisto con el que no contaba. Es una ausencia que me duele dentro. Es una pérdida que rasga mi alma. Viene Jesús disfrazado de oscuridad para que no lo vean los ojos que no son inocentes, ojos de adulto desesperanzado. Quiero vivir este tiempo con ojos de niño de verdad. Aprender a sorprenderme de lo cotidiano que no es evidente. Del abrazo innecesario. De la sonrisa gratuita. De la generosidad que se comparte. Me sorprendo y asombro ante lo inmerecido. No merezco el amor, ni el cuidado de los demás, ni su entrega gratuita. No merezco un Dios que quiera renunciar a su poder para ser hombre, limitado, necesitado, pobre. No merezco que me acepten y me necesiten. No tengo derecho a que me amen y yo poder amar a alguien. Lo inmerecido me sorprende. La Navidad y el adviento tienen algo de innecesario, de gratuito, de inmerecido. Quizás tengo que ser más niño, menos protegido, más libre. Recuerdo mi mirada de niño que veía en unos hombres disfrazados de reyes magos la presencia de esos magos que venían a darme regalos que no merecía. Me asombraba con sus barbas y creía en ese amor sorprendente. Quiero esos mismos ojos más capaces de sorprenderse ante lo que no necesito, ante lo que no busco. La esperanza de adviento es más amplia. Va más allá de mis problemas de ahora. Jesús viene para decirme que mi vida vale la pena como es. Viene para mostrarme un camino. Viene para hacer posible en mi vida lo que me decía un niño el otro día: «Jesús se hace niño para enseñarnos cómo amarnos mejor». En esas palabras entiendo que viene para que aprenda a vivir de otra manera. Eso me asusta. Porque no quiero cambios que duelan. Porque me cuesta aprender lo que no sé. ¿Me siento demasiado viejo para aprender algo nuevo? Puede ser. Se me ha endurecido el alma. Me he vuelto insensible para las sorpresas. ¿No me gustan ya las sorpresas que no espero o no deseo? No las sorpresas desagradables, sino las que son buenas pero no las que yo quiero. Porque puedo sorprenderme y admirarme cuando alguien sonríe y se alegra de la vida que lleva, en su pobreza, en medio de una guerra. Y celebra cuando yo vivo quejándome de todo, teniéndolo precisamente todo. Hay tanta gente insatisfecha teniendo llena su alma de cosas materiales. Y hay tantas personas felices con muy poco en medio de carencias terribles, no necesitan nada. Son esos, los más débiles, los que tienen a Dios dentro, los que consiguen alegrarse en medio de su vida. Se alegran y sonríen cuando no se justifica su risa. Y saben que la vida que llevan merece la pena aunque a veces duela. Me gustaría ser agradecido en este tiempo. Mirar mi vida incompleta, imperfecta y sonreír. Eso es adviento, eso es navidad. Una sonrisa que brota del lugar menos esperado. Un abrazo que surge cuando más lo necesito. Una mirada que enaltece cuando pienso que merezco el desprecio. Tener ojos de niño es lo que me falta en este adviento. La capacidad de un niño para sonreír sin motivo, para reírme por cualquier cosa. De mí mismo, de mis manías, de mis obsesiones, de mis torpezas. Reírme de mi vida como es.

Me gustan la alegría de este domingo y el color rosa de la casulla. Me gusta reírme de las cosas y me duelen la seriedad y las ofensas. Los gritos llenos de rabia o la intransigencia me inquietan. Me hacen daño las discusiones y me angustian las peleas. No soporto las tensiones en lugar de la paz de un ambiente en familia donde todo fluye. Me gustaría estar feliz siempre pero no lo consigo. Algo sucede, algo me dicen, alguien no hace lo que espero o no logro lo que deseo. Y el corazón se llena de nubarrones como en una tarde gris de invierno. El corazón duele muy dentro y no sonríe. Me gustan más los ambientes pacíficos, las conversaciones tranquilas, los abrazos y los besos, los te quiero y los te echo de menos. Las miradas cómplices y las sonrisas llenas de bondad. Me alegran los que alegran con su forma de ser, con sus gestos sencillos. Aquellos que me valoran y me quieren sin tener que hacer nada especial. Me entristece caer mal a mi hermano o despertar odio o rabia en él sin pretenderlo. Intento unir a los que están separados pero los acabo dividiendo. Quiero construir un hogar, una casa y destruyo todas las paredes. Pretendo crear lazos fuertes que aten corazones pero los separo. No sé cómo lo hago que consigo hacer lo opuesto a lo que deseo. No quiero que me rechacen cuando soy yo el que rechaza. Me molesta que me critiquen a la vez que yo mismo critico. No deseo que me juzguen pero yo caigo con facilidad en el juicio. ¿Cómo puedo llegar a ser feliz siempre, en cualquier lugar, con cualquier persona? ¿Acaso el viaje de mi vida no es el que había soñado muchas veces siendo niño, siendo hombre? Hoy me quedo en silencio y escucho: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres». Una orden que no logro cumplir. El adviento se llena de luces, de nacimientos, de árboles llenos de vida, de cascanueces de muchos colores y formas, de santas por todas partes, de nochebuenas que llenan todo con sus hojas rojas. Todo es rojo, blanco, rosa, amarillo a mi alrededor. Todo se llena de alegría familiar, con una melodía navideña que todo lo envuelve. Siento una alegre mirada en las personas que pretende llenar mi corazón. Pero escarbo un poco en mi ánimo y aflora la tristeza. ¿Cómo lo hago para estar alegre en todo momento? Imposible. La vida es muy complicada. O quizás es mi corazón el que se complica con las cosas. O el corazón de los demás es el que es difícil. Ya no lo sé. Deseo no sé por qué lo que otros tienen. Y no me alegra lo que poseo. Deseo estar bien con mi hermano pero no le perdono por sus ofensas. Espero cosas que no suceden. Quiero que algo caiga del cielo como una bendición, un estallido de paz y luces, y sueño con un momento que todo lo llene de sentido. Frustraciones, caminos bloqueados, calles sin salida. En medio de mis penas deseo vivir el consuelo que calme mis ansias. Quisiera siempre dejar a un lado las tensiones y las angustias que me turban para vivir con paz. Comenta el Papa Francisco hablando del consuelo espiritual: «Es una experiencia profunda de alegría interior que consiste en ver la presencia de Dios en todas las cosas. Esta refuerza la fe y la esperanza, y también la capacidad de hacer el bien». Si logro tener esa presencia de Dios en mi alma me encontraré con Él en todo lo que me suceda. Veré su presencia escondida bajo el mar revuelto. Me llenaré de fe y esperanza. Notaré una alegría interior que procede de Dios en medio de las adversidades de la vida. Me gustaría vivir feliz, lleno de júbilo como hoy escucho: «¡Lanza gritos de gozo, hija de Sión, lanza clamores, Israel, alégrate y exulta de todo corazón, hija de Jerusalén!». El verdadero motivo de mi alegría tendría que ser la alegría que tiene Dios en mí, al verme: «Dios está en medio de ti, ¡un poderoso salvador! Él exulta de gozo por ti, te renueva por su amor; danza por ti con gritos de júbilo, como en los días de fiesta». Dios se alegra en mi presencia. Le gusta como soy, me ama como me ve, no le molestan mis errores tanto como a mí. Y esa alegría que anhelo es un don de Dios. La alegría de los hombres está condicionada a que las cosas y las personas sean de una determinada manera. Sé que se alegran conmigo cuando hago bien las cosas, cuando me porto bien con ellos. También está condicionada mi alegría en relación con los demás. Si me cuidan, si me quieren, si me tratan bien, si me sirven, estaré alegre. Pero si no es así nada funciona y me enojo con la vida, con el mundo. Mi felicidad está condicionada por el amor de los demás. No soy capaz de vivir feliz, alegre, en medio de las frustraciones, los fracasos, las pérdidas. En esos momentos el dolor es tan fuerte que no logro esbozar ni una mísera sonrisa. ¿Cómo puedo hacer para estar alegre siempre? No sólo en los momentos buenos de mi vida sino en todas las circunstancias. Al mismo tiempo, me gustaría ser causa de alegría para los demás. Quiero alegrarles con mi vida, con mi forma de ser, con mi generosidad. Si siembro paz sé que con el tiempo cosecharé paz. Si siembro discusiones acabaré cosechando guerras. En mi corazón sucede todo, la alegría y la tristeza, la guerra y la paz, el rencor y el perdón, el abrazo y el golpe, el amor y el odio. Aplaudo o rechazo. Halago o critico. Todo sucede dentro de mí y sólo yo puedo dejar que Dios entre y siembre la alegría. ¿Dónde busco mi alegría cada día? ¿Qué cosas me alegran, qué personas son causa de mi alegría, qué presencia alegra mi corazón, en qué lugares soy más feliz, más dichoso? La felicidad es un don. Es una gracia. Muchas veces mis heridas y fragilidades me hacen vivir triste. No es lo que yo quiero. No es lo que yo deseo. Quiero tener un corazón nuevo en adviento, en Navidad.

Hay preguntas que quedan quietas en el aire esperando una respuesta: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?». Como un grito mudo al que sucede un silencio incómodo. Una pregunta no siempre busca respuestas. O no las encuentra. Del mismo modo una queja no pretende siempre una solución sólo es una necesidad del alma herida. Una crítica no desea que cambie todo lo que he hecho hasta ahora, tal vez sólo quiere construir desde ese punto del camino. La pregunta de Juan cruza los campos y llega al corazón de su primo. Era una pregunta decisiva. Porque hay preguntas poco importantes y otras que marcan un antes y un después. Juan quería saber si ya podía dejar de gritar: conversión. Si ya podía dejar que los suyos siguieran al Maestro verdadero y él partir al encuentro de su Padre Dios. Quería saber si era la hora definitiva, si todo lo que había hecho hasta ese momento entregando su vida valía la pena. Juan espera paciente la respuesta de Jesús. Yo también tengo preguntas que requieren respuestas. No siempre las oigo, no siempre llegan. Cruzan los mares, se aferran a las alas del viento, trepan las montañas más escarpadas. Son preguntas escritas en el aire cristalino. Casi no se oyen, casi no se leen. Tienen que ver conmigo, con mi ansia profunda de plenitud, con el anhelo más hondo de mi corazón. Tiene que ver con mi realización como persona, con el cumplimiento de todos mis deseos. Y entonces Juan lo escucha de labios de los discípulos. No es un sí ni un no. Sólo solo cosas que están pasando: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados. ¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!». ¿Acaso no basta eso como señal para saber que Jesús es el Mesías al que estaban esperando? Eso es suficiente. No es un sí o un no. Es algo más hondo, más profundo. Son los milagros de los que ya hablaba Isaías: «El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrará la estepa y florecerá, germinará y florecerá como flor de narciso, festejará con gozo y cantos de júbilo. Fortaleced las manos débiles, afianzad las rodillas vacilantes; decid a los inquietos: «Sed fuertes, no temáis. He aquí vuestro Dios! Llega el desquite, la retribución de Dios. Viene en persona y os salvará». Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos se abrirán; entonces saltará el cojo como un ciervo. Retornan los rescatados del Señor. Llegarán a Sión con cantos de júbilo: alegría sin límite en sus rostros. Los dominan el gozo y la alegría. Quedan atrás la pena y la aflicción». Están ocurriendo cosas que son imposibles y cambian la suerte de los hombres. Son milagros sorprendentes. Los ciegos ven, los sordos oyen, los mudos hablan, los perdidos son encontrados. Ahora está ya todo claro, el desierto se regocija porque ha llegado la salvación. Los ojos que lo ven no son los de los sabios. Porque en ellos los prejuicios son demasiado pesados. No logran ver la realidad sin pasarla por el tamiz de sus opiniones, de sus juicios. Deciden lo que está bien o mal antes de que algo ocurra. Por eso sé que cuando me juzgan por algo que he hecho no emborrona eso todas mis obras anteriores. Me critican en algo que hago y siento que todo lo demás está mal. Pero no es así. Necesito tomar distancia de mis pensamientos, de mis criterios y opiniones para enfrentarme con más libertad a la realidad. No siempre tiene que prevalecer lo que pienso, lo que deseo. Seré más feliz, lo tengo claro si no le doy tanta importancia a las cosas que me dicen, o a lo que me pasa. Y así, sin sujetarme a mis juicios y forma de ver las cosas, podré mirar la realidad y alegrarme. Veré signos de esperanza, señales pequeñas, como esos milagros que muchos presenciaron pero que sólo a algunos les hizo ver algo más. Detrás de un milagro no necesariamente veo a Dios. O no necesariamente cambio de vida acto seguido. Los milagros están ahí, ante mis ojos. Puedo verlos o puedo no verlos. Cambiar es otra cosa. Juan escucha las palabras de los discípulos y cree. Le bastan esas palabras, esas señales. Eso basta para cambiar, para pensar que mi vida ha merecido la pena, que mi misión está cumplida. El adviento está lleno de señales pequeñas que necesito ver. Llena de milagros insignificantes. Dios me habla en lo cotidiano, en las cosas pequeñas que me ocurren a mí. En esos momentos en los que me doy cuenta del valor que tiene mi vida. Entonces sonrío porque sé que Jesús está naciendo de nuevo. Allí donde veo a jóvenes enamorados de Dios. O donde alguien hace acciones o gestos que me hablan de generosidad, de Dios. En esos momentos sonrío. Es navidad. Algo grande está ocurriendo pero las señales son sutiles, para que sólo pueda verlas quitándome los prejuicios.

Jesús habla sobre Juan el Bautista, sobre su primo: «Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan: - ¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué salisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Mirad, los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Este es de quien está escrito: - Yo envío mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino ante ti. En verdad os digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él». Siempre me conmueven estas palabras. Juan es el más pequeño de los hombres que está en el cielo. Y cuando miro a Juan pienso que su santidad es inalcanzable. ¿Cómo puedo estar a su altura? Un profeta, un hombre radical. Y yo estoy llamado a seguir sus pasos, a caminar a su lado. Juan es el hombre fiel que no tiene miedo a la muerte ni al dolor. busca señales para saber si su misión ya está completa. Es el defensor de la verdad, de lo auténtico. No busca el aplauso, el seguimiento. Sólo señala a Jesús a cada paso. Por eso es sólo la voz que clama en el desierto. Jesús es la palabra. Él sólo es el señalizador en el camino. Nació para bautizar con agua pero vendrá alguien que bautizará con fuego. Es el instrumento de Dios en medio de los hombres. Sé que saber lo que Dios me pide me da paz. Por eso Juan era libre, conocía su misión. Sólo puedo descansar seguro en Dios: «He aquí a Dios mi Salvador: estoy seguro y sin miedo, pues Dios es mi fuerza y mi canción, él es mi salvación». Cuando tengo claro que Jesús es mi Salvador ya no temo. Estoy tranquilo y confío. En este tiempo de espera y anhelo me dan alegría las palabras de S. Pablo: «El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna; antes bien, en toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias. Y la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús». No quiero vivir inquieto. Quiero confiar en ese Dios que está conmigo y me da la paz y la esperanza. Así quiero aprender a vivir, confiando. Necesito un corazón más confiado en este tiempo de adviento. Un tiempo en el que sueño con los imposibles que mi alma anhela. Un tiempo que Dios ha pensado para mí. Desea que ponga mi confianza en Él, sólo en Él, no en mis fuerzas. Yo sé que las cosas pueden salir bien si Él me acompaña y llena de paz. Me pongo en camino. No tiemblo en este tiempo de adviento, de espera, de anhelo. Quiero permanecer alegre, como los niños confiados que saben que sus padres descansan muy cerca, velando su sueño. ¿Cómo voy a temblar si Dios me ama y me ha elegido para seguir siempre sus pasos? No tengo miedo. Él va conmigo. Me ama con locura. Confío en su poder. En todo lo que pueda hacer conmigo. Sé que nada saldrá mal, a la larga. Las cosas irán bien y eso me da mucha paz, me alegra. El misterio de la felicidad se encuentra en confiar. Y dejar que mis miedos no tengan en mi alma tanta fuerza. Sólo en eso. Y todo lo demás poco importa. Si Dios va conmigo, a mi lado, poco importa que se pierdan muchas batallas.

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