Homilía del padre Carlos Padilla - 11 de julio de 2021

Sábado 10 de julio de 2021 | Carlos Padilla

XV Domingo Tiempo ordinario

Proverbios 2, 1-9; Efesios 1, 3-10; Mateo 19, 27-29

«El que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, mujer, hijos o tierras, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna»

11 Julio 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero detenerme y dejar que la luz calme mis ansias y haga desaparecer la inquietud. Y Dios con su mano pasa por cada arista limando mis asperezas»

En ocasiones veo cómo me complico yo solo. En lugar de vivir feliz, distendido, relajado, me lleno de angustias, rencores y problemas casi inventados. Tiendo a agrandar las desgracias y magnificar las ofensas recibidas. Me siento ofendido sin que tengan intención de ofenderme. Mi alma, limpia y sin dobleces al nacer, se va llenando de heridas y rencores. Y surgen los nudos en mi vida. Esos nudos que no logro desatar yo solo, y eso que lo intento. Busco soluciones. Imploro misericordia. Pero no logro desatar mi alma enredada. Me gusta esa advocación de María que despierta mucha esperanza: María Desatanudos. Esa imagen de J. G. M. Schmidtner de 1700 muestra a María rodeada de ángeles desatando los nudos de un cordel. Mi vida llena de nudos pasa entre sus dedos y queda limpia, lisa, pura. Es curioso. Desenreda los nudos que yo no sabía eliminar. Creo que el amor es más fuerte. Como cuando el pelo largo se enreda y sólo un buen cepillo y mucho amor logra devolverle su aspecto inicial. Desenredar, desatar, desanudar son verbos llenos de esperanza. Es lo que hace María en mi vida cuando me descomplica y hace más sencillo mi camino. Tiendo a complicarme en exceso. Veo problemas que tal vez no existen. Imagino amenazas inexistentes. No sé cómo se puede volver a tener un alma sencilla e ingenua como las de los niños. Quizás tengo que volver a nacer, o volver a decidir cómo quiero ser y cómo quiero vivir la vida. Al fin y al cabo tiene razón José Antonio Fernández cuando dice: «Las decisiones que tomes en la vida tómalas con mucha claridad y para ti, porque con quien vas a estar toda tu vida es contigo». Voy a ser yo mi compañero de camino. Voy a estar siempre conmigo. Tengo claro que quiero ser una persona sencilla, con alma pura y sin nudos. Quiero tener muchas preguntas, pero sin inquietud. Quiero tener más paz y alegría que miedos y tristezas. Por eso elijo lo que me lleva a donde quiero ir y no en dirección contraria. Tendré que cargar con mis errores y decisiones equivocadas. Y sé con certeza que Dios me perdona siempre y María me abraza y desata mis nudos. Cuantos menos nudos tenga tendré más paz. Seré más niño y miraré la vida sin pasarla por el cedazo de la amargura. Sin desear lo que no tengo. Sin empeñarme en recuperar lo que he perdido, porque ya se ha ido y no va a volver. Sin querer cambiar mi pasado porque es imposible. Sin vivir empeñado en un futuro que tal vez no llegue nunca. La capacidad del niño para vivir en presente me impresiona. ¿Seré yo como ellos algún día? ¿Lograré disfrutar con una sonrisa el hoy? Tomo decisiones que parecen eternas sin saber si estaré siempre dónde me encuentro. Pero elijo amar hoy, no cuando se den las condiciones perfectas. Dar la vida ahora, no cuando tenga más fuerzas. Ser pleno en este momento, no cuando resulten bien todos mis proyectos. El que no vive el presente se pierde lo más importante de su vida. Y yo quiero entregar mis nudos cada día a María. Ella sabrá como eliminar las adherencias, acabar con las durezas y suprimir lo que está enredado dentro de mi alma. Es fácil esconder los nudos y seguir adelante. Pero siempre vuelven. Me enredo cuando miro a los que tengo a mi lado y les exijo lo que no pueden darme y les pido que sean lo que no son. Quiero aceptar mi vida en su belleza, con sus nudos, con sus miedos y tropiezos, con sus límites. La vida hoy, anclado en la tierra que piso, no esperando otros caminos. Vivo mi camino sin pensar si es el correcto. Hago lo que puedo sin criticarme por no hacer más. Vivo sonriendo sin pensar que mi sonrisa pueda molestar. Seré yo mismo una vez más aunque eso me exija esfuerzo y dejar a un lado mis máscaras y falsas apariencias. Empiezo de nuevo a vivir con la ilusión del primer día. No por haber fracasado una vez pienso que siempre será lo mismo. Es imposible asegurarme un día más en esta vida por eso agradezco a Dios por las horas con las que cuento. No me enojo con nadie, no merece la pena. No me angustio cuando no salen bien las cosas. No me impaciento porque el tiempo es el que es y no puedo alargarlo. Llego a lo que llego y eso es suficiente, así me lo enseñó esta pandemia. Me hizo vivir con sencillez, sin tantas cosas como antes. Y me dibujó un presente compuesto sólo de horas y días. Nada de meses ni años. Es bonito vivir así, es un regalo, es volver a nacer y encontrarme con que vuelvo a ser sencillo y libre como un niño.

El calor y el frío. La lluvia y la sequía. Las heladas y el resurgir de la naturaleza. El calor que asfixia y el frío que hiela el alma. El viento y la calma. Las tormentas y los momentos de sequía esperando una gota de agua. Son los extremos que se unen y me desconciertan. De un extremo al otro. De la salida del sol hasta su ocaso. Momentos que se suceden en el tiempo de forma continua. Y en medio de tanto movimiento mi corazón recorre las horas y los días, fatigado y feliz, soñando el cielo. Y esperando tocar las alturas, a tiempo o a destiempo, poco importa. Anhelando esa paz que deja el saber que soy amado como soy, con eso basta. Alguien a mi lado, como ausente o presente al mismo tiempo, que recorre mis días. Es esa historia santa que tejen mis manos, o las de Dios. Esa historia hollada por mis pies recorriendo senderos sin término. Y la lluvia que sorprende súbitamente mis pasos furtivos. Y el calor que parece adueñarse de mi vida y quitarme el aliento. Y el tiempo encadenado al presente, ese instante sagrado que tanto amo. Porque es un don, un bendito regalo. ¿Sabré usar bien las horas que tengo, los días que se quedan prendidos a mi piel? Me da miedo perder la oportunidad que tengo de ser feliz, dejar que se vaya. Y sentir que Dios me invita a amarlo a Él en cada instante. Y yo me olvido tantas veces. Como ese niño embobado con tanto estímulo que me aleja de la contemplación y del silencio. ¿Cómo aprenderé a digerir todas las cosas que me pasan cada día? ¿Cómo aprender de todos los estímulos que me mantienen despierto, inquieto y alegre? No quiero guardar en el alma heridas por no haber respetado los silencios, las horas de pausa, para dejar que sanen en las manos de Dios. Decía el P. Kentenich: «Cuando las impresiones no han sido elaboradas, actúan casi como serpientes que se arrastran durante un tiempo en el subconsciente pero que, de pronto, saltan hacia arriba. ¿Cuál será el efecto? Hay en mí una fuerza misteriosa que me mantiene en constante inquietud»[1]. Lo no digerido en el alma se cuela muy dentro de mí y provoca sentimientos negativos que me enferman. Me hieren con esa fuerza misteriosa que tienen las experiencias fuertes y dolorosas. Esos estímulos que desde fuera golpean la pared del corazón no me dejan indiferente. Necesito aprender a digerir el sufrimiento. Trabajarlo y dejar que el alma se calme. Hacer duelo ante las pérdidas y los dolores. No cerrar la puerta como si no hubiera pasado nada. No vivo en una burbuja, protegido y escondido, vivo en medio del mundo expuesto al dolor. Amo y odio. Soy feliz y me indigno. Hiero y me hieren. Perdono y me perdonan. Abrazo y rechazo. Soy querido y despreciado. Todo sucede en mi alma. Lo bueno y lo malo. Y siguen quedando estímulos que guardo sin guardarlos de verdad. Los retengo sin trabajarlos. Y no me dejo tiempo para ahondar, tan en la superficie vivo que me pierdo. Y no encuentro el momento para detener mis pasos aunque sólo sea por un tiempo. Ni en medio del trabajo. Ni en medio de las vacaciones. Es como si nunca estuviera preparado para enfrentar mi vida, para encontrarme con mis miedos, con mis dolores y mis heridas. Es como si nunca fuera el momento para bucear dentro de mi alma buscando paz y silencio, alegría y reconciliación. Mi alma necesita reposo y silencio en este momento. Son muchos los estímulos y las experiencias que no acabo de digerir, de trabajar, de asumir. Duele el alma por dentro y no me doy cuenta. Dejo pasar la vida ante mis ojos viviendo en la superficie de un mar aparentemente en calma. Como un náufrago en medio del mar, incapaz de llevar la barca a buen puerto, con una sed profunda y sin saber cómo responder a todo lo que necesito. Así voy a la deriva, sin brújula, sin timón, sin velas y sin luz. Y en medio de mi corazón escucho la voz de Dios que me invita a detenerme, a parar, a meditar. Quiero callar muy dentro y esperar. Que pasen las horas, los días en un abrazo de Dios que quisiera fuera eterno. Es lo que necesito siempre de nuevo para recomponer mi vida. ¡Cuánta gente enferma del alma! Decía el P. Kentenich: «Hay innumerables personas que están hoy enfermas, también corporalmente. ¿Saben por qué? Por esas impresiones no digeridas y por que no saben qué hacer con su sentimiento de culpa»[2]. ¿Qué necesito? Detenerme. Hacer silencio. Dejar que la lluvia calme mi calor y el sol caliente apacigüe el frío del corazón. Quiero vivir cada momento con lo que tiene. Entregándoselo a Dios y dando gracias por lo que me toca vivir en presente. Esa canícula que me hace soñar con el frescor y el agua. Ese frío hondo en los huesos que hiela mi jardín. Espero siempre vientos más amables y playas con más paz. Quiero detenerme y dejar que la luz calme mis ansias y haga desaparecer la inquietud. Y Dios con su mano pasa por cada arista limando mis asperezas. Cuando me dejo el tiempo para Él.

La libertad es el camino y es la meta. El sueño que habita en mi alma y mi más profundo deseo. Libre de apegos enfermizos y esclavitudes que no me dejan volar alto. Libre para ser yo mismo sin pretender contentar a todos con mi vida. Libre para amar sin miedo a dejar el corazón anclado, aunque siempre duela. Libre para tocar el cielo sin renunciar a ser yo mismo en todo momento. Libre de mi pasado y consciente de lo importante que ha sido lo vivido para ser hoy quien soy. No importan los años transcurridos, todo cuenta. Lo importante es que entregue el corazón con libertad y viva sin miedo a perder nada. Libre en la fidelidad a mis compromisos elegidos. Y libre por amor para darme. «Donde todo está orientado sólo al deber y al derecho, de pronto, todas las relaciones humanas se han roto»[3]. Por deber no te puedo amar, nunca por obligación. Como dice un dicho popular: «A la fuerza no hay cariño». No exijo mi derecho a ser amado. Soy libre en mi corazón para amar hasta el final de mis días. Y permanezco a tu lado por libertad, no por una obligación adquirida. Sino porque vuelvo a elegir lo que ya había elegido antes. S. Pablo fue Saulo antes de caer de su caballo. Pensaba que era libre cuando pensaba que Dios lo guiaba y así mató a cristianos, como un deber sagrado. Hasta que escuchó una voz que cambió su vida y eligió otro camino, entregar la vida por Aquel al que había perseguido. Dejó de perseguir para ser perseguido. Dejó el lado de los poderosos para formar parte de los débiles. Dejó el lado de las obligaciones para elegir la libertad de los hijos de Dios. Dejó de proteger la ley y el derecho para vivir sin protecciones. Nunca olvidó quién era y tuvo que perdonarse muchas veces por el daño causado a tantos inocentes. Y el perdón de Jesús lo hizo libre. Y S. Pedro, la piedra rota, lloró por haber negado tres veces. No se sintió libre esa noche y midió sus palabras, se protegió en sus silencios, porque amaba su vida. Se escondió porque no quería perder sus días, aún no era libre. No estaba preparado para entregarlo todo. En ocasiones siento que la vida se juega en decisiones libres que tomo cuando llega el momento. Cuando estoy preparado para ser libre y vivir con libertad. Ese momento llega cuando Dios me mira con ojos de misericordia y me recuerda cuánto valgo y quién soy en realidad. Y yo entiendo, por fin lo comprendo, y abrazo la libertad soñada sin olvidar nunca de dónde vengo. Soy débil y pecador. Cada uno tiene su pasado, su vida, su historia. Sus dolores y sus heridas. Sus momentos duros y oscuros, y sus pasajes llenos de luz. Lo que no quiero contar a otros, lo que no me perdono todavía. Y desde lo vivido sólo tengo una posibilidad. Quiero elegir de nuevo el camino de la libertad. Elijo lo importante porque las apariencias no son decisivas. Adriana Arreola escribe con un corazón libre desde su enfermedad: «No importa cuán oscuro sea el camino, siempre hay luz en nuestro interior. Siempre hay fuerza en nuestro ser. Con una sonrisa en el alma». Y es una gran verdad, en mi interior siempre hay esperanza. Dentro de mí hay una libertad a la que no estoy dispuesto a renunciar nunca. Una actitud positiva en medio de la tormenta. Y una paz profunda ante el abismo al que me conduce la corriente. Me giro sobre mí mismo y escalo las más altas montañas sin dejarme llevar por el desánimo o el miedo, ni por esa tendencia a no hacer nada. Elijo el camino escarpado ante mis ojos y me siento libre. Y al escribirlo veo que en mis palabras está el anhelo más profundo de mi alma reflejado. Y también el de aquel que lea esas mismas palabras. Como leía un día: «Los libros son espejos: sólo se ve en ellos lo que uno ya lleva dentro»[4]. Y las palabras sólo son pilares sobre los que se asienta mi vida. Sólo me construyen cuando nacen de dentro. Y al verme espejado en ellas brota en mi interior ese mismo deseo de ser libre. Pedro, al escuchar tres veces una pregunta que no lo acusa, sino que lo sostiene, cambia su mirada y su corazón: «Pedro, ¿me amas?». Y elige el amor, porque ahora sí se siente libre. Es más de Dios y está menos atado a las rocas y cadenas que antes llevaba en el alma. Le pesaban su falta de perdón y su deseo frustrado de salvar la vida del Maestro. Aún recordaba sus palabras grandilocuentes e inútiles dichas en una última cena. Y Pablo, sostenido por la voz de Jesús que lo ama, lo elige a Él. Resuena una pregunta que no es acusatoria: «Saulo, ¿por qué me persigues?». Lo confronta con su corazón puro y magnánimo. Y Saulo entiende sin ver, en medio de su ceguera. Y cree. Y se sabe libre siendo el último de los apóstoles. No tenía nada que perder. Los dos hicieron sus caminos hacia la libertad. Los dos desde esa pregunta hecha por un enamorado. Saulo dejó de perseguir. Y Pedro dejó de dudar. Y los dos se hicieron libres atados a un amor más grande que los hizo vivir con paz y sin miedo. Es lo que yo deseo, esa libertad profunda.

Me gustaría ser prudente con la prudencia de Dios. Escuchar su voz y saber lo que corresponde hacer y vivir en cada momento. Pero no estoy a la altura que necesito para vivir como Dios quiere. Hoy escucho: «Hijo mío, si aceptas mis palabras y conservas mis consejos, prestando oído a la sensatez y prestando atención a la prudencia; si invocas a la inteligencia y llamas a la prudencia; si la procuras como el dinero y la buscas como un tesoro, entonces comprenderás el temor del Señor y alcanzarás el conocimiento de Dios. Porque es el Señor quien da sensatez, de su boca proceden saber e inteligencia. Él atesora acierto para los hombres rectos, es escudo para el de conducta intachable, custodia la senda del deber, la rectitud y los buenos senderos. Entonces comprenderás la justicia y el derecho, la rectitud y toda obra buena». La sensatez, la prudencia, la sabiduría, la inteligencia. Aprender a decidir lo correcto y sabio en cada circunstancia. Escuchar la voz de Dios, hacer caso a lo que me pide. ¿Cómo aprendo a discernir lo que tengo que hacer hasta en los más pequeños detalles de mi vida? Escuchar las voces de Dios cuando me habla en los acontecimientos que suceden. Quiero detenerme a auscultar su voz. Lo que pasa no me es indiferente. Cualquier suceso. Una alegría o una desgracia. Algo provocado por mis actos o aquello que sucede sin que yo intervenga. Me está hablando Dios en todo lo que me pasa. Quiero ser prudente y sensato. Sabio con la sabiduría de Dios. Decía un entrenador de fútbol: «En la vida no hay revanchas, y sí oportunidades». Y es así. Un fracaso me abre a posibles futuros éxitos. Una pérdida me conduce por el camino de nuevos encuentros. Una ausencia deja paso a otras vidas que llenan el vacío. Un error es el comienzo de un acierto. En mis manos está ver la vida como una oportunidad. Incluso aquello que me parece oscuro y triste, duro e insoportable. No me corresponde a mí entender los caminos de Dios. Como si tuviera que darle mi visto bueno a todo lo que me sucede. Muchas cosas me incomodan, me duelen, me dejan insatisfecho. Puedo negarlas o apartarlas cerrando los ojos para no ver lo que no me gusta. O puedo querer darle un sentido a lo que carece de sentido aparente. No sobrenaturalizo todo lo que vivo. Hay cosas que son un asco y ya está. No pasa nada por pensarlo, por decirlo, por gritarlo. Incluso se lo digo a Dios en mi rabia, en mi pena. No estoy de acuerdo con lo que sucede, le digo, no para que lo cambie, sino para que me oiga. Porque le hablo a mi Dios como a un amigo. Y espero que me mire conmovido y me abrace dándome paz en medio de mis batallas. No quiero entender, sólo saber cómo tengo que actuar a partir de ese momento. Prudencia para elegir bien los pasos a dar. Para no herir a nadie, para no cometer errores de consecuencias dolorosas. Para no ser esclavo de mis dependencias y adicciones. Para no caer en la fuente de todos mis pecados. Elegir desde la libertad de hombre libre, hombre sabio, hombre de Dios. Decidir aunque me duela incluso lo que tenga que decidir. Aunque la decisión no me beneficie o no sea fácil aquello a lo que me compromete. Lo que me sucede tiene una influencia subjetiva en mi alma. Lo percibo desde mi originalidad, desde lo que soy. El otro día leía una entrevista realizada a un CEO. Una de esas personas a las que uno considera exitosa. Y le preguntaban por la clave de su éxito. Lo primero, decía, es tomar las decisiones correctas. Entonces le preguntaron cómo se tomaba siempre las decisiones correctas. Y él dijo: gracias a la experiencia. Y entonces, ¿cómo se logra tener experiencia? Y él contestó: Con decisiones equivocadas. La experiencia en la vida me la dan las decisiones equivocadas. No es el final de todo cuando no acierto en mi sueño, o no logro lo que me había propuesto. ¡Cuántas empresas se han hundido en este tiempo de pandemia! ¡Cuántos sueños han fracasado! Todo me da experiencia. El fracaso no es el punto final. Es sólo el inicio de un nuevo camino. La experiencia me ayudará a decidir mejor. No puedo hundirme cada vez que no salen bien las cosas. Quiero vivir aprendiendo de mis equivocaciones. Eso me da sabiduría y mucha humildad. S. Pablo me lo deja claro: «Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes; lo que es vil y despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale» 1 Cor 1, 27-31. Lo débil del mundo frente a lo que es fuerte y poderoso. Lo humilde y poco brillante, ante lo que destaca por su luz y apariencia. Dios me elige a mí en mis errores y caídas y conmigo quiere construir un mundo mejor, eso me alegra el alma. Confío siempre en todo lo que Dios puede hacer conmigo. En todo lo que puede construir desde mis cimientos rotos y caídos. Yo puedo elegir, puedo decidir, puedo optar por el camino que creo que Dios me pide. Busco en mi corazón una voz que me encienda, me calme o me de paz para seguir un camino concreto. Quiero decidir yo y no dejar que el tiempo tome por mí las decisiones. Quiero elegir mi forma de vivir la vida, mi manera de hacer las cosas. Con corazón humilde porque no todo lo sé y no todo está claro. No me importa equivocarme. Siempre puedo volver a caminar. Guardo en mi corazón la voz de Dios diciéndome que haga lo que haga Él no me suelta y va conmigo.

Me gusta la sinceridad. Decir lo que siento, lo que pienso y no guardarme las cosas por miedo a equivocarme y herir. Aunque hiera con palabras y ofenda con silencios. Pedro era un hombre de una pieza. Y hoy le dice a Jesús todo lo que piensa: «En aquel tiempo, dijo Pedro a Jesús: -Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué nos va a tocar?». La sinceridad es el arma de los honestos. Decir lo que pienso sin miedo al rechazo. Expresar mis opiniones y sentimientos. ¿Y si estoy equivocado en mi juicio? Puede ser falsa la interpretación que hago de lo que siento. Pero lo que siento es verdadero porque soy yo el que lo siente en el alma, muy dentro. Decir lo que estoy pasando por dentro es verdadero. Aunque el que ha provocado en mí el sentimiento no tenga la intención de hacerme daño. Por eso no descalifico nunca lo que mi hermano siente. Si se siente ofendido, abusado, herido, eso es verdadero. Tal vez no quise ofender, ni herir, pero es verdadero el sentimiento. Decir lo que pienso es sano. Decir lo que siento, lo que hay en mi corazón. Mi rabia y mi paz, mi incomodidad y mi alegría. Mis sentimientos de envidia que anidan en el corazón. Mis pretensiones ocultas. Mis deseos íntimos. Todo lo que hay en mí, todo lo que observo y juzgo. Es cierto que no tengo derecho a decir todo lo que pienso si con ello ofendo, hago daño, o hiero. No tengo razón al gritar mis verdades por mucho que sean verdad en mi alma. Ser asertivo es un valor. Decir lo que pienso y siento. A menudo me guardo todo y con ello no consigo nada. Aumenta mi ansiedad y me siento incapaz de avanzar. Me guardo mis opiniones, mis deseos, mis proyectos. Escondo lo que deseo hacer y me amoldo a lo que los demás esperan de mí. Pero esa actitud sumisa acaba pasándome factura. Me guardo tanto mis preguntas incómodas, mis opiniones y deseos verdaderos pretendiendo una falsa humildad, que sufro y me duele el alma por dentro. La sinceridad es valiosa. Siempre que la practique desde la caridad. No quiero herir con mis opiniones y juicios. No quiero que por querer ser sincero pase por la vida haciendo daño. Esa tampoco es la intención. No pretendo vivir hiriendo. Pero sí siendo sincero como hoy lo es Pedro. Él quiere preguntarle a Jesús lo que va a recibir a cambio de haberlo entregado todo. En la vida es así. Doy mucho, digo que lo hago por amor, porque quiero, pero luego paso factura. Exijo que me quieran lo mismo, que me den como contrapartida una parte equivalente a lo que yo he dado. Y entonces el alma vive exigiendo lo mismo que da. Si soy generoso que también lo sean conmigo. ¿Cuál es el pago que recibo por entregarle la vida a Jesús? Quizás pienso en bienes materiales, en prestigio. Dejarlo todo por amor es un don de Dios, no es mérito mío. La generosidad hasta el extremo es un regalo de Dios en mi vida. ¿Estoy dispuesto a dejarlo todo? ¿Qué he dejado por amor a otros? ¿Y por amor a Dios? ¿Me he entregado por entero, le he dado todo lo que tengo? ¿Me he abandonado en sus manos como una barca mecida a su antojo por el viento en el mar? No lo sé. En ocasiones pienso que sí, que lo he dejado todo por Él. Pero luego mi corazón guarda tesoros escondidos. Retengo bolas de oro que no estoy dispuesto a entregar. Guardo lo que no quiero entregarle a nadie. Es mío, pienso en mi corazón. Y no deseo que nadie lo posea. No me doy por entero en ese deseo de dárselo todo a Dios. Algo reservo para mí. En la pregunta de Pedro habita el deseo de un premio. Quiere una compensación por tanta renuncia. Él se supo amado por Jesús y lo dejó todo, no preguntó entonces qué recibiría a cambio. Pero ahora quiere saber más. Cuando yo lo dejo todo por seguir los pasos de Dios es porque lo que me ofrece es más grande y valioso que lo que dejo atrás. Entonces, ¿por qué siento que tienen que pagarme algo o compensar mi generosidad? Me he encontrado con personas muy generosas. Lo dan todo, no se guardan nada. Siempre están dispuestas a amar, a dar la vida, su tiempo por los demás. Preguntan lo que los demás desean y se ofrecen a ayudar allí donde la necesidad requiera su presencia. Parece que no hay otras intenciones detrás de esa entrega altruista. Pero súbitamente surgen deseos inconfesables escondidos en sus palabras o en sus quejas. Preguntas no pronunciadas en sus silencios. Y tristezas provocadas por no recibir lo que nunca han pedido. Así es el corazón humano que siempre espera algo. Ama y quiere ser amado. Da y desea recibir. Sólo Jesús tiene esa mirada, esa forma de vivir que no oculta nada. No hay preguntas esperando un pago por lo que me ha dado. Esa generosidad de Jesús es la que yo quiero para mí. Para no pasar factura por todo lo que entrego. Para no echar en cara lo que he regalado. ¿Acaso he vendido mi vida? La he regalado sin esperar nada a cambio. Pero mi corazón mezquino tiene esas cosas, esos sentimientos ocultos, esos egoísmos y lleva cuenta del bien realizado y del bien no recibido o el mal sufrido. Lo hago como donación pero casi parece una compraventa. Digo que no quiero nada a cambio mientras tiendo mi mano al cielo esperando una contrapartida. ¡Qué pena aquellos que destruyen con su mano izquierda lo que construyeron con su derecha! ¡Cuánto bien hacen al ser generosos y cuánto mal despiertan al exigir aquello a lo que no tienen derecho!

Hoy Jesús contesta con mucha paz a Pedro: «Os aseguro: cuando llegue la renovación, y el Hijo del hombre se siente en el trono de su gloria, también vosotros, los que me habéis seguido, os sentaréis en doce tronos para regir a las doce tribus de Israel. El que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, mujer, hijos o tierras, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna». Y le promete el cielo, la vida eterna, la fecundidad. Tengo claro que recibiré mucho más de lo que he entregado en esta vida. El ciento por uno, me dice Jesús. Dios es generoso como hoy escucho: «Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya. Por este Hijo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche para con nosotros, dándonos a conocer el misterio de su voluntad». Él nos eligió y somos suyos. No puedo hacer nada más. Dios me quiere con locura y sabe cómo soy en mi pobreza. Y me regala todo lo que lleva en su corazón. Recibiré mucho más también aquí en la tierra. ¿Acaso no hay muchas personas que no reciben tanto como han entregado? Sí, parece que no se cumple la promesa en ellos. Hay vidas muy injustas e infelices. ¿Qué sentido tiene esa promesa que no siempre parece cumplirse? Tal vez lo que sucede es que no sé pedir realmente lo que me conviene. O creo que necesito más de lo que me hace falta. Tengo otras prioridades y le doy valor a otras cosas en mi camino. Me ato a lo que deseo y persigo lo que sueño. Y no toco ese cien veces más de lo que he dado que me ha sido prometido. El cielo y la plenitud aquí en la tierra. Tengo que soltar para conseguir algo nuevo. Tengo que dar para recibir, dejar de mirar lo que me obsesiona para fijarme en lo que estoy recibiendo sin valorarlo. La vida son dos días, momentos aislados en el tiempo. Y yo deseo dejarlo todo para estar con Jesús. ¿Qué retienen mis manos desesperadamente? Pienso en todo lo que me encadena y pesa dentro del alma. Tengo un sueño escondido y me atormenta no lograr la cima que sueño. Y perder todo lo que he poseído. Como un ciego desesperado me aferro a lo que toco. Para no soltarme. Desconfío del camino que me marcan otros pasos, otras voces, otros gritos. Deambulo por la vida sin decidirme a amar. Porque el que ama sufre y el que pierde se angustia. Y darlo todo por seguir a Jesús parece demasiado. Cuando digo todo me refiero a dejar en manos de Dios todo lo que me constituye. Que Dios me haga de nuevo. Que me construya. No me da miedo la soledad del que pierde. Pero sí tal vez me angustia no recibir lo soñado, ni tan siquiera las gracias por haberlo dado todo. Creo que la vida consiste en amar dándolo todo. Pero estoy roto, herido por dentro. Decía el P. Kentenich: «¿Cómo podrá el hombre, que se ha convertido ya en una máquina, llegar a ser nuevamente un auténtico hombre, un verdadero cristiano? Siendo así que todas las vinculaciones de su alma, todos sus lazos interiores están desgarrados o amenazados, ¿cómo haremos que el hombre entre nuevamente en un sano organismo de vinculaciones, tanto a personas, a lugares, como a ideas? ¿Cómo aprende el hombre actual, cuya vida psíquica está tan tremendamente deshecha, a amar como corresponde a Dios y al prójimo? ¿Cómo aprende, sobre todo, a amar filialmente?»[5]. Si estoy dispuesto a seguir a Jesús es porque estoy dispuesto a amar con todo mi ser. Sin importarme nada más. Es tan escasa la vida y me faltan tantas cosas para ser feliz. Pero quizás es que no sé amar y por eso no soy feliz. No sé soltar lo que me ata y por eso no sé abrazar. No sé amar enalteciendo porque nadie me ha amado de esa manera. No sé ser generoso porque nadie lo ha sido conmigo. Quisiera mirar hoy a Jesús y recibir con alegría su respuesta. Lo he dejado todo por seguirlo a Él y su amor me ha dado una serenidad profunda, honda. Tengo paz en el alma. El corazón calmado. Y sueño con una vida que aún no poseo. Y espero la eternidad entre mis días como un bálsamo. Y esa promesa de ser feliz para siempre, cueste lo que cueste. Pero siempre amando, que es lo que de verdad importa.

 



[1] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

[2] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

[3] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

[4] Carlos Ruiz Zafón, la sombra del viento

[5] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

Comentarios
Nombre:   Procedencia:
Comentario:
Código de seguridad:   captcha
Caracteres restantes: 1000