Homilía del padre Carlos Padilla - 11 de octubre de 2020

Domingo 11 de octubre de 2020 | Carlos Padilla

Domingo XXVIII Tiempo ordinario

Isaías 25,6-10a; Filipenses 4,12-14.19-20; Mateo 22,1-14

«La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda»

11 octubre 2020    P. Carlos Padilla Esteban

«Al mirar a Dios descubro conmovido su misericordia. En mi miseria encuentro su mano protectora y me conmuevo. Entonces soy capaz de empezar siempre de nuevo»

Anhelo siempre crecer en mi camino de santidad. Sé que los errores y equivocaciones no me van a impedir crecer. Asumo que errar es humano y forma parte de mi vida limitada. Esta tendencia mía al error no es en realidad lo que me aleja de Dios. Es más bien mi actitud después de la caída la que me aleja o acerca a Dios. Porque cada vez que me confundo y yerro en el camino, cada vez que cometo los mismos pecados de siempre, se abren ante mí dos posibilidades, dos actitudes posibles, muy diferentes. La primera actitud me conduce a la santidad, me acerca a Dios. Elijo el camino de la humildad, de la aceptación de mi pobreza, de mi miseria. En la caída veo un trampolín oculto que me permite saltar hacia Dios. Cuando elijo este camino soy capaz de sonreír en la precariedad y alegrarme en medio de mi derrota, en mi debilidad. En esos momentos tiemblo, como un niño asustado en medio de la noche. Pero brota en mi alma una luz tenue que acaba paulatinamente con las tinieblas de mi corazón. Es la luz de la confianza. Esa luz me deja ver una silueta, la de un Padre, la de una mano que protege mis pasos. En ese momento de turbación mirar a Dios me da esperanza. Lo miro conmovido al ver cómo Él me mira. No se asombra, no se enfada conmigo, no me aparta lejos de su lado mientras me insulta. No es ese Dios en el que creo, al que sigo. El hecho de equivocarme me hace más humilde, más niño y más capaz de empezar siempre de nuevo. Creo que los errores despiertan en mí la filialidad más sana y auténtica. Me vuelvo niño necesitado y dependiente de un Dios Padre que es bueno conmigo. Al mirarlo descubro conmovido su misericordia. En mi miseria encuentro su mano protectora y me conmuevo. Entonces soy capaz de empezar siempre de nuevo. Dios confía y cree en mí, mucho más de lo que yo mismo creo. Por eso temo tanto caer y optar por el otro camino. Ese camino hace que me desanime y desista de la meta marcada como ideal ante mis ojos. El demonio se mete en forma de tristeza y desánimo en mi alma. Me hace perder la ilusión y las ganas de crecer. En esos momentos tiemblo porque mi orgullo no quería dejarme caer y he caído. Quería que lo hiciera todo bien ese amor propio que me juega malas pasadas. El desánimo es mi peor enemigo. Me saca del juego de la vida. Me quita la alegría. ¿Cuál es el remedio para vencer esta tentación de mi alma herida? Pareciera que la solución sería evitar las equivocaciones. Si no peco no corro el peligro de desanimarme. Si nunca caigo, no estaré triste. Me han dibujado la santidad como una carrera de obstáculos en la que nunca puedo caer. Pero eso no es posible. Errar el camino siempre entra dentro de lo previsto. Si la santidad supusiera evitar cualquier equivocación estaría perdido. Por eso elijo el otro camino. Opto por no sorprenderme, no asustarme cada vez que no hago las cosas bien, no temblar cuando caigo en medio del barro. No me asusta tanto mi pecado. La equivocación es sólo un obstáculo, no una barrera infranqueable, no es el fin de nada. Entonces descubro que la felicidad no la encuentro intentando que todo salga bien. La perfección no existe. Intento apartar de mí entonces ese cruel desánimo que me invade a menudo. Sé que es el peor enemigo en mi lucha por la santidad. La tristeza y el desaliento no me hacen bien, me enferman, me paralizan. Frente a esa actitud pasiva y autocompasiva quiero ser capaz de agradecerle a Dios por su perdón, por su mano protectora, por su misericordia. Me vuelvo niño dependiente, frágil, predilecto. Niño protegido en las manos de Dios. Creer en ese Dios es lo que me salva. El pecado que me aleja realmente de Dios es otro. Leía el otro día: «Somos pecadores en la medida en que nos cerramos a Dios como Padre, como gracia y como futuro último de nuestra existencia. Y en la medida en que nos servimos de nuestro pequeño poder físico, intelectual, económico, sexual, político, no para servir al hermano, sino para utilizarlo, dominarlo y lograr nuestra felicidad a sus expensas»[1]. Ese pecado sí me aleja de Dios. Es el de la prepotencia, el pecado del abuso. No es el pecado que me hace sentirme pequeño, ese siempre me salva. Es el pecado del orgullo que me lleva a dar la espalda a Dios y a los hombres. El pecado que me convierte en una roca inabordable. Y me llena de frialdad y de odio. En este pecado no toco el arrepentimiento. Ni experimento la humildad. Este pecado es el que pone una barrera que me aleja del amor de Dios. No me dejo amar por Él y vivo centrado en satisfacer mis deseos. Esta forma de vivir me enferma por dentro y me incapacita para ser hijo. No lo quiero. Deseo desnudarme de mi poder y mi orgullo. Servir con un alma grande la vida que se me confía.

El olvido y los cambios de ánimo no me ayudan en la vida. Me olvido de lo que me he propuesto cuando las cosas no van bien y pierdo la alegría o la confianza. Entonces dejo de oír la voz de Dios susurrándome al oído que me ama. Se me escapa el tiempo entre los dedos sin poder hacer nada. Pierdo la vida inútilmente dejando que se escape. Tomo propósitos que nunca cumplo. Me olvido de lo que he empezado a construir. Mi ánimo no es estable, no soy una roca en la que otros puedan descansar. Al comienzo tengo mucha fuerza y ganas de luchar. Con el paso del tiempo me desanimo, pierdo las fuerzas y la alegría. Los acontecimientos del día me turban, me quitan la serenidad, me entristecen, sin saber muy bien por qué ni cómo. Ahora estoy feliz, más tarde muy triste o enfadado. ¿Cómo soluciono esto? Leía el otro día: «Las personas que realmente se desestiman, se menosprecian, se malquieren, no suelen ser felices, pues no puede uno desentenderse u olvidarse de sí mismo»[2]. Creo que no es tan sencillo mantener el ánimo equilibrado amándome de forma correcta. En mi corazón hay emociones que no controlo fácilmente. Me dicen que la emoción surge con la idea que está presente, grabada en mi corazón: «Las sensaciones se convierten en emociones cuando llegan a nuestra cabeza. Es decir, cuando las pensamos. Cuando las interpretamos en nuestra razón. Cuando las llenamos de sentido, más o menos conscientemente»[3]. Sólo si logro cambiar esas ideas negativas que llevo dentro podré tener un alma más estable, con más paz. Necesito cambiarlas porque lo que pienso es la base sobre la que puedo levantar mi autoestima y sostener mi alma. Esas ideas son las que me construyen por dentro como persona. Es mi credo, aquello en lo que creo. Puede ser que alguien no me haya valorado en algún momento de mi vida. O al menos yo lo he percibido así. Y entonces queda grabado que no valgo. Ese pensamiento se queda dentro de mí. No soy valioso y nadie me valorará nunca. Esta idea negativa y falsa, grabada en mí con mucha fuerza, tiene un poder casi infinito. Es una creencia limitante que no me deja crecer. Entonces bastará con que alguien no me valore de nuevo por algo pequeño, incluso en algo poco importante, para que un sentimiento de tristeza invada todo mi ser. Quiero hacer desaparecer esa creencia que me limita tanto. Si lo consigo tendré más fuerza para enfrentar los contratiempos de la vida. No pensaré que no soy valioso. Seré más firme, más roca, más estable. No me tambalearé con los primeros vientos que experimente en el camino. No me afectarán tanto las críticas ni los comentarios negativos. No creeré todo lo que me dicen, ya sea bueno o malo. Mi propio valor no depende de la mirada de los demás. Una rosa sigue siendo bella incluso aunque muchos ciegos no aprecien su valor. Para tener paz es importante conocerme bien, conocer mi alma, saber por qué reacciono de esta o de esta otra manera. Es necesario apreciar mis dones, lo que valgo y estar feliz de ser como soy. Así podré entender mejor mis motivaciones y conocer mis creencias limitantes. Podré ir introduciendo en mi corazón esas ideas que me dan paz reemplazando a esas otras ideas que me la quitan y me entristecen. Ese camino es largo. La autoeducación dura toda la vida. Comenta el P. Kentenich: «Debemos autoeducarnos como personalidades sólidas. Hace tiempo dejamos de ser niños pequeños. Entonces permitíamos que nos guiaran las ganas y los estados de ánimo en nuestras acciones. Ahora, sin embargo, debemos aprender a actuar guiados por principios sólidos y claramente conocidos»[4]. Las bases sólidas de mi alma. No me dejo llevar por el vaivén de las olas. No son los vientos los que marcan mi rumbo. Yo sujeto el timón y la vela. No voy en la dirección que otros pretenden. No me hundo en mi ánimo ante los tropiezos y caídas. Me mantengo firme en las manos de Dios. Él me da mi valor. Él cree en mí por encima de todos mis miedos.

Hoy hacen faltan padres y madres que den la vida con alegría por sus hijos. Un hijo me quita la vida. Y sólo crece en la medida en que yo le doy lo que hay en mi alma. Comentaba el P. Kentenich: «Esto es lo que yo llamo paternidad y maternidad creativas, que no sólo cultivan una distancia respetuosa, sino también una cercanía signada por el amor y que están dispuestas a entregar todo por los que les fueron confiados. No sólo a poner a su disposición las capacidades y los talentos, sino también a sacrificar por ellos el descanso y el sueño, a consumir por ellos hasta las últimas fuerzas»[5]. El mismo Padre tuvo que hacer un proceso para llegar a ser padre. Él mismo confiesa: «Estaba tan orientado hacia ideas y tareas que no podía soportar que alguien me regalara su corazón o que el mío quisiera latir por alguien»[6]. No sabía amar, desconfiaba, estaba herido por su historia personal. Sólo desde el amor de María fue sanando. Y luego, cuando fue capaz de entregar su propio corazón, algo cambió en él. El que no pone su corazón como prenda en sus vínculos, en sus amores, no ama de verdad. No es padre, ni madre, ni hermano, ni amigo el que no es capaz de dar la vida por los suyos. Poner el corazón en otro corazón exige mucho de mí. Antes tengo que poseerme. Antes tengo que amarme y saber quién soy, lo que sueño, lo que amo. Antes tengo que admirar en mí la obra de Dios y aceptar mis debilidades como un puente tendido al cielo. Antes de entregarme tengo que saber vivir en soledad, alegre de ser quien soy y de la vida que Dios me ha regalado. Sólo entonces podré darme por entero y poner mi corazón en las manos de aquel que se me ha confiado. El amor que se da vive de la confianza. No pongo en duda el amor que me tienen. No pongo a prueba el amor del que me ama. No vivo midiendo si aquellos a los que amo me aman a mí lo suficiente. El que ama entregando el corazón siempre se siente en deuda. Ha tocado todo el amor recibido. Y siente que podría amar mucho más, de forma más plena. Vivir descentrado es ser padre y madre. Es vivir pensando en el bien de los míos, de aquellos a los que amo. Es inscribir mi corazón en la persona amada, para que allí descanse. Y el suyo en el mío. Hasta poder decir lo que leía el otro día: «Estás escrita en mi nombre y yo en el tuyo»[7]. Eso es lo que le da un sentido a todo lo que hago. Ese amor es el que sueña mi alma herida y enferma y es el que necesita este mundo tan herido. Mi corazón huye de la entrega total. Tiene miedo a ser herido. Desconfía cuando le han fallado antes. Y se justifica diciendo que nadie ama hasta el extremo. Sólo Dios, sólo Jesús en la cruz. y nadie ama el dolor de los clavos y la lanza, ni la frialdad del madero. Faltan padres y madres crucificados, capaces de morir amando. Y de amar muriendo a sus deseos, egoísmos y pretensiones. El que entrega su vida es el que de verdad se salva. El que la retiene en su egoísmo muere enfermo, agotado y solo. En una soledad sin amor, sin abrazos, sin miradas. ¡Cuánto miedo da entregar la vida! Hay muchos padres y madres que no se responsabilizan de la vida recibida. No agradecen el don de esos hijos a los que no aman. ¡Cuántas heridas surcan el corazón desde la infancia! Cuando noto la ausencia de un abrazo y la mirada de intimidad de unos padres que me acogen. Me cuesta tanto poner el corazón como prenda. Entregarlo sin pretender salvarlo. El verdadero amor no lleva cuentas del mal que recibe y menos aún del bien que hace. Anhelo vivir ese amor del que tanto hablo y tan poco vivo. Ese amor sincero y pobre. Que sostiene al más débil y salva al que ha caído. Ese amor que no juzga ni condena. Que sonríe en las afrentas y anhela echar raíces profundas que nunca mueran. Hoy faltan corazones de niño, ingenuos y confiados. Será porque faltan padres. Faltan familias sanas en las que vivir no sea una guerra. Hogares en los que poder estar, vivir y amar con alegría. Donde no me sienta juzgado y me acepten en mi verdad tan original, tan distinta. No tengo que ser como otros esperan. Soy yo mismo y me quieren. Así ama el corazón de un padre que está dispuesto a perder la vida por los suyos. El don de la vida se me confía. Yo no creo la vida, no me la invento. La sostengo torpemente entre los dedos. La cuido como lo más sagrado para evitar su muerte. La acompaño mientras crece sin querer forzar su crecimiento. Quiero amar con un amor maduro que no tema las dificultades ni rehúya la verdad. Ese amor maduro se entrega confiado aunque haya saboreado antes los desengaños. Y vuelve a creer y a luchar. Me gustan esos padres y madres que no tienen miedo a la vida y saben renunciar por amor a los suyos. Me gustan porque sólo así habrá hijos sanos capaces a su vez de dar ellos la vida por otros. Porque la verdad es que copio el ejemplo que me conmueve, la forma de vivir de las personas a las que amo. Y no sé por qué se me olvidan fácilmente esas palabras que escucho y que por momentos encienden mi alma. Es el testimonio de amor lo que queda. Las promesas de un amor que no se hace vida mueren en el aire. Sólo sigo e imito a quien amo.

Hoy Jesús me muestra que el reino de Dios es un banquete de bodas. Una imagen que me habla de alegría, de felicidad, de plenitud. «El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados a la boda, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados, encargándoles que les dijeran: - Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Venid a la boda». Ha matado terneros cebados. Tiene la alegría de compartirlos conmigo. Quiere que disfrute su fiesta, que descanse, que me alegre. Su casa es un banquete. Su vida es alegría. Esta imagen ilumina mi mirada al pensar en el cielo. Así es Dios, así será mi vida junto a Él. Así tendría que ser siempre mi Iglesia ahora, allí donde vivo en la presencia de Dios. Pero no es así. No siempre vivo con alegría junto a Dios. Me fijo en las normas que tengo que cumplir para poder estar con Él. Siento que si no las cumplo me niegan la entrada, vetan mi paso. Entonces vivo frustrado al pensar en ese Dios que sólo me acepta y me quiere si cumplo, si me porto bien, si soy buen cristiano y respeto las normas y los desafíos que Dios me exige. Tal vez me falta imaginación para soñar el cielo o para pensar en una vida mejor de la que ahora vivo. Veo la realidad y me falta fantasía. En una película le preguntaba la protagonista a su madrastra: «¿Tú no te imaginas nada que pueda ser mejor que la realidad? Y ella respondía: - Nada». Si no sueño con cosas grandes no llegaré muy lejos. Si no me imagino un cielo lleno de vida y banquetes no tendré ganas de ir a ese cielo. ¿Cómo me imagino el futuro? ¿Cuáles son mis sueños? Sueño con un cielo y un banquete. Con un padre feliz que sólo desea celebrar conmigo, disfrutar a mi lado. Sueño con un amor infinito que tapa todos mis vacíos. Y sana mi alma enferma. No le dejo espacio en mi vida a la imaginación. Decía Paul Claudel: «El orden es el placer de la razón pero el desorden es la delicia de la imaginación». Mi razón busca el orden, el equilibrio. Piensa en lo que es esperable de esta vida. Vive de la lógica y de lo predecible. No acepta el desorden que pone en riesgo la paz del alma. Intento acallar esa imaginación loca que me saca de lo real, de lo concreto, de lo tangible, de lo que puedo esperar de la vida y de lo que no es esperable. El amor se mueve en el campo de esa imaginación que no me deja tranquilo con lo que tengo. Y me pide que fije la mirada en la realidad para traspasarla, para ver más allá, más lejos. ¿Nunca me he imaginado nada mejor de lo que veo? ¿Dónde quedan mis fantasías? Quiero tener un alma de niño. Decía José Antonio Fernández: «Quizás el adulto sea un niño empobrecido». Puede que me haya vuelto adulto sin imaginación y sin ganas de fiesta. No quiero ser un hombre envejecido sin fantasía. Es como si prefiriera el mérito y el derecho a la gratuidad de un banquete de bodas. Ser cristiano, pertenecer a su Iglesia es una invitación, un deseo de Dios. No es una orden, no es obligación. Por eso muchos pueden negarse a ir al banquete: «Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios; los demás les echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos». Muchos no quieren ir, no quieren fiesta y tienen sus excusas. No desean el banquete ni la celebración. O no saben que es eso lo que se pierden. Tal vez prefieren seguir con sus vidas como hasta ese momento. No necesitan a un Dios lleno de normas. Quizás no saben que hay un banquete, una fiesta. Prefieren vivir la tristeza de sus días monótonos, mantienen el gris de sus trajes y la ausencia de colores de sus vidas. No se arriesgan. Han silenciado la música y hablan muy quedo, para no molestar, para no hacer ruido. Saben que lo razonable es lo que toca, lo que corresponde. No tienen prisas, no se emocionan, no lloran ni ríen. Viven moderadamente el presente que tienen ante sus ojos. No imaginan nada mejor que su rutina. No enloquecen de alegría. No lloran con angustia. No tienen emociones profundas y parece que no sufren ni padecen. Están aletargados y ya nada de lo que ven les deja impresión en el alma. Viven tan en la superficie que el agua no penetra en lo más hondo de sus almas. No se ilusionan con el futuro. Consumen las horas del día sin pasión, sin entusiasmo. Se sienten responsables de lo que hacen. Hablan de justicia y de derechos. Lo que ellos merecen, lo que no es de su incumbencia. Viven en soledad lejos de la fiesta. Cumplen orgullosos las normas que otros prescriben. No se preguntan por el sentido de sus vidas y dejan pasar ante sus ojos oportunidades de vivir de una forma diferente. No quieren oír hablar de banquetes ni de fiestas. No pierden nunca el tiempo porque vale mucho cada hora. Yo no quiero vivir huyendo de mis propios sueños y deseos. Leía el otro día: «Es bueno abrigar los deseos, cortejarlos y acariciarlos largo y tendido con la fantasía»[8]. Quiero cuidar mis sueños y acariciarlos en mi fantasía. Anhelo un cielo abierto ante mis ojos. Y una fiesta, y un abrazo que no acabe nunca. Y poseer en plenitud lo que aquí está tan lejos. Y desear lo imposible para llegar a las altas cimas. Y no tener miedo de perderlo todo mientras siga el alma soñando con lo que aún no alcanza. Un alma así es la que quiero tener. Cada día busco en mi interior los deseos más reales que acaricio en medio de mis límites: «La realización del deseo y, por lo tanto, una vida realizada, se producen mediante el encuentro de las dos directrices opuestas, los deseos y los límites»[9]. Reconozco mis límites, mis fronteras, mis carencias. Y acaricio feliz los deseos que me alegran el alma cada día.

Confío en ese Dios que no me va a dejar solo en medio de mi tribulación. Me ama, me busca, me desea, me protege. Hoy dice el profeta: «Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros. Aniquilará la muerte para siempre. Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación. La mano del Señor se posará sobre este monte». En ocasiones no veo claro el futuro. Se oscurece ante mis ojos. Algo difícil me sucede. Miro al frente y respiro. No todo son tragedias insuperables. Algunas de las cosas que me turban son sólo circunstancias adversas. ¡Cuántas veces pierdo la alegría por cosas pequeñas! Víctor Kuppers preguntaba: «¿A mí qué me quita la alegría?». Me falta serenidad para aceptar la realidad como es y no dejo de pensar en cómo me gustaría que fuera. Es lo que me quita la paz y el buen humor. Son cosas pequeñas las que me turban. Tengo derecho al pataleo, a la queja. Pero sin exagerar. Si me detengo a mirar a mi alrededor, son tantos los que sufren por cosas importantes. Las mías importan menos, son más pequeñas, menos graves. Ante mis ojos parecen enormes. Pero no tengo derecho a amargarme ni a amargar a nadie. Tomo distancia de lo que me angustia. Me alejo un poco. Miro a otros, con sus problemas y luego vuelvo a mirar mi vida. Sí, no tengo derecho a exagerar. Sonrío, me alegro, estas pequeñeces no pueden quitarme la alegría ni la paz. Estoy seguro de que Dios no me va a dejar en medio de mi camino. Cuando veo cómo viven algunos enfermos su enfermedad me conmuevo por dentro. Eso sí es un problema y no los míos. Las palabras del salmo hoy me consuelan: «El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan. Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término». Él me guía. Me falta fe. No tengo esa confianza tan grande en el Dios de mi vida. No sé por qué dudo pero me asusta verme solo en el momento más difícil, cuando me falten las fuerzas. No quiero dudar de ese poder infinito que sostiene mis pasos. No quiero temer que su aparente ausencia acabe con mis sonrisas. Él está ahí para acompañarme cuando parece que todo se acaba y el final está cerca. Miro a lo alto y lo veo sosteniendo mis pasos con mano firme. No pierdo la alegría. Me tocan de forma especial las palabras del P. Kentenich: «Él no nos ama tanto porque seamos buenos sino porque Él es nuestro Padre, o porque nos hace llegar su amor misericordioso con la mayor abundancia cuando afirmamos con alegría nuestras limitaciones, nuestras debilidades y miserias, y las consideramos como un título esencial para la apertura de su corazón y para el prorrumpir del torrente de su amor»[10]. Miro mis miserias y debilidades, los problemas que me turban y ponen en peligro mi paz interior, como un camino al corazón de Dios. Me ama en mi debilidad, me ama en mi pobreza. No tengo derecho a su amor. Todo es gratuidad, todo es don. Miro su rostro conmovido. Me detengo ante Él y sé que me sostiene. ¿Por qué tengo miedo? ¿Por qué me turbo? Sólo Dios salva mi vida. Sólo Él me levanta cada vez que caigo en medio del camino. No me canso de suplicar misericordia de Dios. No me canso de alzar las manos sin pausa buscando su abrazo. Mis problemas son pequeños, aunque parezcan los peores. Dios me mira conmovido y me sonríe. Me pide que no tema, que pasarán las angustias de mis días presentes. Que no tiemble y no pierda la alegría por cosas tan pequeñas. Todo pasará y habrá merecido la pena vivir con pasión la vida. Sí, vivir no sobrevivir. Hay personas que sobreviven en circunstancias adversas. Yo no quiero ser uno de ellos. No quiero sobrevivir a las dificultades. No quiero detenerme sufriendo por cosas pequeñas. La pandemia que vivo no puede quitarme la paz. No sobrevivo, decido vivir en plenitud, con el alma ensanchada por la alegría de vivir el presente. Aquí y ahora. Dios es mi Pastor y no me deja nunca. Me lleva a los mejores pastos y sostiene mi vida. Y no lo merezco, no soy bueno. Es Él el que es bueno y yo no me merezco sus sonrisas. Simplemente camino confiado por cañadas oscuras, nada temo. Mi vida está en sus manos pase lo que me pase. Espero que mis sueños se hagan realidad. Pero no huyo cuando no es la realidad tal como yo esperaba. Sigo adelante sin temer los desencuentros, las desilusiones.

Me gustaría tener la actitud de paz y libertad interior que describe S. Pablo. Siempre he admirado esa forma de vivir desapegado, con el corazón confiado: «Sé vivir en pobreza y abundancia. Estoy entrenado para todo y en todo: la hartura y el hambre, la abundancia y la privación. Todo lo puedo en aquel que me conforta». Esa forma de vivir la vida es la que yo deseo. Cuando tengo lo que quiero, lo disfruto. Cuando me falta lo necesario, no me amargo. Tengo puesta mi confianza en Dios, en su bondad, en su amor que me acompaña siempre. Me gusta esa forma de reaccionar ante las dificultades. En la escasez no me indigno con la injustica. En los problemas no me amargo maldiciendo mi suerte. En el dolor no desfallezco. En los momentos de alegría disfruto y aprovecho lo que Dios me regala. En los momentos de tristeza no me hundo tengo la mirada puesta en el Dios que va conmigo y me acompaña. Todo lo puedo en aquel que me conforta. ¿Por qué voy a tener miedo? Estoy entrenado para todo. No tengo derecho a que las cosas me vayan bien siempre. No tengo asegurado el éxito en todas las empresas que emprendo. Dios es bueno y yo confío en su cercanía y cuidado paternal. Él me sostiene, Él me salva. Él me da la vida. Creo en la promesa que me ha hecho. No va a faltar en mi camino aunque las cosas no funcionen de la forma más adecuada. Va a estar conmigo incluso cuando todo parece derrumbarse. La imagen de la boda me da alegría. Me espera al final de mi vida con una fiesta, con un banquete, para agradecerle al cielo todo lo vivido. Para festejar el encuentro. Me siento como un mendigo al borde del camino y Dios pasa y me invita a la boda: «La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos». No merezco la fiesta. Pero sé que es gratuito si al final voy. no voy por merecimientos, sino por el amor que Dios me tiene. Es su bondad la que me salva, no la mía. Confío en su amor inmenso que va a buscarme por los caminos incluso cuando no merezco ese amor tan grande. Mientras tanto sólo me queda aceptar las cosas en la vida como vienen. El mal y el bien, los logros y los fracasos, el amor y el desamor. Aceptar la abundancia y la carencia. La soledad y la compañía. El amor y el odio que recibo. A menudo me indigno con mi mala suerte y no hay en mí esa paz de la que hablo. La tristeza invade mi ánimo y siento el dolor muy dentro. No tengo lo que anhelo, no acaricio lo que deseo, no soy amado tanto como yo amo. En la suerte dispar juzgo y condeno a aquel al que parece sonreírle la suerte. Quisiera tener la paz de los hijos de Dios que han encontrado su lugar en la boda. Allí se encuentran felices porque el amor de Dios ha llenado todos los vacíos de su alma. Pero no siempre encuentro la paz. Esa paz que sólo me la da el Dios de la paz cuando sale a buscarme. Vivo inquieto buscando mi lugar. Deseo que las cosas sean como yo sueño. No se corresponde con mis sueños la realidad que es áspera. Comenta Enrique Rojas: «La prosperidad está siempre en el porvenir, pero la base siempre tiene que ser esta: sentirse bien con uno mismo, tener una cierta paz interior hilvanada en su foro interno de coherencia». Paz conmigo mismo. Coherencia interior que me da la paz que busco. Es lo que deseo. Estar en paz con la vida que vivo. Con las personas con las que comparto el camino. La paz con el Dios de mi vida que no me debe nada y yo tampoco le debo nada a Él. En el amor verdadero no hay deudas, sólo entrega gratuita del uno al otro. Esa certeza me da paz. La paz no me la dan las circunstancias. Está dentro de mí, en lo más profundo. Está en mi alma grabado ese deseo de vivir sólo para Dios. Vivo así sin miedo en medio de las circunstancias que cambian con el paso del tiempo. No tengo miedo a que la vida se tuerza. No he puesto mi confianza en lo que cambia, en lo pasajero, sino en lo inmutable, en lo permanente. Y Dios me ha susurrado al oído que nunca me dejará. El otro día un amigo me contaba: «Mi madre me dijo antes de morirse: - No te preocupes, hijo, nunca estarás solo. Yo nunca te voy a dejar». Esa certeza le ha sostenido en los momentos más duros de su vida. Así son las personas que me aman. No se van nunca de mi lado. Cuando ya no están vivas junto a mí, con su presencia física, siguen vivas en su distinta presencia ahora amándome y cuidándome cada día. Así es Dios que no se aleja de mí cuando más lo necesito. Sostiene mis miedos y levanta mi mirada para que confíe siempre.



[1] José Antonio Pagola, Arturo Asensio Moruno, El camino abierto por Jesús. Juan

[2] José-Vicente Bonet, Sé amigo de ti mismo

[3] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa: 163

[4] Rafael Fernández de Andraca, José Kentenich, Manual del Dirigente

[5] José Kentenich, Milwaukee, 1953

[6] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[7] Amelia Noguera, Escrita en tu nombre

[8] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

[9] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

[10] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

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