Homilía del padre Carlos Padilla - 12 de mayo de 2019

Domingo 12 de mayo de 2019 | Carlos Padilla

IV Domingo de Pascua el Buen Pastor

Hechos de los apóstoles 13, 14. 43-52; Apocalipsis 7, 9. 14b-17; Juan 10, 27-30

«Mis ovejas escuchan mi voz, y las conozco, y ellas me siguen, y Yo les doy la vida eterna. No perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano»

12 mayo 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«Quisiera ser un sembrador de alegrías y esperanzas en un mundo que vive sin luz. ¿Cómo muestro con mi vida el rostro de Jesús, el verdadero pastor? Miro a Jesús. Quiero llevar su alegría dentro»

Miro conmovido el amor de una madre. Miro su entrega, su cuidado. Miro su verdad y su paciencia. La miro a ella en el jardín de mi infancia, de mi vida. Llena de recuerdos. ¿Qué tiene ese corazón de una madre que se ata al mío, que soy su hijo? Estamos unidos ella y yo, de una forma sagrada, por un hilo invisible que Dios sostiene. Leía el otro día una reflexión que me dio qué pensar: «Y llega un día en que te escuchas hablando como ella, cocinando como ella, regañando como ella, cantando como ella, enseñando como ella, escribiendo como ella, llorando como ella. Y con cada paso vas entendiendo todo lo que alguna vez criticaste. Y entiendes los límites, los retos, las preocupaciones, los miedos. Y agradeces que estuvo ahí, acompañándote de cerca, cuidando, vigilando. Y agradeces sus desvelos, sus sacrificios, su tiempo. Llega un día en que te miras al espejo y la ves. Porque unos meses estuvimos dentro de ella, pero ella siempre va a estar dentro de nosotros». Pensaba en mi madre. En su presencia constante. En sus luchas y renuncias. Pensaba en su risa. En su capacidad para aguardar paciente mis ausencias. Para besar mis sueños velando mientras dormía. Vienen al corazón sus palabras y sus silencios. Su mirada cómplice. Su cariño desmedido. Brotan en mi memoria sus historias repetidas tantas veces. Sus tristezas y alegrías. Vienen al corazón su paso firme, no muy rápido. Su capacidad para saborear un postre. Su amor al chocolate. Su miedo al volante. Su disponibilidad para ponerse en camino cuando había por delante una aventura. Sin mirar la hora. Sin guardar los tiempos. La miro feliz en casa, haciendo hogar con su presencia. La veo abrazarme cuando más la necesitaba y sostenerme cuando yo solo no me valía. Y yo retenía su mano, siendo niño, siendo hombre. Y ella se dejaba la vida junto a mí, para que no estuviera solo. Recuerdo sus lágrimas en mi ausencia. Y su deseo de compartir conmigo mis sueños y proyectos. Me detengo ante ella cuando ya no controlaba su vida, queriendo hacerlo. Y entonces me pongo en sus zapatos para ser yo madre, para cuidar sus miedos, para sostener sus pasos frágiles que apenas avanzaban. Ahora yo más madre. Y ella ahora más hija. Y los dos caminando por un camino estrecho de la vida. Con horizontes amplios y nostalgias infinitas. Y sostengo sus manos cansadas por el tiempo. De tanto cuidar, amar, vestir, vivir, curar, velar. Sus manos firmes y suaves. Sus manos blancas, puras, llenas de recuerdos. Y sostengo sus ojos azules que me hablan del cielo pintado sobre el mar. El cielo de mi alma. El mar de mis anhelos. Y navego por ella como por mi historia santa. Recordando el día en que dejé alejarse su último aliento. Era un día cualquiera, del mes de María. El mismo día en que Ella, mi otra Madre, vino a buscar a mi madre, para llevársela con Ella, sin pedirme permiso. Ese mismo día en que vertí mil lágrimas, junto a ella, sorprendido. Incontinente mi alma. Dejando escapar un río de nostalgias, y de cielo azul en un suspiro eterno. En recuerdos que en cascada vertía mi corazón herido. ¡Cómo olvidar tanto cielo dibujado en su rostro! Ese último aliento. Esa última mirada. Ese último abrazo sorpresivo. Y ahora sí, al mirarme al espejo, la veo a ella. Sigue viviendo. En el recuerdo sagrado que llevo dentro. Porque al fin y al cabo sé que nunca me deja solo. Y me enseñó con su vida lo que Mía Couto dice en un poema: «Lo importante no es la casa donde vivimos. Sino donde en nosotros, vive la casa». Y sé que ella está en mí. Vive en mí. Porque es mi casa. Mi hogar más verdadero. Mi tierra más profunda. La raíz de mi vida que nunca deja de aventurarse en lo hondo de la tierra. De alargarse en lo más profundo del cielo. De sumergirse en lo más sagrado del mar. En medio de mil recuerdos que se sostienen en mi espejo. Mientras me miro en ellos y la veo a ella, dentro de mí, cantando. No sería yo sin esa vida vivida junto a ella. Sin tanto amor derramado. Ella sigue siendo en mí la misma niña que soñó Dios un día. Guardo en mi alma sus palabras sagradas. Sostengo en mi corazón su mirada tan pura. Y sé que siendo niño, soy hijo. Y ella sigue siendo madre cuidando mis noches. Para que no tenga miedo. Porque la llevo dentro. Y ella, no sé bien cómo, me lleva dentro de ella, en algún lugar del cielo.

Es muy conocida su historia. Casi nadie la ignora. Saben cómo empieza. Conocen el final. Recuerdan muchas cosas del medio. Conocen a los detractores, a los seguidores. Los buenos y los malos. Parece fácil saber quién era ese Jesús. Un profeta. El Mesías. Un revolucionario. Un sanador. Un pescador de almas. Un simple carpintero. Un peregrino errante. Un hombre herido de amor. Un pobre sin estudios. Un hombre de Dios. Un hombre lleno del Espíritu. Un hijo. Un Padre. Un hacedor de milagros. Un salvador. Un amigo. Un médico de almas. Una luz en la oscuridad. Un pozo en el desierto. Un hombre lleno de misericordia. Un rebelde. Un inconformista. Un soñador. Un niño alegre. ¿Quién es Jesús? ¿Quién fue? ¿Quién es Jesús para mí? ¿A quién busco? ¿Qué espero encontrar? Jesús pasó haciendo el bien. Un hombre como muchos hombres. Escondido en la multitud. Entresacado del pueblo. Un hombre cualquiera. ¿Cómo lo encuentro? Vivió entre los pobres. Murió entre los malvados, después de haber vivido haciendo el bien. Sanó a muchos, pero no a todos. Salvó amando, perdonando. Amó salvando. Vivió oculto. Se manifestó en sus palabras y hechos. Lo encontraron diciendo lo que pensaba. Guardó silencio cuando querían matarlo. No defendió su causa. No huyó de la injusticia. ¿Cómo cuento la historia de Jesús en medio de un mundo que no quiere escucharla? ¿Cómo explico quién era a quienes parece que no necesitan saberlo o tal vez creen saberlo todo? Miro a Jesús como un hombre entre los hombres. Un niño de Dios enamorado de la vida. Un hombre que amó hasta el extremo, dando su vida por los suyos. ¿Cómo puede aceptar el hombre que Dios todopoderoso se haga carne mortal, carne de su propia carne? Parece todo una locura. Un Dios limitado en el tiempo y el espacio de la carne. El corazón se rebela ante lo imposible. No puede ser. Dios no puede abandonar el cielo. Lo necesito allí, lejos, poderoso, salvador. No resisto un Dios humano que pueda morir a manos de los hombres. Prefiero que Dios permanezca anclado en el cielo. En un lugar seguro. Distante, lejos de mí. No tan cerca como para que pueda tocarlo. Porque no quiero tener a mi alcance a un Dios tan limitado. En el Musical 33 me muestran un Dios humano. Un Cristo que salva amando. Jesús lo repite una y otra vez en una frase que se convierte en tema recurrente: «La única religión, el único camino, el único mandato, será el amor». Jesús pasó amando. Miró el corazón del hombre y lo salvó amándolo. Y mi corazón se llena de esta palabra. Su amor es un amor hecho carne, un amor que se hace vida para darme la vida. ¿Quién es Jesús en mi vida? ¿En qué me ha cambiado su mirada? Es la pregunta que escucho en canciones. Jesús me pide que me haga niño como dice una de las canciones de Toño Casado del Musical 33: «Como niños confiados en las manos de su madre dormiréis. Dios es Padre que nos cuida, que nos da amor y pescado. ¿No lo veis? Las puertas hacia el cielo estrechas son. Los niños allí se colarán. Habrá mil rendijas para los pequeños, naced del viento». Jesús me invita a nacer de nuevo. Llega a mi vida para cambiarla desde dentro. ¿Quién es Jesús para mí? ¿Es su historia tan sólo una historia que acabó en una tumba vacía? ¿Un Jesús que no pudo salvar a todos y acabó claudicando ante la cerrazón humana, ante la dureza de su corazón? ¿Un Jesús humano que no logró construir un puente hacia el cielo y acabó rendido y solo en una cruz? El Musical muestra la imagen llena de luz y misericordia de un Dios que se hace carne para llevarme hasta Él. Y me invita a dejarlo todo y hacerme niño para llegar al cielo. Pero no a una nube en la que viva solo, tocando el arpa para siempre. Sin pausa, sin pasión, sin vida. No es ese el cielo que sueño. Quiero un cielo que sea prolongación del amor hecho carne que vivo aquí en la tierra. Un Dios que se hace hombre para hacerme más llevadero el camino, para sostener mis pasos débiles. Para hacerme soñar con imposibles. El mundo puede tener más luz. Como dice una de las canciones del musical: «El Espíritu de Dios está dentro de mí. Y me empuja con la fuerza de un volcán a gritarles que las cosas no debieran ser así. Y que el reino del amor empieza ya. Que los ciegos vean el sol, que sientan su calor. Que los pobres hagan fiesta. El mundo es nuestro hogar. Libertad al oprimido. Para todos el perdón». Jesús con su amor hace que todo sea más fácil, más llevadero cargar con mi cruz, con el dolor, con mis angustias. Y me llena de esperanza en medio de la debilidad de mi propia vida. No quiero reducir mi religión a un montón de normas que intento cumplir para no salirme del camino marcado. Para ir al cielo. Y vivir con tensión la vida sin amar, sin abrazos, sin sonrisas. No quiero cargar a nadie con fardos pesados. No lo quiero. Quiero llenar de luz las oscuridades del alma. Encender hogueras en medio de la tiniebla. Cuando la pobreza y la injusticia parecen oscurecer la ilusión y acentuar el hambre. Creo en ese Jesús que enamoró a Pedro. Ni las redes, ni los mares, le impidieron seguirlo. Ese Jesús que me enamoró a mí. ¿Quién es Jesús para mí? El alma tiembla. Miro a Jesús que salva mi camino.  

El poder siempre es atractivo, es seductor. Me permite hacer lo que quiero. Lograr lo que deseo. Saber es poder. Tener información. Decidir lo que me conviene. Contar con que me pregunten. El poder me protege de los peligros. Me hace recorrer caminos imposibles. Me da la seguridad que busco en medio de mares revueltos. Me da el dominio sobre mi propia vida. Puedo decidir qué hacer y a dónde ir. El poder es tentador. Me da el control sobre otras personas. Puedo decidir sus destinos. Puedo gobernar sus vidas. Yo decido, yo gobierno, yo mando, yo digo, yo elijo, yo descarto. ¡Cuánto atrae el poder! Me seduce, me debilita. Quiero tenerlo porque me fascina. Cuando lo poseo no lo quiero perder. El poder me sitúa en un lugar privilegiado desde el que mirar la vida. El poder de Pilatos podía matar a Jesús o salvar su vida. El poder del que gobierna puede cambiar las leyes. El poder pequeño o grande que detento en mis manos. Ese poder es poderoso. El poder me lo dan, me lo confían. Lo ponen en mis manos creyendo en mis buenas intenciones. Creen que lo voy a usar bien. Que voy a ser responsable y sabio. Necesito sabiduría para usar bien mi poder. Puedo usarlo bien. Con amor, con respeto. Puedo mandar con humildad. Sé que el poder es servicio. Pero a veces lo olvido. Mi poder es servir la vida que se confía en mis manos. Me arrodillo ante la dignidad del que confía en mí. Pero a menudo el poder no lo uso como lo hizo Jesús. Decía el Papa Francisco: «¿Qué dignidad existe cuando falta la posibilidad de expresar libremente el propio pensamiento o de profesar sin constricción la propia fe religiosa? ¿Qué dignidad es posible sin un marco jurídico claro, que limite el dominio de la fuerza y haga prevalecer la ley sobre la tiranía del poder? ¿Qué dignidad puede tener un hombre o una mujer cuando es objeto de todo tipo de discriminación? ¿Qué dignidad podrá encontrar una persona que no tiene qué comer o el mínimo necesario para vivir o, todavía peor, que no tiene el trabajo que le otorga dignidad? Promover la dignidad de la persona significa reconocer que posee derechos inalienables, de los cuales no puede ser privada arbitrariamente por nadie». Hay una norma importante que no quiero olvidar nunca al ejercer el poder, al obedecer al que tiene poder. Nadie puede pedirme que haga algo que no quiero hacer. No me pueden exigir lo que de verdad no deseo hacer. El poder ante las almas que se me confían es sagrado. El hombre tiene una dignidad de hijo de Dios. Me arrodillo con humildad. No discrimino, doy libertad. El poder me lleva a respetar la dignidad de cada persona como un bien precioso. Huyo de un abuso de poder que pueda romper el alma por dentro. Un poder que hace que se pierda la inocencia. Es tan duro el abuso de poder. Es tan sutil. ¿Dónde está la línea que separa lo que es legítimo pedir y lo que ya no lo es? ¿Dónde me detengo a la hora de pedir, a la hora de exigir? No quiero abusar ni que abusen de mí. No quiero que se pierda mi corazón inocente y puro. Veo tantos corazones rotos, heridos, mancillados, degradados. Tantas vidas deshechas cuando el poder es mal usado. ¿Dónde está la barrera que nunca debo traspasar? El poder viene de Dios. Sólo Él es todopoderoso. Y Jesús renunció a ese poder infinito haciéndose hombre como yo. Frágil como yo. Jesús miró con misericordia al hombre. Acarició con respeto infinito su dignidad sagrada de hijo de Dios. Se arrodilló para lavar los pies a quienes amaba. No pidió nada que antes no hiciera Él. No cargó sobre nadie fardos pesados sin antes llevar Él sobre sus espaldas la vida de los demás. Dios me ha dado el poder sobre personas. Siempre tengo mi cuota mínima de poder. Puedo mandar, exigir, pedir. ¿Cómo lo hago? Una paternidad y una maternidad es un don que Dios me da y conlleva una responsabilidad inmensa. Cuidar a un hijo es una empresa imposible. Necesito aprender a usar mi poder como lo hacía Jesús. Con respeto. Mirando el corazón del hombre. No quedándome en las apariencias. Un poder que no pida lo imposible. Un poder que no abuse nunca. Que respete siempre la libertad sagrada de aquel al que me toca conducir y educar. El poder es una inmensa responsabilidad. Necesito sabiduría para ser justo, para ser ecuánime, para respetar amando. El poder unido al amor se convierte en un bien sagrado. Necesito aprender a amar con generosidad, con verdad. El poder que tengo me lo han dado. Lo quiero usar con delicadeza y amor. Es servicio, es vida entregada, es acompañamiento delicado y fiel.

Una familia, un rebaño, una comunidad. Jesús vino a formar una sola comunidad en torno a Él. Así lo hemos rezado en el salmo: «Somos su pueblo y ovejas de su rebaño. El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades». Un solo rebaño, un solo pastor. Esa unidad es la que Dios quiere: «Éstos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero. Por eso están ante el trono de Dios, dándole culto día y noche en su templo». Una comunidad reunida en oración junto al Señor. Una comunidad de santos enamorados de Dios. Jesús me une a mis hermanos. Tengo un solo pastor. Hay una sola sangre derramada por todos. Espero una única salvación para todos. Esa unidad es la que deseo mientras a mi alrededor veo sólo división. Un solo rebaño es lo que sueño, mientras contemplo tantos rebaños divididos y enfrentados. Siguiendo a un mismo Cristo puedo estar dividido con los que lo siguen de forma diferente. Enfrentado a los que tienen otras formas de rezar, de evangelizar, de pensar. Un solo rebaño es lo que anhelo mientras critico y condeno a los que no se comportan como yo. Diferentes maneras. Diferentes puntos de vista. Y Jesús quiere ser el único pastor. Dios quiere que sea parte de un solo pueblo como comenta el Papa Francisco en la Exhortación Gaudete y Exultate: «Nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana: Dios quiso entrar en una dinámica popular, en la dinámica de un pueblo». Me hago solidario. Me importa caminar con otros, construir con otros. La fecundidad de un trabajo hecho en equipo. Me vuelvo solidario. Me importa lo que le sucede al otro. El P. Kentenich siempre hablaba del «Ideal de la nueva comunidad. Y creo yo que aquí debemos poner especialmente el acento: Estar en espíritu uno en el otro, con el otro y para el otro. No sólo un superficial estar junto al otro»[1]. Una unidad profunda. El otro no me hace sombra. No me quita protagonismo. Porque lo que él construye es un bien para todos. Para el conjunto. Para mi familia. ¡Con cuánta facilidad puedo hablar mal de mis hermanos! Hablo más de la cuenta. Condeno y critico. Y no sólo con otros hermanos, lo puedo hacer fuera. Comenta el P. Kentenich en referencia a una comunidad de sacerdotes: «Hay algo en la vida que me produce bastante rechazo y es el caso de comunidades que le hablan a cualquier extraño sobre los lados oscuros de la comunidad. Naturalmente, donde hay hombres suceden cosas humanas. Pero no es coherente, y no debería serlo, que le espetemos arbitraria e inescrupulosamente a cualquiera todas las cosas desagradables que vivamos en la comunidad»[2]. No hablar mal del otro. No comentar lo que me disgusta de mi hermano. ¡Qué difícil guardar silencio! Una comunidad que aspira a la santidad. Un hombre nuevo en una nueva comunidad. Donde prevalece el amor y el respeto. El trato misericordioso. La mirada que enaltece. Una familia de santos que no se conforman con una vida mediocre. ¿Qué Iglesia estoy construyendo? Una Iglesia en la que cada hermano habla con respeto del otro. Es el ideal que mueve mi corazón. Construir una unidad. Una Iglesia que es familia. Un solo rebaño. Un solo pastor. Estar unido a mi hermano en el corazón. No camino solo. Voy con otros con los que formo una unidad sagrada. Es difícil, lo sé. Una comunidad que tiene un solo pastor. Eso es lo que me da identidad. Un pastor que marca el camino. Que me mantiene unido a mi hermano, porque tengo un mismo padre. El Papa Francisco es mi pastor. En torno a él permanezco en comunión. No hablo mal de él cuando no piensa como yo, cuando no se comporta como yo espero. Me duelen las críticas que a veces escucho. Me duele que se hable mal del Papa Francisco que es Cristo, que es el Pastor que une a su rebaño. Es fácil condenar. Como leía el otro día: «Las palabras son como flechas. Una vez lanzadas no hay manera de hacerlas volver». Las palabras hieren, dividen, enfrentan. Las palabras pueden hacer presente la verdad. O imponer la mentira. Siembran sospechas. Pueden separar y romper. Son flechas que no puedo controlar una vez lanzadas. Quiero construir unidad con mis palabras. Sembrar comunión. Un solo rebaño, no miles de rebaños. Una comunión en la que no prevalece la diferencia. Una familia en la que me siento en casa en comunión con mi hermano. Hay un solo pastor que es Cristo. El Papa es ese Cristo que me une en la diversidad. Me une con mi hermano que no siempre piensa como yo. Pero eso no es lo importante. Somos un solo rebaño y nos ayudamos a caminar juntos. Ese espíritu es el que me sostiene. Camino con otros y los respeto. No siempre estoy de acuerdo. Construyo esa familia que es sagrada y coloco a Jesús en el centro. Mi pastor.

Siempre en el tiempo de Pascua miro al Pastor y miro a las ovejas: «Mis ovejas escuchan mi voz, y Yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno». Jesús es el pastor. Yo soy oveja. Me cuesta ser oveja. No es fácil ser pastor. Hablo con frecuencia de la entrega pastoral. Servir como pastor al rebaño que sigue a Jesús. Ser otro Cristo que marque el camino. Que dé seguridad y alegría. No es fácil ser pastor. No es fácil ser oveja. Hace falta conocer a las ovejas. Es necesario que conozcan mi voz. Saber quiénes son, qué anhelan. A menudo veo que puedo estar hablando en un lenguaje distinto al del mundo. Respondo preguntas que no tienen. Y dejo sin respuesta preguntas que no escucho. Hablo con palabras que no entienden. Y no logro responder a sus inquietudes. No sé quiénes son mis ovejas. No conocen ellas al pastor. Entonces mi entrega se vuelve infecunda. Decía el P. Kentenich: «¿No sucumbimos demasiado al agobio y a la seriedad de nuestras tareas actuales? ¿De dónde proviene que el éxito de nuestra acción pastoral sea muchas veces tan reducido? Podemos dar toda una cantidad de respuestas, pero ¿no será que el motivo de ese fracaso estriba en que nosotros mismos conocemos demasiado poco la alegría en la pastoral, que no somos artistas de la alegría, maestros de alegría?»[3]. Puede que no sea un pastor alegre. Puede que no tenga en mi corazón la alegría que viene de Dios. Quisiera ser un sembrador de alegrías y esperanzas en un mundo que vive sin luz, sin claridad. ¿Cómo muestro con mi vida el rostro de Jesús, el verdadero pastor? Miro a Jesús en mi alma. Quiero llevar su alegría muy dentro. Llevarla a los que necesitan tocarla. La alegría del pastor. La alegría que se le contagia al rebaño. Un pastor triste, amargado, infeliz, no contagia la luz del cielo. No crea espacios de paraíso. El ambiente se vuelve enrarecido. Hacen falta pastores enamorados de Jesús. Pastores que tengan luz en el alma. Hacen falta pastores que crean en Jesús hasta lo más profundo y estén dispuestos a perder la vida por amor a Él. Sin guardar sus bienes. Sin cuidar en exceso sus raíces. Un pastor, un rebaño. Pastores que conozcan a los suyos y estén dispuestos a dar la vida por ellos. Es lo que de verdad educa los corazones. El amor que sirve, que se arrodilla, que se entrega. El amor que respeta la vida ajena. Que guarda el tesoro de la confianza como algo sagrado. El pastor conoce la voz de las ovejas. Conoce a cada una por su nombre. Le importa su vida, lo que le suceda. El pastor echa raíces en los corazones que ama. Y si no lo hace, no puede ser pastor. Hablará desde lejos. Y no habrá conexión con la sangre de sus ovejas. El pastor simplemente ama. Y sólo amando su vida se vuelve fecunda. Pero en ese amor seguirá los pasos del Maestro, del único pastor. A ese pastor lo condenaron, lo abandonaron sus ovejas. Lo quisieron matar porque su amor era excesivo. El pastor se mantuvo unido en sus raíces a su Padre. Y unido por dentro a las ovejas que amaba. Dio la vida por ellas, para que fueran uno. Para que no se dispersaran como ovejas sin pastor. El pastor se convierte entonces en testimonio de vida. Porque su ejemplo mueve el corazón de la oveja. Las palabras del P. Kentenich me conmueven: «¿No se da acaso en nuestra vida la triste realidad de que somos demasiado poco hombres solares? Deberíamos dar más importancia a ser verdaderos hombres solares, también en el trato con quienes nos han sido confiados. ¡Qué convincente tiene que ser para las personas el saber que nosotros mismos cargamos con un gran sufrimiento, que nosotros mismos vivimos siempre en la inseguridad humana y que, a pesar de eso, estamos de pie en la vida, frente a las dificultades y a los enemigos, con una serenidad soberana, humanamente madura, que no quiere simular exteriormente algo, sino que está también en nuestro interior!»[4]. Quiero ser hombre solar. Hombre lleno de Dios que sepa irradiar una confianza que me viene dada. Hombre solar que sabe vivir mirando al sol, mirando a Cristo. Mirando al Pastor para poder ser yo pastor. Para poder ser hombre que ama, que sirve. Primero seré oveja de Cristo. Después seré pastor de muchas ovejas. Primero aprenderé a seguir al pastor. Después dejaré que otros me sigan. Siempre tendré que ser pastor con alguien. Habrá alguien que me mire esperando ver en mí el rostro de Dios. Siempre habrá alguien que se confíe en mis manos. Y yo seré así pastor en la medida en que me deje formar el corazón a imagen de Cristo. Para ser pastor. Para ser oveja. Necesito aprender a obedecer para poder mandar. Y siendo filial aprenderé a ser padre. Es un camino de vida el que recorro. Siendo hijo, siendo niño, siendo oveja. Se modela mi corazón a imagen del Pastor. En sus manos como hijo me vuelvo padre. Soy oveja que sueña con guiar su rebaño. Es el camino que tengo por delante. Reconozco la voz del Pastor que guía mi vida. Y aprenden otros a reconocer mi voz que guía sus vidas. Quiero ser hombre solar. Que refleje con mis gestos, con mis palabras, con mi aspiración a la santidad, ese amor de Cristo que se derrama en los corazones.

El pastor arriesga la vida de noventa y nueve ovejas que están seguras en el redil cuando sale a buscar una sola oveja perdida. Deja solas a todas por salvar a una. ¿Tiene sentido? Quizás cualquier empresario no justificaría ese riesgo. Es excesivo. Pueden perderse más ovejas en ausencia del pastor. ¿Para qué arriesgar tanto? Puede venir el lobo y hacer estragos entre las ovejas atrapadas en el redil. No lo entiendo. Es verdad que no comprendo la dinámica de Jesús. La intento explicar, pero no la comprendo del todo. Dice Jesús: «¿Qué hombre de vosotros, si tiene cien ovejas y se le pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la que se le perdió, hasta que la halla? Y al encontrarla, la pone sobre sus hombros gozoso». Jesús da por evidente la reacción del pastor. ¿Es tan evidente? Tal vez me he malacostumbrado a vivir en este mundo utilitarista. Si una persona llega a mayor y se hace dependiente, no interesa, mucho gasto, mucha dedicación. O si viene un niño con problemas, mejor que no nazca, va a exigir demasiado. En esa misma forma de pensar, se justifica dejar que una oveja se pierda si con ello salvo al resto de las ovejas al vigilarlas. La utilidad. El número. Una por cien. Merece la pena salvar al resto. Esa mirada mezquina es la que llena mi corazón de tristeza. Caigo en ella con frecuencia y me alejo. Dejo de ser el buen pastor. No pienso en la oveja perdida. Me fijo en las que están bien y seguras. No pienso en los que están lejos, perdidos, solos, sin ayuda, sin medios. Vivo peinando ovejitas que viven seguras en sus vidas. Con miedo a salir en busca de pastos mejores. Miro hoy a Jesús. Sale a buscar a la oveja perdida. Le importa más que nada en este mundo. Quiere atraer hacia sí al que está solo, abandonado, triste, perdido. Y vuelve con él sobre los hombros. Me gusta mucho esa imagen. Un pastor cubierto por la oveja que descansa en los hombros del pastor. La estola con la que el sacerdote se reviste para impartir los sacramentos es la oveja perdida. Siempre me conmueve cuando beso la estola antes de ponérmela. Me cubre. Y me recuerda para qué he venido. No me cubre de dignidad. Me cubre de misericordia. Porque hace falta una mirada misericordiosa para dejar a las ovejas seguras en el redil y emprender un camino incierto. El camino de búsqueda. Voy hacia el que está perdido. Puedo volver a casa con las manos vacías. O puedo volver feliz con la oveja cubriendo mis hombros doloridos. Esa oveja que ha sufrido y se ha perdido. Esa oveja que ha soñado con amores imposibles y ha fracasado, ha caído. Esa oveja que ha deseado poseer el infinito en la tierra, y ha bebido la amarga bebida de la soledad. Esa oveja que ha pretendido amores profundos y verdaderos y ha malgastado en amargos sorbos su gran capacidad de amar. Esa oveja aventurera y ciega que pretendía poseer el mundo entero y se ha quedado sola en la lucha. Miro a esa oveja que tiene nombre. No me quiero acostumbrar a dejar que se aleje. No me conformo con recibir como pastor a la puerta de mi redil al que llega. Acogiendo, abrazando, esperando. Con paciencia y alegría. Me falta tomar la iniciativa, salir al encuentro. Quizás tengo miedo del fracaso. Temo volver con las redes vacías y el desprecio recibido como respuesta. Una iglesia en salida es una iglesia accidentada. Forma parte de la misma vida. Quiero seguir a Jesús por los caminos, aunque duela el alma y el corazón se resista a abandonar los lugares seguros. Quiero menos prudencia y más sed de aventuras. Necesito un corazón más audaz y valiente capaz de ponerse en camino una y otra vez cada mañana. Con el deseo de volver al caer la tarde con mi oveja perdida sobre los hombros. No me importa fracasar en las redes. Sí me importa fracasar sin echarlas, sin arriesgar el día, sin salir de mis rutinas y comodidades. He nacido para dar la vida. Y mi forma es llevando una estola sobre los hombros. No me quiero olvidar de mi vocación de pastor herido, de pastor valiente, de pastor padre. De pastor con olor a oveja como decía el Papa Francisco. Porque necesito ponerme a la altura del que se ha alejado de mis normas, de mis exigencias, de mi lista perfecta de mandatos. Necesito recuperar al que ha huido pensando que yo jamás aceptaría su vida como es sin pretender cambiarla. Necesito salir al encuentro del que no me busca, porque no me necesita, ni requiere mis preceptos. Quiero ponerme a la altura de mi oveja perdida. Esa que salió de mi vida buscando pastos mejores porque, como el hijo pródigo, pensó que sola podría comerse el mundo. Quiero salir a buscarla para que no se sienta desesperada en su soledad y en sus fracasos. Me la colocaré sobre mis hombros con cuidado, estará herida y cansada. Y volveré a casa con ella. Haré una fiesta, como el Padre del hijo pródigo. Invitaré a todas las demás ovejas que obedecieron y no dejaron el redil por miedo al lobo. No quiero que nadie se quede conmigo por miedo a lo que desconoce. Quiero que el motivo de lo que hacen, de lo que hago, sea siempre el amor y no el miedo. Mi buen Pastor Jesús también me coge a mí sobre sus hombros. A mí cuando estoy herido y solo. A mí cuando me alejo queriendo ganar el mundo entero. Miro a Jesús que me abraza y sostiene. Me mira conmovido. Me perdona. ¡Qué locura de misericordia! Ese amor infinito en forma de estola, de oveja sobre los hombros. Ese amor yo lo quiero.

 



[1] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963

[2] J. Kentenich, Niños ante Dios

[3] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

[4] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

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