Homilía del padre Carlos Padilla - 13 de febrero de 2022

Domingo 13 de febrero de 2022 | Carlos Padilla

VI Domingo Tiempo ordinario

Jeremías 17, 5-8; 1 Corintios 15, 12. 16-20; Lucas 6, 17. 20-26

«Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis. Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres. Alegraos ese día y saltad de gozo, vuestra recompensa será grande en el cielo»

13 febrero 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Las bienaventuranzas son una llamada a luchar por el desfavorecido y al mismo tiempo mostrarle al que sufre que está llamado a una vida feliz, a una plenitud que ahora sólo sueña»

Quiero ser feliz. Lo he decidido, me importa llegar a serlo. Y en medio de esa búsqueda toco la infelicidad, acaricio el fracaso y me enfrento a la frustración. Me asusta la muerte y su presencia cercana me hace infeliz. Quiero ser feliz siempre y en toda circunstancia, pero a menudo el mundo se empeña en ponérmelo difícil. Pienso que la culpa es de los demás porque no hacen las cosas bien o como yo espero que se hagan. ¿Cómo voy a ser feliz si siempre hay alguien dispuesto a llevarme la contraria? ¿Cómo voy a ser feliz si en la realización de mis planes y proyectos alguien se me adelanta y consigue lo mismo que yo deseo? ¿Cómo voy a ser feliz si me encuentro con la pérdida de muchas de las cosas que me hacen feliz cuando yo quería conservarlas para siempre? El Dr. Joaquín Mateu-Mollá comentaba tres causas por las que mucha gente es infeliz: «La creencia creciente de que el esfuerzo no sirve para nada, la necesidad de recompensas inmediatas y la dificultad para tolerar las frustraciones. Son los ingredientes perfectos para una vida infeliz». Me cuesta creer en el esfuerzo que da su fruto. Me gustaría que fuera así pero no siempre me resulta. Quisiera pensar que cada vez que hago un esfuerzo largo y exigente obtendré una ganancia, un bien a cambio, una recompensa como premio. Pretendo casi siempre obtener la satisfacción y la felicidad después de un largo esfuerzo. Y cuando las cosas no salen como deseo me frustro. ¿Cuánta tolerancia tengo a la frustración? Muy poca. En seguida me rebelo, me indigno, me amargo cuando las cosas no son como yo esperaba. Y mi tristeza se trasparenta en mis ojos, en mis palabras. Mi falta de alegría tiñe mis relaciones y mi vida. Cuando la vida me frustra no me siento feliz. Quiero la felicidad inmediata en todo lo que hago. Y si en un trabajo no lo consigo busco otro. Si en un lugar no la hallo me voy a otro lugar. Si con una persona no la alcanzo busco otra persona. ¿Cómo puedo ser feliz con esta tendencia de mi alma a cambiar en cuanto no resulta todo bien? Deseo que un esfuerzo dé su fruto, que una recompensa llegue sin esfuerzo y que no haya frustraciones en mi vida. Es imposible ser feliz si sigo ese camino. Necesito hacer un cambio en mi forma de ver la vida, de entender los procesos, de aceptar la realidad como es, aunque sea frustrante. Quizás podré ser más feliz si aprendo a disfrutar del momento que ahora tengo. Dejo de lado las frustraciones pasadas y construyo a partir de las ruinas de mis intentos fallidos. No me dejo llevar por las promesas de plenitud que me hace el mundo y nunca llegan. Acepto las cosas como son, sin frustrarme. Al fin y al cabo la vida es corta y no merece la pena perderla con amarguras. La felicidad son momentos de luz en medios de la noche, son abrazos cálidos en medio de mi soledad. La felicidad es la luz de la luna acariciando mi sueño. Es el destello que brilla cuando se oculta el sol en mi horizonte. Es esa mirada profunda que ve más allá de lo que observan mis ojos. La felicidad me lleva a mirar más lejos, o más adentro, en lo profundo. Busco una felicidad sencilla, del día a día, cotidiana, no la de las grandes fiestas. No quiero tener grandes pretensiones, y por eso dejo a un lado mis expectativas imposibles. Quiero ser feliz porque así seguro que haré que los demás también lo sean. Las personas felices irradian una luz propia, lo he visto, las sonrisas son contagiosas. Feliz es aquel que vive para amar y no para recibir. Aunque todos quieran recibir algo en su vida a cambio de lo que entregan. Es feliz el que pasea por los caminos de la vida con una sonrisa ancha en el rostro. ¡Qué difícil resulta sonreír cuando me duele el alma por dentro! Quiero practicar. No dejo de intentarlo. La felicidad es un arte que consiste en empezar siempre de nuevo a ser feliz cada mañana, después de haber llorado la noche anterior y haber echado de menos a los que han partido. Después de haberme rebelado contra mi mala suerte comienzo a soñar de nuevo. Después de haber despedido a quien tanto amo construyo sobre mis cenizas. Puedo ser feliz cada vez que sonrío al cielo sin esperar que no llueva o no haga frío, que tenga suerte o nada me resulte. Seré feliz cuando entienda que las cosas importantes de la vida tienen lugar cuando menos las espero, en la vida cotidiana que Dios me regala. Y que por más que presione el reloj nunca retrocede y tampoco avanza al ritmo que yo deseo. 

Conquistar es una palabra que tengo que explicar para comprender bien lo que quiero decir. La primera vez que la escucho me evoca violencia y lucha. Conquisto un reino que no me pertenece, invado un lugar que no es mío, me hago con aquello que es de otros y no me pertenece. La palabra tiene que ver con creer en algo y luchar por conseguirlo por encima del deseo de los otros. Conquista el que tiene más fuerza, o más medios, o más poder. Puede ser un verbo que despierta rechazo. No me gustan los conquistadores que se imponen por la fuerza. Me gusta que respeten mis derechos y mi libertad, sin imposiciones. Pero al mismo tiempo esta palabra tiene otros acentos, otro significado. Conquistar me habla de ser capaz de creer contra toda esperanza y lograr aquello en lo que creo, aunque al inicio parecía imposible, o demasiado lejano. Conquistar en el plano espiritual tiene que ver con hacer mío algo que todavía no me pertenece, sólo lo recibí como herencia pero no lo he llegado a poseer totalmente. Conquisto una forma de oración y la hago mía. Conquisto un lugar y se convierte en un lugar especial en mi vida. Conquisto una imagen ante la que rezo y desde ese momento es mi imagen predilecta, le tengo un cariño profundo. Conquisto con delicadeza y amor a una persona y desde ese momento surge un amor incondicional. Me gusta este verbo que despierta en mí el deseo de llegar a poseer lo que aún no poseo. Conquisto un santuario que está en lo alto de una montaña y lo hago mío. Desde que subo por un sendero eterno y duro he hecho más mío ese santuario de vistas de cielo y siento que su nombre tiene que ver conmigo: María camino al cielo. Porque Ella me lleva al cielo y en este lugar lo siento de forma muy real. Incluso a veces las nubes están tan bajas que te abrazan. El cielo desciende sobre la misma tierra. Ese santuario hay que conquistarlo. Como quien asciende a una ciudad edificada en lo alto de un monte, inaccesible para el enemigo. Yo he subido y me he hecho amigo de este lugar tan cercano al cielo. Y desde entonces siento que he hecho mía su misma misión, quiero ser camino al cielo. Mi vida humana, mi carne débil, mi corazón estrecho y limitado están llamados a ser camino al cielo para otros. Que quien me vea, vea a Dios hecho carne. Que quien me mire vea el rostro perfecto de María. Me conmueve pensar que yo soy un camino al cielo. Un camino que asciende al encuentro de Dios. Este Santuario en Monterrey tenía que estar en una montaña. Porque el que vive en esta ciudad rodeadas de montañas no se imagina su vida sin mirar a las alturas. Y el primer santuario tenía que estar cerca del cielo. Cuando vivo entre montañas mis referencias son los cerros y sus alturas. Y allí, en la distancia, se ve un punto blanco, el santuario en la montaña. Pero tengo que conquistar el lugar para que sea mío. Tengo que ir venciendo resistencias y pidiendo al cielo que se me permita un día volver a subir por el camino. Y que sea posible hacerlo sin tener que ser casi alpinista. Mientras tanto ofrezco mi vida cada semana haciendo más mío ese cerro, ese sendero, ese santuario donde María me espera con el corazón abierto. Y aunque parezca que las circunstancias son adversas. Viviendo una pandemia que me exige quedarme en casa. Teniendo un camino por el que no puedo subir porque no me lo permiten. Con el anhelo de un nuevo santuario en la ciudad que aún no puede empezar su construcción porque faltan los permisos. Aunque la oscuridad nubla mi ascenso al cielo, yo confío. Ni el frío, ni la lluvia, ni nada ni nadie podrán desanimarme. Contra el desánimo vivo el entusiasmo. Nada ni nadie podrán hacer que deje de soñar. Porque la ciudad necesita otro santuario. Un santuario en el valle, en la ciudad. Allí donde cualquiera pueda llegar con el corazón enamorado a conquistar el corazón de María. Un oasis en el que descansar en una ciudad de ritmo frenético y calmar la sed. Un espacio sagrado que podré hacer mío, donde encontrarme con Ella y dejar que su abrazo me sane por dentro, porque estoy enfermo. Esta conquista no me exige subir un monte. Me exige creer en lo que parece imposible. Porque cuando no veo salida alguna María me pide que crea contra todo, que confíe en que detrás de la puerta cerrada hay un camino que siempre lleva al cielo. Hay un lugar en el que descansar cuando mi alma está inquieta y agotada. La fe aumenta. Mi confianza es más grande. Y mi deseo de subir a las alturas sigue siendo fuerte. Conquistaré porque antes ya María me ha conquistado a mí. Vino a mi vida y me abrazó por la espalda. Me llamó por mi nombre, ese nombre que sólo Dios conoce. Susurró con calma mi verdad más íntima y me hizo sentirme especial, su hijo predilecto. Una vez conquistado me volví conquistador. Quise hacer mío cualquier lugar que Ella habitara. Le dije que me hiciera camino. No empinado sino llano. Camino, no cerrado sino abierto. Camino, no lleno de piedras sino transitable. Y así mi alma se abrió en su presencia, derrotada ante sus ojos, vencida por su amor. Ella me toma, soy su instrumento.  

El otro día me hablaban del sentimiento de culpa del sobreviviente. Y pensaba que es injusto que alguien pueda sentirse culpable por haber sobrevivido. ¿Por qué me voy a sentir culpable por salir vivo de un accidente, de una guerra, de un trauma? ¿Qué culpa tiene mi supervivencia? Sí, no tiene sentido, pero sucede. El alma es así. El que ha superado una enfermedad le gustaría que los demás, los otros enfermos que ha conocido también estuvieran sanos. Es como si se sintiera culpable por haber sobrevivido él antes que otros. Es un síndrome postraumático. Como si estuviera mal haber sobrevivido a la muerte. Otros no han tenido tanta suerte y no lo han conseguido, yo sí. Siempre en las estadísticas algunos viven y otros se quedan por el camino. Son sólo estadísticas, sólo cifras. Pero luego cuando esos números tienen nombre y rostro todo cambia. La profesora Nancy Sherman comenta: «Sobrevivientes de los campos de concentración sentían que no tenían derecho a vivir. Tiene algo positivo y es que significa que la persona está conectada con los demás. Tendría que ser alguien insensible para no sentirse horrible después de una tragedia». ¿Por qué sigo vivo yo y no todos los demás que sufrieron lo mismo que yo? ¿Por qué yo quedo en el porcentaje de los vivos y no paso a integrar el de los muertos? ¿Por qué yo sí y otros no? ¿Qué diferencia hay? Son preguntas sin respuesta que me pueden atormentar. Detrás está el sentimiento humano de la compasión. El dolor por la muerte de los que no salieron adelante es lo más humano que tengo, lo más valioso. Me duele su partida y me alegra mi vida. Pero sigue habiendo detrás de todo lo que siento una culpa intangible, un velo de tristeza lo cubre. Es como una neblina que oscurece el ánimo. Ya no es tan valioso seguir viviendo cuando muchos no pueden hacerlo. La culpa es el sentimiento más complejo que puedo llegar a sufrir. No consigo levantar el ánimo cuando me siento culpable. No atisbo la alegría detrás de la vida que Dios me ha regalado como un don. Es un nuevo comienzo, lo sé, una segunda oportunidad pero puede que no quiera aprovecharla. No quiero que la culpa me llene de tristeza o amargura. Quiero aprovechar siempre las segundas oportunidades que se me dan. Seguir viviendo, seguir luchando, seguir amando, seguir levantándome cada mañana con un objetivo por delante, con una meta que anima mis pasos. El que ha sobrevivido algo difícil en su vida sale fortalecido. Ya no les da tanta importancia a las cosas poco importantes. Le da mérito a seguir viviendo porque sabe que todo es tan fugaz. Y no pierde el tiempo que tiene, no echa a perder la vida que es muy corta. Sabe que todo puede acabar cuando menos lo espere, en un segundo. Quiero dejar atrás la culpa por cosas de las que no soy culpable. Quiero sentir que tengo toda una vida por delante, un sueño inmenso en mi alma y años posibles delante de mis ojos. ¿Por qué he sobrevivido yo? Ante una enfermedad, un accidente, una tragedia esta pregunta brota con fuerza. ¿Por qué sigo viviendo? ¿Para qué sigo con vida? Dios me da una nueva oportunidad. Quiero mirar con optimismo lo que tengo ante mis ojos. No me desanimo. Estoy ante un nuevo reto, ante una nueva vida. Puedo empezar desde el punto en el que dejé mi vida o desde otro lugar. No importa, tengo una vida por delante. Cuando le he tomado el peso a la muerte miro las cosas con más paz y soy más libre. Ya poco puedo perder. Los problemas me importan menos y la vida misma me importa más. Cada día es un regalo inmerecido y no tengo tanto derecho a las cosas que me suceden. Las personas que han pasado por la cruz, por la pérdida, por la enfermedad, por el dolor, por una crisis han madurado. Se han vuelto más fuertes y recias. Y si lo han hecho en Dios se han vuelto más religiosas. Han dejado atrás quizás muchas de las formas de antes. Esas formas que cumplían casi como por obligación. Y ahora, en lo más profundo del alma, han adquirido con Dios una relación más honda, más personal. Hay más amor, más cariño, más confianza. Uno se siente más hijo cuando ha sufrido. Ve que no tiene derecho a nada porque todo es un don. Ese espíritu de hijo es el que me permite volver a empezar después de la lucha, cuando todo parecía perdido. Ya no importa lo que pierda por el camino. Sigo adelante con lo que tengo, sea mucho o poco. No guardo rencor. No siento nostalgias. Y no dejo que la culpa me paralice y me quite fuerzas. Miro a Dios como el que sostiene mis pasos y vuelvo a confiar en Él porque me ha salvado desde lo hondo del pozo, desde la oscuridad del abismo. Me ha sacado adelante para darme una nueva vida. Su amor me ha salvado. Saberme amado acaba con la culpa. Dios sabrá lo que hay detrás de cada persona, de su historia. No pretendo entenderlo todo. Sólo sé que si sigo vivo es porque Él me necesita entre los míos. Tendré que amar más, entregarme más, dar más de mi originalidad. Siempre he sabido que lo que yo no aporte nadie podrá hacerlo pro mí. Mi forma de amar, de mirar, de hablar, de escuchar son formas únicas. Nadie más lo hace como yo. Eso me vuelve más responsable. Me siento pequeño porque la vida es un don, y la salud, y la libertad para amar. Vivo con fuerza, en plenitud. El tiempo que tenga, lo que Dios me regale. Con eso basta. Dejo atrás los miedos y las culpas. Sonrío confiado.

Me pregunto hoy al escuchar la Palabra de Dios: ¿En quién pongo mi confianza? «Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor. Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos; sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche. Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin. No así los impíos, no así; serán paja que arrebata el viento. Porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal». Quisiera tener raíces hondas. Tener mi confianza firme en Dios. Confiar es abandonar mi vida en quien me ama. No dudar, no temer. Confiar en ese Dios que me ha prometido la felicidad y la plenitud. Confío en quien no me defrauda nunca y no me abandona. ¿Cómo conquisto esa confianza en Dios que tantas veces me falta? ¿Cómo puedo creer que ese Dios no me va a dejar nunca cuando sufro desgracias y pérdidas? Es un Dios que me sostiene. Quiero creer en la ley del amor que gobierna este mundo. Dios me ama y me espera en el camino y al final de mi vida. Comenta hoy S. Pablo: «Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados. ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos». Mi esperanza no está puesta en las cosas caducas sino en ese Dios que no se desentiende de mí, no me olvida nunca y no me abandona. Esa confianza no es tan sencilla de mantener viva. ¿Qué pasa cuando muere la persona amada después de haber rezado tanto por su recuperación? ¿Y cuando fracasa esa empresa por la que tanto he rezado y confiado en Dios? ¿Cómo confiar de nuevo en ese Dios que parece abandonarme en los peores momentos de mi vida? La confianza es un don que se tarda mucho en conquistar y se pierde muy fácilmente, con una primera infidelidad. La confianza en las personas es un don que se me da, no la puedo exigir. Es un regalo que Dios me hace. ¿Cuándo dejo de confiar en las personas a las que quiero? Me duele tanto alejarme y dudar de aquellos en los que un día he puesto mi confianza. Me da tanta pena sentir la lejanía de los que antes estaban cerca. Tejo relaciones hondas que pueden romperse por alguna herida, por una palabra dicha fuera de lugar, por una traición no intencionada, por alguna expectativa incumplida. Sí, hay muchos motivos para que se rompa la confianza que antes era un don sagrado, una piedra firme. Y luego volver a confiar parece imposible. Sanar la herida resulta tan difícil. Sellar la grieta que ha provocado la distancia. Hace falta el perdón y este no siempre llega. Se atasca en el alma el resentimiento y no llega ese olvido que haría todo más fácil. Yo esperaba tanto, yo confiaba, yo contaba con todas esas cosas que los otros no hicieron. ¿Qué parte de culpa tengo yo? Tal vez me cuesta mirar mi corazón y aceptar que algo habré hecho yo mal. No busco excusas, no culpo siempre a los otros. Algo se ha roto y yo también intervine. Incluso cuando no hice o no dije mi omisión tensó la cuerda en la relación o produjo un daño profundo en el alma de aquel que me ama, a quien yo creo amar. No puedo vivir siempre llevando cuentas del mal que me hacen o del bien que dejan de hacerme. Esa actitud me enferma. Confiar siempre es el camino. Quiero aprender a confiar. Incluso cuando me han fallado. Si no soy capaz de confiar en los hombres a los que veo, ¿cómo voy a confiar en Dios a quien no veo? Confiar en sus planes aunque me parezcan extraños. Confiar en su amor aunque a menudo no lo sienta. Confiar en que siempre va a estar ahí sosteniendo mi vida aunque parezca caer por una pendiente sin freno alguno. Hoy escucho que cuando confío en Dios, en su amor, mis raíces se vuelven profundas, llegan a las entrañas de la tierra donde hay agua en abundancia. En la orilla del río todo es más fácil. Allí es donde no tengo que temer la sequía ni el calor del verano. Quiero aprender a confiar en el amor de Dios en mi vida. Confiar en la presencia de ese Dios que me ama con locura. Me ama con todas sus fuerzas. Me ama más allá de todos mis intentos por amarle yo a Él con la misma fuerza. Quiero confiar, pero me dedico a controlar mi vida. No estoy dispuesto a soltar las riendas de mi vida, el timón de mi barca. Quiero sujetarlo todo. Ojalá pudiera hacerlo todo como si dependiera totalmente de mí y al mismo tiempo con la seguridad, con la certeza de que todo depende absolutamente de Dios. Es esa confianza ciega de los niños que confían en sus padres. Pienso en mí cuando era niño. Cuando no temía y me acostaba sin temer nada cada noche. Nada alteraba mi sueño. Confiaba en mis padres, en la estabilidad de mi hogar. Nada podría romper la seguridad que tenía. Confiar es propio de ese niño que se sabe amado. Y el amor nunca abandona al amado. El que ama siempre está junto a la persona amada, no la suelta, no la deja sola. Piensa en ella cada segundo de su vida. Así es Dios conmigo. No se olvida de mí, está pendiente de mis pasos. Me sigue de cerca cada segundo de mi vida. Ve cuando me alejo y elijo lo que no me hace bien. Pero respeta mis pasos. No fuerza mi voluntad. No se me aparece para enmendar mi vida. Simplemente me acompaña en silencio y yo confío. Creo que va a estar siempre a mi lado sujetando mi vida. Esa confianza la puso Dios un día en mi corazón. Ya no soy yo el que decide lo que está bien o mal. Ya no soy yo el que toma las decisiones importantes. Las tomo con Él, de su mano, porque confío en que sus caminos son los mejores. Nada puede salir mal si permanezco a su lado, si no me alejo, si vivo en su verdad, bajo su luz. Esa confianza en Dios es la roca de mi vida. Todo lo demás es secundario. Pierdo los miedos.

Después de subir al monte es necesario bajar del mismo. Jesús baja con los suyos de un monte: «En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón». Desciende al llano, donde está la gente esperando. Siempre tengo la tentación de subir al monte. Escaparme al silencio de las alturas. Allí donde habita Dios y donde el alma descansa. Siempre el monte me evoca la luz, la paz, la soledad, el silencio. Necesito subir al monte para encontrarme con Dios. ¿Qué montes subo en mi vida? Son los montes en los que me encuentro conmigo mismo a solas con Dios. Me cuesta mirar dentro de mí. Ahondar en el interior de mi alma. Sumergirme en los misterios de mi historia. El pozo del alma está cada vez más lleno de experiencias, de vivencias, de alegrías y dolores. Y en la altura del monte es más fácil mirar hacia dentro. Siempre cuesta y duele pero es el camino que Dios me pide. Subir a la altura, descender a lo más profundo de mi alma, encontrarme con mi sed y con mis sueños. Desterrar las sombras y dejar que entre la luz. Me gusta ese Jesús que sube al monte a orar, a estar con su Padre. Y luego desciende al valle, al llano y se encuentra con todos los que lo buscan, lo esperan, quieren tocar aunque sea su manto y escuchar sus palabras. En el llano ya no hay silencio, no hay paz. Son tantos los que lo buscan y exigen. Tantas las expectativas que todos tienen. Su fama lo precede. Y entonces se dirige a los que lo escuchan: «Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo: - Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis. Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas». Siempre me ha conmovido el sermón de las bienaventuranzas. Muestra Jesús cómo es su alma y cómo es la de su Padre Dios. Me dice que seré feliz de una forma nueva. Diferente a la que el mundo me ofrece. Feliz cuando sea pobre, cuando tenga hambre, cuando llore, cuando me excluyan, me odien, insulten y proscriban. En ese día seré feliz. Cuando experimente el dolor seré feliz. No lo entiendo. El mundo me ofrece otra felicidad. Y son otras sus bienaventuranzas, esas que me parecen más atractivas y poderosas. Feliz yo si todos me aplauden y reconocen. Feliz si los demás aceptan que mi vida es digna de ser admirada y seguida. Feliz yo cuando me ría de la vida y disfrute de todo lo que el mundo con sus bienes me ofrece. Feliz cuando me resulten todas mis empresas y me vaya bien en medio de los hombres. Feliz cuando el amor me resulte y me amen muchos, todos y siempre. Feliz cuando todos hablen bien de mí y me halaguen por mis grandes obras. Feliz cuando no sienta ningún malestar, no sufra ninguna cruz, no tenga ningún contratiempo, no experimente ninguna frustración. Feliz cuando las cosas me resulten como esperaba y todos se comporten conmigo como a mí me gusta. Feliz cuando la gente respete mis normas y nadie se rebele contra mis decisiones. Feliz cuando me vaya bien siempre, cuando nadie a quien yo ame sufra la enfermedad. Feliz cuando yo mismo tenga salud. Esas bienaventuranzas son las que el mundo proclama. Y yo me siento pequeño porque no consigo alcanzarlas. No logro esa felicidad de la satisfacción inmediata que el mundo me ha prometido. Me atrae esa felicidad tan humana, tan de la tierra. Y no entiendo las palabras de Jesús hoy que tanto me descolocan. Feliz si soy pobre, si tengo hambre, si no consigo lo que quiero. ¿Cómo voy a ser feliz en esos momentos de desolación? La felicidad que Dios me ofrece se encuentra dentro de mí. Habita en mi interior, en lo más hondo. No me la dan los hombres. El mundo no consigue que yo sea feliz. Sufriré, lloraré, perderé, fracasaré muchas veces y aún así estoy llamado a tener paz y felicidad dentro del alma. Es lo que Jesús puede hacer dentro de mí. Las bienaventuranzas son un milagro de Dios dentro de mí. Es su poder el que me cambia por dentro y me llena de serenidad. Son sus sueños los que triunfan en mí. Seré feliz en esos momentos si confío, si pongo mi corazón en sus manos, si sigo amándolo a Él aún cuando me parezca que nada me sale bien. En la pobreza, en el abandono, en los insultos y privaciones sólo me queda Dios. Sólo Jesús me mira con bondad y me dice que no tema, que confíe, que Él no me va a dejar nunca solo. Él es la causa de mi verdadera alegría. Esa felicidad que me ofrece es a prueba de accidentes, de fracasos, de desilusiones. Es una alegría que está dentro de mí y nadie ni nada podrán quitarme una gota de esa felicidad que me viene de lo alto. Esa confianza y ese arraigo profundo en Dios me hacen capaz de resistir cualquier desgracia. Esa felicidad no es la que el mundo me da. La felicidad del mundo se marchita. La felicidad de Dios es más honda, más permanente, más verdadera. Y las contingencias de esta vida no lograrán quitarme la paz.

Hoy Lucas en su Evangelio me habla de los que no son felices: «Pero ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis. ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas». Y entonces me preocupo. ¿Hablan todos bien de mí? ¿Me encuentro saciado? ¿Soy de esos ricos que lo tienen todo y ya nada desean? ¿Río yo mientras no me importa que los demás lloren? Cuando Jesús me dice que son felices los que lloran me habla de los que tienen misericordia y lloran por el dolor de los hombres. Se compadecen y acercan al que sufre. La risa que ahora menciona es risa de indiferencia. La risa de los satisfechos que no necesitan pensar en los que no tienen. Estar satisfecho es el deseo del corazón. Y siempre que lo estoy vuelvo pronto a experimentar una necesidad nueva. Es como una escalera que tiende al infinito. El alma tiene sed del cielo y nada me basta. El corazón necesita vivir en Dios. Ese estar satisfecho es la meta que el mundo me sugiere. Compra más cosas, adquiere más bienes, siéntete cómodo, con salud, confortable. No busques ningún bien espiritual, no te dejes exigir por otros, céntrate en lo material, en tu felicidad. Tal vez por eso aflora con fuerza en el mundo hoy una sed profunda de lo espiritual. Tanta gente busca en el mindfullness, en las corrientes espirituales modernas una forma de encontrarse consigo mismo. El ritmo de este mundo me ha roto por dentro, ha separado las piezas de mi alma, ha descompuesto el organismo que me mantiene con vida. Esa ruptura a la que me lleva este mundo me hace vivir insatisfecho e infeliz. Y el mundo sigue ofreciéndome la satisfacción como meta de todas mis empresas. Vivir satisfecho, saciado, sin más apetencias, sin más deseos nuevos. Y me pide que ría con una risa superficial, que sugiere desprecio hacia el que llora, indiferencia y lejanía. Es la risa de los que están bien, de los poderosos, de los que nunca pierden, de los ricos que todo lo poseen. Me incomoda esa risa altiva del satisfecho, del que no tiene nada que envidiar a otros porque todo lo posee. El que lo tiene todo no necesita nada más. Y ríe con una risa superficial, hueca y rota. Esa risa me hará llorar. Porque en el fondo permanece el alma no saciada, intranquila, infeliz. Frente a estas profecías Jesús les promete a los que sufren que Dios no se ha olvidado de ellos aunque parezca que el mundo sí lo hace. Escribe José Antonio Pagola sobre las bienaventuranzas: «Las primeras tres bienaventuranzas de Lucas son gritos que las catequesis de la comunidad recogen. Son los pobres sin tierras. No las pueden defender. Dichosos los que os quedáis sin nada. Indigentes. Porque de vosotros es el reino De Dios. Los que lloráis al quedaros sin nada. Un día reiréis. Jesús comparte su pobreza, su suerte. Habla en nombre del Padre. Tienen un lugar en el corazón de Dios. Dignidad para todas las víctimas. Son los predilectos de Dios». Tienen un lugar en el corazón de Dios todos los que sufren de algún modo. Son abandonados por los hombres, pero nunca por Dios. La insatisfacción es un dolor, me habla de una pérdida. El corazón está herido y es Dios el que lo sacia, lo sana, lo abraza. Esa mirada de Dios me levanta cuando parece que la felicidad se me ha negado en la tierra. ¡Cuánta gente sufre a mi alrededor! No quiero reír, más bien estoy dispuesto a llorar con el que llora y acompañar al que más sufre. Esa mirada mía no es la de Dios, pero quiere parecerse en su misericordia. Quiero ser compasivo, cuidar al que está solo, levantar al caído. Caer siempre es posible y el mismo tiempo estoy llamado a ayudar al caído para que pueda levantarse y seguir luchando. Las bienaventuranzas que hoy oigo son una llamada a luchar por el desfavorecido y al mismo tiempo mostrarle al que sufre que está llamado a una vida feliz, a una plenitud que ahora sólo sueña. Mi actitud quiere ser confiada. Yo puedo dar esperanza en este mundo que sufre la desesperación y la falta de alegría. Me gusta mirar así esta vida. Quiero proclamar las bienaventuranzas con mi sonrisa. Quiero vivir insatisfecho para anunciar que la verdadera plenitud llegará en el cielo. Mientras tanto, en medio del camino, trataré de levantar al caído y sostener al que ya se dobla.

 

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