Homilía del padre Carlos Padilla - 13 de junio de 2021

Sábado 12 de junio de 2021 | Carlos Padilla

XI Domingo Tiempo ordinario

Ezequiel 17,22-24; 2 Corintios 5,6-10; Marcos 4,26-34

«Es como una semilla de mostaza. Una vez sembrada, crece y se convierte en el mayor de los arbustos y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden anidar a su sombra»

13 Junio 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«Me gusta esa actitud positiva que tuvieron los santos. Ellos sabían que no podían controlarlo todo y se dejaron llevar por ese amor en su pecho que los hizo aspirar a las alturas»

Miro el pasado con nostalgia y quiero olvidarlo, o recordarlo. Depende de lo ocurrido, ya sea malo o bueno. Lo que he amado lo recuerdo deseándolo. Lo que he perdido me duele en las entrañas. Y añoro lo que he tenido apegado al corazón. Y entonces yo decido lo que hago. Puedo vivir apegado al pasado con melancolía, lamentando los errores, llorando las ausencias, sintiéndome triste sólo por lo que ya no es y nunca será. La realidad siempre es una y mi forma de aproximarme a ella es diferente. Hay cosas que con el tiempo tienen más luz. Paisajes más bellos, conversaciones más perfectas, amores más hondos. Y al revés. Mi mirada puede volver gris el mismo arcoíris. Depende de mi mirada sobre lo ocurrido. No siempre coincide lo que veo con lo que hay. Es curioso. La realidad es un dato objetivo pero mi forma de percibirla e interpretarla es subjetiva. Un mismo acontecimiento despierta emociones muy diferentes. Puede despertar la ira y la rabia o la indiferencia y la pasividad. Depende de mí, de mi alma, de mi estado de ánimo. Las aguas de mi interior hacen que el eco de lo sucedido tenga mayor o menor peso. Es así en la vida. Puede que mi intención fuera una determinada. Pero el efecto que causó lo que hice es impredecible. Resuena en el alma de otra persona con una fuerza que no imaginaba. El eco de mi voz puede producir dolor, rabia, paz, alegría. No sé muy bien lo que mis palabras despiertan, ni mis gritos, ni mis silencios. Crean una realidad nueva, algo escondida porque sucede en el interior de cada uno. Y esa realidad subjetiva, percibida, tiene una fuerza inaudita. Puedo intentar cambiar lo vivido. Puedo desearlo, pero ya no es posible. La piedra lanzada en las aguas tranquilas de un lago despierta ondas que atraviesan toda su extensión. No es controlable. Yo pude no haber lanzado la piedra. Sin juzgar la intención al hacerlo el efecto de la piedra deja un eco hondo en mi alma. Mi pasado con el tiempo pierde precisión, pero no deja de tener su peso. Y el eco que he guardado en la memoria afectiva es el que se impone con el paso de los años. La tristeza, la felicidad, el rencor, la alegría. Sentimientos que guardo dentro para no olvidarme. Ya no puedo volver otra vez a aquel momento. Es parte ya de mi vida. No hubo mala intención, ni siquiera quise provocar lo que luego fue. Pero la piedra no puede volver a la mano. Por eso importa tanto mirar hacia atrás para agradecer, no para llorar. Porque todo, bueno o malo, es motivo suficiente para mirar a Dios agradecido. Él sabe lo que hace con mi vida y lo que mis actos pueden provocar en otros. No por haber herido una vez con palabras estoy condenado a callar para siempre. No por haber sido impulsivo un día tengo que aguardar paciente ahora sin hacer nada. Aprendo de todo, pero no dejo de ser yo mismo y mirar hacia delante. Todo es susceptible de ser mejorado. Mi vida, mi alma, mi amor, mi entrega. Y también puede todo ir peor si no enmiendo el rumbo. Si me conformo con decir que no puedo hacer nada, que las cosas son así, que no voy a cambiar nunca. El conformismo mata la vida. Y el futuro es siempre una opción abierta ante mis ojos. Puedo ser mejor, puedo volver a empezar. Es lo que cree Dios al ver mi vida. Hoy escucho: «Arrancaré una rama del alto cedro y la plantaré. De sus ramas más altas arrancaré una tierna y la plantaré en la cima de un monte elevado; la plantaré en la montaña más alta de Israel; para que eche brotes y dé fruto y se haga un cedro noble. Anidarán en él aves de toda pluma, anidarán al abrigo de sus ramas». Dios cree en mí más que yo mismo. Sobre todo, en esos momentos en los que lamento mi pasado y no sé cómo volver a construir una casa desde los cimientos caídos. Cuando veo el desierto en mi vida y creo que no he hecho nada bien. No es verdad que no haya hecho nada bien. No todo lo hago mal. Y tampoco todo bien. La vida no es perfecta. Hay una mezcla de aciertos y desaciertos. Dios vuelve a creer en mí, corta una rama y la planta en la tierra, en lo alto de un monte, esperando. Y su espera da fruto. Como mi espera cuando decido que quiero empezar desde las cenizas. Desde los restos de mi vida consumida en la tierra. Miro hacia atrás conmovido y agradecido. Sueño con un futuro que aún no empieza. Mi presente es futuro y pasado al mismo tiempo. Sujeto por un hilo fino que es mi impulso tenaz por plasmar la vida con mi entrega.

Dicen que no hay peor mal que el aburrimiento. Por él entra el ocio y con él los vicios. Cuando parece que no tengo nada que hacer caigo en la desidia y con ella llegan otras tentaciones o dependencias. ¡Cuántas adicciones han surgido siendo víctima del aburrimiento! A veces surge el aburrimiento cuando no tengo nada que hacer y otras cuando lo que hago no me interesa mucho o no le doy valor ni importancia. Dejo de vivir la vida con ilusión, no me emociona nada de lo que emprendo, no tengo sueños que despierten mi alegría. Me ahogo en la tristeza. No me alegro por las pequeñas cosas de la vida. Y caigo en la pereza y en la desidia. Vivir sin desafíos y sin metas es sinónimo de vivir sin ilusión, sin ganas de luchar por la vida que se me abre ante los ojos. Cuando nada me enamora, cuando nada saca fuerzas de mi interior, acabo pensando: ¿Para qué voy a seguir luchando? Entonces decaigo y dejo de caminar siguiendo el rumbo marcado. Y dejo de hacer hoy lo que podría hacer. Lo pospongo, caigo en la procrastinación. Este pecado es tan común en el hombre de hoy que se deja llevar por el sentimiento del momento. Dejo para mañana lo que había pensado hacer hoy. Me gustaría vivir con paz e intensidad cada minuto de mi vida. Me gustaría disfrutar el presente sin agobiarme por el mañana. Sé que un día moriré, no importa cuándo, yo no lo controlo. Sólo Dios sabe cuándo me espera en su hogar definitivo. Lo que tengo claro es que la vida sólo se vive una vez. Y lo que hoy no haga nunca más lo volveré a hacer. Por eso, ¿a qué espero para vivir de verdad? Me gustan las palabras que San Juan XXIII escribe en su decálogo de la serenidad: «Sólo por hoy trataré de vivir exclusivamente el día, sin querer resolver el problema de mi vida todo de una vez. Sólo por hoy seré feliz en la certeza de que he sido creado para la felicidad, no sólo en el otro mundo, sino en este también. Sólo por hoy me adaptaré a las circunstancias, sin pretender que las circunstancias se adapten todas a mis deseos. Sólo por hoy creeré firmemente aunque las circunstancias demuestren lo contrario que la buena providencia de Dios se ocupa de mí como si nadie existiera en el mundo. Sólo por hoy no tendré temores. De manera particular no tendré miedo de gozar de lo que es bello y de creer en la bondad». Esa actitud positiva, esa mirada alegre sobre el presente, es la que me salva y me construye. Es la que evita que caiga en el desánimo y en la pereza. Miro las circunstancias que me toca vivir y sonrío. Quizás no sean ni peores ni mejores que las de ayer o las de mañana. Sé que son las de hoy y por eso las acepto como son y las enfrento. No me lamento por las oportunidades perdidas en un tiempo pasado que ya quedó atrás. No me quedo enganchado en el ayer llorando mi mala suerte. El momento actual, duro y exigente, es el que sacará la mejor versión de mí, esa verdad que tengo oculta bajo apariencias. Me hará mejor persona en el dolor. Y las heridas sufridas fortalecerán mi ánimo para no desanimarme nunca de nuevo. Por eso no creo en el aburrimiento en esta vida intensa y honda. No estoy dispuesto a vivir con aburrimiento, como si no tuviera nada que hacer. No acepto que el ocio se arrastre como una serpiente sigilosa en mi interior acabando con mi alegría y mis ganas de amar la vida hasta el extremo. No me conformo con lo que ya tengo en posesión, entre mis manos. Creo, eso sí, con una fe honda, que Dios va construyendo mi historia conmigo, de mi mano, no me suelta. No estoy destinado de forma irremisible a un futuro cierto. Dios sabe lo que me ocurrirá porque en Él no hay tiempo. Pero yo soy libre y sé que sólo puedo vivir el presente como una oportunidad única para sembrar en buena tierra las semillas de un mañana mejor. Por eso se acaban los temores en mi alma. Viviré con pasión las alegrías del momento sin temer perderlas un día. Estoy en las manos de Dios y sus caminos son incomprensibles cuando avanzo en medio del bosque. No sé dónde me llevan, pero no tengo miedo, porque Dios me quiere con locura. No pretendo saber mi futuro, mi mañana, ni siquiera intuirlo. No es posible. Voy a seguir luchando cada día sin desfallecer. Si no tengo nada que hacer me inventaré algo nuevo para seguir animado. Si veo que no me salen los proyectos buscaré nuevos caminos y enfrentaré nuevos desafíos. Si la soledad toca mi puerta y me hace daño no me dejaré engañar por su tacto suave y no perderé la alegría. Lucharé hasta dar la vida y nada temeré. Me gusta esa actitud positiva que siempre tuvieron los santos. Ellos sabían que no podían controlarlo todo y se dejaron llevar por ese amor en su pecho que los hizo aspirar a las alturas. No se acomodaron, nunca vivieron aburridos, no se desanimaron aunque enfrentaran las dificultades y vivieran cruces complicadas. No lo vieron nunca todo negro. Siempre vieron la luz al final del túnel. Y contagiaron ese optimismo lleno de fe y esperanza. Así quiero yo mirar la vida, sin miedo, sin angustia, sin aburrimiento, sin desánimo. Quiero construir un mundo mejor. Sé que está en mi mano cada día. Puedo hacerlo todo nuevo haciendo lo mismo pero de forma diferente.

La vida se juega en esos momentos en los que decido soñar y volar alto. Cuando las preocupaciones diarias dejan de ser un problema y se convierten en una oportunidad para vivir más a fondo. Cuando aparto con delicadeza la tristeza que me acaricia para que no se enturbie mi ánimo y sonrío. ¿Por qué a veces mi mirada me hace ver ofensas donde no hay nada? ¿Por qué me comparo tanto con los demás si lo único que consigo con ello es sufrir yo más? Abro un espacio en el cielo por el que puedan entrar la alegría, la luz de Dios y la esperanza en el ánimo. No permito que la soledad empañe el corazón, porque sé que nunca estoy solo, Jesús va conmigo. Confío en que la vida se juega en mi actitud de cada día, de cada hora, cuando decido echarme la vida al hombro y comenzar a caminar. Es ahora cuando elijo quién quiero ser y hasta dónde pretendo llegar con mi esfuerzo y la gracia de Dios. Quizás fracase en el intento pero lo habré dejado todo en el camino, no me habré guardado nada y no habré escatimado esfuerzos. Leía el otro día: «Estamos convencidos de que el tiempo es infinito y lo derrochamos sin medida; olvidamos el pasado, descuidamos el presente y tememos mirar y afrontar el futuro, y así se pasa la vida, y de repente un día te das cuenta de que no tienes nada, ni tiempo, ni futuro, ni siquiera presente, tan sólo un pasado que ya no puedes cambiar»[1]. No quiero vivir así, lamentando los días pasados, echando de menos el ayer dormido. El hombre que no aprende de su pasado nunca será sabio. El que olvida lo ocurrido no aprenderá de sus errores. Tengo que aceptar que no puedo cambiar lo que ya fue. Es pasado y por eso queda atrás. Pero sé que sí puedo construir un futuro diferente. «La única libertad está en poder elegir lo que quieres hacer, asumiendo siempre las consecuencias»[2]. Elijo con libertad lo que quiero ser y cómo quiero vivirlo. Elijo mi rostro, mi sonrisa, mis maneras. Elijo las palabras educadas, la sinceridad en los labios, la tranquilidad para enfrentar la vida. Elijo mis acciones haciéndome responsable de aquello por lo que opto, de aquello que descarto y dejo atrás. Por eso no me ofusco cuando no resulta todo como yo quiero. Asumo la posibilidad de dejar escapar las oportunidades. Y me levanto siempre de nuevo, sabiendo que el nuevo día es mío y yo soy su dueño. No tengo un tiempo infinito ante mis ojos, todo es finito en esta vida. Todo está limitado por el tiempo que se escapa y los días pasarán rápidamente ante mis ojos. Yo decido con qué hondura quiero vivir la vida. Puedo vegetar en la superficie de todo lo que me sucede. O puedo meditar en lo hondo de mi corazón cada acontecimiento que enfrento. Siempre puedo decidir lo que voy a hacer con cada hora. Opto por una manera sencilla de enfrentar los contratiempos. Y vivo feliz y alegre en medio de las tormentas y turbulencias de este tiempo que encaro. No tengo necesidad de que todo resulte como yo quiero. Tampoco me provoca ansiedad lo que aún desconozco. Abrazo la vida como es, en toda su belleza y descanso en su presencia que me invade. Llevo dibujada en la piel la marca de los hijos más amados por Dios. Él me quiere y no me va a dejar nunca solo. Yo quiero responderle con la misma moneda, con mi amor inmenso, aunque finito. Por eso le hablo a Dios como a un amigo, alguien que va a mi lado al que no es necesario explicárselo todo para que me entienda. Decía el P. Kentenich: «¿Entienden qué significa orar de forma personal? Yo considero que a Dios le gusta más eso que si se reza una docena de rosarios. Y tienen que grabárselo: si queremos pasar el día con Dios, tenemos que aprender a hablar personalmente con él. Y cuanto más espontáneo y auténtico sea, tanto mejor. Cuanto más desafectado y natural, tanto mejor. Es Dios mismo el que me inspira ese hablar en mi interior. No tengo que imitar cómo lo hace esta o aquella persona»[3]. Así es como quiero caminar con Dios, de su mano, amando de forma personal, contándole de forma auténtica todo lo que hay en mi corazón. No me escondo detrás de frases bonitas, de poesías llenas de hondura e imágenes. Le hablo con palabras claras y sencillas y le cuento todo lo que me sucede. Lo que siento, lo que temo, lo que amo, lo que sueño. Y Él me mira conmovido, me ama como soy y sonríe. Le gusta mi forma de hacer las cosas. Elijo a ese Dios tan grande que decidió hacerse niño para habitar en mis manos. Y sigo sus huellas aunque no entienda mucho. Sólo sé que una actitud positiva y alegre lo cambia todo. Dejo la envidia atrás. Y hago que mi egoísmo se convierta en entrega. Dejo a un lado los miedos y me visto de valentía. Y abrazo a Dios confiando que nunca va a salir mal nada de lo que emprenda a su lado. Permanezco fiel a las personas que me han confiado. No dudo de ellas incluso cuando he sido traicionado. Perdono las ofensas, porque guardar rencor me enferma y vuelve negra mi alma. Acepto los errores de los demás igual que asumo los míos. Puedo herir sin quererlo y puedo ser herido, pero el perdón es lo que siempre me salva.

Vivo desterrado en esta tierra que habito. Porque soy ciudadano del cielo. Tengo una sed infinita que no se sacia en el mundo. Hoy escucho: «Siempre tenemos confianza, aunque sabemos que, mientras vivimos en el cuerpo, estamos desterrados, lejos del Señor. Caminamos guiados por la fe, sin ver todavía. Estamos, pues, llenos de confianza y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor. Por eso procuramos agradarle, en el destierro o en la patria. Porque todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo, para recibir el premio o el castigo por lo que hayamos hecho en esta vida». Así es la vida en esta tierra: un vivir lejos del cielo con el que sueño. Porque estoy hecho para el paraíso. Y no se calma mi búsqueda hasta que lo encuentre a Él para siempre. Confío, eso no lo olvido. No dejo de confiar en ese camino trazado para mí. Tengo fe en ese Dios que me llama. En la vida puedo vivir quejándome de las experiencias difíciles. Puedo vivir lamentándome con lo que ya no puedo hacer. Puedo vivir con ansiedad por no llevar la vida que llevaba antes. Los cambios siempre incomodan e inquietan. Quiero vivir con fe y alegrándome con lo bueno que tengo. Quiero ver lo positivo en todo lo que me pasa. Confío aún estando lejos de la vida que sueño. Pero hago de mi camino una tierra en la que poder echar raíces. Estoy de paso y al mismo tiempo es este mi hogar. No me desentiendo de lo que aquí amo, de los que amo y me aman. No vivo caminando un palmo por encima del suelo. Sufro con los hombres que sufren. Lloro con los que lloran. No soy indiferente ante el dolor humano. Cargo sobre mis espaldas el peso del dolor de muchos, sólo el que puedo cargar. No doy por perdida ninguna batalla. No me desentiendo del presente que habito. Quiero que sea fecunda la semilla que siembro. Porque la vida son pocos años que pasan y dejan sólo un reguero que el tiempo difumina. Yo confío y mi mirada es alegre y plena. No la enturbian los agoreros que marcan un destino fatal para mis días. Ni aquellos que sólo saben ver la suciedad con sus ojos. No busco una perfección de paraíso sino que trato de hacer que lo imperfecto esté lleno de vida. Por eso hoy alabo a Dios como escucho en el salmo: «Es bueno dar gracias al Señor y tocar para tu nombre, oh Altísimo. Proclamar por la mañana tu misericordia y de noche tu fidelidad. El justo crecerá como una palmera, se alzará como un cedro del Líbano; plantado en la casa del Señor, crecerá en los atrios de nuestro Dios. En la vejez seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso, para proclamar que el Señor es justo, que en mi Roca no existe la maldad». Alabo a Dios que ha tenido misericordia y me ha mostrado su benevolencia. Esa mirada de Dios me levanta y sostiene. No vivo angustiado por las cosas que se me escapan de las manos. Nada es una certeza. Sólo puedo responder por el hoy que acaricio. Confío en un amor más grande que me sostiene en medio de mi camino. Me importa la meta. Pero más aún me importa vivir los días que tengo ante mí con el corazón arraigado en la tierra, en otros corazones. Estoy de paso y al mismo tiempo tengo un hogar aquí y ahora. Vivo en el mundo de hoy pero no dependo del mundo. Mi felicidad no depende del reconocimiento, del amor y admiración que reciba. No depende de que siempre reciba elogios y parabienes. Mi corazón está apegado al cielo al mismo tiempo. Decía Carl Gustav Jung: «La persona que no se apoya en Dios no puede, basándose en sus propios recursos, oponer resistencia a los halagos físicos y morales del mundo». El mundo puede ser muy tentador cuando vivo buscando el reconocimiento o esperando el aplauso y el voto favorable de los que veo a mi alrededor. Ese temor inconfesable por quedarme solo y no ser aceptado por el grupo, por la sociedad, por la masa. Ser del mundo y no serlo al mismo tiempo. Esa paradoja que vivo como cristiano. Echo raíces y vivo anclado. ¿Cómo se unen el cielo y la tierra? ¿Cómo se puede hacer compatible el acto de enterrarme y el de volar? Parece tan contradictorio echar el ancla y luego surcar los mares, mar adentro. Decía el P. Kentenich: «Nosotros tenemos que llegar a ser santos en el mundo y a través del mundo. ¿Cómo tenemos que concebir el mundo y las cosas del mundo? ¿Qué actitud tenemos que asumir ante esas cosas para llegar a ser santos? Primero, tenemos que ver y valorar correctamente las cosas terrenas; segundo, tenemos que disfrutarlas correctamente; tercero, tenemos que renunciar correctamente a ellas; y, cuarto, tenemos que dominarlas correctamente»[4]. Parece sencillo y no lo es. Puedo colocar lo que amo en el centro y no querer perder lo que hoy me da la paz y la seguridad. Mi posición en el entramado del mundo. Mi cargo y mi poder. Mis amores y mis seguridades. Veo todo como peldaños que me llevan al cielo, como alas que me permiten volar. Y si veo que me pesan demasiado las dejo caer, me desprendo, me libero. Esa actitud interior es la que importa. Me duele dejar atrás lo que amo. He dejado mi corazón como prenda. Pero no reemplazo a Dios por las cosas que amo, por el mundo en el que echo raíces.

Hoy Jesús me habla del reino de Dios en la tierra usando parábolas: «El Reino de Dios se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra la semilla en la tierra: que pasan las noches y los días, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece; y la tierra, por sí sola, va produciendo el fruto: primero los tallos, luego las espigas y después los granos en las espigas. Y cuando ya están maduros los granos, el hombre echa mano de la hoz, pues ha llegado el tiempo de la cosecha». El reino de Dios sucede a ritmo lento. Se impone sin violencia. Ocurre sin dolor. No necesita que yo haga algo y eso me desconcierta. Un reino que crece sin que yo tenga que romper la semilla para que muera y surja la planta. Ni tampoco necesito estirar el tallo para que crezca. Ni siquiera yo hago que crezcan las hojas. Menos aún soy responsable del fruto, ni de las flores. Es la paradoja de este reino de Jesús tan distinto al que conozco. Porque para mí los reinos de este mundo se buscan con pasión. Se conquistan con violencia e imposición. El que al final vence se impone y retiene así el poder. No para siempre, sólo por un tiempo. Porque una vez que lo posee toca defenderlo con todas las fuerzas. El nuevo rey, el poderoso, necesita rodearse de amigos fieles, sabiendo que muchos sólo lo buscan y pretenden por lo que posee y puede darles. Suceden así las traiciones, las confabulaciones, las conspiraciones. Unos tratando de conquistar el poder, otros tratando de no perderlo. Y el reino cae o se mantiene un tiempo determinado, nada es eterno en esta tierra. Y después de un rey derrocado, siempre viene otro y otros beneficiados en un reino concreto. Habrá reinos mejores, más justos, que cuiden más a sus vasallos y se comporten con honradez sin caer en la corrupción. Los habrá, aunque el poder tienta y la corrupción es algo que atrae al corazón humano. Habrá también otros reyes déspotas y violentos que se aprovechan del poder que tienen y se imponen con rabia sobre los que no tienen poder ni influencia. Todo reinado tiene su poder. Y el poder siempre despierta la atracción en el hombre. Atrae a todos, a débiles y a fuertes, a hombres inteligentes y a hombres necios. El poder es seductor. Es curioso, cualquiera desea tener una cuota mayor de poder. Poder hacer más cosas, lograr más metas, tener más dinero. El poder me permite llegar a muchos lugares y obtener lo que más deseo en el alma. Un cargo digno, una posición soñada. Busco esa fama y ese aplauso que parecen prometerme una felicidad eterna. Ansío un dinero que pueda utilizar para mi bien y el de los míos. Deseo esos bienes que me den seguridad y que nadie me pueda quitar. Y así va brotando el miedo, sí, el miedo a perder todo lo que poseo. La posibilidad de que un rey más poderoso rompa mis defensas y penetre atravesando mis puntos vulnerables y acceda al interior de mi hogar, de mi reino. Y desde ahí doblegue toda mi guardia, toda mi resistencia. Es así de sencillo. Los reinos de este mundo van y vienen. Caen y se levantan de nuevo. Hay reinos peores y reinos mejores. Algunos más largos y otros muy cortos, poco importa. Todos tienen rasgos similares, porque la naturaleza del hombre es una y no es original nada de lo que me sucede en el alma. Antes que a mí otros muchos han sufrido las mismas tentaciones e inclinaciones. Los reinos de este mundo no me interesan, no calman mi sed, no me hacen feliz. Por eso Jesús viene a establecer su reino. Y me dice de muchas formas que es un reino diferente, con otras categorías. Su reino se compara con la semilla que crece bajo la tierra. Primero algo tiene que morir para poder dar vida. Y de esa muerte, surge una planta que nace de la semilla. Nadie recuerda la semilla, ni conoce su forma, ni sabe cuáles eran sus características. La semilla no importa, es solo el germen primero, el inicio de todo. Y luego viene el reino. Son los tallos, las hojas y el fruto. Todo crece a un ritmo lento, impredecible, imperceptible. Brota desde lo hondo de la tierra. Nadie lo siente. Crece sin que yo lo vea y un día veo brotar un tallo sorprendiendo a mis ojos. Pienso en esa buganvilla muerta por la helada hace sólo unos meses. La di por muerta. No creía en el poder oculto de la vida bajo la tierra. Miro sorprendido cómo ahora ha surgido un tallo poderoso y hojas verdes llenas de vida. Sé que vendrán sus flores con color de sangre. Y así todo brota desde el misterio de la muerte. El reino de Jesús es un reino que no se puede ver, no se puede forzar, no se puede violentar. El reino de Dios es como mi buganvilla, es como las plantas del agricultor que sólo tiene que esperar para ver surgir la vida. Es tan distinto este reino a los reinos de este mundo. ¿Qué prefiero yo? Me gusta la rapidez y soy impaciente. Me gusta el poder tan atractivo que me promete una vida placentera y cómoda. Pero Dios me dice que su reino exige de mí mucha paciencia, mucha calma. Exige que duerma tranquilo haciendo lo que debo hacer. Que no me angustie pensando en el futuro. Que sepa que el reino brotará con calma, en el silencio de la noche, sin forzar la vida. Y yo sólo duermo después de sembrar la tierra, regar los surcos, apartar la maleza. Y de la nada brota la vida. De mi cuidado va naciendo un reino mientras yo duermo. Así de sencillo.    

El reino de Dios comienza desde lo pequeño. Su origen es insignificante, sin importancia. Es como la semilla de mostaza, la más pequeña de las semillas: «¿Con qué compararemos el Reino de Dios? ¿Con qué parábola lo podremos representar? Es como una semilla de mostaza que, cuando se siembra, es la más pequeña de las semillas; pero una vez sembrada, crece y se convierte en el mayor de los arbustos y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden anidar a su sombra». Lo compara con la semilla de la mostaza, la más pequeña de todas. Y de ella brota un árbol inmenso. Siempre me conmueve el poder de esta semilla insignificante. El origen en Dios siempre es pequeño. El comienzo de la Iglesia fue pequeño, unos hombres rudos y un hombre muerto en la cruz. Así ha seguido siendo a lo largo de su historia. El inicio pequeño de una semilla pequeña. A menudo me quejo de mi falta de formación, de mi carencia de medios para enfrentar la vida. Ninguna comunidad religiosa en la Iglesia ha desaparecido por falta de medios económicos. Y sí muchas han muerto por tener demasiados bienes y medios. La comodidad engendra el ocio y el ocio lleva a los vicios. Y entonces la planta muere porque ha dejado de mirar al cielo. Lo más pequeño puede ser el origen de lo más grande. Dios lo puede hacer posible. Eso es lo que me da paz. No necesita Jesús que sus apóstoles sean hombres poderosos en Jerusalén. No requiere personas muy formadas y doctas. Necesita sólo corazones dóciles, abiertos y generosos. Comenta S. Ignacio de Antioquía: «Lo que necesita el cristianismo, cuando es odiado por el mundo, no son palabras persuasivas, sino grandeza de alma». La grandeza de alma tiene que ver con esa semilla pequeña. Corazones grandes pero débiles. Sueños inmensos en cuerpos pequeños y frágiles. No importa porque Dios puede hacer crecer la vida desde la muerte y logra que de una semilla insignificante surja un árbol inmenso. En él anidarán los pájaros buscando sombra. No morirá este árbol frondoso con las heladas. Se mantendrá firme desafiando el tiempo. Un árbol sin miedo a ser destruido. Dará ramas fuertes. Y muchos encontrarán en él un descanso, un abrigo. Me gusta esa imagen. Sólo requiere Dios para empezar de nuevo el sí de una semilla insignificante. No importa que no tenga fuerza en apariencia. Su potencial es inmenso. Así es el reino que desestabiliza el poder humano y crea una estructura diferente. Es un reino que surge desde los pequeños, desde los sencillos, desde los que no buscan el poder humano y confían sólo en el poder de Dios. Los desechados por el mundo son importantes para Dios. Leía el otro día: «Junto a Jesús, los enfermos recuperan la salud, los poseídos por el demonio son rescatados de su mundo oscuro y tenebroso. Él los integra en una sociedad nueva, más sana y fraterna, mejor encaminada hacia la plenitud del reino de Dios»[5]. Es el suyo un reino que está sostenido por el amor fraterno. Ya no hay miedo a perder el poder y la hegemonía. Ya no teme el poderoso perder su lugar porque en ese reino cada uno ocupa con humildad el lugar que le corresponde y no ansía otros puestos mejores. En este reino todos son amados por su belleza, por su grandeza. No importa mi aspecto ni mi indignidad. Me siento amado por lo que soy, por Dios, por los hombres. No importa tampoco mi pecado, porque Dios construye sobre hombres frágiles que han caído más de una vez. Sólo importa la grandeza de mi alma. Que tenga un corazón grande que sepa amar con la medida de Dios. Esa forma de amar es la que merece la pena. Es un reino en el que todos caben. No hay diferencias. No hay rupturas. Dios los ama a todos. A los pequeños, a los débiles, a los pecadores. Y busca almas que estén dispuestas a dar la vida por amor. De ellos brotará un reino en el que todos tendrán paz y descanso. Esa forma de entender la vida me gusta. Un reino en el que el hombre encontrará su lugar. Sin prisas, sin pausa todo se irá desarrollando. A veces me parece que en mi mundo es más poderoso el mal que el bien, la injusticia que la justicia. Pero no son las categorías humanas las que lo mueven. Sólo Dios sabe cómo se va dando la trama. Sucede este reino en el corazón del hombre. Es difícil saber cuándo está creciendo. Porque se hace más fuerte desde la renuncia. Y en la forma de vencer las adversidades se hace más hondo. Es un reino tan distinto que me conmueve. Quiero dejarme hacer por esta nueva forma de entender la vida. Sólo con esta nueva mirada seré más feliz y pleno.

 

 



[1] Paloma Sánchez-Garnica, Mi recuerdo es más fuerte que tu olvido

[2] Paloma Sánchez-Garnica, Mi recuerdo es más fuerte que tu olvido

[3] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

[4] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

[5] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

Comentarios
Nombre:   Procedencia:
Comentario:
Código de seguridad:   captcha
Caracteres restantes: 1000