Homilía del padre Carlos Padilla - 13 de marzo de 2022

Viernes 11 de marzo de 2022 | Carlos Padilla

II Domingo Cuaresma

Génesis 15:5-12, 17-18; Filipenses 3:17--4:1; Lucas 9:28-36

«Tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar. Y sucedió que, mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó y sus vestidos eran de una blancura fulgurante»

13 marzo 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Orar es alabar con cantos que brotan del alma, con sonidos inefables Dios intenta tocar mi corazón. Orar es dejar que la Palabra de Dios penetre mis entrañas y me muestre su querer»

La cuaresma es un camino para que aprenda lo que olvido, para que sepa reconstruir lo caído y sane lo enfermo de mi alma. Es un tiempo especial de gracias para dejarme hacer por Dios. Y lo primero a lo que me invita hoy Jesús es a ser generoso, servicial, misericordioso: «Tú, en cambio, cuando des limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna quede en secreto; y tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará». Dar limosna es esencial. Lo primero que me viene a la cabeza son esas ocasiones en las que me piden que dé dinero, que me preocupe por el que no tiene, que dé al que le falta. Y pienso entonces en dar de lo que me sobra. Tengo en abundancia y puedo dar a los demás lo que a mí me sobra. La limosna cuesta siempre. Doy y espero que me agradezcan por mi generosidad. Es un pilar de mi vida. Es más amplio, mucho más, que dar solamente lo que me sobra. La actitud que me pide Jesús es la del buen samaritano. Es mirar al que está al borde del camino, mi camino. Allí tirado y desvalido. Hay muchas personas que sufren cerca de mí y no las veo, no me doy cuenta. Estoy demasiado pendiente de mis cosas, preocupado por mis planes, asegurando las riendas de mi futuro para que no se me escape la vida. Pienso en todo lo que podría hacer por los demás. La limosna es mucho más que esas monedas que tengo para dar. Es una actitud de vida, una forma de mirar al desvalido, al caído, al que está solo y abandonado. Tengo a muchas personas en mi vida que me necesitan. No piden nada, porque a veces el que más necesita es el que no me exige. Y me desgastan los que me reclaman sin necesitarlo tanto. Y yo voy haciendo caso a los reclamos sin mirar más allá del que llora ante mis ojos, grita en mis oídos y me reclama tirándome del brazo. Pero no veo al que permanece impasible, quieto y callado en soledad, silencioso. Paso delante de él sin ver su dolor, sin escuchar su llanto. O quizás me he inmunizado ante su dolor. Y ya no escucho el dolor de las víctimas, el llanto de los que han perdido injustamente seres queridos, el dolor por las pérdidas en una guerra injusta y sin un sentido. Tengo apagada la mirada y no veo al que sufre, herido, al borde de mi vida. No me detengo ante ese amigo olvidado, ese pariente al que ya no frecuento, ese conocido que no se atreve a acercarse. Tengo prisa. Prefiero que me pidan solo unas monedas. Que me reclamen sólo un poco de mi tiempo. Me cuesta más pensar en los que me piden mi tiempo, mi atención, mi cariño, mi vida. No quiero abrir la puerta de mi casa, de mi cuarto, de mi corazón. Apago el celular para que no insistan. Prefiero la comodidad de no ser exigido. Así comienza este tiempo de cuaresma. Diciéndome Jesús que dé limosna sin llamar la atención, sin que nadie sepa de mi generosidad, sin que conozcan cómo soy de servicial y atento con los míos. La limosna que más me cuesta dar es mi tiempo. Lo tengo para mis planes, para mis aficiones, para los míos, para mi trabajo que tanto necesito, para ganar mi gloria y mi fama. Pero el tiempo para darlo sin recibir nada me parece una pérdida de tiempo. La pandemia y la guerra me hacen pensar en los demás. Decía Mario Benedetti al hablar de lo que vendría después de la pandemia: «Seremos más generosos y mucho más comprometidos. Entenderemos lo frágil que significa estar vivos. Sudaremos empatía por quien está y quien se ha ido». No sé si será así. A veces lo dudo y pienso que el corazón quiere olvidar rápido y pasar página. Pero espero que en algo me esté cambiando para bien este tiempo doloroso que vivo. Por eso no me escondo, no me guardo al comenzar esta cuaresma. Quiero abrir mi alma y estar atento para escuchar las llamadas de los que me rodean. Son muchos y no me doy cuenta. Me siento egoísta. Como si mi vida fuera lo más importante que tengo ante mis ojos. Que mi mano derecha no sepa lo que hace mi izquierda. Que mi servicio no sea reconocido, alabado, agradecido. ¡Cuánto cuesta el anonimato cuando quiero hacer las cosas bien y pretendo dar hasta que duela! Una voz oculta en mi interior me dice: Grítalo. Y yo lo hago, para que sepan cómo soy. La cuaresma me invita a callar, a servir en silencio, a dar sin esperar recibir nada a cambio, ni siquiera las gracias. Es una invitación sutil, sin presión, para que este pilar de la mirada generosa del buen samaritano cambie mi vida y me haga mejor, más humano y más de Dios.

El segundo pilar de la cuaresma me invita a rezar más que nunca, con más intensidad. Y me pide que lo haga sin llamar la atención, con discreción, en el silencio: «Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora ante tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará». La oración nunca es una obligación sino más bien una necesidad. Así suele ser. Pero a menudo pienso que tengo que rezar, que debo hacerlo. Que si rezo Dios va a estar contento aplaudiendo por mi generosidad. Es como el diálogo con las personas a las que amo. No es una obligación. Es una necesidad para que la relación crezca y madure. Necesito hablar más con la persona amada. Entregarle la vida, darme por entero. Hacerlo con palabras siempre ayuda. Decir te quiero a quien amo no es obligatorio, pero ayuda. No es obligatorio contarle mis cosas a quien me ama y espera, si no lo hago tal vez no puedan exigírmelo, así como nunca puedo exigir la confianza. Pero si abro mi corazón y entrego lo que llevo dentro todo es más fácil, el amor se hace más hondo. Un amor en el que hay comunicación se mantiene vivo, fresco, crece. Lo mismo pasa con la oración. Rezar es un diálogo en el que escucho y hablo. Es una conversación en la que hago silencio para escuchar a Dios y le cuento todas mis penas, mis problemas, mis preocupaciones y doy gracias. Es el camino que quiero recorrer. Rezar con intensidad es tener a Dios presente todos los días de mi vida, en todo momento. Es esa presencia que no se va de mi alma. Y yo tampoco me alejo perdiéndome en el mundo. Estoy presente, captando la realidad y descubriendo la caricia de Dios en todo lo que vivo. Cuando la oración se vuelve necesaria en mi vida es cuando he hecho un gran avance. Cuando necesito guardar silencio y desconectar de todos esos ruidos que me quitan la paz. Orar es estar en silencio ante Dios, contemplando sus pasos en mi vida. Es mirar mi presente, mi pasado, buscando sus huellas. Orar es alabar con cantos que brotan del alma, con sonidos inefables Dios intenta tocar mi corazón. Orar es dejar que la Palabra de Dios penetre mis entrañas y me muestre su querer. En muchas ocasiones no sabré lo que Dios espera de mí. No sabré si lo estoy haciendo bien en los trabajos, en la familia, en mi vida personal. Tendré que tomar decisiones, tomar opciones, elegir. Lo haré bien o mal, depende. Nunca estaré totalmente seguro de si estoy en el camino que Dios desea. A veces sólo escucharé el silencio, y no habrá más señales. Y me quedaré contemplando la naturaleza pidiendo la paz. Porque rezar me da paz, me da alegría, calma mi stress, centra mis pasos. Jesús también necesitaba orar y me muestra el camino: «Sucedió que unos ocho días después de estas palabras, tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar». El Tabor se convierte en su monte, ese lugar en el que Dios está más cerca. Como cuando subo al monte donde está el Santuario de María y escucho la paz de la naturaleza, el silencio inmenso que me invade y calma. Orar es una necesidad, no es obligatorio. Como no es obligatorio ser generoso y magnánimo. En el amor no hay medida, tampoco en la oración. Nadie me dice cuánto hay que rezar. Cuando no rezo el alma se empobrece. Cuanto menos cuido la oración menos la necesito. Así como cuando menos hago deporte menos lo busco. El amor que no se cuida pide poco. Se va apagando en el silencio de la falta de diálogo y cuidado del amor. Santa Teresa pasó muchos años viviendo en la sequedad, lejos de Dios estando consagrada a Él: «Por no estar arrimada a esta fuerte columna de la Oración, pasé este mar tempestuoso casi veinte años con estas caídas». Se hallaba seca por dentro, sin una fuerte vida interior. Al comenzar la cuaresma me pregunto cómo es la salud de mi vida de oración. ¿Es intensa? ¿Agradezco a Dios por todo lo que tengo, por lo que me ha dado para vivir en su presencia? Agradecer es el fruto de un corazón unido a Jesús. Me gustaría caminar con Jesús durante esta cuaresma, de su mano. Caminar a su lado es rezar, buscarlo, descansar en su presencia. Es así como me gustaría vivir en estos días. Sin hacer ostentación. Orar en el silencio de mi cuarto, en lo oculto de mi corazón. no necesito contar todo lo que hago ni siquiera llevar cuentas. Ojalá pasara todo el día cerca de Dios buscando su silencio, su paz, su gracia. No está más contento Dios conmigo cuando le hago mucho caso. Él siempre espera a la puerta de mi corazón a que salga y vaya a buscarlo. Quisiera cuidar más esos lugares de oración en los que puedo descansar. Esa capilla que me invita a rezar, el santuario, esa ermita de María donde Ella me espera, mi santuario hogar, el santuario de mi corazón. La cuaresma es una invitación a ir al desierto y subir al monte. Buscar la soledad para estar conmigo mismo, con Dios, con María. En ese encuentro diario podré dejar que mi vida pase ante los ojos de Dios. Entregaré mis penas y dolores, mis miedos y mis angustias. Dios los tomará en sus manos y me librará de todo lo que me pesa y angustia. La cuaresma es dejar que su amor golpee mi puerta y me haga descansar. Su presencia me llenará de alegría.

El tercer pilar sobre el que puedo construir esta cuaresma tiene que ver con el ayuno. Me dice Jesús: «Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note, no la gente, sino tu Padre, que está en lo escondido; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará». El ayuno me duele. Es una palabra que pesa, cuesta, hiere. No quiero ayunar de nada porque todo lo que tengo me gusta, me alegra el alma. Y la renuncia es lo más extraño a mi vida, lo más ajeno. Estoy hecho para la abundancia. Casi que la opulencia es lo que desea el corazón. Quiero tener de todo, conseguirlo todo. La Iglesia me pide que ayune de lo que me sobra, de lo superfluo. Y el ayuno duele. Es una invitación a caminar más ligero. Siempre al hablar del ayuno pienso en la comida. Dejar de comer tanto. Y comer menos duele. Pero va mucho más allá. ¿Qué cosas llenan mi corazón y no me dejan caminar con libertad? ¿Dónde me pesa el alma? Puede que tenga adicciones que me quitan la paz y la libertad. Pienso en el uso de las redes sociales. En las lecturas que me obsesionan y no me hacen bien. En la búsqueda ávida por saciar mi vacío de cualquier forma, por cualquier medio. Ayunar de aquello que me hace mal es evidente. Es lo primero que se me pide. Para que así, libre de ataduras, me abra más a Dios. Pero hay todavía algo más. Puedo ayunar incluso de cosas que me hacen bien. Sólo por amor a las personas, por solidaridad con los que no tienen o lo están pasando mal en este tiempo. La renuncia es un bien que no se ve. Es algo oculto que construye. No quiero mostrar mi ayuno a nadie. Sucede en lo profundo de mi corazón. Y esa entrega silenciosa y generosa es la que va cambiando el mundo. Mis renuncias me hacen mejor persona y hacen que los que me rodean sean mejores también. Así es la renuncia y su valor oculto. Así es el ayuno que nadie ve, que va por dentro del alma. Cuando ayuno no me siento mejor que nadie. Estoy construyendo las bases de una gran catedral para Dios. Las piedras talladas con esfuerzo, con sudor, con lágrimas. Pero también me pide Dios otro tipo de ayuno: «El ayuno que yo quiero es éste: abrir las prisiones injustas, desatar las coyundas de los yugos, dejar libres a los oprimidos, romper todas las cadenas; partir tu pan con el que tiene hambre, dar hospedaje a los pobres que no tienen techo; cuando veas a alguien desnudo, cúbrelo, y no desprecies a tu semejante. Cuando destierres de ti los yugos, el gesto amenazante y las malas intenciones; cuando partas tu pan con el hambriento y sacies el estómago del indigente, entonces brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía. El Señor te dará reposo permanente, en el desierto saciará tu hambre, dará vigor a tus huesos, serás un huerto bien regado, un manantial de aguas cuya vena no se agota; reconstruirás viejas ruinas, levantarás cimientos de antaño, te llamarán Reparador de brechas, Restaurador de casas en ruinas» Isaías 58. Mi ayuno quiere construir un mundo nuevo, establecer relaciones sanas y verdaderas. Quiero ser un restaurador de casas en ruinas. Esa imagen me conmueve. Hay casas en ruinas a mi alrededor y quiero ayunar del mal para poder construir el bien. Ser solidario y acercarme al que más me necesita. Es el ayuno que quiere Dios de mí. Reparar las brechas abiertas en el alma de los que sufren. Con mi pobreza, con mi debilidad. El ayuno del odio, de las quejas, de la amargura, de la envidia y el egoísmo. El ayuno de todo aquello que convierte mi ambiente en un pantano en lugar de en un trozo de cielo. Quiero reparar lo que está roto y sanar las heridas de todos los que sufren. No podré hacerlo porque no tengo fuerzas. Pero quiero unir mi ayuno con esta actitud que construye un mundo mejor. Así es la vida del que sueña con las estrellas y no se conforma con arrastrarse por el mundo sobreviviendo. Mi ayuno es liberar el alma, eliminar las impurezas, limpiar lo que está sucio, salvar lo que está perdido. Me gusta esa misión que Dios me encomienda en esta cuaresma. Salir de mi mirada reducida y egoísta. Abrir las paredes que tratan de aprisionarme en un mundo muy pequeño. Dios quiere que salga de mi pobreza para construir una nueva ciudad. Y Él, como recompensa, va a llenar mi corazón de esperanza. Esa es la recompensa que me promete. No un premio por vivir a su lado. Sino simplemente una forma de entender la vida y de vivir junto a Él. Se llena mi corazón de alegría y dejo de vivir con miedo. El ayuno ya no es una palabra que me incomoda. Las grandes obras normalmente son las que no se ven. Las que suceden en el silencio de una vida entregada. Es lo importante, mi sí oculto y callado. Mi sí constante y sostenido en el tiempo. Ese sí es lo que espera de mí Dios en esta cuaresma. Quiere que vuelva a la simplicidad de la vida. Más silencio y menos ruidos. Más cosas importantes en mi día. Perder menos el tiempo. Amar más, de forma concreta, con detalles y palabras. Ser más paciente, más simple, menos enrollado, menos complicado a la hora de vivir las relaciones importantes en mi vida. Más misericordioso y menos crítico. Más alegre y menos triste. Quiere Dios que construya y no quiere que destruya nada con mi violencia, mi ira, mi rabia. Quiere que sea pacificador en este tiempo de guerras. Quiere que siembre esperanza ahora que abunda la desesperanza.

La cuaresma me lleva a sellar una alianza con Dios. Me encanta esa historia en la que Abrahán se enfrenta a sus temores y Dios sella una alianza con él regalándole la paz: «Y sacándole afuera, le dijo: - Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas. Y le dijo: - Así será tu descendencia. Y creyó él en Yahveh, el cual se lo reputó por justicia. Y le dijo: - Yo soy Yahveh que te saqué de Ur de los caldeos para darte esta tierra en propiedad. El dijo: - Mi Señor, Yahveh, ¿en qué conoceré que ha de ser mía? Y Dios le dijo: - Tráeme una novilla de tres años, una cabra de tres años, un carnero de tres años, una tórtola y un pichón. Tomó él todas estas cosas, y partiéndolas por medio, puso cada mitad enfrente de la otra. Y sucedió que estando ya el sol para ponerse, cayó sobre Abram un sopor, y de pronto le invadió un gran sobresalto. Y, puesto ya el sol, surgió en medio de densas tinieblas un horno humeante y una antorcha de fuego que pasó por entre aquellos animales partidos. Aquel día firmó Yahveh una alianza con Abram, diciendo: - A tu descendencia he dado esta tierra, desde el río de Egipto hasta el Río Grande, el río Éufrates». Dios le promete tres cosas a Abrahán. En primer lugar una descendencia incontable. Tantos hijos como estrellas. Luego tendrá uno y Dios le pedirá que se lo entregue. Me extraña esa petición de Dios. Él sólo quiere que Abrahán sea libre y le dé todo lo que hay en su corazón. La promesa se realizará a la manera de Dios no a la manera de los hombres. Él tendrá miedo pero confía. Dios no lo va a dejar solo, lo hará posible. Le promete que ese fuego estará siempre en medio de su noche cuando desconfíe por el frío. Aparecerá la hoguera de Dios en su alma y caldeará sus entrañas. Dios no lo va a dejar nunca. Esta promesa es la que me hace a mí cada cuaresma. Me dice que me va a acompañar desde el desierto para que su fuego me caliente el corazón y guíe mis pasos. Su promesa me da esperanza. Incluso cayendo dormido Dios no se olvidará de mí. Y por último me ha prometido una tierra, un lugar inmenso en el que habitar, una tierra que mana leche y miel. Una tierra sagrada en la que poder echar raíces. Y yo busco trozos de tierra en los que descansar. En los que echar raíces hondas. Pienso en las tierras en las que mi alma ha echado raíces. Pienso en la vida que no deja que me pierda. Me habita ese Dios que me ama y me recuerda que no puedo vivir de paso en ningún lugar. Que allí donde esté tengo que habitar. Que allí donde viva tengo que sentirme en casa, en mi hogar. ¿Dónde está mi hogar? ¿Dónde está la tierra en la que habito? No estoy de paso en ningún momento. Tengo una tierra esperándome cada mañana. No puedo vivir con miedo. Tierra, hijos, e intimidad. Un lugar donde sentirme dueño, en casa. Unos hijos a los que poder amar. Y una intimidad con Dios para no olvidar que su amor es el primero que me salva y levanta. La descendencia me da la paz de saber que no moriré del todo cuando muera. Y algo de mí quedará vivo después de haber partido. Tal vez es sentir que habrá servido de algo la vida vivida. Tener hijos es dejar algo de mí y justificar mi existencia y que la promesa que Dios me ha hecho sigue viva en los que amo. Seguir viviendo en los que heredan de mí es un regalo, es magia, es paz que Dios hace realidad en mí. Yo confío. La tierra me da la sensación de poder vivir feliz allí donde me encuentre sin querer estar en otra parte. Quiero aprender a no hacer tantos planes, soñando un futuro que tal vez nunca llegue. Viviendo el hoy como si fuera el último día de mi vida, algún día acertaré. Pero al menos la intensidad de mis pasos quedará grabada en el aire que respiro, en la tierra que habito. Es la certeza de no querer pasar de largo, sino detenerme a contemplar el presente que es tierra, hogar, casa. No quiero dejar de amar a los que encuentro porque en ellos descubro el sentido del rumbo que un día tomé. Y así se justifica que siga caminando. Que siga echando raíces, más lejos, más dentro del alma de los que viven conmigo. No hablo del mañana cuando me haya ido porque nadie sabe el día ni la hora. Sólo sé que el hoy es lo único que me tranquiliza. Y después de todo el fuego de Dios arde sobre todo lo que ofrezco ante Dios como sacrificio. Él sabe que mi vida a su lado merece la pena. Hoy he rezado: «Dios es mi luz y mi salvación, ¿a quién he de temer? Es el refugio de mi vida, ¿por quién he de temblar? Dice de ti mi corazón: - Busca su rostro. Sí, tu rostro busco: No me ocultes tu rostro. No me abandones, no me dejes, Dios de mi salvación». Esa promesa se hace vida cada día de mi camino. Él consigue que me sienta amado por Él, que note la ternura de su abrazo. Me perdona todos mis pecados. Se conmueve al ver mi llanto y mi dolor. No me abandona cuando mis pasos se tambalean. Confía en que podré hacer milagros con mi vida. Permanece junto a mí dándome vida, sosteniendo mis pasos, alegrando mi camino. Me gusta ese Dios personal que es fiel a sus promesas. Yo fallo y me dejo llevar por las tentaciones. Pierdo el rumbo y me apego de forma enfermiza a muchas esclavitudes. No logro salir de mi letargo. No venzo mi egoísmo. La pereza detiene mi audacia. Y sé que sólo volviendo a empezar podré llegar más lejos. Confío.

Jesús sube con sus discípulos al monte Tabor. No sube con todos. Elige a los más cercanos, Juan, Santiago y Pedro: «En aquel tiempo Jesús se llevó a Pedro, a Juan y a Santiago a lo alto de una montaña, para orar». Se lleva a sus amigos a rezar con Él. Subir a la montaña es un ejercicio que me ayuda a encontrarme con Dios. Subo al Santuario María camino al cielo en lo alto de un monte y me encuentro con Dios en el silencio. La naturaleza me ayuda a descansar en Él. Lo veo dibujado en el viento, en el frío, en el calor, en las aves que surcan los cielos, en lo más alto. Lo percibo en ese silencio lejos de la gente, donde casi puedo tocar el cielo con las manos. Lo percibo cuando callo y dejo atrás lo que me llena el alma de ruidos. Guardo silencio en la montaña. Me siento pequeño ante la inmensidad que me rodea. Hay otros montes frente a mí y la ciudad desparramada a mis pies. Un valle extenso que no alcanzan a ver mis ojos. El sol calienta más en lo alto del monte. Está más cerca. Y puedo adentrarme con facilidad dentro de mí. Porque en la montaña los problemas se vuelven más pequeños, casi desaparecen como esas minúsculas casas que veo desde lejos. Los tres discípulos siguen a Jesús y suben al Tabor. Es un monte precioso, con una vista increíble. Todo llano a su alrededor. Allí oran en silencio. Callan y entonces sucede el milagro: «Y sucedió que, mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante, y he aquí que conversaban con él dos hombres, que eran Moisés y Elías; los cuales aparecían en gloria, y hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén». Jesús en oración se reviste de blanco. Y brilla una luz que todo lo inunda. Tienen paz los tres discípulos que acompañan al maestro. Y lo escuchan hablar con los profetas. Moisés y Elías. En ellos representada toda la historia de Israel. Ellos no comprenden, pero el corazón se llena de luz. En ocasiones quisiera encontrar esa luz, ver el rostro de Dios aunque no entienda nada. Hoy le grito a Dios: «Señor, tu rostro busco: - No me ocultes tu rostro». Estos tres hombres tienen la suerte de contemplar la gloria de Dios y dejan de temblar. Es lo que hoy pido: «Dios es mi luz y mi salvación, ¿a quién he de temer?». Cuando Dios es mi luz verdaderamente dejo de tener miedo. Ya no temo, ya no me angustio. Dios me consuela y me da su paz. Es lo que sienten los discípulos, por eso exclaman: «Maestro, ¡qué bien estarnos aquí! Hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». El corazón desea que la felicidad sea eterna. Hay en mi vida momentos en los que siento que soy pleno. Tengo paz, una alegría serena, una calma infinita dentro del alma. Es como si el tiempo se detuviera y no quisiera que las horas corrieran. Son momentos de cielo en la tierra. Las personas hacen que esos momentos sean posible. También los lugares, pero sobre todo las personas con las que comparto esas circunstancias que tienen la semilla de eternidad en su seno. Pienso que el amor de los que amo hace que mis momentos sean especiales. Son recuerdos de Tabor. Cuando vuelvo a ellos en el corazón siento los mismos olores, los mismos sonidos y vuelven a resonar las mismas palabras de ese momento. Quisiera que duraran siempre y, cuando se han ido, me gusta volver a el pasado en el corazón para sacar del pozo del alma el agua que sacie mi fe. No quiero olvidarlos. Porque hay otros momentos de infierno en mi vida. Son cruces, dolores, pérdidas, fracasos, abandonos, desencuentros, guerras, momentos de soledad en los que no sentí el abrazo de quien me quería. Esos momentos no son de Tabor, son más bien de Calvario, quisiera olvidarlos. Por eso necesito el agua del Tabor para calmar la sed cuando note el dolor muy dentro y sienta que todo está mal. Por eso hoy me hace bien subir al monte Tabor con Jesús, para contemplar su gloria. E ingenuamente le pido que lo que siento sea eterno. Y Él me dice que no es posible. Que será así en el cielo y aquí en la tierra me queda caminar por los caminos llenos de esperanza, sin perder la fe. Eso es la cuaresma. La realidad diaria, el caminar de cada día rumbo al cielo de la Pascua. Las palabras del apóstol me dan ánimo: «Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas. Manteneos así firmes en el Señor». Estoy hecho para el cielo y por eso en ocasiones lo toco, lo acaricio y deseo que dure siempre. ¿Qué momentos de cielo guardo en el corazón? Yo puedo hacer que la vida de los que me rodean sea un Tabor o un Calvario. De mí depende, de mi actitud, de mi carácter, de mi docilidad, de mi alegría. Tengo una capacidad muy grande para construir cielos o infiernos con mis palabras, mis gestos o mis actos. No me doy cuenta y lo hago casi sin querer. Ojalá esta cuaresma me ayude a construir un tiempo de luz y de Pascua en mi vida. No quiero quedarme en el monte. Quiero bajar al corazón de mi hermano y caminar a su lado. Quiero ser servicial y comprensivo. Quiero sonreír y alegrarme siempre. Quiero ver lo positivo, lo bueno de cada hermano. Quiero ser capaz de llegar al que sufre y hacerlo sentir seguro, en casa. Quiero escuchar lo que ocurre en el corazón de mi prójimo. No quiero despreciar a nadie por sus ideas o por sus decisiones. Quiero animar a todos a volver a empezar después de una caída. Animarlos a ver la misericordia de Dios sanando sus corazones.

Y en medio de esa luz del Tabor los discípulos tienen miedo. Brotan las sombras y el corazón tiembla. Hasta que una voz calma todos sus temores: «Estaba diciendo estas cosas cuando se formó una nube y los cubrió con su sombra; y al entrar en la nube, se llenaron de temor. Y vino una voz desde la nube, que decía: - Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle. Y cuando la voz hubo sonado, se encontró Jesús solo. Ellos callaron y, por aquellos días, no dijeron a nadie nada de lo que habían visto». Jesús es el hijo amado del Padre. Los discípulos entienden que el cielo es la vocación que los espera. La cruz que Jesús les ha anunciado no puede quitarles la paz. Confían en Él, saben que el cielo es el destino de todos sus esfuerzos. Confían en ese amor de Dios que los conduce en medio del barro. En medio de las sombras, de la oscuridad de la nube. Ellos creen. La voz los anima, los levanta, los sostiene. La cruz no parece tan temible, por eso ahora confían. El hijo amado, el predilecto, el elegido. Ese es Jesús entre los discípulos. Ya no bajan igual del monte. Algo ha cambiado en lo más alto, cerca del cielo. Recuerdo esos momentos en mi vida después de los cuales nada volvía a ser igual. Algo cambiaba dentro del alma. Algo muy profundo. Una transformación que sucedía casi sin darme cuenta. Y entonces el cielo aparecía con más fuerza ante mí. Después del Tabor no tengo miedo. Y confío en su poder, en su presencia. Dios va a ir conmigo todos los días de mi vida. Esas palabras del cielo son como si Jesús me las dijera a mí. Soy un hijo predilecto de Dios. Soy su hijo, soy su elegido. Me gusta la predilección de Dios por mí. Me ha llamado porque me quiere y eso me basta. Es la certeza de saber que Jesús no me va a dejar nunca cuando la nube se cierna y me olvide de lo bueno que hay en mi vida, en mi historia. Es lo que me suele pasar. En los momentos de dolor nada me parece bien. No veo luz por ninguna parte. Y necesito que alguien me recuerde con una voz honda y segura que Dios me ama, porque yo no lo veo. Cuando pierdo a un ser querido, cuando fracaso en el sueño que había ido concibiendo en el corazón, cuando me siento solo y abandonado, juzgado y criticado por los hombres. En medio de esa nube de desolación quiero escuchar la voz de Dios clamando dentro de mí: «No temas, hijo, mío. No tengas miedo que yo estoy contigo. Te quiero más que a nadie en este mundo. Te he elegido, te he buscado, te he rescatado. Sé cómo eres. Conozco tu sed y tu hambre. He visto tus miedos y comprendo tus angustias. No tengas miedo que yo estoy contigo». Quisiera recordar siempre el amor de Dios para confiar, para saber que el cielo con su luz y su paz me espera al final del camino. Quisiera recordar siempre esas palabras que me llenan de seguridad. El amor de Dios es concreto. Se manifiesta en momentos de Tabor en los que toco el cielo. Desaparecen las prisas, las angustias, los miedos. Y reina esa mano que me sostiene haciéndome sentir su amor. El amor que fortalece mi ánimo. Me gusta vivir en el Tabor y luego bajar al valle. Después de haber tocado el cielo es más fácil enfrentar los problemas diarios. Los contratiempos, las dificultades. Lo que antes me parecía terrible, desde que he tocado el cielo tiene más sentido, está dentro de un plan de amor mucho más grande. Y es que cuando tomo distancia de los problemas estos se vuelven pequeños. Al menos dejo de agobiarme como antes lo hacía. Es lo que me ayuda subir al Tabor, tomar distancia, estar cerca del cielo y sentir esa voz de Dios que me recuerda que soy hijo, niño confiado en las manos de Dios. Esa experiencia es la que me salva cada mañana. Saberme amado por Dios. Cuando acaricio su presencia las cosas cambian y entonces dejo de tener miedo. Dios me recuerda que estoy hecho para el cielo aunque con frecuencia me ahogue en problemas pequeños e insignificantes. Dios me ayuda a tomar distancia y a confiar. El amor acaba siempre con el miedo. Saberme amado por Dios me eleva por encima de todas mis expectativas e inseguridades. Dios sale a mi encuentro a recordarme que soy suyo, que le pertenezco, que nada de lo que hago puede ofenderle. Me ama de forma incondicional. Y ese saberme amado me construye por dentro, me da seguridad y aumenta la paz del alma. Subir al Tabor es vivir la cuaresma cerca del Señor. El desierto y el monte me ayudan a buscarlo en la soledad. En su presencia me siento amado y descanso. Dios me salva de mis miedos y angustias. Me levanta desde mi baja autoestima, superando mis miedos y debilidades.

 

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