Homilía del padre Carlos Padilla - 16 de octubre de 2022

Domingo 16 de octubre de 2022 | Carlos Padilla

Domingo XXIX Tiempo Ordinario

Éxodo 17,8-13; 2 Timoteo 3,14–4,2; Lucas 18,1-8

«Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar»

16 octubre 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Me alegra mirar hacia el mañana sin miedo. Lo que venga será lo mejor. No calculo los días que me faltan para ser feliz. Lo soy ahora, en este instante. Mirando con paz la vida»

No me gusta ser vulnerable. No me agrada que los demás vean mis defectos y debilidades y me critiquen por ello. No me gusta depender, ser un necesitado que despierta compasión. No quiero ser la víctima de la película de mi vida y que los demás me miren conmovidos al ver mi dolor. No quiero que me compadezcan, quiero que me admiren, que me alaben, que me elogien, que me envidien. Es lo que en el fondo de mi alma deseo. No hay nada más ajeno a mis deseos que la opción de besar mis heridas y debilidades. No las quiero. ¿Qué podrá hacer Dios conmigo si sólo tengo carencias y son tan visibles mis torpezas? Me gustaría ser perfecto, valioso, único. Me gustaría que todo lo que hiciera estuviera bien hecho. ¿Cómo lograré estar siempre a la altura esperada? Es curioso que pueda ser mi debilidad reconocida la llave que abra todas las puertas. Al menos las puertas del corazón de Dios. Para ello debo detenerme en silencio a contemplar el motivo de mi desamparo. La razón de mi dolor más hondo. Cuando algo en mí está desordenado todo dentro de mi alma se desordena. Basta que algo esté mal para que yo en su conjunto esté en un mal momento. Y luego cuando consigo ordenar algo de mi vida todo se recompone mágicamente. Necesito volver los ojos hacia Jesús que me mira lleno de compasión. Como dice José Antonio Pagola: «A Jesús le importa el sufrimiento. Comparte la indefensión. La vulnerabilidad. La incertidumbre. Los riesgos. Conoce sus lágrimas. Habla en un lenguaje nuevo de la misericordia de Dios, pide que se haga justicia a los indefensos». Quiero reconocer mi debilidad manifiesta. Todos la ven. Soy yo el que no la veo, no consigo mirarme bien. Me gusta cómo se describe a sí mismo en una ocasión el P. Kentenich: «Mi salud, débil; mi manera de conducirme, torpe y desmañada, consecuencia de la educación y del nerviosismo; mis conocimientos, insignificantes, tanto en lo concerniente a mi formación general como clásica. En suma: carencia de las más necesarias condiciones naturales. Y para adquirir esos conocimientos me falta tiempo y oportunidad debido al cúmulo de trabajo»[1]. Quisiera mirar mi alma con libertad interior. Soy débil, estoy herido, hay desorden en mi alma, no lo tengo todo claro, las dudas me abruman. Y el tiempo, me falta tiempo para mejorar, para crecer, para madurar. Me gustaría tenerlo todo claro. Quisiera hacerlo todo bien. Pero fallo y no soy el que quisiera ser o el que podría llegar a ser si me dejara hacer por Dios. ¿Y si Dios necesitara de mis debilidades para cambiar este mundo, para hacerlo mejor? Pienso en mi herida de amor, en la carencia que me hace caminar incompleto. Una herida despierta el deseo de sanar. Una carencia hace crecer el ansia por llenar lo que está vacío. Si mi herida es de amor buscaré amar hasta el extremo. Mis carencias pueden convertirse en fuente de vida. Reconocerme débil, aceptar que otros me traten de acuerdo con mi fragilidad exige mucha humildad. Me cuesta, el orgullo es pesado y dicta sus normas. No quiero que me humillen y pisoteen. Quiero tener poder para demostrar al mundo cuánto valgo. ¡Qué frágil mi corazón tan necesitado de amor! Acepto que las cosas no son perfectas. Beso mis heridas y mis carencias. Le pido a Dios que me mire siempre con misericordia y que use mi amor, mi vida, mi voluntad. Que me utilice a su manera de acuerdo con mi pobreza. Sólo así Él me hará fecundo. Así ha sido con los santos. En su debilidad fueron fecundos, nunca desde su riqueza. No fueron tanto sus talentos los que despertaron vida, sino su fragilidad reconocida y entregada con sencillez a Dios. De esa forma se veía en su vasija de barro con más claridad el oro de Jesucristo. Al pensar en la vida de S. Francisco se me hace manifiesto. Él, humilde y pobre, dejó su ego a un lado y permitió que todo en su vida hablara de Dios. Cuando soy yo el que quiere hablar los demás no ven a Dios, me ven a mí. Cuando renuncio al honor y la gloria por Él, todo es más sencillo, más fácil. Las humillaciones que recibo me acercan más a Dios. Me hacen más fecundo porque me convierto en una vasija rota que deja caer el agua por el camino. Eso basta. Con que sea una vasija rota es suficiente. Mientras lo haga cada día con una sonrisa, caminando alegre. Esa actitud es la que me da paz.

¿Qué me pasa cuando no sé lo que me pasa? ¿Cómo puedo hacer para saber lo que me sucede cuando no entiendo lo que siento en mi interior? Los sentimientos van y vienen. El cansancio, el miedo, el dolor, la pena, la tristeza. Y con frecuencia no hay motivo para estar preocupado o triste. Porque hay muchas cosas que no puedo cambiar. No dependen de mí. Yo no me las invento. Están ahí, suceden sin que yo intervenga. ¿Por qué me afectan tanto las cosas? Si algo no está como a mí me gusta, me enojo. Si alguien no hace lo que yo esperaba, me frustro. Si las personas no reaccionan como yo deseo, me alejo. ¿De dónde viene la tristeza cuando no sé su origen? Me gustaría conocerme más en profundidad. Me gustaría saber por qué actúo de una determinada manera. Quisiera ser capaz de inventarme un mundo mejor. encontrarle el sentido a todo lo que me sucede. ¿Cómo hago para amar al que no me ama? ¿Cómo reacciono sonriendo cuando algo me duele? ¿Cómo consigo tener paciencia para soportar los contratiempos? ¿Cómo corrijo el rumbo de mi vida para que no vaya a la deriva? Necesitaré que haya personas cerca de mí que me enseñen a vivir. Sobre todo cuando me olvido y no tomo las decisiones correctas, las que me dan vida y serenidad. Necesito un hogar, una familia, amores humanos que me lleven al cielo. Porque es ahí, en la familia, donde aprendo a vivir. Decía el Papa Francisco en Amoris Laetitia: «En la familia: Aquí se aprende la paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso reiterado, y sobre todo el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de la propia vida». Un espacio sagrado de lazos humanos que me conducen al amor de Dios, que hacen presente en la tierra un pedazo del cielo. Ojalá fueran así mi hogar, mi familia, mi entorno. Ojalá pudiera hacer que todo a mi alrededor tuviera más paz. ¿Cómo cultivo la paciencia en lo que hago? ¿Cómo trato a mi hermano? El perdón, la humildad, la verdad, la alegría. Pienso en todo lo que me falta para ser feliz. ¿De qué depende mi felicidad? Quiero que todo funcione, que las cosas salgan bien, que me traten con respeto, que me tomen en cuenta, que me escuchen y valoren. Demasiadas condiciones para ser feliz. Y si no soy feliz todo lo demás se complica. Mi humor se echa a perder. Y mis ganas de darme se esfuman. ¿Cómo está mi capacidad para la renuncia? No me conozco del todo. Y como no sé cómo soy busco que los demás me lo digan, me afirmen, me apoyen, me enaltezcan. Y si no lo hacen, vivo frustrado, enfadado con este mundo que no es justo. El pasado pesa, más de lo que me quiero aceptar. Me pesan los días malos que se han ido. Y las heridas sufridas. Por eso marca el pasado todo mi presente y condiciona mi futuro. Como no puedo cambiarlo sólo puedo hacer una cosa, soltarlo. Dejar que se vaya y no vivir recordando todo lo que me duele, ¿de qué me sirve? Puedo cambiar lo que ha de venir. No estoy condicionado por lo vivido, por lo sufrido. Dios me quiere más de lo que me creo. Me quiere desde que me levanto, hasta que me acuesto. Haga lo que haga. Sólo tengo que lanzar al cielo como ofrenda mi vida como es. Con sus límites, con sus carencias. Y Dios lo recoge todo con alegría y me da a cambio su abrazo. Pensar así, creer en ese Dios, me llena de paz, me sana. ¿Por qué vivo con miedo? Ese miedo extraño a no avanzar. Y si no estoy haciendo lo que los demás esperan, me duele mucho, me angustia. No soporto las tensiones. Las peleas en las que yo no participo siquiera. No aguanto ver a alguien lleno de ira. No soporto las discusiones en las que lo único que se pretende es imponer una opinión por la fuerza, queriendo que se imponga el orgullo. Amo la verdad de las personas. Cuando se ve en sus ojos reflejada el alma. Cuando lo que dicen y hacen es coherente. ¿Cómo puedo hacer para ser yo siempre sincero? No quiero ocultar nada, aunque es cierto que nadie tiene derecho a saberlo todo de mí. No les interesa. Sólo Dios puede entrar hasta en los pliegues más ocultos de mi alma. Puede acariciar los secretos mejor guardados. Puede mirarme con una sonrisa en los labios al descubrir una belleza oculta que yo no conocía. No quiero gritar, prefiero el silencio y sonreír. Sí, aunque algunos se sientan defraudados, sonreír. Porque nunca cumpliré todas las expectativas, las que otros me ponen, las que yo mismo me impongo. Me alegra mirar hacia el mañana sin miedo. Lo que venga será lo mejor, no lo dudo. No calculo los días que me faltan para ser feliz. Lo soy ahora, en este instante. Mirando con paz la vida. Sé que los presentes que no aproveche serán pronto pasado. Agradezco la ilusión de los que sueñan. Me conmueve el dolor de los que lloran. Me alegro con los que ríen, su risa es contagiosa. No espero siempre que me tomen en cuenta. No quiero que mis sueños se apaguen por no haberlos cuidado. No me da miedo la vida que corre por mis venas. Algún día, mañana tal vez, volveré a empezar y todo tendrá sentido. Acaricio el silencio de los que han perdido. Y siento que la vida es corta, para todo lo que podría hacer si me pusiera manos a la obra. No pierdo el tiempo enredado en mis sentimientos. Los aparto con calma, sonrío. Y vuelvo a sentirme querido por Dios, por los hombres.

Me gustaría tener siempre mi lugar, encontrar un hogar, un espacio en el que poder ser yo mismo. Me gustaría pertenecer a ese sitio en el que me encuentro, formar parte de la vida de quien me ama, sentir que tengo un nido en el que poder tomar aliento y cargar el alma. Sé que lo más increíble del amor verdadero es que me permite ser como soy sin exigirme ser diferente. Me acepta, me abraza, me enaltece, me redescubre cada día y piensa que soy la persona más bella, única. Es ese amor que busco un amor maduro que acepta y acoge sin querer que cambie la persona amada, aunque no todo lo que haga lo haga bien. Debe ser difícil ese amor que busco. Difícil amar así y ser hogar para alguien al menos, alguien que busca casa, raíces, cobijo. Veo a mi alrededor a tanta gente sin hogar y me conmuevo. ¿Acaso no es capaz el hombre de hoy de crear hogares sanos? ¿Es que no hay familias que puedan ser hogar para sus hijos? ¿Qué corazones estamos formando? Tiemblo. Tanta gente grita, hiere, ataca porque no pertenece a ningún lugar, a ninguna persona, a ninguna tierra. Y en esa herida dolorosa que sufren, acariciando con amargura la injusticia, se rebelan siendo ellos agresivos, violentos, o iracundos. Queriendo ser amados, odian. Queriendo ser acogidos, insultan, ofenden, alejan fuera de su cercanía a los que desean que los amen. ¡Qué difícil resulta crear hogares sanos! Incluso teniendo familia o casa falta esa experiencia de hogar. Decía el P. Kentenich: «Cuando el instinto de hogar no es satisfecho, ni respondido en forma suficiente, tanto en este como en el mundo sobrenatural, crece la angustia, el descobijamiento y la inseguridad»[2]. Por eso hay tantas personas con angustia, con inseguridad, con ansiedad que se convierten en fermento de desunión, de conflictos. No son capaces de encontrar un lugar en su vida donde puedan descansar y ser ellos mismos. ¿Cómo hago para encontrar un hogar en el que poder ser yo mismo? ¿Lo he vivido alguna vez? ¿He sentido de niño que estaba feliz donde estaba? ¿He encontrado a alguien de quien pueda afirmar que estando a su lado no necesito estar en ninguna otra parte? ¿Hay personas que son hogar en mi vida? ¿Y yo soy hogar para otros? No lo sé, no es tan sencillo. Vivir con personas que me hagan sentirme en casa es un deseo profundo del alma en busca de un sentido. Pertenecer a alguien que no vaya a cuestionar nunca la mutua pertenencia es la esencia de la vida. En ocasiones no sucede esto, ni siquiera en la vida matrimonial. En mi familia no encuentro mi lugar, no pertenezco, quiero volar lejos. Sé que vivir con alguien no me asegura tener un hogar espiritual. Igual que ser padre biológico no me convierte de forma mágica en padre espiritual. Llevo dentro el anhelo de sembrar hogares a mi paso. Formar esos lugares donde muchos puedan encontrar su hogar y echar raíces. Para eso es fundamental que yo tenga mi hogar y esté tranquilo. Aquí en esta tierra, o en el corazón de Dios. Si logro vivir realmente anclado en Dios en todo momento estaré lleno de paz. No me alteraré con las complicaciones de la vida. No perderé la alegría al enfrentar los problemas diarios que me agotan. Miraré al cielo y confiaré en sus tiempos. Él lo sabe todo, se trata de su reino, ¿por qué me inquieto? Mi hogar definitivo está en lo alto. Allí junto a Dios, junto a María, puedo descansar, sentirme en paz, encontrar mi hogar verdadero, en lo más hondo. Si tengo paz haré que mis relaciones sean sanas, estén en armonía, y no viviré exigiendo nada. Quizás la raíz de la felicidad sea tener bajas expectativas sobre los demás. Cuanto menos les exija, menos sufriré cuando no reciba. No viviré demandando, sino dando amor. No viviré exigiendo, sino aceptando las diferencias. Sé que si no tengo paz viviré en guerra con el mundo, con los que me rodean. Me gustaría pensar que cualquiera que se encuentre conmigo pueda decir que se siente acogido, respetado, amado, sin exigencias, sin quejas. No siempre es posible. Yo no lo hago todo bien. Me cansa vivir dando y quiero que me cuiden, me quieran, se preocupen por mí. Me canso y dejo de ser hogar. O puede ser que los demás a lo mejor no me perciban como un mar en calma, como un remanso en el que descansar tranquilos. Decía el P. Kentenich: «Hogar es aquella porción de nuestro ámbito vital físico, afectivo y espiritual en el cual recibimos y damos cobijamiento; el cual, a la vez, es para nosotros símbolo del cobijamiento en Dios»[3]. Una definición popular afirma: «Donde hay amor, hay hogar». Donde amo y me siento amado allí está mi hogar. Si no me siento bien en casa buscaré fuera mi hogar, mis raíces, mi terruño. Viviré gritando al mundo buscando a quién pertenecer. Si no lo encuentro en las personas con las que comparto la vida, buscaré otro espacio donde pueda sentirme querido. No es tan sencillo ser hogar, dar hogar, construir un hogar. Ojalá la Iglesia, yo mismo, fuera un hogar para el que está solo.

En las batallas necesito confiar. Dios no me deja, me salva. Sólo quiere que yo esté con la mano alzada como hoy Moisés: «Escoge unos cuantos hombres, haz una salida y ataca a Amalec. Mañana yo estaré en pie en la cima del monte, con el bastón de Dios en la mano». En lo alto del monte vislumbra la batalla y permanece fiel: «Mientras Moisés tenía en alto las manos, vencía Israel; mientras las tenía bajadas, vencía Amalec. Y, como le pesaban los brazos, sus compañeros tomaron una piedra y se la pusieron debajo, para que se sentase; mientras, Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado. Así resistieron en alto sus brazos hasta la puesta del sol. Josué derrotó a Amalec y a su pueblo, a filo de espada». Si mantenía el brazo en alto, vencía. Al principio podía él solo. Con el paso del tiempo le colocaron una piedra. Y luego lo ayudaron sujetando sus brazos. Me pareció que así podría ser mi vida. Si me mantengo con los brazos en alto alabando, dando gracias, orando. Si persevero, Dios vence. Quisiera ser fiel en todo lo que me propongo. Como Moisés que se mantiene firme para que no pierda Josué en la batalla. Es en el campo de batalla donde sucede todo. Pero alguien está detrás orando, manteniéndose fiel. No lucha en apariencia, pero su batalla es ardua. Uno a veces valora más al que se le ve luchar, no al que está detrás en la sombra manteniendo el espíritu. Dios elige a sus mejores soldados para sus batallas más difíciles. ¡Cuántas veces lo he escuchado! También me han dicho que no elige para esas batallas a los más capacitados, sino que capacita a los elegidos. Eso también me da paz al pensar en mi poca capacidad y sentir que si no es Él el que me capacita poco podré hacer. Me gustaría luchar más, vencer más, dar más. Me siento como Moisés mirando la batalla y sabiendo cuál es mi lucha. No es a lo mejor la más espectacular. Me toca estar en un segundo plano, más oculto. Pero de mi fidelidad dependen muchas cosas. Pienso en las batallas de mi vida. En algunas estoy en pleno campo de batalla, como Josué. Justo en el frente, tratando de vencer al enemigo. En otras batallas estoy como Moisés, mirando, observando y siendo fiel en mi oración para que la batalla se incline de nuestro lado. No son fáciles las batallas. Las peores son las que suceden en mi corazón. Decía Santa Teresa: «No acabaríamos de esta batalla interior, y tanto lo que pone el demonio y el mundo y nuestra sensualidad para hacernos torcer la razón». Es la batalla más dura. La que libro contra mis enemigos del alma. Contra el mal que me tienta y fuerza. Son las peores tormentas, las que suceden en mi corazón. En esas batallas me siento débil, frágil. quisiera vencer a mi enemigo. Vencer contra el que me esclaviza. No sé cómo hacerlo porque yo mismo me acabo creyendo mis propias mentiras. Me justifico, me defiendo, me invento realidades que no existen. Y pierdo la batalla una y otra vez dejándome llevar. Me gustaría tener más defensas, más ejército, más fuerza interior. ¿Dónde está mi fuerza de voluntad? No la encuentro. Quiero hacer el bien y hago el mal. Quiero decir la verdad, y engaño. Quiero vivir plenamente mi ideal y me dejo llevar por lo que más detesto. Pierdo esa batalla que sucede en mi corazón. Por eso necesito hacer lo que hoy rezo en el salmo: «Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra. Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra. No permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme; no duerme ni reposa el guardián de Israel. El Señor te guarda a su sombra, está a tu derecha; de día el sol no te hará daño, ni la luna de noche. El Señor te guarda de todo mal, él guarda tu alma; el Señor guarda tus entradas y salidas, ahora y por siempre». Me gusta esa mirada de Dios sobre mí. Me guarda, me vigila, me custodia, me sostiene. Es mi columna en medio de las dificultades. Es mi mar en calma en medio del mar embravecido. Es mi consuelo en mis lágrimas desconsoladas. Hay muchas batallas en mi vida. No en todas venzo, en muchas caigo, de otras huyo, me escondo, no enfrento los problemas. En ocasiones me dejo llevar por el desánimo y huyo. No me enfrento a las cosas difíciles. Acepto la realidad que me rodea. Sé que la batalla de la vida diaria es la que quiero lidiar. No estoy preparado, nunca lo estoy, pero no me importa. Dios es bueno y me vigila, me guarda, me sostiene, me ayuda. Y me da su fuerza para mantener los brazos en alto buscando su poder, como Moisés. Cuando decaen mis brazos, pierdo la batalla. Cuando me mantengo firme, comienzo a vencer en la batalla. ¿Cuáles son las batallas más difíciles que tengo ante mis ojos? ¿Cuáles son los ámbitos de mi vida donde me siento más desvalidos, más solo, más pobre? La vida es larga y dura. Hay muchos motivos para perder la fuerza. Me cuesta confiar en el poder de Dios. He puesto mi confianza en mis fuerzas interiores. Pero no siempre bastan para vencer. Necesito su fuerza. Hay batallas que no necesito enfrentar, o puedo lucharlas más tarde, no importan tanto. No me desgasto luchando todas las batallas. Pero quiero confiar. No me engaño a mí mismo. La batalla siempre es desigual. No tengo ese poder, no puedo hacerlo todo solo. Necesito que alguien me apoye, me sostenga, me aliente. La guerra final ya la ha vencido Jesús. Eso me da paz. Las batallas pequeñas son las que me confía. Me deja en medio de la lucha para que ponga todo de mi parte. Pero me pide que no deje nunca de alzar las manos al cielo, que no deje de mirar a ese Dios que me guarda y sostiene. La batalla es cruenta. Parece que el mal es mucho más fuerte que el poco bien que yo hago. Confío en el poder de Dios. Sé que su amor es mucho más grande y poderoso que el odio.

Quero rezar de forma constante, sin desfallecer. Es lo mismo que me pide Jesús: «Jesús decía a sus discípulos una parábola para enseñarles que es necesario orar siempre, sin desfallecer». ¿Cómo se puede orar todo el día sin desfallecer? ¿Es eso posible? Rezo de vez en cuando. Al comenzar el día, al acabarlo. Y durante todo el día, ¿no rezo? Me cuesta estar atento a Dios, pensar en Jesús, dirigirme a María. En el Peregrino ruso el protagonista quería aprender a rezar todo el día. Y comentaba: «Me he encontrado con muchas personas que prácticamente, sin instrucción alguna y sin siquiera saber qué es la atención, ofrecían continuamente con sus labios la oración a Jesús. Y han alcanzado tal estadio, que sus labios y su lengua eran incapaces de dejar la oración. Lo cual les ha proporcionado felicidad y luz, transformándolos en verdaderos atletas del espíritu y campeones de la virtud. Ella les aportaba dicha e iluminación, y de gente débil y negligente hacía campeones de virtud»[4]. Me gusta esa oración repetitiva del nombre de Jesús: «Ten misericordia de mí, que soy un pecador». Esa oración repetida como un mantra. Como la oración del ave María desgranada en el rosario mientras uno sigue haciendo las cosas normales de cada día. El trabajo, la vida, las preocupaciones. Me da miedo olvidar a Dios en medio de mis quehaceres. Pero ¿cómo consigo que Dios, Jesús, estén presentes en mi camino de forma constante? El peregrino ruso comentaba: «Todo mi anhelo era dedicarme constantemente a la oración. Si me encontraba con alguna persona no sentía ningún deseo de entretenerme con ella, aun cuando sentía un afecto tan grande, como si todos fueran de mi familia. Los apetitos de la sensualidad desaparecieron sin que yo necesitase esforzarme para apartarme de ellos; solamente me ocupaba de mi oración, que mi espíritu comenzaba a sentir y mi corazón acompañaba con suave calor»[5]. Me duele sentir que el mundo me saca de mi interior. Vivo desparramado en las cosas que me rodean. Demasiado apegado a todo, a todos. Y así no logro navegar en mi alma, ni centrarme en mi interior. Me gustaría sentir que la repetición de una oración breve, de un ave María, logra que haya silencio en mi alma. Es la oración constante que anhelo. El rosario es esa oración que me ayuda a centrarme en Dios, haciendo silencio. La repetición de una frase: «Ten misericordia de mí, que soy un pecador». Me da paz, me ayuda, me centra. Repito en mi interior un ave María y quiero que Dios se quede conmigo. Es la oración constante. La oración del corazón. Es el silencio que deseo. El silencio del amado que descansa en paz junto a su amada. Me gustaría vivir siempre así, en oración confiada. Tocando la presencia de Dios en mi alma. Sin miedo, confiando. Pienso en esas palabras que me acercan a Dios. Busco mi frase preferida. En el nombre de Jesús o en el de María que puedo repetir mil veces sin cansarme. Esa es la oración constante de Jesús. Es la perseverancia que quiero vivir. «Para orar, ni la postura ni las fórmulas verbales son esenciales, pero sí lo es la perseverancia»[6]. No deseo que el mundo me tiente y me saque de mi centro. Quiero ser fiel en mi oración constante. Jesús puede colocarse en el centro de mi corazón y eso me da paz. Su presencia la invoco con palabras sencillas. Una y otra vez la misma oración, el mismo canto, la misma frase repetida una y otra vez. Confío en su presencia en mi corazón. Mi jaculatoria repetida me lleva a tocar a Dios en todo lo que hago. No dejo de rezar, de meditar, de confiar. Quiero mantener vivo mi amor a Dios, por eso no dejo de estar en diálogo profundo. Leía el otro día: «La ilusión es lo que da sentido a todo, según mi concepto de la vida. Si no tengo ilusión, muy difícilmente voy a perseverar y, por tanto, muy difícilmente voy a conseguir nada»[7]. Cuido mi ilusión repitiendo el nombre del Señor para que camine conmigo. No me desespero, no abandono. La ilusión por mejorar, por crecer, por avanzar en esta vida. Me gusta ese espíritu, ese ánimo valiente que no me deja acostumbrarme y quedarme quieto sin hacer nada. Jesús viene a mí a encender el fuego en mi corazón. Quiere que esté despierto, velando en oración, pidiendo la presencia constante de Dios en mi alma. Así es el amor de Dios que me cuida cada día, todo el día, sin descanso. Quiero mirar a Jesús a los ojos y pedirle que se quede a mi lado, dentro de mí.

Jesús me cuenta en una parábola cuál es el fruto de mi oración. Y me habla de esa viuda importuna que vuelve una y otra vez a pedir justicia: «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En aquella ciudad había una viuda que solía ir a decirle: - Hazme justicia frente a mi adversario. Por algún tiempo se estuvo negando, pero después se dijo a sí mismo: - Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está molestando, le voy a hacer justicia, no sea que siga viniendo a cada momento a importunarme». El juez era malo y se enfadaba con esa viuda. Y al final hacía lo que ella quería. Pedía justicia. El juez cede sólo para que esa mujer deje de importunarlo. Dios es bueno. Entonces con mayor razón escuchará mi oración: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?». Decía Santa Teresita hablando del poder de Dios: «¡Qué grande es el poder de la oración! Se diría que es una reina que tiene en todo momento libre acceso ante el rey y puede obtener de él todo lo que le pide»[8]. Dios escucha. Atiende mi súplica. Se abaja a la altura de mis ojos para decirme que me ama. ¿Cumplirá todo lo que le pido? No lo hará a mi manera, en mis tiempos, como yo quiero. Por eso no quiero que me suceda lo que comentaba el P. Kentenich: «No queremos contarnos entre aquellos que en la oración saben decir mucho sobre la entrega total, pero que juntan todos los caballos del mundo para hacer retroceder el carro cuando Dios comienza a tomar en serio nuestra oración, y hace con nosotros lo que quiere»[9]. Como dice un dicho popular, el papel lo aguanta todo. Puedo escribir cualquier cosa en mi oración. Puedo pronunciar en alto declaraciones poderosas. Puedo decir que lo entrego todo. Pero luego el miedo a perder, a morir, a dejar de disfrutar de lo que tanto me gusta, me asusta. Y trato de retener las riendas de mi caballo para que vaya donde yo quiero. Intento manipular el futuro para que sea el que a mí me gusta. Dibujo mi plan de vida pidiéndole a Dios que lo haga realidad. ¿Será así? ¿Me hará caso? Tengo miedo de no escuchar su voz. Me asusta que la vida siga otro rumbo diferente al que yo deseo. No puedo controlarlo todo, lo compruebo cada día que amanece. No soy dueño de mi vida, ni de mi destino. No puedo añadirle un solo día a mi caminar en la tierra. Quisiera tener más fe. Creer en el amor de Dios que conduce mis pasos. Dios me escucha, sabe mejor que yo lo que conviene. Ha escuchado mi gemido. Ha visto mis lágrimas. Me hará justicia, eso lo sé. Me salvará cuando llegue el momento. Pero sé también que los milagros no suceden cuando yo los quiero, o a mi manera. Me tocará tomar la cruz en mis brazos y cargar con ella. No entenderé muchas de las cosas que me sucedan. No me parecerán fáciles esas respuestas que escucho. Y aun así no dejaré de orar, de pedir, de gritarle a Dios para que me oiga. Le cuento lo que me falta. Busco en mi corazón lo que necesito. Sé que Él ya lo sabe todo, pero no me canso de contarle lo que ya sabe. Él me dará lo que me conviene. Me hablará al corazón y consolará mi alma cuando viva el dolor y el desconsuelo. Y lo que me conviene a la larga no suele ser a menudo lo que me agrada en el presente. Quisiera conservar lo que ahora me hace feliz. Quisiera tener más de lo que poseo. Vivir mejor de como ahora vivo. ¿Qué es lo que le conviene a mi corazón? En realidad, cuando vivo en oración constante con el Señor, descubro lo que muy a menudo me conviene. Aunque hay cosas que no son buenas de ninguna manera. Nunca serán un bien en mi vida. La pérdida de lo que amo y me conviene deja un vacío en el corazón. No me conviene pero Dios no lo detiene. No hace el milagro. No salva al que está enfermo. El alma se rebela. Suplico entonces que Dios me regala ese contento que puede venir sólo del cielo. Un contento como una gracia que se derrama calmando mi sed, llenando mi vacío. Dios no quiere nunca el mal en mi vida. Pero no lo impide. No actúa como a mí me gustaría que lo hiciera. Se lo suplico, no me callo. Pero también acepto que pueda suceder justo lo que más temo. Necesito más fe, más paz en el alma para aceptar lo que ocurra con paz en el corazón.



[1] Amelia Noguera, Escrita en tu nombre

[2] J. Kentenich, Que surja el hombre nuevo.

[3] J. Kentenich, Desafíos de Nuestro Tiempo, Pag 147

[4] Anónimo. El peregrino ruso

[5] Anónimo. El peregrino ruso

[6] Walter ciszek, Caminando por valles oscuros.

[7] Toni Nadal Homar, Todo se puede entrenar

[8] Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma

[9] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador de Peter Locher, Jonathan Niehaus

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