Homilía del padre Carlos Padilla - 17 de mayo de 2020

Domingo 17 de mayo de 2020 | Carlos Padilla

VI Domingo de Pascua

Hechos 8:5-8, 14-17; I Pedro 3:15-18; Juan 14:15-21

«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama»

17 mayo 2020 P. Carlos Padilla Esteban

«María cuida lo que ha sido consagrado en sus manos. No espera nada a cambio de lo que entrega. Renuncia por amor. Es el amor más asimétrico que se conoce. Nadie me ha amado nunca como Ella»

Me gusta mirar a María y detenerme ante su imagen en el Santuario. Mirar por los ojos del P. Kentenich. Soy hijo de una mirada, de una vida, de una experiencia. Veo que María, delante de mí, antes que cualquier otra cosa, es Madre. Quiero que me guarde como la pupila de sus ojos, como lo más querido. Hago mías las palabras de esa oración que rezaba el mismo Padre: «Dios te salve, María, por tu pureza, conserva puros mi cuerpo y mi alma. Ábreme ampliamente tu corazón y el corazón de tu Hijo; dame almas, confíame a las personas y todo lo demás tómalo para ti». María lo había rescatado de su enfermedad, de su locura, de su abandono. Cuando no tenía nada más donde sostener sus pasos. Cuando ya todo estaba perdido. En ese momento de desesperación apareció como Madre. Su madre salvando a su hijo. El rostro de una madre es el primer rostro que él guardó en su corazón. Estaban allí su madre Catalina, su abuela, su misma prima. Esas mujeres que fueron madres para él. Y luego, en la soledad del seminario, apareció su Madre. La que vino a buscarlo, a salvarlo. Su Madre es hogar, casa, roca, lago, descanso, fuente. Y al mismo tiempo es Madre que educa. No sólo me acoge, logra que cambie, que mejore. Ella educa mi carácter. Cambia mi alma. Así lo hizo con el Padre, así lo hizo con los jóvenes que llegaron al Santuario. Desde allí, desde su seno de Madre, educa los corazones de sus hijos. Para poder educar es necesario acoger antes como madre. Surge la confianza y es posible el cambio. María confía en lo bueno que hay en mí. Cree en mí. Ve la belleza que yo no veo y me eleva por encima de mis límites infranqueables. Me hace soñar con las alturas. Me muestra ideales que hacen arder mi alma. María me educa en el amor. Es quizás mi gran tarea. La labor de toda mi vida. Necesito aprender a amar. Me dejo amar por Ella para aprender a amar a los que pone en mi camino. Me educa en mi carácter para que nunca me justifique a la hora de seguir luchando, creciendo. Me gusta pensar que María ha visto ya en su corazón a aquel que puedo llegar a ser. Miro a María con los ojos del Padre y la veo como Reina. Porque Ella tiene poder y yo no lo tengo. Ella gobierna mi vida y yo me siento tan débil. Si no fuera por Ella estaría perdido. Es Reina porque yo soy débil, hijo torpe, pequeño y desvalido. Por eso es posible esta alianza desproporcionada. A Ella parece no convenirle. Pero sí, porque me necesita. Ella tiene el poder y yo soy su dócil instrumento. Eso me gusta. En mi impotencia puede hacer conmigo milagros. Ella, junto a su Hijo, porque es corredentora y logra lo imposible. Ella permanece al pie de la cruz. Así aparece en la cruz de la unidad. Está recogiendo la sangre de Jesús en un cáliz. Está unida a Él para siempre. No se puede entender mi vínculo con Ella sin llegar al vínculo con Jesús. Es poderosa junto a su Hijo. María me muestra, como lo hizo con el Padre, la misericordia de Dios. María es misericordia. Salvó al Padre en el momento en que estaba más perdido. Experimentó el amor misericordioso de Dios en María. En esa misericordia todo tenía sentido. De esta forma era posible nadar en el mar de las misericordias de Dios. Así lo hizo toda su vida. El Padre, para poder ver a Dios Padre misericordioso, tuvo que hacer su camino en el corazón de María. «En los puntos en que recuerdo mis vivencias de padre o de hijo, debo decirme una y otra vez: así no, el Padre del cielo no es así, es justamente lo contrario, exactamente lo contrario. Recorro, pues, el camino inverso, parto de la idea hacia la vida»[1]. No tocó la misericordia en su padre humano. Pero sí la vivió en el corazón de María. Ella es el rostro de la misericordia de Dios en su vida. Eso lo salvó. María es también niña. Eso me conmueve. Ella es la pureza de Dios. Niña Inmaculada, llena de gracia. Ella es atmósfera sagrada, huerto sellado, virginal integridad. María es el secreto de Dios mejor guardado y soñado. Es el misterio infinito que se hace carne. Es la morada del altísimo. Es la cuna santa del niño Jesús. María es servicio. Se pone al servicio del amor. Sirve la vida ajena. Cuida lo que ha sido consagrado en sus manos. No espera nada a cambio de lo que entrega. Sabe renunciar por amor. Es el amor más asimétrico que se conoce. Nadie me ha amado nunca como Ella me ha amado. Me abraza.

Con frecuencia me veo pensando como todos piensan. Me dejo llevar por la corriente para no desentonar. Y al mismo tiempo me indigno cuando alguien se mantiene en su opinión, diferente a la de muchos, a la mía y no acepta la mirada de la mayoría. Me cuestan las posturas contrarias, las personas insobornables, firmes, auténticas. No soy tolerante con el diferente. Digo que cualquiera puede decir lo que piensa, pero luego en mi interior deseo que todos piensen como yo. Brota en mi corazón ese pequeño dictador que llevo dentro. Surge en mí el deseo de que todos piensen como yo y nadie desentone. Educo en el pensamiento único, para que nadie se desvíe de mi forma de ver las cosas. ¡Qué fácil resulta caer en la masificación! El otro día vi un video de un profesor. En su clase puso un ejemplo de comportamiento social. Les preguntó a todos por el color de una carpeta. Era verde. Les dijo que iba a hacer un experimento. Les pidió a todos que dijeran que la carpeta era roja cuando les preguntara. Así lo hicieron después de que llegó el último alumno. Ese joven miraba perplejo. No podía creer que algunos dijeran que era roja cuando resultaba obvio que era verde. Cuando la profesora le preguntó a él, después de que todos hubieran afirmado que era roja, él dudó y dijo lo mismo que todos. La clase estalló en una carcajada. Bajo la influencia de la masa me mimetizo. Acabo pensando como todos para que no me rechacen, no me hieran, no me ataquen. Me cuesta defender una opinión distinta y mantenerme firme en lo que pienso o creo. Lo mismo me sucede al tomar decisiones, al optar por lo que yo creo que me pide Dios. Por otro lado, puedo creer que la obediencia es el valor supremo, a la hora de decidir. Leía el otro día sobre la batalla final que pierde Napoleón en Waterloo. Un almirante, Grouchy, tiene en sus manos cambiar la historia, pero no lo hace porque se mantiene firme en su obediencia ciega a la orden recibida: «Ese momento que de cuando en cuando se presenta a los mortales, entregándose al hombre anodino que no sabe utilizarlo. Las virtudes ciudadanas, la previsión, la disciplina, el celo y la prudencia, valores magníficos en circunstancias normales del vivir cotidiano se diluyen, fundidas por el fuego glorioso del instante del destino que exige el genio para poder plasmarlo en una imagen imperecedera»[2]. Este militar firme y obediente se convierte en un hombre irresoluto. Su amor a la disciplina no le permite reaccionar cuando lo exigen las circunstancias. No desobedece la orden dada por Napoleón y no corre a socorrerlo en la batalla. Aguarda obedeciendo. Hay momentos en los que se me exige audacia, capacidad de decisión, mirar dentro de mí y decidir. No todo está cristalino en cada momento. No basta con obedecer a los hombres en sus mandatos claros. Hay momentos en los que tengo que buscar en mi corazón al Dios que camina conmigo en la soledad, en la penumbra y decidir a su lado. El peligro es dejarme llevar por lo que los demás me piden. O tener demasiado miedo a equivocarme. O atarme tanto a la norma que no me quede espacio para actuar de forma diferente. O preguntarle a un sacerdote o a un sicólogo para que decida por mí, como si fuera una receta. Creo que la vida se juega en esos momentos en los que se me pide dar un paso audaz, un paso hacia delante y buscar lo que quiero, lo que quiere Dios para mí. ¿Y si me confundo? ¿Y si estoy equivocando? Siempre es posible equivocarme y cometer errores graves. Es posible confundirme de camino. Pero no por eso voy a dejar de actuar, de ponerme en marcha, de ser audaz, de pensar por mí mismo. Lo que la mayoría piensa no puede determinar mi forma de vivir y actuar. Quiero tener un pensamiento propio. Quiero discernir y observar la realidad con mis ojos, no con los ojos de muchos, de la mayoría. No siempre lo que todos piensan es lo correcto. No siempre los actos que esperan de mí los hombres son los que quiere Dios de mí. Pienso que a menudo vivo tratando de salvar los bordes del camino. Corro a velocidad prudente por una carretera con arcenes muy marcados. No quiero caer por el precipicio y huyo de los bordes, donde está el peligro. Vivo asustado, con un miedo inconfesable a ser infiel, a ser débil, a no decidir lo correcto. Y por no querer equivocarme decidiendo, me equivoco en mi indecisión, porque no decidir ya es tomar una postura. Quisiera tener un corazón más libre, más autónomo, más capaz de discernir buscando al Dios de mi vida dentro de mi alma. Me da miedo la masificación. Tanto la mundana, que se impone en corrientes de la moda. Como la religiosa, cuando me dejo llevar por lo que piensan los que me rodean en mi fe. Puedo vivir de forma masificada mi fe. Me dejo llevar por lo que hacen todos. No me siento libre. Soy un hombre masa que vive de ritos y formas religiosas. No sé salir de lo que me han mandado. Aplico la norma siempre, para ser obediente. Pienso como la mayoría o como la autoridad a la que sirvo. No tengo criterio propio. No me distingo del resto. No pienso, no rezo. Quiero educar mi corazón para que sea libre y fiel a Dios. Que no me dé miedo desentonar buscando su querer en mi vida. Seguir sus caminos sin pretender hacer siempre lo políticamente correcto. Un corazón libre, un corazón que piensa buscando a Dios. Un corazón capaz de tomar decisiones sin tener que pedirle a nadie que las tome por mí. Cuánto me cuesta ser libre para actuar sin miedo a cometer errores.

Me gusta la Iglesia que veo actuar en la Pascua. Los hechos de los apóstoles describen su vitalidad. La docilidad de los santos de Dios. Su fuerza en medio de la debilidad: «Felipe bajó a una ciudad de Samaria y les predicaba a Cristo. La gente escuchaba con atención y con un mismo espíritu lo que decía Felipe, porque le oían y veían las señales que realizaba; pues de muchos posesos salían los espíritus inmundos dando grandes voces, y muchos paralíticos y cojos quedaron curados. Y hubo una gran alegría en aquella ciudad». Hablan en la fuerza del Espíritu y sus actos tienen que ver con Dios. Son los santos ocultos en la noche de los tiempos. Los hijos de Jesús, sus amados. Los que hacen milagros en medio de su impotencia. El Espíritu Santo está en ellos y sus palabras ya no son sus palabras, son la voz que proclama una alegría que viene de lo alto. Hablan en la fuerza del Espíritu Santo. La vitalidad de esta Iglesia me conmueve. Es el Pentecostés de los gentiles, porque todos tienen lugar en esta nueva Iglesia, todos caben. Viven alegres en el Señor y no piensan que son suyos los milagros que obran, ni suyas las conversiones, ni los cambios de los que son testigos. Son sólo la voz de Dios y a Dios miran conmovidos en su pobreza. Como decía Santa Teresita del Niño Jesús: «Si creyera que este pensamiento me pertenece, sería como el asno que llevaba las reliquias, el cual tomaba como dirigidos a él los homenajes tributados a los santos»[3]. El asno de esa fábula a la que se refiere la santa se sentía halagado por las alabanzas que escuchaba. Hasta que alguien le hizo ver que no lo veneraban a él, sino a la reliquia que portaba: «Cuando un hombre sin mérito estuviere en elevado empleo o gran riqueza, y se ensoberbeciere, porque todos le bajan la cabeza; para que su locura no prosiga, tema encontrar tal vez con quien le diga: - Señor jumento, no se engría tanto; que si besan la peana, es por el Santo» [4]. Pienso en la santidad a la que Jesús me llama. Miro mi vida y me cuesta ver que sea un modelo para otros. Soy sólo el asno que lleva la reliquia. Si mi vida llega a ser santa no será gracias a mis méritos, a mis logros constantes, o a mis victorias. Mi santidad no depende de mis logros, ni de mi voluntad. Veo turbado mi humanidad llena de infidelidades. No es una santidad blanca e inmaculada la que Jesús me pide. Conoce mi corazón, ha visto mis fragilidades. Ha visto los errores cometidos a lo largo de mi camino. No siempre he acertado. No siempre he amado como Él me ama. El otro día escuché a un matrimonio hablar de su camino de santidad. No lo hacían enumerando sus victorias. Relataban más bien sus fracasos y derrotas. No hacían confesión pública de sus pecados, pero sí reconocían con pudor la debilidad de su carne, la fragilidad de sus propósitos, la inconsistencia de sus esfuerzos. Habían tocado el amor de Dios en su historia personal y ese amor hondo y misericordioso había cambiado sus vidas para siempre. Un amor verdadero. Un amor que los había convertido en apóstoles, en misioneros, en testigos. El amor mueve el mundo. No lo mueven el odio, ni la rabia, ni el deseo de venganza. Lo que de verdad transforma el mundo es el amor. Pero es un camino mucho más largo y lento. El odio a veces parece conseguir victorias inmediatas. Es el poder del poderoso. La influencia del influyente. El fracasado no parece triunfar. El débil no logra cambiar su suerte. Mi santidad parte del amor que he recibido. Se hace posible en mi carne herida gracias a una presencia en mí que me trasciende. Es el agua de Dios la que cambia mi alma. Es su pureza la que se contagia. Y yo sigo pensando que no soy digno. Pero ¿quién es digno? Nadie. Porque la dignidad no la tengo yo como fruto de mis buenas obras. Es Dios el que me hace digno, su mirada me dignifica. ¿Quién merece la salvación? Nadie, todo es misericordia. Ese es el verdadero rostro de Dios que quiero llevar grabado en mi alma. No quiero que mi Iglesia se acomode y no salga al encuentro de la oveja perdida. Quiero que busque al abandonado y ame al pecador. Y no sólo lo condene y abandone. Sueño con una Iglesia que viva en la fuerza del Espíritu. Sin conformarse con las formas y los mínimos. Cuando mi corazón se endurece y vuelve estrecho, solo me quedan fuerzas para realizar el mínimo exigible y seguir al pie de la letra lo que la norma dice. Quiero un alma grande. Es la magnanimidad un don que Dios me da. Me hace capaz de lo imposible. Mis manos realizan obras grandes, obras del cielo en la tierra. No pretendo acertar en todas mis decisiones. Cada vez que yerro veo los pasos de Jesús presurosos corriendo detrás de mí y dispuestos a abrazarme en cuanto me dé la vuelta. Por eso no vivo con miedo al pecado, sino con el deseo de llegar a las cumbres más altas. Mis decisiones son audaces en la fuerza del Espíritu. No temo que en la entrega de mi corazón pueda sufrir tanto como ese Jesús al que sigo. Soy sólo su discípulo y me dejo amar por Él.

El egoísmo es una tendencia de mi alma. Vuelvo a mi yo de forma enfermiza. Me busco, deseo mi bien por encima de todo, busco salvar mi vida, aunque otros la pierdan. Veo todo bajo la perspectiva de mi interés. Lo que a mí me hace bien, me conviene, me interesa. Mi mirada es tan estrecha. Comenta el P. Kentenich: «Todo amor terreno es yoico, está referido al yo. Mientras sea un amor puramente instintivo, llevará impreso el sello del enamoramiento del propio yo y del estar poseído por él. El santo de la vida diaria procura con éxito preservar el sano amor a sí mismo del egoísmo enfermizo y colocarlo al servicio de Dios»[5]. Pasar de una mirada enfermiza a un cuidado sano del yo no es tan sencillo. Pero es necesario aceptar que el egoísmo es parte de mi camino de maduración. Tengo que vivir esa fase en mi entrega, en mi amor. Sigue el P. Kentenich: «Al comienzo se da un amor primitivo, es decir, un amor egoísta. Y así debe ser. Al contemplarse a sí mismos y al contemplar a otros psicológicamente, no deben perder nunca de vista que, si los diferentes instintos no encuentran alguna vez una satisfacción, si no se los encauza alguna vez, el desarrollo no sigue su camino»[6]. La fase egoísta es parte del crecimiento. La vinculación exagerada en un determinado momento de mi vida es necesaria para que madure. Aceptar el egoísmo como parte de mi camino me salva. Lo otro significa reprimir, tapar, y algún día saldrá todo de nuevo a la superficie con fuerza. ¿Cómo son los amores y las relaciones en mi vida en este momento? ¿Predomina el egoísmo? ¿En qué etapa de mi crecimiento estoy? Muchos matrimonios fracasan cuando los cónyuges no superan la etapa de ese amor referido al yo. Quiero crecer, madurar y volcarme en el tú, en su felicidad. Ese salto exige valor. Ponerme yo en un segundo plano. No pretender destacar, ser admirado, valorado. Ese amor descentrado me parece imposible. ¿Los santos siempre fueron así? No, tuvieron que pasar por lo mismo que yo paso. Tuvieron que madurar como yo tengo que hacerlo. Tuvieron que fracasar como yo tantas veces fracaso. Y una y otra vez volvieron a levantarse y siguieron luchando. No se desanimaron. Respetaron su forma de ser, sus tendencias, sus debilidades. Y lo más importante es que Dios hizo obras grandes con ellos. Se descentraron cuando vieron que no tenían nada que defender. Ya estaban entregados al amor de Dios en sus vidas. Y vieron que sólo muriendo por amor merecía la pena seguir viviendo. Un amor que no se mira y no se busca. Un amor que no se pone en el centro. Es ese amor que se eleva por encima de sí mismo. Sueña con dar la vida, aunque fracase en ello tantas veces. Decía Santa Teresita del Niño Jesús: «El amor que no es capaz de la renuncia por amor, se parece a un fuego que se sofoca en su propio humo»[7]. Me gusta ese amor generoso que me falta muy a menudo. Jesús quiere educarme a amar de esa manera. Quiero pensar más en la felicidad de los demás y preguntarme constantemente qué es lo que desean. Sin pensar sólo en mí. La madurez pasa por aprender a renunciar. Negarme a mí mismo en mis gustos para que otros tengan lo que desean. Un amor generoso no se busca de forma enfermiza. Superar ese egoísmo es la tarea de toda mi vida. Sólo Dios puede hacerlo en mí porque yo solo no puedo. Necesito una presencia en mi corazón, una mirada que me salve y me levante. Y me haga mirar la vida de forma diferente. No quiero un fuego que se ahogue en su propio humo y no logre encender con su pasión el fuego en otros corazones. Quiero salir de mí mismo. En este tiempo en el que vivo encerrado, en mi familia, con los míos, tengo la oportunidad de vivir una escuela del amor. ¿Cómo me relaciono con los que tengo más cerca? ¿Cómo sirvo y me pongo en un segundo plano? El amor verdadero me lleva a vivir en verdad y humildad. Amo y veo la belleza que hay en el otro. Lo enaltezco, lo pongo en el primer lugar. Y yo me quedo oculto. Porque así brilla más la vida del que está conmigo. Ese amor es el que me rescata de la autorreferencia. No quiero vivir quejándome cuando me exigen, me demandan demasiado, no me agradecen por todo lo que hago y no valoran mi entrega generosa. El corazón grande vive para dar, no para recibir. Si recibe se alegra. Si es ignorado no sufre. Ese corazón es el que quiero. Es el corazón de Cristo en mí.

Hoy Jesús me invita a cuidar el amor en mi vida: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ame será amado de mi Padre; y Yo lo amaré y me manifestaré a él». El amor es la clave de todos los entresijos del alma humana. Es la llave que descerraja todas las puertas y abre todas las clausuras. Es lo único que puede levantarme del polvo de la agonía, de la angustia y la desilusión, del hastío de la vida. Sueño con un amor puro, incondicional, fuerte y tierno. Un amor que no se dé nunca por vencido. No un amor que cree dependencias y haga de mi vida una cárcel sin misericordia. He visto demasiadas relaciones viciadas y enfermas. Relaciones que se rompen por egoísmo. He sido testigo de muchos amores inmaduros y poco generosos. Amores que no permiten que el otro crezca desde su verdad. Se me ha llenado muy a menudo la boca de un amor que no calma el hambre del alma. El amor implica el cumplimiento de los mandamientos de Dios. El amor hace fácil seguir su querer. Pero no todo es tan sencillo. Mi corazón es una caja de sorpresas. Tantas veces hago lo que no quiero y no llevo a cabo lo que deseo. Como dice Goethe: «Dos almas moran, ¡ay!, en mi pecho; y una quiere separarse de la otra». Estoy dividido por dentro. Amo a Dios y no sigo sus mandatos. Cuando sus mandatos son un camino de sabiduría. No hago lo que me conviene y acabo haciendo justamente lo contrario. Así de vana es mi vida y pobre mi voluntad. Como leía el otro día: «Si echas de menos a alguien, llámalo. Si quieres encontrarte con alguien, invítalo. Si quieres ser comprendido, explica. Si tienes preguntas, hazlas. Si no te gusta algo, dilo. Si te gusta algo, manifiéstalo. Si quieres algo, pídelo. Si amas a alguien, díselo». Soy una caja llena de contradicciones. Deseo algo y no lo digo. Amo a alguien y no se lo expreso. Deseo algo y nadie lo sabe. Callo pensando que los demás deberían intuirlo. Amo a Dios y a los hombres, pero no se nota en la inconsistencia de mis actos vacíos. Voy como un borracho siguiendo una dirección que no me conviene. Me gustaría tener el corazón en su sitio. Todo en orden. Todo controlado. Pero no lo logro. Si amo a Dios guardaré sus mandamientos. Si lo amo de verdad mi vida merecerá la pena. Los mandamientos son el camino que me conviene. Como cuando mi madre me pedía algo siendo yo pequeño y yo lo veía como una carga. No lo deseaba, no quería obedecer, pero era lo que necesitaba. No quiero amar lo que deseo, sino lo que me conviene. Es así con las cosas, con los proyectos, con las personas. Puedo equivocarme y poner mi corazón en el lugar no deseado. Vivo atado a cosas que me quitan la paz. Me parecen lo más importante de mi vida, pero me están esclavizando. En esta época de pandemia que vivo se alteran mis prioridades. Parecía fácil vivir antes de este presente tan extraño. Entonces parecía tener claras mis prioridades, mis amores, mis opciones de vida. Ahora se ha roto todo como un jarrón de porcelana y soy incapaz de unir las piezas. Curioso, cuando algo deja de estar frente a mis ojos y presentarse como lo más valioso, dejo de valorarlo. Tomando distancia oportuna vuelvo a poner las cosas en su lugar. Pero en el momento estrecho de la decisión, cuando el tiempo parece escaso y tengo que decidir lo que me conviene. En ese momento de tensión, no tomo la decisión correcta. Está demasiado próximo el objeto de mi deseo, lo que mueve mi alma a través de mis ojos y me encuentro ciego. No logro salir de mí mismo, no logro avanzar más allá de lo inmediato. Decido lo que no me conviene y me precipito. Por eso me viene bien parar. ¿Cuáles son los mandamientos que Dios me pide? Que lo ame a Él sobre todas las cosas. Que respete sus deseos cuando me susurre al oído lo que quiere para mi vida. Que sea fiel a los amores que tengo y me dan la vida. Que cuide mi cuerpo, mi alma, mi paz. Que me deje tiempo para el silencio, para el trabajo, para el ocio. Que sepa elegir lo correcto para no hacer daño a mi prójimo, aquel que está a mi lado. S. Francisco de Sales me lo ha hecho ver con claridad: «Entre los que están comprendidos dentro de la palabra ‘prójimo’ no hay nadie que tenga más derecho a ese apelativo que quienes conviven con nosotros». Son los más cercanos los prioritarios en mi vida. Tal vez antes daba la importancia a los demás, a los de lejos, a los del trabajo. Vivía para mis historias, centrado en mí y no volcado en los míos. Ahora resulta que el tiempo se detiene y me confronta con la verdad de mi vida. ¿Cuáles son los mandamientos de Dios que tantas veces olvido? Que ame a mi prójimo como a mí mismo. Que lo cuide como la cara pupila de mis ojos. Que busque su felicidad antes que la mía. Que sepa hacer de la renuncia un camino sagrado. Que sea íntegro, fiel, coherente, de una sola pieza. Honrado y honesto. Que haga de la alegría la norma de mi vida. Que viva pensando en dónde puedo servir en lugar de buscar continuamente ser servido. Que me guarde mis críticas destructivas. Que no viva hablando de los defectos tan visibles de los demás. Que renuncie a mis miedos y se los entregue a Dios cada mañana. Que aprenda a confiar porque ese Dios que tanto me ama no se ha olvidado de mis pasos. Que sepa partir mi capa con el desnudo y dar mi vida por el que nada tiene. Que no busque siempre ser halagado, tomado en cuenta y bendecido. Y me dedique mejor a bendecir a todos los que Dios ha puesto en mi camino. Así de sencillo parece seguir los pasos de Dios. Pero no lo es. Hace falta que su amor encienda la luz de mi mirada para caminar.

Lo que el amor quiere es ser eterno. No entiendo un amor que no quiera durar para siempre. Porque el amor desea al amado. Y quiere que ese encuentro dure toda la eternidad. Por eso retiene mi mano al que está a punto de partir al cielo. Hoy Jesús les dice a los suyos que confíen en Él. Porque ellos tienen miedo y saben que Jesús se va. Jesús les promete el paráclito: «Pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros lo conocéis, porque mora con vosotros. No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros». Esta es la promesa de eternidad que mi corazón desea. No estaré nunca solo. El amor desea que permanezcan esos momentos sagrados de encuentros. Vive mi amor de recuerdos e imágenes guardadas en el alma. Vive de encuentros y caricias. De abrazos y sonrisas. De palabras y promesas. No me lo podrán quitar todo. Lo sé. Una canción me anima en estos días de nostalgias guardadas: «Canta y no llores. Que lo malo se va en un suspiro y amargarse no vale la pena. Que la vida está llena de cosas pequeñas que le dan sentido». El amor está lleno de cosas pequeñas que le dan sentido. Cosas insignificantes y cotidianas. El amor se conjuga en presente. Y se olvida cuando sólo queda el pasado. Pero cada vez que se dona el que ama y encuentra el corazón abierto del amado, todo vuelve a empezar de golpe, con pasión y alegría. Basta el deseo de dar un nuevo paso. Muchas veces será la voluntad la que mueva mi cuerpo. Y mi decisión firme se hará vida de golpe. Y volveré a levantar la mirada y a confiar. No quiero ponerme triste al pensar en lo que no hice, en lo que no dije, en el cariño que no expresé, en al amor que no prodigué. Lo malo dura un suspiro, aunque a veces parece tan largo. No quiero amargarme, quiero vivir con paz y alegría. La vida está llena de tantas cosas que le dan sentido. Abrazo el amor que tengo ahora, el amor que tuve, el amor que será más fuerte mañana. Si mi corazón se cierra a lo nuevo se envenena en rutinas de siempre. Quiero reinventarme para aprender a amar. Quiero que mi amor no sea pasajero. ¿Cómo es posible dejar de amar a quien uno tanto ha amado? ¿No será que ese amor no fue tan sano y profundo? ¿Es posible que viviera una relación enfermiza? Puede que no llegara a lo más hondo de mi corazón en ningún momento. ¿Cómo es posible dejar de amar a Dios si pienso que un día lo amé tanto? No me cabe en la cabeza el final del amor cuando este es verdadero. Puede que los sentimientos cambien en intensidad. Igual que las pasiones. Pero el amor es otra cosa, es mucho más. Es la conciencia de pertenencia. Es saber que el mar y la tierra nunca me separan cuando amo de verdad. Ni tampoco la enfermedad, ni la muerte. Podrán quitarme abrazos y caricias. Podrán pedirme que me aleje de los que amo por un tiempo. Pero ese amor verdadero que tengo en mi alma no desaparece ni con la ausencia. Al revés, aumenta, se hace más hondo, se acrisola con el paso de las pruebas, de los combates, de las arideces de la vida que cuestan tanto. El amor eterno no tiene fin. Quizás tuvo un comienzo, no lo recuerdo. Pero final no tiene. Puede que cambie, se transforme, se haga más hondo, sufra heridas y contratiempos. Pero si es verdadero. Si es correspondido. Ese amor dura siempre. El rechazo, las agresiones, es cierto, hieren de muerte al amor muchas veces. Lo comprendo. Un amor que se quiere dar y es rechazado, ¿cómo puede seguir amando? El amor de Jesús sí puede. El mío no. Él me amó hasta el extremo y desde la cruz me siguió amando. No sólo a mí que permanecía impasible sin hacer nada por evitar su muerte. Sino que su amor era también para aquellos hombres que deseaban su fin. Amó a sus enemigos. Y yo, que creo saber amar, no amo a los que no me aprecian, no busco a los que me olvidan, no quiero a los que no me quieren. Ese amor no correspondido se oscurece y enturbia fácilmente. Me cuesta imaginar un amor que resista las traiciones, las infidelidades y los olvidos. Me cuesta pensar en un amor imposible. Es el que quiero. Deseo que mi capacidad de amar sea la de Jesús. Que me parezca en algo a Él que tanto me ama. Parece tan fácil. No quiero más amarguras. Quiero alegrarme porque Jesús me dice que mi amor será para siempre. No pasará nunca. Nunca será olvidado. Me levanto feliz. Dios me abraza.

 



[1] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[2] Stefan Zweig, Momentos estelares de la humanidad

[3] Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma

[4] Félix María Samaniego, Fábulas

[5] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[6] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[7] Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma

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