Homilía del padre Carlos Padilla - 17 de noviembre de 2019

Sábado 16 de noviembre de 2019 | Carlos Padilla

Domingo XXXIII Tiempo Ordinario

Malaquías 3,19-20a; 2 Tesalonicenses 3,7-12; Lucas 21,5-19

«Maestro, ¿cuándo va a ser eso? Él dijo: -Mirad que nadie os engañe. Muchos vendrán en mi nombre diciendo: - Yo soy, o bien: - Está llegando el tiempo; no vayáis tras ellos»

17 noviembre 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«Me da paz saber que mi vida está en sus manos. Puede hacer de mí un jardín florido, un campo fecundo, un cauce con agua. Puede cambiarlo todo. Puede hacerlo desde mi alma herida»

¡Cuánto cuesta aprender a dialogar! Hablar sin imponer. Respetar las opiniones contrarias. Escuchar lo que el otro dice tratando de ponerme en su lugar. No descalificarlo cuando no piensa como yo o no apoya mi planteamiento. Aceptar que alguien pueda tener una mejor idea. Reconocer la verdad que hay en lo que los demás presentan como argumento válido. Saber callar y esperar mi turno sin interrumpir. Ser incluso capaz de callarme sin tener siempre que decir todo lo que pienso. «En el mucho hablar, dice Proverbios, no faltan culpas, pero el que modera sus labios es inteligente»[1]. Cuesta guardar silencio. Cuesta guardar mi opinión. Es como si no pudiera evitarlo: «S. Arsenio reconoce que se ha arrepentido muchas veces de hablar, pero nunca de guardar silencio»[2]. ¡Cuánto me cuesta callarme y escuchar! Dice S. Efrén: «Habla mucho con Dios y poco con los hombres»[3]. ¡Cuánto cuesta dialogar tratando de llegar a un punto común, a un acuerdo, a una mejor solución para todos! Lo veo en la política, en la religión, en el deporte. Lo veo en la vida de cada día cuando se trata de buscar soluciones o decidir quién tiene que llevar a cabo un proyecto determinado. Puedo caer con frecuencia en la dialéctica. Usando un lenguaje con oposición de contrarios. Presento las cosas como blancas o negras. No hay tonos grises, no hay posturas intermedias. O estoy feliz o amargado. O algo es bueno o es malo. O soy de un bando o de otro. O soy rico o soy pobre. La dialéctica me enfrenta con el otro, lo convierte en mi enemigo, en aquel al que no tengo que respetar, al que tengo que vencer. Veo un enemigo frente a mí, no un amigo que desea como yo que las cosas mejoren. Quiero imponerme y ganar. Demostrar que lo que yo quiero es lo correcto, no todo lo demás. No pienso tanto en el bien común que suele ser más amplio, no me fijo en los demás. Pienso sólo en mí, en mi visión de la vida, de la historia. Pienso en mis intereses por encima del resto. Lo que yo deseo es lo verdadero. Lo que los demás desean es falso. Polos opuestos. No hay posibilidad de diálogo. No me entiendo con nadie. ¡Qué difícil llegar a un acuerdo cuando tengo intenciones tan opuestas! El diálogo tiene que llevar al encuentro. Saber callar, renunciar, ofrecer. No querer quedar siempre por encima. El interés de los demás, no sólo el mío. Dialogar es un arte, es un misterio. Ponerme en el corazón del otro, en su piel. Mirar la vida desde sus heridas y comprender la razón de lo que dice. No juzgar por las palabras. No quedarme en la apariencia. Ir al fondo de las cosas. No pretender que mi amor propio y mi orgullo se impongan. No soy yo el importante. Dios lo es. Y los demás en quienes mora Dios. Y entonces puedo yo desaparecer o no ser tomado en cuenta. Puedo pasar al olvido o no ser querido. Puedo ser despreciado, o incluso difamado. No importa. Pongo a Dios en el centro. Y al hacerlo así es en realidad el hombre el que aparece en el lugar importante. Es el que sufre, el pobre, el necesitado. Para llegar a ese punto tengo que estar más lleno de Dios. Leía una descripción del que reza buscándose a sí mismo: «Reza para obtener algo de Dios. Le parece central recibir algo para estar mejor. Se interesa por sí mismo y no por Dios. Referencia al yo. Exige que Dios se ocupe de él en lugar de entregarse. Lo central de la oración es la entrega»[4]. Necesito cambiar mi mirada en esa relación con Dios. No rezo para estar bien, no rezo por mí, para ser feliz. No rezo para tener paz en el corazón. Mi oración es entrega. Entonces me descentro. Entonces soy capaz de entrar en diálogo con Dios y con el hombre. No busco imponer mi criterio, mi forma de ver las cosas. Sólo quiero llegar a un consenso, a un acuerdo. Renuncio a lo mío. Acojo lo bueno que hay en el corazón del otro. La oración me enseña a ser más desprendido. Vivo en la tierra atado al cielo. Y dejo de darme tanto valor e importancia. El amor de Dios sana mi corazón egoísta que sólo busca su bien.

El sufrimiento es una escuela en la fortaleza. El dolor puede hacerme mejor persona. O puede amargarme y volverme huraño. Puede hacerme más fuerte, más recio, más anclado en Dios, más libre. O puede atormentarme y hundirme entre cadenas que no me dejan volar. Yo no decido sufrir, no lo quiero, no lo elegiría nunca. Buscaría mejor el atajo, el camino fácil, más llano, el día soleado, la paz del sueño, el descanso sin prisas. Elegiría una vida sin agobios, sin presiones, sin pérdidas ni tropiezos. Elegiría siempre el éxito, el triunfo, los primeros puestos que causan alegría. Pero sé que el sufrimiento forma parte de mi camino. He sufrido en la vida. No tanto como muchos. A veces por motivos físicos, por la enfermedad, por el envejecimiento ineludible. En ocasiones he sufrido por expectativas no cumplidas, por sueños que se han perdido con el paso del tiempo. Tal vez han sido las heridas del alma las que más me han debilitado y hecho sufrir. He sido infeliz en tantas ocasiones. He sufrido en esos momentos en los que no he logrado poseer entre mis manos lo que amaba. Y también cuando el objeto de mis deseos se escapaba de mi alma. He sufrido al ser herido, criticado, olvidado, difamado. Ese dolor del alma es hondo y cruel. He sufrido cuando no llegaba hasta ese punto al que deseaba llegar. He sufrido, sufro y mi alma se entristece. Pierdo fuerzas en ocasiones con sufrimientos innecesarios. He malinterpretado a las personas con sus comentarios. O me he tomado demasiado en serio y he buscado culpables por el camino. Me han herido, pienso en mi corazón. Pero quizás soy yo con mi sensibilidad que me hace sufrir más de la cuenta. Son dolores y sufrimientos eludibles. Miro mi alma que sufre, que tiene dolores y me pregunto: ¿Cómo puedo salir fortalecido de tanto sufrimiento? Me parece imposible. El sufrimiento me rompe por dentro, seca mi alma, me vacía. ¿Cómo puede hacerme más fuerte? El amor que recibo cuando sufro me permite seguir luchando. Saber que alguien me espera al final del túnel. Alguien que sigue creyendo en mí después de haber palpado mi fragilidad. Ese amor es el que me salva y me hace fuerte. Me da ánimos para seguir luchando, para no hundirme. La experiencia de un Dios personal que navega en mi barca, camina en mis pasos, vive en mi dolor, es lo que me salva. Cuando descubro en Dios un seguro en la tormenta, un sostén en plena caída en el vacío y una puerta de esperanza que me abre a una nueva etapa de mi vida. Mi sufrimiento es el suyo. Nada de lo mío le es ajeno: «El sufrimiento del hombre se convierte misteriosamente en sufrimiento de Dios. En la naturaleza divina el sufrimiento no es sinónimo de imperfección»[5]. Miro el rostro de Jesús y Él me mira. Y entonces veo que puedo salir de la infelicidad a la que me lleva el dolor. Puedo vencer esa tristeza oscura que me aleja de los hombres y de Dios mismo. Puedo vestir de color los trajes grises en los que me encierro. Puedo sonreír cuando brota el llanto desde lo más hondo. Puedo cambiarlo todo con la fuerza de su amor. Decía el P. Kentenich: «Aun cuando haya caído sobre nosotros el sufrimiento y hayamos respondido con el afecto de la tristeza, también en una u otra ocasión con una tristeza desmedida y desordenada, queremos seguir no obstante la orden del apóstol. Así, el arte de inmunización deberá ser complementado por un arte de la transformación»[6]. Puedo vencer mi estado de ánimo débil si confío, si creo en mí porque otros también creen en mi poder. Puedo elevarme sobre mí mismo cuando me faltan las fuerzas. Puedo seguir luchando con pasión y lograr ese equilibrio en desequilibrio que sueño. No conozco a nadie que sea totalmente equilibrado. No me puedo imaginar realmente a nadie tan aburrido. En mí conviven el desequilibrio y el anhelado equilibrio. El orden y el desorden. La paz y la guerra. El cielo y la tierra. En esa lucha interna me debato. Pero no quiero dejar que el desánimo se apodere de mí. El equilibrio que anhelo es la fortaleza para mantenerme a flote en un naufragio. Para ser auténtico, yo mismo en medio de las críticas. Para ser verdadero cuando lo más fácil sería seguir mintiendo. Por eso creo que puedo llegar a ser señor de mi historia. Puedo tomar yo las riendas y decidir que mi vida la construyo con Dios. No soy pasivo. Por eso tengo fuerzas para levantarme después de haber caído. No quiero vivir tan solo reaccionando ante todo lo que sucede a mi alrededor. Tengo clara mis metas y sé hacia dónde va mi camino. Cuando es así, cuando sé lo que de verdad quiero, entonces me es más fácil salir del sufrimiento con una mentalidad reforzada. Tengo más claridad, más fuerza, más alegría para enfrentar los obstáculos del camino. No me desanimo cuando no me resultan los proyectos que emprendo. Sé que no seré más feliz si no sufro. Sé que puedo ser feliz mientras sufro. Sé que puedo seguir amando y dando la vida desde el dolor hondo que provocan mis pasos, mis luchas. El dolor me hace más humano y más de Dios. Más pobre y dependiente. Más libre y necesitado de amor. 

Me gusta hacer cosas, sentirme útil, experimentar, tocar, lograr, sentir. Me gusta sentirme vivo, despierto, atento. Los límites me molestan e incomodan. Me despierto y quiero correr, abrazar, empujar, saltar. Quiero ser cielo, montaña, río, mar. Quiero lo que está más lejos, más dentro, más hondo. Lo quiero todo, ahora, aquí, en mí. Corro el peligro de ponerme en el centro, de ser yo, de buscar que me vean, me escuchen, me sigan. Yo el que hace, es y vive. Porque quiero sentirme vivo en medio de muertes y desiertos. Quiero ser cascada, torrente, lluvia de temporal. Quiero ser grito, canto, silencio, palabra que se eleva sobre el océano y se hace carne. Quiero ser todo en uno, dentro de mí. Quiero moverme y no quedarme quieto. Quiero cambiar y seguir siendo yo mismo. Quiero la eternidad recogida en un día, en un momento, en un ahora en el que escucho mi sí, pronunciado muy quedo. Quiero que las sombras se apaguen con la luz, del sol, del alma. No importa cuándo, pero pronto. Eso espero. Busco entre oscuridades un camino escondido para los ojos, no para la mirada del alma. Deseo llegar a esa opción tapada, demasiado oculta. Pronuncio mi sí sin apenas voz. Con gestos y silencios. No dejo de caminar. La meta está cerca, o lejos. Me gustan las palabras de Santa Teresa de Calcuta «A menudo puedes ver cables que cruzan las calles. Antes de que la corriente fluya por ellos no hay luz. El cable somos tú y yo. La corriente es Dios. Tenemos el poder de dejar pasar la corriente a través de nosotros y de este modo generar la luz del mundo—Jesús—o de negarnos a ser utilizados y de este modo permitir que se extienda la oscuridad»[7]. Me gusta ser instrumento, canal, vía por la que fluye Dios, por la que llega a tantos. Para dar luz, para acabar con las sombras, con las noches, con las tinieblas. No quiero ser obstáculo, puerta cerrada, roca. No quiero ser desierto, erial, secarral. Me falta docilidad para dejarme hacer por Dios. Soy torrente que no busca el descanso. Me cuesta abrir la puerta de mi alma y permitirle entrar. Me resisto a tanta docilidad. Sé que la docilidad es la clave de todo: «El Espíritu, cuando encuentra docilidad, afina el arte del conocimiento de uno mismo y la inteligencia de saber leer entre líneas, aprendiendo a ir más allá de lo que es superficial, por más que brille»[8]. Quiero aprender a ser dócil para saber leer los deseos de Dios. Quiero ser cable y dejar que Él sea la luz. Que Él sea el poder que transforma el mundo en mis palabras, en mis silencios, en mis gestos. El poder de Dios actuando en mí cuando yo le dejo. Deseo la docilidad de un niño inocente. La apertura del que no tiene nada que perder. Del que no guarda, ni esconde, ni protege. Del que se rompe para que todo pueda brotar lleno de vida. Quiero ser como dice el P. Kentenich un instrumento perfecto: «El instrumento perfecto está tan perfectamente unido a Dios que la pérdida de todos los seguros secundarios de la vida ahonda y garantiza tanto más la ‘seguridad de péndulo’. Quizás la naturaleza tiemble y se estremezca cuando se nos aparta de nuestra tierra, cuando se nos arrebata una seguridad material, mundana»[9]. La seguridad del péndulo. La seguridad del niño sujeto a Dios. Del instrumento en sus manos. libre para ser útil. Para servir, para dar, para dejar que suceda todo a su alrededor. Sin querer controlar el desarrollo de los acontecimientos. Sin querer retener, proteger, guardar, salvar. No es mi obra, es la obra de Dios. Yo soy sólo ese instrumento que confía y se deja utilizar. Decía el P. Kentenich: «La originalidad de nuestra santidad consiste en que es una santidad del instrumento, de la vida diaria y de la alianza de amor. El instrumento perfecto en manos de la Santísima Virgen tiene que desprenderse del espíritu negativo del tiempo y de todo apego desordenado a cosas o personas»[10]. Dios necesita mi docilidad, mi desapego para apegarme a Él, a María. Yo me empeño en hacer tanto. Y ese dejarse hacer que Dios me pide me parece imposible. Se resisten todas las fibras de mi ser. Me niego a la pasividad, a perder el tiempo, a dejar pasar la vida por mi alma. El agua que pasar por el cauce del río. En su ritmo cadencioso y constante. Sin presas ni obstáculos que desvíen el curso de las aguas. Me da paz saber que mi vida está en sus manos. Él puede hacer de mí un jardín florido, un campo fecundo. Un cauce con agua. No un cauce seco. Puede cambiarlo todo a mi alrededor. Puede hacerlo en medio de mi alma herida. Roto por dentro Dios puede dejar que el agua llegue a tantos. No tengo que estar en perfecto estado. El agua de Dios se sirve de mis grietas, de mis heridas para regar la tierra. Es su agua la que riega. Me conmueve. No soy yo intentando retenerlo todo. Me da paz confiar más. Y me inquieta cuando quiero ser yo el capitán de mi nave, el que decide el rumbo y marca la meta. Elijo la pasividad que me incomoda. Elijo la paz de no hacer tantas cosas, de no querer marcar yo el rumbo, de no querer ser yo tan autorreferente. Sólo Dios actuando en medio de la noche deja crecer la semilla, el trigo, el campo que deja de ser erial y se convierte en vergel. El cauce seco en torrente en bajada que todo lo inunda. No le tengo miedo al soplo del Espíritu en mi interior. Puede llenarme de una vida nueva y hacer posibles milagros que el alma desconoce. Elijo a Dios en mi vida. Él me lleva. Me vuelvo dócil. Dejo de lado el orgullo. Quiero ser más humilde.

María se detiene ante mí para que yo mire su rostro. Me conmueve su mirada de Madre que siempre acoge. Quiere que descanse en sus brazos. No me juzga, no me condena. Acepta mi fragilidad. Ama mi pequeñez. Yo me detengo y la miro. Hay una advocación de María que siempre despierta mi alma de niño. En Madrid, durante la ocupación árabe, se escondió en los muros de la ciudad una imagen de la Virgen. Cuando se recuperó la ciudad trataron de encontrar esa imagen. Hicieron oraciones y procesiones pidiéndole a María que se mostrase al pueblo. Y así fue, una parte del muro se desprendió, y apareció escondida en su interior la imagen de María. Unas velas, que dejó encendidas la mujer que escondió la imagen, seguían ardiendo sin consumirse. Velando junto a María. Desde entonces se venera esta imagen como Nuestra Señora de la Almudena. La imagen escondida en la muralla me conmueve. María rompe la muralla para acercarse a mí. Y esas velas ardiendo, dando luz, desde el interior de la muralla me hablan de la esperanza. Una luz invisible que no se consume y permanece oculta durante tanto tiempo. Pienso que esa luz la llevo yo dentro. La guardo, la protejo. Pongo un muro para guardarme de invasiones, de agresiones y desprecios. Un muro protector para que no me hagan daño. Un muro que me aísla y me consume por dentro. Pero súbitamente, el muro se desprende y cae ante mis ojos. El muro de mis defensas, de mis protecciones. Me veo vulnerable, desnudo ante el mundo que puede condenarme. Pienso en ese muro de mis miedos y vergüenzas que me tapa. Pienso en el muro de mis cobardías y traiciones, que me hace esconderme. Miro el muro de mi pecado y superficialidad, que no quiero que los demás vean. Me duele el muro de mis odios y orgullos que me separa de los hombres. Me avergüenza el muro de mis egoísmos y envidias, que me hacen tan esquivo. Sé que esos muros me protegen y guardan, al mismo tiempo que me matan. Esos muros son un freno a los intrusos, a los mirones, a los que me buscan sin descanso. Y al mismo tiempo me alejan de los hombres y de Dios. La voz de María logra que los muros caigan de golpe. Todos los muros que me cubren en mi desnudez. De repente se desploman. Es el poder de la oración de María el que me libera de tantas ataduras en forma de muro. Ella los rompe para que me muestre sin tapujos, sin miedos. Su amor cubre mi desnudez. Ante Ella soy libre. Porque hay muros que no me hacen bien. Y hay sí, otro muro sagrado, el que teje María misma en mi alma. Leía el otro día: «El silencio es una barrera que devuelve al hombre una dignidad. Los monasterios protegen a la humanidad de las amenazas que pesan sobre ellas. ¡Cuántos hombres deberían imitarlos para hacer del silencio una barrera eficaz!»[11]. El silencio de mi oración, de mi interioridad es sagrado. Es el corazón del templo de mi alma. Allí está María protegiendo lo más mío. Allí me muestro en mi verdad más pura ante Ella, porque es Ella la Reina de mi corazón. Los otros muros, los que me alejan de todos, esos pueden caer. Y entonces, cuando parece que estoy perdiendo mi protección, es cuando soy más verdadero, más libre, más niño, más de Dios. Es curioso, dejo de temer. Caen los muros que me protegen y aíslan al mismo tiempo y me siento más cerca de los hombres y de Dios. Caen los muros que me guardan y defienden y no tengo el miedo que tenía antes. Caen los muros que me salvan y condenan, y me siento dispuesto a ponerme en camino. Esos muros fruto de mi egoísmo pueden caer en mi vida. Porque los he construido casi sin darme cuenta. Para protegerme de los que son diferentes, de los que tienen el poder de hacerme daño. Para evitar que me molesten los que son molestos. Para que no me quiten mi tiempo, mi libertad, mi vida, mi espacio. Me acostumbro a los muros que me separan del que yo desprecio, ante el que soy indiferente. Tal vez se me ha pegado algo del menosprecio y la indiferencia que reinan en el mundo. Me he vuelto egoísta e indiferente ante el que sufre, ante el que no tiene. He menospreciado desde mi orgullo al que no es como yo. He huido de su vida enferma y herida porque no quería que me hiciera daño. María derriba los muros y la luz que reina en mi interior ilumina mi mundo. Hoy escucho: «A vosotros, los que teméis mi nombre, os iluminará un sol de justicia y hallaréis salud a su sombra». El sol de Cristo, de María, ilumina mi vida. Y desde el muro santo de mi interioridad llevo la esperanza a los hombres. Entonces pueden caer los otros muros para poder ir así al encuentro del que me necesita. Pierdo el miedo. Me pongo en camino. Construyo puentes en lugar de murallas. Y toco la herida del que sufre a mi lado. Para calmar el dolor, para tender una mano al que más lo necesita. Miro a María que ha venido a rescatarme de mi soledad. Para que aprenda a amar en lo humano, a cuidar el templo sagrado de cada hombre. Para que respete su originalidad, su verdad, su vida herida. María quiere levantarme para que yo levante a los que están caídos junto a mí. Su sonrisa me da fuerzas. Su luz enciende con intensidad mi propia luz. 

Hoy los discípulos están desconcertados. Jesús anuncia tiempos difíciles: «En aquel tiempo, como algunos hablaban del templo, de lo bellamente adornado que estaba con piedra de calidad y exvotos, Jesús les dijo: - Esto que contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida». Al final de este año litúrgico Jesús quiere que comprenda que vivo tiempos difíciles. Y yo sé que lo son. Falta la paz, y falta la esperanza. Hay violencia a mi alrededor. Falta esa comunión que yo deseo en Jesús. Y Jesús quiere que lo mire a Él y confíe: «Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque es necesario que eso ocurra primero, pero el fin no será enseguida. Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países, hambres y pestes. Habrá también fenómenos espantosos y grandes signos en el cielo. Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, y haciéndoos comparecer ante reyes y gobernadores, por causa de mi nombre. Esto os servirá de ocasión para dar testimonio. Por ello, meteos bien en la cabeza que no tenéis que preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os entregarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán a causa de mi nombre». Signos visibles del mal. Parece que todo está perdido. Parece que no hay nada que hacer. ¿No escucho a menudo que todo está perdido? Es la desesperanza del corazón que ha dejado de mirar a Jesús. ¿No me turbo yo al ver el mal ten cerca de mi casa, de mi familia, de mi corazón? Me asombro, me asusto, me lleno de pánico. Pero no quiero temer. No tengo que defenderme. Estoy en manos de Dios. Me lo dice hoy Jesús. Me pide que no tenga pánico. Que no me acobarde. Que no desconfíe de su poder. Él lo puede hacer todo bien en medio del mal. Puede sembrar la paz en mi alma estando en guerra. Y puede acabar con los miedos que me turban y me impiden avanzar. Tengo claro que Él puede hacerme ver lo bello en medio de la destrucción, en la desazón del desierto. Puede sembrar esperanza en medio de mi desconfianza. Dios lo puede todo. Le miro y quiero confiar. Decía Victor Hugo: «La pupila se dilata en las tinieblas, y concluye por percibir claridad, del mismo modo que el alma se dilata en la desgracia, y termina por encontrar en ella a Dios»[12]. En la desgracia puedo encontrar a Dios sosteniendo mis pasos, velando mi camino. Quiero que mis pupilas se dilanten para buscar a Dios caminando a mi lado. La victoria sobre el mal es posible. El amor es más fuerte que el odio. Lo sé pero necesito escucharlo mil veces. Porque si no, la tristeza se apodera de mi ánimo. Siempre hay una nueva oportunidad. Un nuevo sueño despierta cada amanecer. Me quiero volver niño para confiar de nuevo en la victoria de Dios. Leía el otro día: «Lo que el cuento de hadas hace exactamente es esto: por una serie de claras representaciones pictóricas, nos acostumbra a la idea de que esos terrores ilimitados tienen un límite; de que esos informes enemigos tienen enemigos; de que esos infinitos enemigos del hombre tienen enemigos en los campeones de Dios; de que hay algo en el universo más místico que las tinieblas y más potente que el miedo poderoso»[13]. Los hijos de Dios triunfan. Los hijos de la luz vencen sobre los hijos de las tinieblas. Podré perder la vida. Podré perder la fuerza. Podré sentirme perdido en mis deseos de vencer. No importa. Jesús me sostiene y me salva en el peor momento de mi vida. Cuando parece todo perdido me rescata de la muerte y me salva para la eternidad. Pero antes, mientras tanto, experimento la turbación y la persecución. El dolor de la infamia. La angustia de la derrota inminente. Me faltan las fuerzas y confío porque Dios me promete que pondrá palabras en mi boca para encender de nuevo la llama de la esperanza. Jesús ya ha vencido a la muerte, por eso no temo. Jesús ya ha llegado al cielo y ha abierto la puerta de la eternidad para que pase por ella mi carne herida. Jesús ya ha llegado al final del camino por el que yo voy. Por eso no temo. Como en un cuento de hadas en el que el final feliz está asegurado. Hay un freno que detiene a los fantasmas, a los que están llenos de odio y sólo quieren mi mal. Esa desesperación en la que puedo caer no tiene sentido. Porque Jesús ya ha vencido a la muerte. Y la esperanza llena mi alma. Es más luminoso que todas las tinieblas. Es más grande que todos mis miedos. Me levanto con el corazón feliz y tranquilo. Jesús ha venido a salvar mi vida. Y su mirada me levanta. Creo que Él siembra en mi alma palabras llenas de luz y de vida para que los que están conmigo no sigan temiendo.

Pero yo me empeño en pretender saber cómo y cuándo sucederán las cosas: «Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?». Es mi deseo tan humano de querer controlar mi vida. Lo que va a suceder, lo que temo que ocurra. Quiero apagar mis miedos. Y liberar mis deseos que pretenden hacerse vida. Es la mirada corta que tengo sobre las cosas. Veo bien de cerca. Muy mal de lejos. ¿Cuándo va a triunfar Jesús de forma definitiva en este mundo que recorre rutas peligrosas? ¿Cuándo va a vencer definitivamente el amor sobre el odio? ¿Cuándo la vida va a triunfar para siempre sobre la muerte que contemplo y temo? ¿Cuándo el terror que se manifiesta en las calles desaparecerá para dar paso al amor y a la paz definitivos? Son preguntas que permanecen sin respuesta. Las repito en tono de súplica, deseando que el tiempo sea ya, ahora, en este momento. Me siento inseguro y temeroso. Me enfrento a futuros desconcertantes. ¿De verdad es Dios quien en su plan de amor gobierna la tierra? Brotan las dudas en el alma. Quisiera que los gobiernos fueran más honestos y construyeran la paz. Quisiera que hubiera menos corrupción en tantos que se erigen en guardianes del orden social. Quisiera que hubiera menos odio en las calles, en los corazones que sufren. Quisiera vivir en paz con el que no piensa como yo, construyendo un mundo nuevo. Quisiera compartir mi vida con el que tiene otros proyectos que no coinciden con los míos. El deseo del corazón es el reino de Dios en la tierra. Quisiera que el bien venciera siempre. Me desconciertan el caos, el dolor, la guerra, el odio. Busco respuestas en ese Jesús que se detiene ante mí. Y lo único que descubro es que Jesús no quiere que me preocupe por esas cosas. No quiere que viva pendiente del cuándo, angustiado por el futuro. Todo sucederá a su tiempo. Pero no soy yo el que tiene que saberlo. El tiempo está en su poder, no es mío. Él sólo me pide que persevere: «Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas». Ni un cabello se caerá. Hay un plan de amor. Me recuerda esa otra frase en torno al cuadro de María en el Santuario: «Un siervo de María nunca perecerá». Jesús me tiene en sus manos, aunque no sepa el día ni la hora. Me pide que no viva esperando a que pase la tormenta. Me dice que aprenda a bailar bajo la lluvia. Que no sueñe con mundos irreales. Sino que aprenda a vivir en su presencia cada día de mi vida. Sus palabras me conmueven, me sostienen. Sólo quiere que persevere. Que me mantenga fiel. Quiere que camine de su mano sin temer las tormentas y dificultades. Habrá dolores y muertes, eso seguro. No todo será perfecto en esta vida en la tierra. Con paz lo acepto. No pretendo vivir el cielo definitivo en esta vida. Pero sí puedo perseverar en mis sueños. Sí puedo mantenerme fiel a mis principios, a mis ideas, a mis proyectos. Me mantengo fiel. No es fácil la fidelidad diaria. Mantenerme fiel a mi camino, a mi forma de ser, a mi originalidad. Fiel en el paso de los años que me obligan a readaptarme a mi nueva situación. Fiel en la enfermedad cuando me siento frágil y me veo incapaz de realizar aquello que antes me parecía tan sencillo. Comenta el P. Kentenich: «Es importante esa readaptación, porque hemos de ser fieles a nosotros mismos. De otra manera muy fácilmente me sentiré en el mundo como una persona que está de más, padeceré un complejo de inferioridad»[14]. Cuando las fuerzas no me acompañen. Cuando dude después de la derrota. Cuando me sienta incapaz de tantas cosas. En ese momento me readapto. Permanezco fiel a mí mismo, a mi verdad. Dios quiere algo para mí. Tiene un sueño que se irá realizando con el paso del tiempo. Yo persevero. Me mantengo fiel a mi vida. A lo que hay en mí. No pienso en el futuro. En el triunfo final de Jesús. Vivo el presente. Es lo que hoy Jesús me pide. Que no me desvíe de lo que me toque hacer. Incluso cuando la rutina me agote. O cuando siga sin ver los resultados esperados. No importa. Me mantengo fiel, persevero. Jesús se encarga de todo lo demás. Estoy en sus manos. Soy hijo de María, nunca moriré. Persevero cuando el mundo me insinúa que no tiene sentido luchar. Que desespere. Que deje de ser fiel. Yo no quiero. No creo en las voces del mundo. Puedo vivir hoy como el primer día. Sin desviarme del camino marcado. Con paz en el alma. Con Jesús en mi alma.

 



[1] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66

[2] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66

[3] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66

[4] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52

[5] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 75

[6] José Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

[7] Diego Blanco, Un camino inesperado: Desvelando la parábola de El Señor de los Anillos

[8] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

[9] Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus

[10] Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus

[11] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 75

[12] Victor Hugo, Los Miserables

[13] Diego Blanco, Un camino inesperado: Desvelando la parábola de El Señor de los Anillos

[14] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus

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