Homilía del padre Carlos Padilla - 18 de junio

Domingo 18 de junio de 2023 | Carlos Padilla

Domingo XI Tiempo Ordinario

Éxodo 19:2-6; Romanos 5:6-11; Mateo 9:36-10:8

«La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies»

18 junio 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«Dios no me obliga a elegirlo a Él como mi camino. No me presiona, sólo me seduce con su amor. Así quiero ser yo con los demás. quiero ser libre y dejar en libertad a los que amo»

No es fácil llegar a ser un buen padre. Uno no nace sabiendo cómo educar a un hijo. Engendrarlo en la carne no es tan complicado. No hace falta ni siquiera amarlo. Pero ser padre espiritual del hijo concebido es una tarea más complicada. El amor sí que importa. Hoy vivo un tiempo de huérfanos con padres vivos. Y me impresiona. Nietzsche decía: «No hay más tierra de niños, porque no hay más tierra de padres y madres». Hay padres ausentes, padres que no educan, padres que desaparecen. El padre da seguridad a mi vida. Le da proyección y un horizonte. La ausencia de un padre en mi vida me produce una honda inseguridad. ¿Cómo aprendo a ser un buen padre? El día del padre me ayuda a tomar conciencia de esa responsabilidad por tener un hijo. Uno quiero ser padre y se pone en camino y tropieza muchas veces. Un bebé en las manos es sólo el comienzo de todo, tan frágil. Luego surge la incapacidad de hacer algo. El deseo de ser un padre bueno que le enseñe al hijo el rostro de Dios está presente en el alma. ¿Dónde aprendo a hacerlo? El padre posee ternura en su alma. Sabe abrazar y acariciar. Se aproxima y es empático con el sufrimiento de aquel a quien ama. ¿Es más difícil ser hoy padre que en otra época? No lo creo. Cada tiempo tiene sus preocupaciones. Decía un sacerdote, dos mil años antes de Cristo: «Nuestro mundo llegó a su punto crítico. Los hijos ya no escuchan a sus padres. El fin del mundo no puede estar muy lejos». La misma realidad se repite. Hijos que no escuchan y no se dejan educar. Padres que no saben educar y dar la vida por sus hijos. El educador es aquel que nunca deja de amar. Sólo el amor educa. Sólo el amor me lleva a lo más alto. El verdadero amor saca lo mejor de mí, me hace mejor persona. El padre que ama saca lo mejor de su hijo. Hacen falta padres que amen, que tengan ternura en su forma de entregarse, que sean firmes y fieles. Sólidos como la roca y flexibles como el junco. Que sepan mantener su forma de pensar en el tiempo. Que sean fieles a los valores que quieren inculcar en sus hijos. Hacen falta padres que tengan alegría en el corazón. Una alegría serena que dé paz al hijo y seguridad. Cuando el padre está presente y ama es fácil volver a casa, incluso cuando mis decisiones no han sido las correctas. Un padre que me espera siempre a la puerta de la casa dispuesto a recibirme. Un amor así es el que deseo para poder encarar la vida. Hacen falta padres que me hablen de sueños, de grandes metas inalcanzables y no por ello no deseables. Cimas altas que cuesta subir pero que están allí desafiando a los vientos. Padres que sean niños y nunca pierdan la capacidad de jugar y disfrutar la vida en presente. Padres que sepan abrazar, con un lazo humano que haga sentir a sus hijos muy cerca de Dios. Me gustaría vivir esa paternidad espiritual que sabe escuchar lo que el hijo lleva en su corazón. acepta las circunstancias de la vida como son. No se desespera ante las contrariedades del camino. No se enoja con la vida y trata de aprender de cada derrota. No es un fracaso definitivo. Es sólo la oportunidad para ser más fuerte. Un padre firme y fiel, que no se baja nunca de mi barca. Se mantiene junto a mí y me ayuda a caminar. Refleja el rostro de Dios en mi vida. Así conocí a Dios, a través de su mirada, de sus manos, de sus palabras. Me gustaría ser padre de los hijos que buscan seguridad. Es un don que pueda dar y recibir confianza. Un don que puedo usar bien o mal. Puedo herir siendo padre. Puedo abandonar a mi hijo o puedo llevarlo al encuentro con Dios. Puedo animarlo a ser mejor cada día, recordándole la belleza que tiene en su interior o puedo hundirlo con mi desprecio. Creo en el tesoro escondido en su corazón. No dudo de su capacidad. Creo en él más que lo que él mismo cree. Me gustaría ser un padre de mirada amplia, misericordioso, compasivo, sincero, auténtico, libre. Un padre que viva el ideal con el que sueño. Un padre que no se desespera con las debilidades del hijo. Un padre que no juzgue tanto y perdone siempre las ofensas. Quiero ser un padre que sepa escuchar lo que hay en el alma de su hijo. Sin imaginar nada, evitando malentendidos. Quiero ser un padre bueno, alegre, que sepa sacarle una sonrisa a su hijo cada día. Quiero ser un padre que confía en la buena intención oculta detrás de cada acto. Un padre que no deja de señalar a las alturas con la propia vida.

Quiero madurar. Sueño con llegar a ser una persona libre, armónica, capaz de amar y ser amada. Necesito aceptarme, lo que no significa afirmar que no sea posible el cambio. Darle el sí a mi realidad personal es un proceso de aceptación, que no implica quedarme en frases como: «Yo soy así, no intentes cambiarme». Conocerme y aceptarme son los dos pilares sobre los que se ha de asentar mi autoestima. Aceptar mi realidad no quiere decir que nada de lo que hay en mí no pueda ser mejor. Aceptar la propia realidad, el verdadero yo, es el proceso necesario para crecer como persona. Cuanto más me acepte y apruebe, más me liberaré de la duda de si los demás me aprueban y aceptan siempre y por todo lo que hago. Seré libre para ser yo mismo con absoluta confianza. La sinceridad de mis relaciones depende de la capacidad que tenga para ser auténtico, para ser yo mismo, sin miedo al rechazo. A pesar de que soy reacio a decir quién soy, tengo la necesidad de ser comprendido. Deseo ardientemente ser amado, aceptado y querido. Cuando no soy comprendido por aquellos de quienes espero amor, cualquier comunicación profunda se convierte en algo inquietante e incómodo. Si nadie me acepta y quiere tal y como soy, me sentiré vacío y solo. Ni mis talentos ni mis dones me alegrarán en absoluto. Incluso rodeado de gente, me sentiré solo y aislado. Quien es comprendido y amado crecerá como persona, en cambio, quien padece la soledad, acabará languideciendo. He experimentado y realizado cosas que jamás me atreveré a contar por miedo a parecer iluso, ridículo o engreído. Tengo mil temores que me mantienen recluido en mi prisión interior por miedo a ser juzgado y rechazado. Tengo miedo de que el secreto de mi alma deje algún día de ser secreto. No soy libre frente a lo que piensa el mundo de mí. Me duele lo que los demás piensan. La libertad interior es un don anhelado. Quiero ser libre para no vivir escondido, tapando lo que no me gusta de mí, lo que temo que los demás vean y juzguen. Guardo secretos inconfesables porque contarlos me expondría. Estaría desnudo ante los hombres. Y su opinión es demasiado valiosa para mí. Ser libre es un anhelo profundo del corazón. Libre de mis miedos. Libre del rechazo de los hombres. Que posea una santa indiferencia ante la vida. Libre para expresar lo que siento, lo que pienso, sin miedo al rechazo: «Es una persona que no tiene miedo de sus propios sentimientos, es libre de dejarse querer y de querer»[1]. Ser libre para amar, para darme, para entregar la vida. Libre de ataduras y dependencias. De esclavitudes que no me dejan ser fiel a mí mismo. Libre para mostrarme en mi pobreza sin temer el rechazo, porque puede que sea rechazado. Pero tengo un seguro, un amor más hondo en mi alma, que me recuerda que soy propiedad de Dios. Él me ha amado hasta el extremo y no me va a dejar solo nunca. No tengo miedo a la soledad, Dios siempre está conmigo. Quiero ser libre para tomar las decisiones que me hacen mejor persona. Libre para elegir el bien, rechazando el mal. Libre para soltar las dependencias que no me dejan crecer. Libre para asumir la responsabilidad de los pasos que voy dando. Me decido por este camino y me mantengo fiel en la elección tomada. Soy libre para elegir y para respetar la elección de mi hermano. Respeto su dignidad, los pasos que ha dado. Quiero ser libre de abusos, que nadie tenga poder sobre mí para decidir lo que a mí me conviene. Me pueden aconsejar, pero, como Dios, tendrán que esperar pacientes lo que yo decida, respetando el camino que elija. No es tan fácil respetar la libertad de los demás. Aceptar sus decisiones aun cuando piensen que están equivocadas. Libre para ser yo mismo, sin tapujos, sin máscaras. Es difícil porque hay un miedo escondido en el alma a ser rechazado y abandonado. Tengo una necesidad profunda de pertenecer a alguien, a un grupo, a un pueblo. No quiero ser nómada y solitario. Por eso te exijo la aprobación y el amor. Soy libre frente al futuro. He puesto mi vida en las manos de Dios y no le tengo miedo a lo que pueda suceder. No me asustan las circunstancias adversas que puedan venir. No quiero dejarme llevar por la masa, aceptando la forma de pensar que las redes sociales dan por válida. No deseo que otros decidan por mí y me lleven donde no quiero ir. Caminar contracorriente es muy complicado. Hace falta tener mucha fuerza interior para vencer las fuerzas que me presionan. Comenta el P. Kentenich: «La libertad del hombre es siempre lo primero. Él concedió al ser humano la libertad. Dios obra a través de causas segundas libres. ¿A qué se arriesga Dios al hacerlo? ¡A que se den millones de abusos de la libertad! Dios llega a aceptar que muchos hombres hagan un uso erróneo de su libertad. ¡Qué fácil le hubiera resultado obligar al hombre! Pero no. Él nos deja la libertad. ¡Qué tremendo respeto tiene Dios por la libertad del hombre!»[2]. Dios no me obliga a elegirlo a Él como mi camino. No me presiona, sólo me seduce con su amor. Así quiero ser yo con los demás. Quiero ser libre y dejar en libertad a los que amo. Esperar paciente sus decisiones. Aceptar que puedan elegir lo que yo no elegiría.

La mirada es muy importante. Los ojos con los que miro la vida y a las personas. Los ojos con los que me ven. Yo no veo bien a los demás y a veces siento que tampoco me miran bien a mí. Y me duelen esas miradas condenatorias, que juzgan mis comportamientos e interpretan mis intenciones. Al fin y al cabo me queda claro lo que leía el otro día: «Fue Anaïs Nin quien dijo que no vemos las cosas como son, vemos las cosas como somos»[3]. Veo las cosas desde mi realidad, desde mi dolor, desde mi carencia, desde mi herida, desde mi creencia. Las veo como soy yo. Mi historia personal es el trampolín que me permite confiar en el futuro o se puede convertir en la barrera que me cierra toda esperanza. Sé que mirar es fundamental y yo necesito aprender a mirar bien. Porque de esa mirada dependen mis actitudes y comportamientos. Depende mi felicidad y la de aquellos expuestos a mi mirada. Dicen que hay miradas que matan. Otras miradas dan aliento. Hay miradas tristes que entristecen. Y miradas alegres que levantan el ánimo cuando estoy decaído. Tengo claro que me han mirado bien muchas veces en mi vida y recuerdo muchas de esas miradas. Las de mi familia y amigos, la de alguna persona especial que me miró un día como seguro me mira Dios. ¿No he sentido esa mirada nunca a través de ojos humanos, ojos grandes y trasparentes? Lo pienso, me detengo. Traigo a la memoria ese álbum de miradas que guardo. Esas miradas me han hecho quien soy hoy. Me han construido o me han destruido. Porque hay también miradas que destruyen. Me miran mal. Y cuando esas miradas abundan más que las otras yo comienzo a mirar igual de mal a los demás. Y por eso miro las cosas de acuerdo con mi estado de ánimo. Desde mi pobreza y tristeza miro entristeciendo. Desde mi parálisis miro paralizando. Desde mis quejas miro quejándome. Tengo que reconocer que las cosas importantes en mi vida no las he recibido como merecimiento. Todo ha sido don, como me lo recuerda Jesús: «Gratis lo recibisteis; dadlo gratis». No merezco nada de lo que hoy tengo. Todo ha sido un don, un regalo inmerecido en el camino. Y eso que con frecuencia me quejo de lo que no tengo o echo en falta cosas que tal vez no son tan necesarias. Critico o juzgo la vida y no me alegro por ese don de la vida que cada mañana recibo. No quiero guardármelo porque me fue dado para que lo entregara. No me guardo la sonrisa, no oculto mi alegría, no permanezco en la pena lleno de resentimiento. Me han conmovido las preguntas que hacía el Papa Francisco: «¿Sabemos amar en familia? ¿Tenemos la puerta siempre abierta? ¿Sabemos acoger a todos, como hermanos y hermanas? ¿Ofrecemos a todos el alimento del perdón de Dios y la alegría evangélica? ¿Se respira aire de casa o parecemos más una oficina o un lugar reservado sólo a los elegidos?». No sé si de verdad soy capaz de amar en familia, si ofrezco un hogar donde reine la alegría y el perdón hacia los que están conmigo. No sé si les doy lo mejor de mí o tan sólo esas migajas que me sobran al llegar cansado a casa. Todo se encuentra en la mirada. Mi forma de mirar y ser mirado. Me da miedo convertirme en un juez intransigente que mira a sus hermanos buscando descubrir sus errores y debilidades, dispuesto a caer con el látigo cuando fallen. No quiero ser así. Quiero acoger y perdonar al que me ha hecho daño. Quiero sonreír siempre y dejar vivir en paz al que está conmigo. Quiero dejarlo ser, respetando su verdad y originalidad. Hay tantas cosas que he recibido gratis que no me puedo quejar de nada. La vida no es justa y yo soy un afortunado. No quiero olvidar que mi vida es un don sagrado que Dios me confió. No merezco lo que he recibido, ni el amor, ni el perdón, ni la alegría, ni la libertad, ni la paz, ni el consuelo. Hay miradas que me salvaron en medio de mis días. Sé que todo es un don inmenso. Y por eso puedo mirar de otra forma a las personas. Las miro desde lo que yo soy, desde mi verdad, respetando sus decisiones, su camino. Soy un hombre frágil, enfermo, perdonado, herido, sanado. Me da mucha alegría pensar que todo se lo puedo devolver a los que están conmigo. Tengo claro que no necesito que me paguen por lo que doy, por lo que hago, por lo que digo. Todo es don, no tengo derecho a que me den algo a cambio. Hay momentos en los que miro a los demás, con sospecha. ¿Estaré mirándolos con una mirada correcta? ¿Serán las cosas como parecen ser o son distintas? Dudo de mi mirada y eso me parece sano y bueno. Puede que no tenga toda la razón. No tengo la mirada precisa en cada momento. No sé lo que sucede en el corazón de las personas. Sólo Dios puede mirar el corazón de cada uno y comprender lo que hay en él. Yo veo muchos rostros y me abismo tímidamente en el corazón de mi hermano sin comprender del todo. Sin querer tener la visión exacta de la vida. Quiero mirar siempre con misericordia. Porque es así como he sido mirado.

No es tan fácil hacer la voluntad de Dios y seguir sus pasos. Las palabras de Dios al pueblo de Israel suenan como una promesa llena de esperanza: «Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios, y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí. Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa». Dios me ha rescatado, me ha salvado de la muerte y de la esclavitud. Y me ha destinado a una vida mejor. Si sigo sus mandatos y no me alejo de sus sendas seré un reino elegido, su propiedad personal. Al mirar a Dios y su presencia en mi vida puedo exclamar con las palabras del salmo: «¡Aclamad a Yahveh, toda la tierra, servid a Dios con alegría, llegaos ante él entre gritos de júbilo! Sabed que Él es Dios, Él nos ha hecho y suyos somos, su pueblo y el rebaño de su pasto. Porque es bueno e Señor, para siempre su amor, por todas las edades su lealtad». Dios me llama a ser parte de su pasto, de su tierra, de su hogar. Me rescata como a su pueblo elegido. Y me pide que me mantenga dentro de sus hábitos, de sus costumbres, de sus caminos. Que no me aleje nunca de su presencia. Aun así yo me alejo a menudo de Dios y no quiero obedecer. No quiero hacer el bien. No deseo plegarme a lo que me corresponde cumplir. Y huyo del Dios de mi vida pensando que seré más feliz lejos de Él, libre de su presencia y de su mirada. Entonces me encuentro como oveja sin pastor. Así veía Jesús al pueblo de Israel: «Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor». Estaban vejados y abatidos. Tristes y sin esperanza. apesadumbrados y sin rumbo. Jesús se compadece. El mundo no tiene pastores, no tiene luces que iluminen los caminos, a nadie que les muestre dónde están los pastos verdes para comer. Y por eso hay cantos de sirena y luces que muestran otros lugares. Otras fuentes que no sacian la sed del alma. El corazón vive inquieto, incapaz de amar y de darse. Siente el dolor de la soledad. Como si el alma no fuera capaz de tener paz en soledad. Quizás porque estoy acostumbrado a estar volcado en el mundo y no he aprendido a estar solo con mis pensamientos, con mis preocupaciones. En cuanto me siento triste necesito distraerme. Vivo en un mundo donde se impone el entretenimiento. No puedo aburrirme, no puedo estar callado sin hacer nada. Todo tiene que ser productivo y merecer la pena. Todo ha de ser agradable, entretenido, divertido. Una cultura de la diversión es la que se impone. Una cultura en la que el hombre acaba quedándose solo. ¡Cuántas ovejas perdidas sin pastor! ¡Cuántas personas que viven solas, sin compañía, sin amigos, sin vínculos fuertes! Un tiempo de vínculos fluidos, sin alma, sin continuidad. Un tiempo de pensamientos negativos como el que leía el otro día: «Desde pequeña había aprendido que soñar era demasiado doloroso, pues acababa teniendo esperanzas sobre cosas que no podían ser y que no creía que llegara a cumplir. La vida es caprichosa. Un día lo tienes todo, y al siguiente, nada. Y descubres que “siempre” tiene fecha de caducidad»[4]. La palabra siempre es caduca en la tierra. Y la decepción envuelve como una niebla gris el sol de mi ánimo. Y dejo de confiar, de creer. Vínculos que me han dejado herido. Decepciones profundas que me han alejado de la meta marcada. La caducidad de los sueños. Mejor no soñar para no decepcionarme. Mejor no esperar nada para no sufrir cuando incumplan las promesas expresadas con palabras bonitas. Te querré siempre. Estaré contigo siempre. No te dejaré nunca. Jamás te traicionaré. Mi amor es para siempre. Y luego el siempre se torna esquivo. Y llegan días donde ya no existe el siempre. El amor es pasado, ya no existe. La soledad entonces se impone como una mancha negra sobre el mar del alma. Tiñendo todo de oscuridad, de noche. Vagan como ovejas que sin pastor. O mejor, tienen muchos pastores que no dan la vida, sino que viven de la lana de las ovejas y les interesa más lo que obtienen de los demás que lo que ellos mismo dan con sus vidas. Un mundo de personas que viven solas, abandonadas, sin raíces, sin hogar, sin estabilidad, sin rumbo. Tengo el corazón herido y comprendo lo que significa esta soledad del alma. No quiero que nadie viva solo. Al mismo tiempo siento que uno tiene que aprender a estar solo. Porque es ahí, en la soledad, donde mi alma se vuelve honda. Donde el pozo se hace profundo. Y llego a aguas que corren en el interior, lejos de la superficie. Si estoy solo sin nada, sin nadie que me distraiga, aprenderé a disfrutar de mi compañía. Solo conmigo mismo. Solo reflexionando sobre mi vida, sobre lo que veo, sobre lo que me pasa. Solo sin amargura. Porque el que sabe estar solo también sabe cuidar sus vínculos. Esos lazos que le unen con la tierra y con el cielo. Un corazón que no va mendigando cariño porque se sabe amado por Dios. Conoce la incondicionalidad del amor. Y comprende que sólo cuando se entrega todo, la vida merece la pena. Se entrega poseyéndose, de forma madura, con altura. No se entrega de forma enfermiza y dependiente.

A veces no tengo fuerzas para luchar. Me levanto e intento llegar más lejos, pero no puedo: «En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos. En verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros. Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida!». Siento entonces que Jesús ha muerto por mí, ha dado su vida para que yo tenga vida y eso me llena de esperanza. El alma se calma. La mirada se levanta al cielo para dar gracias. La misión es demasiado grande y pesa mucho: «La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies». La mies es demasiado abundante. Hay mucho que hacer y el corazón no me da. No tengo fuerzas para luchar cada mañana contra el mundo, contra la vida, contra las injusticias, contra las ofensas. Siento que es mucho lo que tendría que hacer para salvar el mundo. Demasiado campo que trabajar, por cosechar. El alma se entristece. No puedo, pienso en mi interior. No tengo la capacidad para hacerlo. ¡Cuántas veces he escuchado decir a personas que no pueden, que no lo van a lograr! Necesito tener más fe en mí mismo. Creer en todo lo bueno que puede salir de mis manos, de mi corazón. ¿Podré hacerlo bien hasta el final? Sé que podré por un tiempo, por unos días, por un año quizás, pero ¿siempre? la fidelidad, la perseverancia se me antojan imposibles. Como si todo dependiera de mí. No lo logro. Miro mi corazón y sé que puedo seguir luchando. Si creo en mí, si tengo fe en lo que Dios puede hacer por mí. Tengo que saber qué fuerzas tengo en mi interior. Descubrir los dones que Dios ha puesto en mi alma. La vida es muy larga, la mies muy extensa. Me faltan las fuerzas necesarias para llegar tan lejos. ¿Cómo lo haré si soy tan débil? El corazón se resiente. Tengo mucha sed, hambre de un amor infinito que nunca pase. Quiero llegar más lejos, más alto, más dentro. Quiero ser fiel en las cosas pequeñas de cada día. Le pido al Señor que envíe operarios a su mies. Que no me deje solo en medio de la batalla. Así me llama a mí y a todos los que van conmigo. Hoy recuerdo la lista de esos primeros escogidos por Jesús: «Los nombres de los doce Apóstoles son éstos: primero Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo el publicano; Santiago el de Alfeo y Tadeo; Simón el Cananeo y Judas el Iscariote, el mismo que le entregó. A estos doce envió Jesús, después de darles estas instrucciones». Hay una historia de amor detrás de cada llamada. Una relación de amor profunda con Jesús que lleva a la obediencia. Se ponen en camino porque saben que es mucho lo que pueden hacer. ¿Podrán ser fieles hasta el final? Las dificultades son muchas, los problemas, las tentaciones, las esclavitudes que amenazan con agotar mi corazón. Hay cantos de sirena que me hacen pensar que otras vidas serán mejores. Menos duras, más llevaderas. Es mentira. Jesús me llama a vivir la vida que está hecha para mí. Es una vocación. Dice en alto mi nombre para que no me olvide de su amor predilecto. Me dice que soy yo el elegido, no es otro, se dirige a mí y eso me da paz. La mies es mucha y confía en mí. Ha puesto en mi corazón dones y talentos. Hay fuerzas interiores que me animan a levantarme cada mañana. Hay un sueño dibujado por su dedo en mi interior. Una llamada con forma de misión. Me dice que me quiere en ese lugar, haciendo aquello que sé hacer. Y yo lo acepto. Reconozco mi pobreza, soy débil. Él sabrá cómo hacerlo para que todo cuadre en mi camino. Él sabrá cómo encender el fuego del amor cada vez que el mundo me amenace con apagarlo. No quiero perder la pasión por Dios, la pasión por esa misión que me saca de mi comodidad, de mi entrega generosa a los hombres que necesitan algo de luz y de esperanza en medio de la oscuridad que los rodea. Es tan seductor dejarme llevar por lo que el mundo me ofrece. La vida es muy larga, a veces demasiado. Muchos años de camino y el amor y la fuerza del primer sí parecen languidecer. Y entonces brotan las dudas. No estoy dispuesto a dejar de luchar. Toni Nadal, entrenador de su sobrino Rafael, comentaba: «Yo fui un entrenador muy exigente, poco complaciente, muy poco dado al halago y, por tanto, consecuente con el camino elegido. Él creció escuchando y, especialmente, asimilando toda una serie de frases que le repetí incansablemente: - Si no eres capaz de derrotar a tu rival, al menos no le ayudes a que él te venza. Es muy difícil dominar la pelota si tú no eres capaz de dominar tu voluntad». Quiero dominar mi voluntad, no tirar la toalla hasta el final. Luchar sin descanso por llegar más lejos. Quiero reconocer mi debilidad y poner al servicio de Dios todos mis dones. Sabiendo que será duro, no importa cuánto. lucharé sin desfallecer. No me daré por vencido. Es mucha la mies pero Dios quiere que yo me entregue.

Hoy Jesús me recuerda la forma como llamó a los discípulos: «Y llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia. Y les dijo: - No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios». Los envió con instrucciones claras a cuidar a las ovejas perdidas. No les pidió que cuidaran a los que ya estaban cerca de Dios y sólo necesitaban algo de compañía. Los mandó a cuidar a los que estaban más perdidos. A los que no creían. A veces siento que me pongo a la defensiva frente a aquellos que no comparten mi fe. Como si quisiera convencerles de que están equivocados. Con argumentos valiosos, irrefutables, con la fuerza de mi pasión. Me siento en lucha, en una guerra sin cuartel por imponer en la tierra el reino de Dios. Es como si se jugara mi vida en esa lucha. Y así me desgasto, dejo de tener alegría, no venzo y me desanimo. Jesús me envía a esas ovejas y lo hace llamándome por mi nombre. Tal vez no pretende que las convenza para que crean. En realidad son los ejemplos los que enamoran, el mismo amor. No serán mis palabras las que los acerquen a Dios, serán más mi misericordia y mi compasión. Quiere que vaya a buscar esas ovejas perdidas que tienen sed, hambre, sufren dolores o ansiedad. Están perdidas en medio del mundo y no son capaces de enderezar sus pasos. Quiere que busque a aquellos que están en la frontera y miran con cierto desprecio los valores que la Iglesia pretende defender. Quisiera escuchar la voz de Dios y saber bien dónde quiere que vaya, qué quiere que haga. Hace poco se hizo un reportaje mostrando un encuentro del Papa Francisco con un grupo de jóvenes. Se llama Amén. En ese reportaje se ve al Papa en diálogo con jóvenes muy diversos. No pretendía el documental recoger la variedad de jóvenes que hay en el mundo. No era una catequesis sobre los temas en debate en el mundo actual. Era sólo un encuentro de un grupo de jóvenes con el Papa. Lo que me conmovió fue la actitud del Papa. Estaba sereno, los acogía con empatía. Se puso en sus zapatos. Los escuchó con paciencia y afabilidad. Intentó responder a todas sus preguntas sin pretender sentar cátedra sobre todos los temas. Lo que más me conmovió fue la calma y la cercanía con la que los trató a todos. El tono cordial de sus palabras. Algunos echarían de menos que dejara más claro lo que está bien y lo que está mal. A mí me parecía que era ese pastor que se acercaba a las ovejas perdidas, a los que estaban más lejos, a los que más necesitaban su presencia como la presencia de Cristo en la tierra. Creo que esa es mi misión. Hacerle fácil la vida a los que me rodean y ayudarles a mirar al cielo esperanzados. No tengo todas las respuestas. No sé lo que cada uno ha de hacer en cada momento. No pretendo saber siempre lo que está bien y lo que está mal. No voy dando clases de doctrina por todos lados para que nadie se salga del redil. Hay muchos que ya lo hacen. Yo sólo quiero salir a estar al lado de los que han sufrido el rechazo, de los que han dejado de creer porque no vieron buenos testimonios. Quiero estar cerca de los que más necesitan tener esperanza en sus vidas. Y para poder hacer eso que me pide siento que me da las mismas herramientas que les dio a sus discípulos. Quiere que cure enfermos. Que libere a los esclavos. Que sane a los leprosos. Que expulse a los demonios de los corazones atormentados. Quiere que calle y escuche, en lugar de gritar y decir demasiadas cosas. Ya son muchos los que hablan. Quiero callar y estar atento a lo que sucede en cada corazón. Escuchar es sencillo, aparentemente. Quiero estar en silencio, absorbiendo todo lo que les preocupa. No quiero vivir diciendo si lo hacen mal o bien. Jesús me envía a sanar sus corazones. ¿Podré hacerlo? ¿Cómo puede llegar a sanar un sanador que está herido? Así era Jesús, con sus heridas sanaba. El sanador no hace falta que esté sano, basta con que pueda sanar con sus manos, con su voz. Igual que no es necesario que tenga un hogar aquel que puede ser hogar para otros. O que libere a los esclavos ese corazón que vive sin libertad. Creo que puedo dar lo que no tengo, si Dios me lo da. Mientras lo anhele para mí podré dárselo a otros. No siempre tendré paz cuando dé paz a los que viven inquietos. Y daré la vida estando yo moribundo, como Jesús, de su costado abierto. Son las paradojas que tiene la vocación del apóstol, del misionero. Da riquezas con las manos vacías. Rompe las cadenas sin la fuerza necesaria para hacerlo. Hace milagros siendo él incapaz de sanarse a sí mismo. No pide milagros para su vida, pero los suplica para otros. Así fueron los apóstoles. Y esa lista me muestra que eran muy normales. Eran hombres de su época. Enfermos en su alma. Dolientes. Pobres, incapaces de salvar a nadie pero enviados a salvar a todos. Dios me pide el imposible y me da un corazón grande para que pueda acogerlo todo en mi interior. Así quiero vivir, confiado, abierto, salvado.

 



[1] Amadeo Cencini, Ladrón perdonado

[2] J. Kentenich, “En libertad ser plenamente hombres”, 138

[3] María Martínez, La fragilidad de un corazón bajo la lluvia

[4] María Martínez, La fragilidad de un corazón bajo la lluvia

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