Homilía del padre Carlos Padilla - 19 de enero de 2020

Domingo 19 de enero de 2020 | Carlos Padilla

II Domingo Tiempo Ordinario

Isaías 49,3.5-6; 1 Corintios 1,1-3; Juan 1,29-34

 

«He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre Él. Yo no lo conocía: - Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre Él, ese es»

19 Enero 2020 P. Carlos Padilla Esteban

«Una fe audaz que busca señales para tomar decisiones y ponerse en camino. Una fe que mueve montañas y hace posible lo imposible. Me saca de mis miedos y vence mis desconfianzas»

Tengo un deseo muy grande de vivir en paz y confiado. Es la felicidad que mi corazón desea. El sueño de vivir anclado en un lugar seguro, un puerto estable, una meta definitiva. Me asusta esa desconfianza extraña que se adentra en mi pecho. Brotan las dudas y los miedos. Y la paz que creía tan segura desaparece de forma inmediata. Leía hace tiempo sobre la felicidad soñada: «Según los místicos, esta búsqueda de la felicidad divina es el gran objetivo de nuestra vida. Por eso elegimos nacer y por eso el sufrimiento y el dolor de esta vida merecen la pena, porque nos dan la oportunidad de experimentar este amor infinito. Y una vez descubierta nuestra divinidad interna, ¿somos capaces de conservarla? En caso de que sea así, seremos felices»[1]. Necesito conservar a Dios dentro de mí para no perder la felicidad que deseo. Para vivir con raíces profundas. Para tener el corazón en calma, en paz. La confianza me es esquiva. Siento que me han decepcionado, me han fallado o yo mismo he fallado a otros. Y no creo ya en esa fidelidad a prueba de todo. Surge el miedo. Ese miedo profundo y sibilino que me crea desconcierto. Me falta confianza para enfrentar la vida, para decidirme a hacer lo que no sé hacer. Para aventurarme en rutas desconocidas. Comenta Brian G. Jett: «Puedes saber el grado de confianza en sí mismo de la gente, escuchando lo que no dicen acerca de ellos mismos». ¿Qué digo yo acerca de mí mismo? Miro mis discursos erráticos. ¿Quién soy yo? ¿Me conozco o me temo? ¿Confío en mis fuerzas? ¿Conozco mis debilidades y peligros? Comentaba el P. Kentenich: «Lo sé por experiencia: ¡qué es lo que no sería capaz de hacer mi naturaleza si la dejara correr tranquilamente por el rastrojo, si Dios no la atara, si Dios no me diese su gracia! Amor a Dios y confianza en Él»[2]. Necesito confiar en Dios para confiar en mí mismo. Miro mi alma inquieta. No confío. Me dan miedo mis pasiones, mis debilidades. Desconfío de la gracia, del poder de Dios en mí. Es como si en el momento de la verdad estuviera solo ante el peligro. No puedo hacer nada. No viene en mi ayuda aquel que me salva. Desconfío de su poder infinito y misericordioso. Me gusta controlarlo todo. Y cuando mi cuerpo me falla quiero saber por qué, qué tengo que hacer. La confianza plena se me escapa. Es una gracia que sostiene mis pasos. Estoy en manos de Dios y sigo sujetando mi vida con todas mis fuerzas. Soltar me parece excesivo, demasiado arriesgado. Temo que no haya nadie al final de la caída. Quiero oír la voz de Dios sosteniendo mis miedos. ¿No está acaso Él allí esperando para salvarme y socorrerme en el camino? Es la esperanza que me mueve. La certeza que me ha dejado Dios en la piel de un niño, de un hombre, de ese Jesús que viene a sostener la vida de los hombres. Mi propia vida. Para que nunca el miedo acabe con la paz del alma. Para que nunca la desconfianza sea más fuerte que el amor. Para que nunca deje de caminar por miedo a errar mis pasos. Miro a Jesús confiado. Quiero que sostenga mi vida. Estoy en sus manos de Padre. Prendido del cielo. Sujeto desde mis entrañas. Es la paz que tengo al mirar a Jesús cuando Juan lo señala en el Jordán. Es el Cordero que salva mi vida. ¿Dónde busco la felicidad tantas veces? ¿Qué siembra en mí dudas y desconfianzas? ¿Cómo hago para volver a confiar cuando me han fallado? Quiero tener un corazón de niño que sepa confiar siempre. Por encima de las heridas sufridas. Por encima de los miedos que son tan fuertes. Por encima de los dolores que laceran mi alma e inquietan. Me aferro a la felicidad que me da Dios al decirme al oído que me ama. Soy suyo para siempre. ¿Por qué tengo tanto miedo? Jesús es el que sostiene mi vida con su amor delicado. Confío de nuevo. Estoy en sus manos. 

No es lo mismo esperar con ilusión al que llega que despedirlo. No es lo mismo llegar que marcharse. Preparar una fiesta que recoger los restos. No es lo mismo un abrazo de bienvenida que de despedida. Pero la vida es la misma. El mismo corazón que llega y el mismo el que se marcha. Lo mismo se ama en el encuentro que en el adiós. Uno alegra más. El otro duele. Pero los dos son parte de mi vida, de mi alma. La alegría de preparar la Navidad. Poner el nacimiento. Los peregrinos José y María. Las posadas. Los pastores que van y vienen. El castillo de Herodes. El ángel o los ángeles cantando el Gloria. El buey y la mula. Un pesebre que acoge al peregrino. Colocarlo todo con el corazón de fiesta. Las bolas del árbol. Los adornos en la casa. Las luces. La estrella. La emoción de entonces. El dolor de ahora, nostálgico, al guardarlo todo. Las bolas de colores a sus cajas, y las figuras. José, María, el Niño, los pastores y los reyes. Todo en orden hasta que pase todo un año. Me duele el alma. Vaciar la casa de luz, de colores, de fiesta. Se acaba la Navidad y se tiñe el alma de melancolía. Una despedida, un hasta pronto. Duele. El Adviento preparó mi alma para la alegría, para el encuentro con un niño recién nacido. ¿Cómo preparo ahora el corazón para la nostalgia? ¿Cómo me preparo para la pérdida, para la ausencia? No quiero vivir reprimiendo lo que siento o huyendo de lo que duele. Porque la vida tiene siempre esta doble corriente. De la alegría del encuentro, de la posesión, de la pertenencia. Al dolor y tristeza de la pérdida, de la partida. Navidad en la que nace Jesús en mi alma. Y luego la sequedad del desierto. Sonrío. Porque la vida tiene las dos cosas. Las hojas caídas del otoño y los brotes de la primavera. Me decido a vivir los dos momentos intensamente. Sin pesar, sin amargura. Sin tapar lo que siento. Leía el otro día sobre cómo vivir momentos difíciles: «Dada esta forma en que la rabia y la tristeza actúan dentro de nosotros, es fundamental no tomar decisiones apresuradas ni trascendentes. No debes dejarte abatir, ni renunciar al trabajo ni al estudio, no renunciar a tus deberes sino rebajarlos de intensidad para no exigirle demasiado a tu cuerpo sino respetar su ritmo vital. A veces no respetamos este proceso interno, y nos volcamos con mayor intensidad al trabajo o al estudio. Hay personas que venden su casa a un precio de regalo por querer deshacerse del recuerdo y hacer desaparecer todo lo relacionado a la pérdida. O renuncian a su trabajo y toman un viaje sin retorno al extranjero»[3]. No quiero eludir el dolor de este tiempo que cierra. Como tampoco el dolor de una pérdida. O el cansancio de una enfermedad. No quiero huir lejos de mí mismo esquivando la pena. No quiero esconder la cabeza para no enfrentar la vida en toda su riqueza. La alegría del encuentro. La nostalgia de la despedida. Porque así es siempre. El corazón es capaz de alegrarse en todo. Y sonreír en medio de la noche o del claro día. Es lo que le pido a Dios. Esa sonrisa que no se muera nunca. Que no me acostumbre a lo bueno. Que no desespere de lo difícil. Sonrío. Y el cielo a mi alrededor se llena de sol y esperanza. Dejo de tener miedo a la vida. Al Adviento en el que espero a aquel que me alegra el alma y luego el dolor de la despedida del tiempo navideño. La alegría de ahora y el dolor de entonces cuando no tenga lo que hoy me alegra. Todo va unido. No me quejo nunca de lo que me alegra. ¿Por qué me quejo cuando sufro? No me indigno por estar sano. ¿Por qué en la enfermedad protesto con amargura? No es lo que quiero. Deseo vivir con paz los dos momentos. Guardo en el alma el nacimiento, las figuras, las bolas de fiesta. Recojo los restos de los días festivos. Pasa la Navidad dejando un reguero de nostalgia en mi alma. No pierdo la alegría del día de Navidad, cuando sonreía al besar al Niño. Quiero conservar la alegría de los niños al abrir los regalos. La alegría de la cabalgata de los reyes subido a una escalera para verlo todo. La alegría de un paquete aún por abrir. La alegría de una mesa preparada para la cena. La alegría de un bebé que acojo entre mis brazos y lo beso conmovido. Guardo la alegría de tantos abrazos recibiendo el nuevo año o deseando una Navidad bendecida. La alegría de que Jesús abraza lo humano para siempre. Todo lo humano se llena de Dios ahora al comienzo de este nuevo año. Jesús pisa mi tierra y pasa junto a mí dando alegría. Yo también quiero que este año esté marcado por el deseo de dar alegría, amor y esperanza. Decía el P. Kentenich: «Vida y amor son dos conceptos que van estrechamente unidos. Dar vida significa dar amor, dar plenitud, dar alegría»[4]. Cierro la puerta del tiempo navideño que ha llenado mi corazón de alegría. De ahí sacaré para dar, para vivir, para entregar. El corazón lleno puede dar más que cuando está vacío. Quiero que el Niño en mi alma siga regalando ternura, compasión, misericordia. No quiero vivir con melancolía. No quiero perderme en lo que podía haber sido, en el dolor de la pérdida, en la dureza de la enfermedad, en la frialdad de la soledad. No me quedo en los planes que no son como pensaba. En las personas que me defraudan con actitudes inesperadas. No vivo llorando por las expectativas incumplidas. Quiero vivir Navidad en mi corazón cada día del año. El encuentro que cambia mi alma y graba a fuego la sonrisa en mi rostro. Abrazo con alegría los días que piso. Sin miedo, sin nostalgia. Le sonrío a la vida.

Una casa tiene raíces profundas. Son los cimientos sobre los que se sostiene. Una casa se adentra en lo hondo de la tierra para mantenerse firme. Crece hacia dentro, lentamente, aunque parezca quieta. Una casa es el hogar en el que he vivido, crecido y amado. Mi historia está hecha de recuerdos familiares, de palabras que han quedado suspendidas en el aire. Un hogar es una casa con paredes y ventanas, mesas y sillas, y un jardín, y un pozo, y el calor familiar que todo lo sostiene. Es el hogar en el que el alma ha ido tejiendo la propia historia a golpe de días, de entrega. El hogar es esa casa de mi infancia, llena de voces y silencios, de movimientos que ya no percibo, es como el alma desparramada en el tiempo, enterrada, hecha tronco, roca, fuente, río. Y al volver a tocar sus paredes algo nuevo se despierta muy dentro de mí. Como un eco profundo que despierta sueños dormidos. Es tan importante saber que las raíces no mueren nunca. Simplemente se extienden silenciosas sembrando vida. Desde la tierra honda hasta el mar profundo. Desde la calma de la roca a la viveza del agua que corre y canta. Desde lo desconocido a lo que más amo y conozco. He querido saciar esa sed de eternidad que tiene mi corazón pequeño y pobre. Tengo una sed de infinito que no sé saciar de ninguna manera. Creo que el que lleva su hogar en el alma es capaz de crear nuevos hogares y calmar la sed y el hambre. Y el que no lo lleva, el que no tiene raíces, porque las ha perdido, u olvidado, lo tiene más difícil. No es tan sencillo vivir sin un hogar en el alma. Llevo el hogar grabado en lo más hondo, tatuado a fuego. Guardo todas sus paredes y recuerdos. Las pisadas no olvidadas. Y las canciones que se cuelan por las rendijas de las ventanas. Y el sol del jardín. Y los pinos y los rosales. Y ese chaparro amado. Me llevo la historia de mi vida que es siempre pasado y presente al mismo tiempo. Y me da alegría llevar mis hogares a otros hogares. Y amar en lo concreto, en el hogar nuevo, en el antiguo. En la tierra que ahora piso, en la tierra ya hollada. No quiero que me pase lo que leía el otro día: «Como la famosa señora Jellyby, de la que Dickens, dice en su casa desolada, que tenía una filantropía telescópica, ya que no podría ver y a amar nada más que a personas lejanas, mientras no le daban ninguna pena ni cuidaba de sus propios hijos»[5]. Quiero amar al cercano, como hizo Jesús al pasar por la vida del hombre. Llevaba su hogar en el alma. Y supo sembrar hogares. Espacios de calma y luz donde tocar a Dios. Jardines por donde se pasea mi cuerpo y mi corazón enamorado de la vida. No le tengo miedo a las distancias recorridas. Son tan cortas en el corazón que vive y sueña lo imposible. No amo sólo en la distancia, amo en la cercanía de corazones concretos que Dios pone a mi paso. Me gusta pensar que estoy llamado a crear hogares allí donde me encuentre. A sembrar esperanzas y alegrías. Así es la Iglesia con la que sueña el Papa Francisco: «La Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas». Así quiere ser mi alma, mi vida, mi casa, mi hogar. Una vivienda abierta, de paredes blancas. Sin muchas alarmas, síntoma de miedo. Con mucha luz que entre por espacios llenos de vida. Y plantas, y árboles. Que me recuerden que todo crece, cambia, profundiza, se eleva. Soy tan pequeño que siento imposible llegar a tocar todas las estrellas. Es esquivo el mar cuando se aleja de la playa. Y los sueños los pierdo cuando me da miedo vivir plenamente el presente. Acaricio los caminos de mi tierra. Abrazo los nuevos caminos que recorro. Sonrío al pensar que la vida son dos días y el tiempo pasa. Y que no hace nada de tiempo había cosas que eran diferentes. No importa. La vida continúa. El presente de ahora será el ayer de un día lejano en el futuro. El ayer que acaricio fue el presente de mi vida joven, infantil, lejana. El dolor de ahora forma parte de la alegría de entonces. La alegría de ahora forma parte del dolor de entonces. Todo va tan unido. Pasado, presente y futuro. Y las raíces siguen buscando el agua en lo hondo de la tierra. Y las ramas de los árboles son alas tendidas al viento buscando el sol de la mañana. Me alegra tanto tocar la vida que llevo dentro, y entregarla. Y dejar que mis dedos se deslicen melancólicos sujetando las letras de viejas y nuevas canciones. Y sé que sueño con un futuro nuevo lleno de esperanza anclado a mi pasado, a mi hogar, a mis raíces. Y sonrío al abismarme en un nuevo océano sin miedo a lo que no conozco. He escrito la vida que deseo. La que he soñado. La que voy a vivir. Pierdo el miedo a todo lo que tengo ante mis ojos. Quiero sembrar hogares con mi propia vida, luz y sonrisas. Y permitir que todos encuentren su hogar en lo profundo del corazón de Dios y de María. Comenta el P. Kentenich hablando del Santuario: «Encontraron allí un hogar natural y sobrenatural y dieron el siguiente testimonio: - Este lugar ha pasado a ser para mí una fuente de vida nueva»[6]. Quiero que el corazón de Dios sea fuente de vida en mi alma. Quiero tener un hogar espiritual en Dios y un hogar natural hecho de firmes raíces entre los hombres. Quiero conducir a muchos a ese hogar seguro en el que Dios me espera.

Hacer mi propia voluntad es lo que más deseo. Hacer lo que yo quiero, no someterme a la voluntad de los otros. Cuesta tanto la obediencia cuando pienso que yo seguiría mejor otros caminos o haría cosas distintas. Pero la obediencia a Dios calma todas mis ansias y me libera de los miedos. Hoy escucho: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad». ¿Estoy aquí para hacer la voluntad de Dios? Me cuesta creer en estas palabras que he escuchado tantas veces. Decía Santa Teresa de Jesús: «Y cómo de un alma que está ya determinada a amaros y dejada en vuestras manos, no queréis otra cosa, sino que obedezca y se informe bien de lo que es más servicio vuestro, y eso desee». Mi alma quiere hacer la voluntad de Dios.  No siempre lo logra. ¿Soy yo uno de esos cristianos acostumbrados a amar a Dios sólo mientras Él cumple sus deseos? ¿Soy de esos que luego se molestan y alejan cuando las cosas son diferentes? ¡Cuántas personas pierden esa fe que parecía tan sólida cuando la realidad no es la que esperaban! Quieren seguir sus caminos y se alejan de Dios temiendo que les pida lo que no desean. O huyen cuando no se cumple lo que esperan. Pierden su fe tan inmadura. Dejan de alabar, de agradecer, de creer. Desconfían de ese Dios que dice amarlos con locura y permite tanto dolor. Pierden la esperanza en un mundo mejor, en un tiempo bendecido. No se sobreponen a las cruces que conlleva amar, vivir, dar la vida. Esa fe en Dios tan débil suele estar en relación con una fe muy pobre en los hombres. Lo que les sucede con Dios les sucede también en sus relaciones humanas. Les cuesta renunciar a sus propios caminos. No les gusta otra voluntad que no sea la suya. Y a menudo no se dan cuenta de su tendencia a no acoger la voluntad de los demás. ¿Me sucede a mí lo mismo? Deseo tanto que se cumplan todos mis sueños que no estoy abierto a lo que los demás desean y me piden. Hay personas obsesionadas con hacer siempre lo que ellos quieren. Desean que se cumplan sus planes y no otros. Mueven los hilos para que se hagan realidad sus deseos y los demás hagan lo que ellos quieren. No se dan cuenta. Viven diciendo que siempre hacen lo que los demás desean. ¿Se autoengañan? Tal vez no se ven a sí mismos como en verdad son. No tienen una mirada sana sobre su corazón. Puede que yo sea igual. Me da miedo hacer lo mismo que ellos. Deseo hacer las cosas a mi manera. Me falta libertad para ceder, para renunciar a mi orgullo, para abrirme a otros caminos posibles. Necesito un corazón más dócil. San Agustín comenta: «¿Pues qué cosa es la miseria del hombre sino padecer contra sí mismo la desobediencia de sí mismo, y que, ya que no quiso lo que pudo, quiera lo que no puede?»[7]. Lo que no me hace bien, lo que no me construye, es lo que acabo haciendo al no obedecer a Dios. Y me dejo llevar por mis pasiones. Me debilito en mi fuerza de voluntad. Sé que necesito aprender a obedecer. Es lo que me construye por dentro. Renunciar a mis deseos por amor a los deseos de Dios. Comenta el P. Kentenich al hablar de los jóvenes con los que comenzó a trabajar siendo un joven sacerdote: «La tarea consistía en canalizar el afán de conquista que subyacía en la rebelión, y atarlo al carro de la obediencia. Había que señalar que la obediencia no equivalía a debilidad, sino que suponía una fuerza mayor, cumbre de una sana energía; que suponía señalar que, en el caso de los jóvenes, dominar los instintos significaba un pleno desarrollo de las fuerzas la obediencia»[8]. Cuando obedezco no me vuelvo débil. Me hago más fuerte. Acojo los deseos de aquel que sabe mejor que yo lo que me conviene. Aunque no lo entienda ni desee. Obedezco y no me equivoco. Asumo un deseo de Dios que se manifiesta en personas, en sucesos o dentro de mi alma en una moción del Espíritu. Esa forma de vivir obedeciendo me hace más de Dios, más niño. La desobediencia constante me vuelve caprichoso y lábil. Querer que siempre se haga lo que yo quiero acaba siendo algo enfermizo y me aleja de las personas, me debilita. Nadie quiere compartir la vida con personas caprichosas, y volubles. Obedecer es una actitud que me sana. Obedezco y avanzo en el camino de la vida, en mi madurez. Me hago más niño, más hijo, más dócil. Me gusta esa forma de ver la vida. Quiero seguir los caminos de Dios. Hacer lo que otros me piden. Renunciar a lo mío por amor a los demás. No es fácil esa actitud que me cambia por dentro. La obediencia a lo que no comprendo ni comparto. Es una actitud que es madura y grande, no sumisa. Le pido a Dios que me haga más hijo suyo. Que me desprenda de mi orgullo enfermizo y me haga más humilde.

Juan ve a Jesús, su primo, en el Jordán y cree en Él. Hoy escucho sus palabras: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: - Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel». Juan señala a Jesús entre los hombres. Cree en Él. Ve a Dios oculto en carne humana. Ve lo que muchos no ven. Jesús ese día era uno más en una fila de hombres que buscaban la conversión y cambiar de vida. Hombres que buscaban el perdón de sus pecados para poder empezar una nueva vida. Jesús sólo era un hombre entre muchos hombres. Uno más. Y Juan lo ve. Oculto en piel humana. Oculto bajo la sombra de tantos. Oculto a los ojos humanos que no saben distinguir. Jesús no vino en una nube. No se manifestó en gloria y majestad. No hizo un milagro prodigioso ese día. Simplemente se dejó ver entre muchos. Allí estaba Juan que lo iba a bautizar deseando encontrar al Mesías. No sabía cómo sería su aparición. Jesús se acercó y Juan lo reconoció. Supo distinguir su luz oculta. Supo descifrar su silencio. La mirada de Juan me impresiona. Ve lo que nadie ve. Distingue a Dios caminando entre los hombres. Un hombre sencillo. ¿Cómo se puede seguir a un hombre entre tantos hombres? Sólo cuando sé que Dios se oculta en su apariencia humana. Hoy Dios sigue manifestándose entre los hombres. Lo hace en la piel herida de cada hombre. Lo hace en aquellos que le han dicho que sí a Dios en sus vidas y se convierten en sus instrumentos, en sus hijos dóciles. La santidad se manifiesta en la debilidad de la carne. No hay perfección en los santos. No son inmaculados, no lo hacen todo bien. Caen, cometen errores y pecan. Tropiezan y vuelven a levantarse. Acarician el éxito de las cumbres y saborean la amargura del fracaso. Y en ambos casos no pierden la esperanza. Siguen su camino confiados porque han escuchado una promesa de Dios en sus almas. No los abandonará nunca en medio de la noche. Me resulta difícil distinguir a Dios en la carne pecadora. Creo verlo en alguien y pongo en él el peso de mi fe. Pero me decepciona. Me siento defraudado porque esperaba más. Quería más. La debilidad de los hombres me incomoda. No se concilia la divinidad perfecta y santa con la debilidad del hombre pecador. ¿Cómo puedo distinguir a Dios paseando ante mis ojos? Me cuesta verlo. Veo más la debilidad y me alejo. Dejo de creer en la Iglesia cuando soy testigo de su pecado. Me rebelo contra la pobreza que me hiere en la piel. Santa Teresita era capaz de ver a Jesús en una hermana que le resultaba difícil: «¡Ah! lo que me atraía era Jesús escondido en el fondo de su alma. Jesús que hace dulce lo más amargo»[9]. Esa mirada me sorprende. Es un milagro poder ver la dulzura de Dios oculta en los rasgos duros del que me aturde. Me cuesta ver a Jesús escondido detrás de la maldad, del odio. Oculto en el hombre que hiere porque está herido, mata porque lo han matado antes. Ese Dios está oculto a mi mirada. Me busco a mí mismo cuando miro. No me abro a la belleza de los demás. Sólo quiero hacer mi voluntad. Me gustaría tener el don de ver a Dios oculto. Ese Dios escondido en las palabras hirientes y en los sucesos difíciles. Oculto en la enfermedad o en el fracaso. Quiero ver a Dios caminando a mi lado. Un Dios disfrazado de casualidad, es esa su forma de manifestarme su querer. Un Dios que no me grita, guarda silencio. Calla para decirme que soy su hijo amado. Y me abraza sin que note su calor. Pero está ahí, diciéndome que no tema. Y yo creo sus palabras no oídas. Y me creo su amor no sentido. Y no dudo. Camino por los caminos señalándolo oculto a los ojos del mundo: «¡Es Él! Es quien viene a salvarme. Es Él quien me ha elegido, amado, buscado. Es Él el que tiene un plan de salvación para que encuentre yo el sentido a tantas cosas». No quiero tener respuestas claras. No me importa caminar con dudas. Sólo saber que es Él en medio de los hombres me da paz. Lo señalo a Él. No es a mí a quien buscan, a quien siguen. No es a mí a quien esperan para que dé respuestas acertadas. Es a Él al que aman, al que siguen por los caminos, al que pretenden descubrir bajo mi apariencia débil y herida. Es Él el que los salva, no soy yo con mis sabios consejos y mis decisiones acertadas. Con mis palabras llenas de luz y mis gritos llenos de esperanza. No es a mí, es a Él al que quieren y por el que darían la vida. No quiero que se me olvide cuando consagro en mis manos humanas o perdono pecados en su nombre. No es a mí al que aman cuando me muestro herido o débil ante sus ojos. Lo aman a Él escondido en mi piel de hombre. Eso me da tranquilidad. No necesitan mi éxito pera salvarse ellos. Tampoco yo lo necesito pera salvarme. No tengo que hacerlo todo bien para que Dios quiera habitar en mí. Sigue presente en medio de mis debilidades tan manifiestas. El barro sigue sujetando la divinidad. Mi cántaro de barro. Mi herida abierta que deja que pase por mí su luz, su gracia, su grito lleno de esperanza. No me siguen a mí, siempre a Él. Yo sólo le digo que sí para que se adentre en mis entrañas y se haga voz en mis labios.

Estoy llamado a dar testimonio del amor que Jesús me tiene. Es el testimonio que más vale, aquel que parte de una experiencia. Juan da testimonio porque se ha encontrado con el Mesías. Y exclama: «He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre Él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: - Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre Él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo. Y yo lo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios». Juan necesita una señal para reconocer a Jesús. No lo conocía antes. Pero Dios le habla de la paloma, del Espíritu Santo. Y él cree. Me conmueve la fe de Juan. Busca a Dios en el desierto y se encuentra con Él. Y ese encuentro cambia su vida para siempre. Se convierte en preparador de caminos, en allanador de montes, en nivelador de valles. Juan exige la conversión y el cambio de vida. Está preparando todo para cuando llegue Jesús. Y ese día en el Jordán lo vio. A partir de ese momento su testimonio tiene más fuerza. El Espíritu Santo, posándose sobre Jesús, aleja las dudas. Es el esperado. ¿Tengo que seguir esperando a otro? Ya no. Es Jesús ese Dios que me ama hecho carne, hombre entre los hombres. Se acaban los miedos y las angustias. Él ha venido. Me gustaría tener la fe de Juan. Él cree en lo imposible y permanece con paz. Me cuesta ver los signos para reconocer su presencia. Y luego ser capaz de dar testimonio de su amor. Hoy el mundo espera testimonios creíbles. Signos vivibles de la presencia de Dios, de su amor que quiere salvarme. Estoy llamado a ser ese signo. No soy yo el que salva, sólo el que señala a Jesús, como Juan. «Ningún ministro puede salvar a nadie. Solo puede ofrecerse él mismo como guía de las personas temerosas. Sí, aunque parezca una paradoja, precisamente en este tipo de guía es como se hacen visibles los primeros signos de esperanza»[10]. Estoy llamado a vivir sin miedo y con esperanza. A veces toco en mi alma el miedo y la angustia ante lo que desconozco. Quiero mantener encendida mi lámpara señalando el camino. Es a Él al que sigo. Él es el que me salva. A mí, a todos. No soy yo. Me empeño en querer cambiar la historia. Y pretendo que mis palabras y actos sean decisivos. No soy más que un Juan Bautista señalando a Jesús. En eso consiste mi vida: en dar testimonio de Jesús. Lo he visto caminando entre los hombres, junto a mí. En medio de paisajes maravillosos es más fácil ver la huella de Dios. Cualquiera con ojos de artista puede descubrir una mano poderosa besando la creación. Maravillado ante ríos preciosos, lagos y montañas. Cualquiera puede imaginar ahí a un Dios todopoderoso. Es más difícil verlo en la guerra, en el odio, en la violencia, en la enfermedad, en la injusticia. Parece imposible poder creer en un Dios bondadoso cuando todo es gris y oscuro. Es más fácil perder la fe. Dejar a un lado la creencia en un Dios todopoderoso que me ama por encima de todos mis miedos. En esos momentos de duda sólo valen los dedos que señalan, los ojos que miran en una dirección, las palabras que animan a la esperanza y los gestos de amor como semillas de un mundo nuevo en una tierra baldía. ¿Cómo seguir creyendo cuando no veo frutos? ¿Cómo seguir esperando contra toda esperanza? Es la mano del testigo la que mantiene en equilibrio este mundo. La que sostiene al débil. La que reconduce al que ha errado el camino. El signo del testigo es la misericordia. Una misericordia que necesita hombres que la encarnen. Decía el Papa Francisco: «No harán preguntas impertinentes, sino como el padre de la parábola interrumpirán el discurso preparado por el hijo pródigo, porque serán capaces de percibir en el corazón de cada penitente la invocación de ayuda y la súplica de perdón. En fin, los confesores están llamados a ser siempre, en todas partes, en cada situación y a pesar de todo, el signo del primado de la misericordia». Quiero ser testigo de una misericordia que es mucho más grande que mi capacidad de perdonar. De una bondad que es muy superior a mi mirada cargada de rencor. Soy testigo de un amor que excede mi amor tan mediocre. Testigo de una mano que sostiene mi vida en medio de mil batallas. Testigo de un Dios que camina a mi lado para salvarme en mis oscuridades.

 



[1] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama

[2] José Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

[3] Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón

[4] Rafael Fernández de Andraca, José Kentenich, Manual del Dirigente

[5] Amedeo Cencini, La hora de Dios, 247

[6] Herbert King, Nº 3 El mundo de los vínculos personales

[7] Peter Locher, Jonathan Niehaus, Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta

[8] Peter Locher, Jonathan Niehaus, Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador

[9] Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma

[10] H. Nouwen, El Sanador herido

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