Homilía del padre Carlos Padilla - 2 de julio

Domingo 2 de julio de 2023 | Carlos Padilla

Domingo XIII Tiempo Ordinario

Reyes 4,8-11.14-16a; Romanos 6,3-4.8-11; Mateo 10,37-42

«El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará»

2 julio 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«Con madurez asumo que voy a vivir lo que tengo delante de mis ojos. Sin buscar que otros elijan el camino que yo elijo. Tomo el camino que yo creo es mejor para mi vida»

El corazón de Jesús es un corazón grande y herido. Un corazón lleno de personas, de vidas, de sueños. Un corazón como el mío, pero sin división. Un corazón en el que todo está en armonía, porque no hay pecado. Y el dolor es lo más humano que tiene mi corazón. El dolor ante las pérdidas, las desilusiones, las traiciones. El dolor ante todo lo que sucede a mi alrededor y me hace daño. Siento que su corazón es como el mío. Quiero creerlo. Quiero sentir que mi vida puede inscribirse en su corazón. Puedo entrar por esa grieta abierta, por esa herida. Puedo entrar y quedarme. Y una vez dentro empezaré a sentir como Jesús siente. ¿Qué sentimientos tiene Jesús? Creo que el más fuerte es la compasión. Mira al hombre y se conmueve, se compadece de su suerte, de su dolor. Nada le es indiferente. Este primer sentimiento me falta con frecuencia. Estoy encerrado en mis problemas y vivo sólo para mí. No siento que el dolor de los demás sea tan importante como el mío. Siempre lo que yo sufro va antes que el dolor de mi prójimo. ¡Cuánto egoísmo en mi mirada! Jesús no sabe lo que es el egoísmo. Porque no nació roto como yo por el pecado original. En él las cosas son armónicas. Al compadecerse se pone en camino lleno de pasión. Sí, su corazón es apasionado. Me gusta ese corazón de Jesús valiente y audaz. Sale de sí mismo para acercarse como el buen samaritano al herido al borde del camino. Empatiza enseguida con el que sufre. Ese corazón me impresiona. Mi corazón no es tan activo, no se mueve, queda paralizado o se acomoda. No es ese corazón inquieto que no tiene dónde reclinar su cabeza. El de Jesús es así, el mío es un corazón blando que no sabe lo que es sufrir por los demás. Padecer por amor. Porque ese corazón de Jesús renuncia a todo por amor. Es capaz de perder la vida por amor a los suyos. Se pone en segundo lugar para rescatar al hombre y colocarlo en el centro. Sabe sacrificarse y renunciar por los demás. Es un corazón humilde que no se deja llevar por el orgullo. Un corazón humilde que acepta el desprecio y las ofensas sin alterarse, sin violentarse. El corazón de Jesús tiene esa sana humildad de los hombres santos. Es capaz de mirar a los demás viéndolos como superiores. Quisiera ser más humilde, y no sentirme ofendido cada vez que no me toman en cuenta. Cuando no soy valorado. Cuando alguien es más valorado que yo, más alabado. Ser humilde es duro, es estar dispuesto a pasar desapercibido. Ser injuriado y no reaccionar con violencia. Aceptar las contrariedades de la vida sin perder la paz. Mansedumbre. Manso es el corazón de Jesús. No reaccionó con odio nunca, ni con violencia. Fue llevado a la cruz sin oponer resistencia. No se rebeló contra los que querían matarlo. Fue manso en sus reacciones. Con paz muy dentro. Con la tranquilidad que le daba saberse amado por su Padre. Ese es el corazón de Jesús. Un corazón herido en el que quepo. Es tan grande que tiene lugar para todos. Y desde él puedo suplicar que sus sentimientos sean los míos. Un corazón humilde, manso, compasivo, misericordioso, alegre. Sí, esa alegría de Jesús que sabía reír con el que reía. Y alegrar al que estaba triste. Esa serenidad y confianza. Supo abrazarse a los planes de su Padre. Supo aceptar la vida como venía sin rebelarse, sin llenarse de rabia. Jesús no conocía la rabia ni la violencia. Jesús tenía un corazón pacífico que sabía dar paz a los que estaban en guerra. Un corazón de niño confiado en el amor de su Padre. Tanto lo amaba Dios. Un corazón capaz de sorprenderse ante las sorpresas de la vida. Un corazón ingenuo y puro. La mirada de Jesús. Esa mirada limpia que veía siempre lo bueno de cada persona. Así me sigue mirando. Así quiere que yo aprenda a mirar a los demás. No es tan sencillo. Se me olvida mirar bien. No soy puro en mi mirada, ni ingenuo, ni generoso. Sus sentimientos. Quiero tener esos sentimientos que no son míos. Es verdad que yo tengo grabado en el corazón el pecado original. Llevo esa herida profunda del desamor. Sé que no será fácil caminar por la vida sin juzgar, sin condenar a mis hermanos. Necesito estar inscrito en el corazón de Jesús y también inscribir a Jesús en mi propio corazón. Quiero que entre dentro de mí y se quede allí, muy quiero, ensanchando el espacio de mi alma.

Me importa la trascendencia de mis actos. Lo que sucederá cuando ya no esté aquí para verlo. Los ecos de mis voces, las sombras de mis gestas. Pienso en grandes proezas que logre y nadie pueda destruir. Éxitos insuperables. Y luego me detengo y veo la grandeza de los actos ocultos y sencillos. Un matrimonio que cumple sesenta años de camino y han dejado una trascendencia de actos pequeños, rutinarios, sencillos, insignificantes a los ojos del mundo. Algo así como vivir con un sentido. Sin miedo a la vida. Amando cada momento como algo sagrado. Dándoles valor a los gestos cotidianos que parecen irrelevantes. La fidelidad está compuesta de muchos síes diminutos que casi no destacan en el bosque de la memoria. Momentos en los que me levanto de mi pereza para comenzar un camino e inicio una aventura casi sin darme cuenta. Gestos pequeños, decisiones complicadas. No porque lo decidido sea muy grande, sino porque quizás faltan las fuerzas para llevarlo a cabo. Es duro el camino y la sensación de no tener las riendas de la vida se hace cada vez más fuerte. Sueño con gestos llenos de valor, recordados en el cielo. Como si al vivir esas gestas luego fueran contadas como vidas heroicas dignas de ser recordadas. La trascendencia de lo que digo, de lo que hago, de lo que callo, de lo que omito. Decía el P. Kentenich: «Las tres características de las obras de Dios: - Pequeñez de los instrumentos, grandeza de los escollos que sortear, hondura, duración y magnitud de la fecundidad»[1]. Quisiera llevar a cabo muchas obras de Dios. No lo serán por ser importantes y decisivas. Lo serán en su pequeñez, en su pobreza. Me siento pequeño muy a menudo. Noto que me faltan las fuerzas. No sé caminar confiado. No tengo fuerzas. Y los días pasan ante mis ojos, dejándome perdido y solo. Meditabundo. La pequeñez sigue siendo parte de mi vida. Lo veo, soy humano, poco libre, apegado a dependencias, esclavo de cosas que me quitan la paz. Y en esa pobreza de mis pasos los desafíos son inmensos. Cada vez más grandes, cada vez más duros. Choco con ellos y el corazón se encoge. ¿Cómo lograré llegar al final del camino? Es como si no tuviera fuerza para lo extraordinario. Dificultades grandes, escollos por superar demasiado peligrosos. No sé si podré hacerlo. Y luego la fecundidad sé que es obra de Dios, no mía. La trascendencia de las decisiones que nadie ve ni comprende. De las renuncias que no valoran porque se consideran evidentes. De los pequeños gestos de amor que forman parte de la rutina diaria. Esa misericordia de dos personas que se siguen queriendo y cuidando pasados sesenta años, me parece imposible. Demasiado tiempo, muy pocas fuerzas desde el comienzo del camino. Asumo que mis renuncias pueden cambiar este mundo. Renunciar a mis caprichos, a mis sueños, a mis deseos. Renunciar a la vida que elijo lleno de deseos y de nostalgias. Renunciar para que tú seas feliz y pleno. Renunciar para que se cumplan tus deseos y anhelos antes que los míos. Dejar de lado mis preferencias, mis caminos, por seguir los tuyos. No sé si siempre podré hacer que mis actos tengan trascendencia. A veces no es así porque me pongo yo en el centro. Opto por mí y siento que necesito lo que tengo, lo que busco. Elijo mis planes antes que otros planes. Elijo mi descanso dejando de lado la exigencia. Quisiera tener un corazón más limpio, más puro. Quisiera saber hacia dónde caminar cada día. Decía Toni Nadal: «Nunca vi en un examen, al menos no me ocurrió a mí, que alguien pudiera contestar aquello que no había estudiado». Vivir exige esfuerzo, fidelidad en lo pequeño, trabajo constante, dedicación. Nadie consigue lo que quiere sin invertir tiempo y ganas. De nada sirven los talentos si no hago vida lo que quiero conseguir. Trabajo serio, dedicado, constante. Trabajo oculto que nadie ve. Las grandes gestas están formadas por miles gestas pequeñas. Por renuncias que desde fuera parecen insignificantes. El valor de mi renuncia nadie lo conoce. Sólo yo sé lo que me cuesta amar, entregar, dar. Sólo yo conozco el peso de la carga que llevo en mi espalda. Nadie puede comprender mi sufrimiento ni mi pena. Incluso aunque haya vivido lo mismo, nunca será igual. Dos pérdidas no son iguales. Dos actos en apariencia similares no lo son en su concepción. Una obra aparentemente espantosa está llena de decisiones pequeñas que no la justifican, quizás sí la explican. Igual que una obra grande tiene detrás muchas decisiones pequeñas que desconozco. Me puedo detener en la apariencia de los actos, sin ir más hondo, ni más lejos. Puedo juzgar por lo que parece verosímil a simple vista. Pero no basta. Los actos pueden ser los mismos siendo distintos. Una caricia después de haberte hecho daño es diferente a esa otra caricia que expresa pertenencia mutua. Un te quiero dicho de pasada no es igual a un te quiero en una despedida. Las palabras son las mismas. El contenido es diferente. La hondura de los sentimientos es lo que más importa. Y el significado de todo lo que digo y hago. Nada vale más dependiendo de quien lo hace, vale lo mismo. Quiero esa trascendencia del día a día, de vivir entregando la vida, amando en cosas pequeñas, con palabras y con obras.

Me pongo nervioso cuando las cosas no suceden a la velocidad que yo espero. Quiero que se cumplan los plazos, que sucedan las cosas cuando yo digo, cuando deseo, cuando lo anhelo. Me olvido de algo que decía Gregorio Marañón: «La rapidez, que es una virtud, engendra un vicio, que es la prisa». No quiero vivir con prisas, de un lado para otro sin llegar a ninguna parte. Como leía el otro día: «El que se pone nervioso por la inmadurez y las lentitudes es un impaciente que no sabe que la gracia ya está en el recorrido, en las etapas intermedias, en la experiencia de la debilidad, en el ir comprendiendo un poco cada vez, en la fatiga que produce el dar un pasito hacia delante, por muy pequeño que sea, y no solo en la meta final alcanzada»[2]. No quiero ponerme nervioso por la inmadurez de los demás o por la mía propia, por la lentitud para hacer las cosas. Soy impaciente y conozco esa fragilidad de mi alma. Quiero que todo suceda aquí y ahora. En este mismo instante. No más tarde, no cuando tú quieras, sino cuando yo deseo. Entender los procesos del alma me resulta complicado. Aceptar los tiempos que lleva el crecimiento. No todo sucede cuando yo espero. Y no siempre la mejor versión de ti es la que me ofreces, tampoco yo soy la mejor versión de mí a la que tienes derecho a aspirar. Puedo ser mejor, puedo crecer más. Tú también puedes ser mucho mejor, más sabio, más listo, más grande, más puro. El crecimiento comienza en el interior del alma. Y se va manifestando en formas y expresiones que los demás pueden ver. Crezco de verdad cuando tengo raíces, cuando son hondas, cuando sé de dónde vengo y vislumbro hacia dónde voy. No me pongo nervioso cuando las cosas no van a la velocidad que yo he pensado. Los procesos incomodan, son las etapas intermedias, esas en las que nada es como debería ser, si es que los sueños son un deber ser y no sólo eso, un anhelo del alma. No estoy obligado a madurar, pero sé que si no maduro seré infeliz toda mi vida. La madurez no es perfección. Es una actitud que me permite enfrentar con altura las contrariedades que tiene la vida. Me permite aceptar que las cosas no sean de la forma como las había pensado. El proceso de maduración dura toda la vida. De principio a fin, no acaba nunca. Pero tengo retrocesos, veo que vuelvo al comienzo de todo. Y es que mi pecado tiene forma de inmadurez. Algo en mí estalla con furia porque no he acabado de aceptar las cosas como vienen. Se abre una herida que creía sanada. Aflora un dolor que pensé olvidado. Y la violencia se vuelve pecado en una agresión al que menos lo merece, o al que ha provocado mi reacción sin saberlo, por insensatez. Mis adicciones me hablan de maduraciones que no han sucedido. De amores infantiles y dependencias enfermizas. No logro amar de forma madura y me dejo llevar por mis instintos sin poner cordura en mis acciones. El crecimiento es un misterio que sucede en el interior de cada persona. La paciencia es la llave que abre el corazón de aquel que puede sentirse exigido y apremiado por mis voces. Queriendo que mejore, que avance. La madurez tiene que ver con poseerme a mí mismo, con estar en paz a mi lado, en silencio, sin despistarme, sin perderme en la selva en la que vivo. Decía Carmen Serrat: «Amor maduro. Afánate para que tu vida sea una vida rica y plena. Una vida en la que riegues y cultives y des la mejor versión de ti mismo en tu trabajo, con tu familia, con tus amigos, en tus aficiones, en tu crecimiento personal y como consecuencia de todo ello, en tu relación de pareja. Para amar necesitas de una sana autonomía e independencia». Quisiera ser autónomo e independiente. Capaz de hacer las cosas por mí mismo. Es un signo de madurez, cuando soy capaz de tomar decisiones sin querer hacer lo que los demás esperan de mí. No quiero contentar a todos. La madurez me permite estar contengo conmigo mismo: «Toda una vida tratando de ser la persona que ellos necesitaban, convencida de que así no me abandonarían. Me querrían. Me valorarían. Y al huir de ese miedo había dibujado distintas versiones de mí. En las que no me reflejaba. En las que no me encontraba»[3]. No puedo contentar a todos. Y nunca estaré a la altura de lo que esperan de mí. Siempre habrá algo que puedo hacer mejor. Siempre podría pasar más tiempo con aquel que me reclama. O hacer lo que ese otro espera de mí. Podría hacerlo. Pero no lo hago. Con madurez asumo que voy a vivir lo que tengo delante de mis ojos. Sin esperar a otros. Sin buscar que otros elijan el camino que yo elijo. Tengo ante mí siempre varias posibilidades y tomo el camino que yo creo es mejor para mi vida, para sacar un día la mejor versión de mí mismo. No me da miedo equivocarme. Es parte de mi maduración asumir los errores y tomarlos como parte del crecimiento. Me miro en el momento en el que me encuentro. La fotografía de ahora que retrata mis imperfecciones. Algún día seré mejor, tendré más paz y más vida. No tengo prisa en llegar al final del camino. Me bastan esas etapas intermedias que vivo. No quiero llegar antes que nadie. Acepto el presente como la mejor versión de la que ahora dispongo.

Quiero aprender a vivir la gratuidad. Las cosas que los demás hacen por mí son un don. No lo merezco y no puedo equilibrar la balanza. No puedo hacer algo del mismo valor que contrapese lo que he recibido. Eliseo había recibido mucho de una mujer que lo recibía en su casa: «Me consta que ese hombre de Dios es un santo; con frecuencia pasa por nuestra casa. Vamos a prepararle una habitación pequeña, cerrada, en el piso superior; le ponemos allí una cama, una mesa, una silla y un candil, y así, cuando venga a visitarnos, se quedará aquí». La mujer lo acoge con hospitalidad. Sabe que así podrá descansar. No piensa en lo que podrá recibir a cambio. ¿Qué me motiva cuando hago algo por los demás? Me da miedo pensar que busco alto, que persigo un beneficio. No quiero actuar movido por el interés. El profeta Eliseo mira a esta mujer y se pregunta: «¿Qué podríamos hacer por ella?». Ha recibido un bien y se siente en deuda. Quiere hacer algo por ella. Me gustan las dos actitudes. La primera es la de aquel que da sin buscar su propio interés, sin esperar nada. ¿Qué me motiva a hacer cosas por los demás? Puede ser que necesite servir para estar tranquilo. Hago las cosas sin querer que alguien haga luego algo por mí. En la vida puedo construir una cadena de favores. Hacen algo por mí y yo hago algo por alguien más. No devuelvo nada al que me ayudó. Busco a alguien más a quien ayudar. Eliseo está cerca de Dios y puede darle a esa mujer lo que más anhela, lo que sueña. Se lo pide a Dios, para que haga el milagro: «El año que viene, por estas fechas, abrazarás a un hijo». Esta mujer rica lo tenía todo, menos hijos. Y justo el profeta, que era pobre, le da lo que ella más anhela. Me gustaría ser tan pobre que lo único que pudiera dar a los demás fuera la riqueza de Dios. Esta mujer no busca recibir algo a cambio de su generosidad. Le basta con ver al profeta en paz, descansado. Esa es su recompensa. Dios le da mucho más de lo que ella da. En la vida, cuando soy generoso, voy a recibir mucho más de lo que doy. Mucho más de aquello a lo que renuncio. Es muy expresivo ese refrán: «El que siembra vientos, cosecha tempestades». De la misma manera el que siembra alegrías y favores, recibirá mucha alegría y esperanza. La vida de los demás será mejor y, como consecuencia, la mía propia. Jesús expresa lo que le sucede al profeta al hablarle a sus discípulos: «El que os recibe a vosotros me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro». Nunca sé cuáles son las consecuencias de mis actos. Los frutos que darán las semillas que siembre. Quiero actuar sin pensar en ello. Siempre sembrando el bien aun cuando lo que obtenga sea el mal. No importa. La vida es para darla sin pensar en lo que me van a pagar a cambio. Hoy se ha perdido el sentido de la gratuidad. Las cosas se hacen pensando en el beneficio que puedo sacarle a la vida. Nadie te da nada gratis. Hay un interés. Es una pena este pensamiento que se adentra en el corazón. Me dicen que tengo que hacer mi camino y pensar en mí. Y así me voy aislando y volviendo desconfiado. Ya no me fio de nadie porque me han dicho que tengo que pensar sólo en mí, en lo que a mí me conviene. El egoísmo se adueña de mi alma. Pienso en mí, en lo que a mí me conviene e interesa. Me olvido de la gratuidad. Puedo hacer cosas por las que no reciba ningún beneficio. Y cuando reciba cosas gratis no tengo que desear equilibrar la balanza para no estar nunca más en deuda. Me hace bien sentirme en deuda. Me gusta esa sensación del pobre para el que todo es don, no un derecho, ni un merecimiento. Las cosas que recibo gratis las puedo dar gratis. Y además doy sin buscar mi interés y sin pensar en lo que el otro ha hecho por mí. Santa Teresita del Niño Jesús es un ejemplo: «Hay en la comunidad una hermana que tiene el don de desagradarme en todo: sus modales, sus palabras, su carácter me parecían muy desagradables. Se trata de una santa religiosa que ha de ser muy agradable a Dios. Por eso, no queriendo ceder a la antipatía natural que sentía me dije que la caridad no ha de consistir en los sentimientos sino en las obras y puse todo mi empeño en hacer por esta hermana lo que hubiera hecho por la persona más amada»[4]. Hace por ella todo lo que puede, como si fuera muy amada, como si ella también le diera mucho a ella. Eso es gratuidad. El servicio generoso que no está condicionado por mis gustos personales. Sino por la necesidad de aquel con quien vivo. ¿Qué puedo hacer por ti? Es la pregunta que quisiera tener siempre en el corazón. No quiero saber lo que debo hacer, no es una obligación, no te lo debo. Quiero darte lo que yo quiero. Quiero hacerte feliz aun cuando tú a mí me resultes difícil. Es un don y quiero devolver lo que a mí Dios me dio sin pedirme nada a cambio. La gratuidad ensancha el alma. Me hace más libre frente a mis deseos. Me hace más capaz para percibir la necesidad de los demás. Vivo buscando a quien pueda ayudar, servir, amar. Así podrá ser mi vida si me libero de mi egoísmo y dejo a un lado los que creo que son mis derechos.

Me cuesta morir. Me resulta difícil renunciar y sacrificarme por otros, por amor. Tengo en alta estima mi propio bien. He considerado mis deseos como órdenes. Siento que morir no merece la pena. Ni renunciar cuando puedo tenerlo todo en mi mano. Sacrificarme no vale cuando mis sueños son los primeros en mis prioridades. Hoy el apóstol me invita a morir en Cristo, a morir al pecado y a la muerte para tener vida para siempre: «Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Por tanto, si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él; pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él. Porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre; y su vivir es un vivir para Dios. Lo mismo vosotros, consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús». He sido bautizado. En el bautismo soy sumergido en el agua, en la muerte, en el sepulcro, para resucitar a una vida nueva. Muero a mis pecados para resucitar a una vida llena de luz y de esperanza. Me sacrifico para dar vida a otros. Muero para que haya vida eterna en mi corazón. Me cuesta morir. Me duele no optar por mí habiendo varias opciones. Entre tú y yo me elijo siempre a mí. ¿Cómo se hace para no optar por mí? ¿Quién es capaz de morir por alguien? No lo sé, hace falta tener un corazón muy grande para elegir al otro. El amor propio es inmenso. El amor a mí mismo, a mis necesidades y deseos. El amor a mi vida como es ahora. Por eso prefiero elegirme a mí antes que a ti. Nacer de nuevo parece sólo posible en la fuerza del Espíritu Santo. Me cambia por dentro y permite que de mi muerte surja la vida, de mi renuncia un amor más puro y grande. Comentaba Sor Verónica, fundadora de Iesu Comunio: «No queremos seguir viviendo una cultura de muerte. Una mirada a nuestro mundo roto. ¿Nuestros niños tienen un entorno sano? ¿Están orientados nuestros jóvenes? Nuestros mayores los confinamos a la soledad». Creo que la cultura que me rodea es de muerte. La vida vale poco. Vale más la vida que sirve, no la que no es útil. El poco valor de esas personas que no aportan nada al mundo, en apariencia. Una cultura que no cree en el más allá, sólo hay un aquí, un ahora. Entonces todo se vuelve relativo. Da igual lo que elijas, ¡qué importa! La vida son dos días y después habrá sólo oscuridad. ¿De qué sirve la renuncia? Leía el otro día: «Hay dos tipos de ciegos. Uno es el que no puede ver, y el otro es el que no quiere. El primero es inevitable. El segundo es incomprensible»[5]. Muchos no quieren ver. No desean ver más allá de su ceguera. Prefieren conducir ciegamente a los ciegos. Prefieren no sembrar luz sino oscuridades. No me animan al amor ni a la entrega. Me dicen que sea egoísta, que no renuncie por nadie. Que más adelante nadie renunciará por mí, aunque yo lo haga ahora por otros. Que no sea ingenuo, que cada uno busca su interés y nadie desea amar a otro hasta el extremo. No se puede cambiar nada en apariencia, me dicen. Es muy fuerte la corriente como para navegar río arriba. Y yo me acabo creyendo que no es posible el cambio. Veo el despropósito de muchas decisiones. Un mundo lleno de injusticias en el que se acentúan las distancias, se levantan barreras, se levanta un abismo que separa el cielo de la tierra. Ya no hay eternidad, todo es caduco. Y el mal parece ser más fuerte que el bien. ¿Cuándo podré cantar lo que escucho en el salmo? «Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades. El Señor es nuestro escudo, y el Santo de Israel nuestro rey». Necesito experimentar la misericordia de Dios en el corazón. Necesito creer en ese poder de Dios que puede hacerlo posible porque me ama con locura. Me ha creado para la felicidad eterna y quiere que sea feliz en la tierra. Me parece imposible. Encuentro demasiadas razones para no tener paz. He sufrido demasiadas luchas y heridas. Me siento perdido en medio de tanto llanto que no logro calmar. ¿Cómo palpo la misericordia de Dios en medio de la miseria de los hombres? Quiero sentir la caricia de Dios en mi propia vida. Su mano sobre mi espalda diciéndome que no me angustie, que no puedo cambiar nada de mi pasado, que no puedo controlar el futuro, el mañana que se viene. Que sólo puedo vivir un presente nuevo, haciendo las cosas de forma diferente. Quiero pensar que detrás de todo está la mano de Dios sosteniéndome y guiándome. Mi vida merece la pena y lo que es mejor, mi entrega puede hacer que este mundo sea mejor. Puedo cambiar yo y puedo cambiar a muchos. Todo es posible. 

Jesús me mira como mira a los apóstoles y me habla con claridad: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará». Son palabras duras que me incomodan. Porque prefiero una vida más tranquila. No quiero que me pidan lo imposible. Y me parece imposible tomar mi cruz a menudo. Aceptar la realidad que me pesa. Ver que el único camino para ser feliz es cargar sobre mis hombros el dolor que me dejan las heridas. Asumir que mi vida tiene dificultades. Y si no las enfrento sufriré más. De nada me sirve dejar la cruz a un lado, me acabará siguiendo a todas partes. La cruz es mi camino de salvación. Más que nada porque siempre habrá cruces y dificultades en mi vida. Pretender vivir como si no me pesara nada sería utópico. Y quiero ser realista. Aceptar que la cruz me salva. Jesús subió a esa cruz de muerte llevado por los hombres. No quisieron o no supieron responder a tanto amor y buscaron acabar con Él. Su muerte en cruz fue el camino de salvación para los hombres, para mí. Me salva Jesús desde la cruz y me recuerda que la única manera que tengo de vivir con Él es cargando con la cruz. Y cuando lo hago y le sigo su presencia hace que la cruz que cargo no sea tan pesada. Se hace llevadero el camino y no dudo. Cerca de Jesús las cosas son sencillas. Lejos de Él todo pesa demasiado. Entonces no sólo tengo que cargar con mi cruz sino que además tengo que llevarla siguiendo sus pasos. Entonces todo cobra un sentido nuevo, hay esperanza, hay luz. Unirme a Dios en mi dolor, en mi soledad es lo que me permite encontrar esperanza y luz en mi vida. El P. Kentenich me habla de la fusión de corazones con el Señor: «Para purificar totalmente al alma, se la sumerge en un profundo abandono de Dios, de modo que puede exclamar, junto al Señor en la cruz: - ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? (Mt 27, 46). El Padre celestial, de cuyo amor ha vivido el alma, parece ser tan sólo el severo juez que la condena, ante cuyo rostro ella quisiera ocultarse. Ahora es capaz para la unión indivisa de amor, para la perfecta fusión mutua de corazones, para el perfecto intercambio de corazones. Ahora puede rezar con convicción: - Aquello que era terreno en el pensar o demasiado humano en la entrega, quiso Dios orientarlo hacia las alturas y sumergirlo enteramente en su corazón»[6]. Unido a Él dejo que mi vida descanse en sus manos. Ya no tengo miedo. Duele la cruz pero el dolor es mínimo al lado del amor que recibo, de su presencia sanadora, de su abrazo fuerte. Seguir a Jesús es mucho más que caminar a distancia, es ir con Él, sobre sus hombros, en su corazón. Es estar a su lado para que la carga sea llevadera y el yugo suave. La presencia de Jesús aliviana mi cruz, mis dolores, mis amarguras. Al mismo tiempo me pide que pierda la vida, y yo trato de encontrarla continuamente. No quiero perderla, no quiero perderme. Busco mi camino, que las cosas me salgan bien. Jesús me pide lo imposible. Que renuncie a mí mismo por seguirlo, que lo deje todo, padres y hermanos por ir con Él. No me está pidiendo que no ame a los míos. Es todo lo contrario. Sabe que amándolos a ellos estoy amando a Dios. Lo que quiere es que su amor siempre esté en mi corazón, inmaculado, puro, inmenso. Quiere que no lo olvide, que no lo deje por el camino. Esa mirada de Dios me dice que puedo pertenecerle por entero amando a todos los que pone en mi vida. Al fin y al cabo, ¿cómo puedo decir que amo a Dios al que no veo si no amo a los hombres a los que veo? Imposible. Lo que no quiere es que me detenga en la carne. Quiere Dios que siga siempre ascendiendo y atándome a Él para siempre. Por eso quiero más a Dios que a nada. Pero ese Dios me muestra el camino de amarle a Él de esa manera a través de las personas que me regala y que me muestran su rostro. Así es como avanzo y crezco. Quiero perder la vida por amor a Dios. Y estar dispuesto a renunciar a todo para amar a Dios en mi camino. Renunciar por amor. Perder por amor. El P. Kentenich decía: «El hombre moderno está en peligro de perder su alma, de esclavizar su alma a las cosas exteriores, de vincularla a las cosas. ¡Qué calamidad, qué gran desventaja puede ser esto!»[7]. No quiero perder mi alma. No quiero vivir esclavo. Quiero ser libre y si pierdo la vida que sea por amor. No quiero perder el tiempo que Dios me da. La oportunidad para crecer, para mejorar, para cambiar. Dios quiere que sea libre y que lo pierda todo por Él, por amor. No quiere que gane en mis planes y proyectos. Quiere que sepa darlo todo negándome a mí mismo. Es ese Dios que camina a mi lado.



[1] Peter Locher, Jonathan Niehaus, Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador

[2] Amadeo Cencini, Ladrón perdonado

[3] María Martínez, La fragilidad de un corazón bajo la lluvia

[4] Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma

[5] María Martínez, La fragilidad de un corazón bajo la lluvia

[6] King, Herbert, King Nº 2 El Poder del Amor

[7] José Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

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