Homilía del padre Carlos Padilla - 20 de octubre de 2019

Domingo 20 de octubre de 2019 | Carlos Padilla

Domingo XXIX Tiempo Ordinario

Éxodo 17,8-13; 2 Timoteo 3,14–4,2; Lucas 18,1-8

«Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche? ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar»

20 Octubre 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero ser libre para dar sin esperar nada. Para ser yo mismo sin tener que ser lo que otros quieren. Libre para vivir arraigado en lo alto o en lo más profundo. Libre para obedecer con un sí o con un no»

Tengo un derecho inalienable que nadie me puede quitar. El derecho a ser libre en mis decisiones. Y a menudo veo que no soy tan libre. O la expectativa de los demás. O el miedo al rechazo y al juicio condicionan lo que decido. Nunca podré ser enteramente libre, eso lo sé. Siempre habrá algo que influya y me condicione. Pero me gustaría al menos sentir que puedo hacer uso de esa libertad sagrada de los hijos de Dios. La libertad de hombre. La libertad de niño. Quiero ser libre y dejar que otros también lo sean. Aunque no cumplan lo que espero, ni hagan lo que deseo. Decía el P. Kentenich: «Dios dotó la voluntad del hombre de una libertad limitada que presenta dos dimensiones: capacidad de decisión y capacidad de realizar lo decidido. Quien le coarte las decisiones personales a que tiene derecho el educando, está actuando contra el sentido primario de la libertad de la voluntad y, según el caso, peca o comete una imperfección. Lo mismo vale cuando por medios injustos se frustra o dificulta la libre decisión». El Padre tenía una gran pasión por la libertad. Yo también la tengo. Quiero ser libre para ser yo mismo. Libre para decidirme autónomamente por lo que me hace mejor persona, más de Dios, más coherente y fiel a mi verdad. Libre para evitar las presiones del mundo que busca que me adapte y acople a los deseos de otros, de las masas. Libre en los brazos de Dios para confiar ciegamente en sus planes, aun cuando no los entienda. Libre para echar raíces y sacarlas de la tierra. Y volver a plantar mi alma en otro jardín. Libre para amar y ser amado. Para dar sin esperar nada. Para ser yo mismo sin tener que ser lo que otros quieren. Libre para emprender mi viaje y libre para quedarme anclado. En medio de un mar de sueños. Arraigado en lo alto, o en lo más profundo. Libre para obedecer con un sí o con un no. Depende del caso. Libre para construir un mundo nuevo. Libre para decir lo que pienso, también cuando me perjudique. Libre para no acabar pensando como vivo. Libre para ser fiel a mis ideas, sueños y aventuras engendradas en mi alma de niño. Libre ante el fracaso y la crítica. Libre para llevar la contraria, cuando no estoy de acuerdo. Libre para aceptar cuando los otros estén en lo cierto. Libre para seguir mi plan o renunciar al mismo. Libre para callar o hablar indistintamente. Libre para soñar con cielos desconocidos o para aceptar la vida con sus límites concretos. Libre, es lo que sueño. Libre para vivir mi vida sin vivir la de otros. Para apasionarme con mis cosas sin descartar las de los demás. Libre para poder educar a muchos en esa libertad que yo sueño para mí. Libre para atarme a la vida y luego soltar amarras. Libre para equivocarme y reconocerlo después en público. Libre para aceptar que no me valoren o tomen en cuenta, o no conozcan todos mis esfuerzos y sacrificios. Libre para sonreír cuando me corrijan y alegrarme cuando la verdad me duela. Libre para mirar mi pasado con sus heridas sin negarlo nunca. Libre para sonreír al ver cómo brota de mi herida una fuente de vida. Libre para que el mundo no me condicione tanto. Libre de mis propios caprichos y deseos, me es tan difícil mantenerme firme. Libre para caminar largas jornadas o permanecer varado en mi barca junto al puerto. Libre para hacer o no hacer pasando desapercibido. Libre para vivir la vida que yo deseo y no la que otros han pensado para mí. Libre para comenzar aventuras y soñar con cielos eternos. Libre para construir mi vida de la mano de Dios dejando que Él sea el timonero. Libre para triunfar y fracasar y mantenerme feliz en ambos casos. Libre para vivir anclado y en vuelo en todo momento. Libre para descansar y ponerme en camino. Sueño con esa libertad que es don sagrado. El don que pido cada vez que me siento esclavo o dependiente o atado. Cuando noto que no estoy siendo fiel a mi camino. O estoy cediendo y dejándome llevar por la corriente. Y acabo creyendo que así conseguiré el amor de muchos. Libre par ser fiel a mi camino, a la vocación a la que Dios me llama. Hoy miro mis cadenas y se las entrego impotente a Dios. Le pido que corte todo aquello que me aleja de Él. Y me ate más a Él, porque eso me hará plenamente libre. Es lo que sueño. Una libertad del cielo hecha carne en mi alma. Una libertad sagrada de Dios que me permita navegar confiado por el mar de su misericordia.

¿Qué es lo que me divide y aleja de las personas? A veces son palabras no dichas. Silencios mal interpretados. Conversaciones truncadas. Malentendidos. Surge el desencuentro desde el fondo de mi alma. No tengo todos los datos para hacerme una opinión exacta de cómo son las cosas, no lo conozco todo, pero juzgo y me creo en lo cierto. Ni yo mismo me entiendo. Hay personas con las que conecto y otras con las que no lo consigo. Sucede algo y yo lo interpreto. Siento tal vez que no soy tomado en cuenta, o valorado. Creo que no consideran mi cargo, mi responsabilidad. O asumen tareas que me corresponden a mí. Yo callo y me amargo. O estallo con violencia y me separo, me alejo de mis enemigos. ¿Es culpa de los otros o tengo dentro de mí la raíz de mis propios males? A menudo soy yo. Es mi pasado el que pesa. Las heridas antiguas son las que vuelven a abrirse. Es mi historia hecha de encuentros y desencuentros la que siembra en mí la envidia o el rencor. Los otros no tienen toda la culpa. Soy yo y mi sensibilidad que sufre por nimiedades, por cosas pequeñas. Y me alejo de las personas juzgándolas. Las condeno, las miro mal y las aparto de mi camino. No las entiendo y acabo no queriéndolas. Es tan fácil caer en ello. Entonces en lugar de amar me alejo. En lugar de comprender malinterpreto. En lugar de poner al otro en el centro soy yo el centro, el referente. Y me pongo triste cada vez que otro está en el primer lugar y brilla más que yo. Y yo me compadezco de mi mala suerte. Y me justifico. Son los demás los que no me dejan destacar y ocupan con su carácter el lugar que me corresponde a mí. Y me aíslo. Tal vez para sufrir menos. No hablo, no cuento, no me expongo. Guardo mi privacidad para evitar el juicio y la condena. Voy a lo mío. ¿Es eso lo que Dios quiere para mí? ¿Una vida aislada con temor continuo al juicio de los demás? Este rencor surge en relaciones de amor en las que hay mucha intimidad y cariño. La convivencia nunca es fácil. Comenta el Papa Francisco: «La tendencia suele ser la de buscar más y más culpas, la de imaginar más y más maldad, la de suponer todo tipo de malas intenciones, y así el rencor va creciendo y se arraiga. De ese modo, cualquier error o caída del cónyuge puede dañar el vínculo amoroso y la estabilidad familiar». El rencor sólo se sana con el perdón. Es tan difícil. Perdonar es la tarea de toda mi vida. Perdonar al que me hace daño. Perdonar al que no me quiere. Perdonar al que se confunde y me hiere. Perdonar al que dice amarme y luego parece no amarme tanto con sus actitudes. El perdón me hace bien a mí. No tanto al que perdono. Me libera de una cadena invisible que me arrastra a la tristeza. El rencor me hace tanto daño. Me envenena. El rencor a una persona no se cierra en ella. Es como una marea negra que oscurece todo lo que toca. Veo al culpable, al que me hiere. Y veo a otros que hacen lo mismo. La marea se extiende a más, a los que están cerca. Y por supuesto, llega hasta Dios. «Al no perdonar a un semejante guardamos rencor a Dios, que creó a este ser y lo colocó próximo a nosotros». Mi rencor se vuelve contra Dios. Él ha permitido todo lo que me duele. Ha permitido mi soledad, mi dolor, mi envidia. Permite que yo no tenga el éxito que merezco. Él ha colocado a esas personas a mi alrededor para hacerme daño. Siento rencor hacia Dios. No lo tolero. No le perdono por todo lo que permite en mi vida. Si me quisiera de verdad, me digo, me cuidaría más. Es un rencor casi inconfesable. Si soy honesto conmigo mismo veo tantas cosas en mi vida que son un don de Dios. Pero yo me fijo más en lo que no está bien. El rencor me separa, me aísla, me vuelve huraño. Y hace que mi oración sea una queja continua. No me deja respirar. No me da paz estar a solas con el culpable de mis males. Quisiera ser un conciliador. Para eso necesito tener el alma en paz, vivir reconciliado. Con Dios, con los hombres. Quiero unir y perdonar. Acoger e integrar. ¿Soy un conciliador? ¿O soy aquel que divide y crea discordia? Hoy en día en las entrevistas laborales buscan a personas conciliadoras. Con habilidades sociales. Con inteligencia emocional. ¿Sé yo acoger a todos e integrarlos con sus problemas, con sus historias, con sus rencores y heridas? ¿Tengo yo resueltos mis propios rencores y desórdenes? No es tan sencillo. Hace falta una gracia especial, un don. La capacidad para unir a los que no se entienden. Para hablar de temas difíciles escuchando lo que el otro siente. Puedo correr el riesgo de querer resolver todos los problemas. Y me olvido de escuchar lo que late en el alma de cada uno. Escuchar sin querer resolver lo que no está en orden. Hace falta paciencia para unir. Hacen falta más silencios que palabras. Más pausas que soluciones. Más abrazos que teorías. La teoría no importa cuando habla el corazón. La mayoría de los conflictos surgen de los afectos que no están en orden. No hay una solución teórica. Me exige más esfuerzo calmar el corazón. No todo está tan claro. El corazón tiene razones que la razón no entiende. Y eso es lo que no acabo de comprender. Si quiero conciliar, unir, crear puentes, necesito aprender a escuchar con paciencia y a acoger las críticas y rencores que el alma guarda. Sin esa actitud paciente, como la que tiene Dios conmigo, no es posible integrar ni unir. Necesito un corazón capaz de acoger lo que no comprendo. Sin querer desatar de golpe todos los nudos. La vida lleva su propio ritmo, tiene sus tiempos. Necesito acoger y esperar. Los nudos se desatan con la gracia de Dios, con el paso del tiempo. Quisiera tener una paciencia infinita.

Creo que ya siendo joven soñaba con las alturas. Entre deseos y pretensiones mundanas y divinas. Entre encuentros profundos y pasajeros con hombres y con Dios. Caminando de puntillas por la vida sin dejar huella, o echando raíces profundas. En esos años de juventud en los que uno tiene toda la vida por delante. Cientos de hojas en blanco por escribir con paciencia. Mil posibilidades abiertas ante los ojos. Mil sueños posibles por realizar. En ese momento en el que la muerte es para otros, y la enfermedad, y el fracaso. En ese instante en el que uno cree que es capaz de todo. Yo pensé que tenía fuerzas suficientes para escalar mil cumbres. Me creí dotado de un poder sobre humano para vencer obstáculos. Soñé con lo imposible creyendo que para mí sería posible. Me rompí algún hueso luchando contra la vida. Vi mis primeras heridas dibujadas en el alma, en la piel. Sentí el rechazo, la soledad y el éxito. Lo saboreé todo con aire de conquista. Mi alma inconformista no quería que las cosas fueran sólo como eran. No deseaba repetir moldes, copiar a los mayores, repetir sus mismas caídas. Conmigo iba a ser todo distinto, pensaba ingenuamente. Escalé, soñé, vibré, me enamoré. La vida siendo joven se abre a mil caminos. Y siempre tuve un miedo. Acabar siendo mediocre, tibio, burgués. Siempre me asustó acomodarme a la vida y dejar de reinventarme. Siempre temí que las desilusiones del camino pudieran apagar las llamas de mi alma. Recuerdo una fábula que siempre me conmueve. Un hombre subió a las montañas y encontró un nido de águilas. Se llevó de allí uno de los aguiluchos a su casa. Allí lo puso en su gallinero junto con las gallinas. Lo empezó a alimentar como si fuera una gallina. Pero no dejaba por eso de ser un águila en su corazón. Un hombre pasó por el pueblo y visitó a su amigo. Al ver en el gallinero el águila le preguntó qué hacía allí y le contó la historia. El hombre le pidió que la dejara libre. Pero el águila no sabía volar. Se había vuelto gallina. Tuvieron que llevarlo a la montaña y mostrarle el sol. Solo entonces, desde lo alto, extendió sus alas e inició su vuelo al sol. Tengo un corazón de águila envuelto en alas de gorrión. Siempre fue así. Y a veces me acostumbré a no soñar con cosas grandes. Santa Teresita se sentía débil y pequeña, pero con un corazón inmenso: «No soy un águila. Del águila tengo sólo los ojos y el corazón, pues, a pesar de mi extremada pequeñez me atrevo a fijar la mirada en el Sol divino, el Sol del amor y mi corazón siente todas las aspiraciones del águila. El pajarito querría volar hacia ese sol brillante que fascina sus ojos. ¡Ay! todo lo que puede hacer es agitar sus alitas, pero echar a volar, eso no está en la pequeñez de su poder». Me siento así después de caminar por la vida. Veo que mi corazón de águila, el mismo que tengo desde joven, sigue ahí, intacto. No se conforma, no quiere arrastrase por el corral de las gallinas. Y al mismo tiempo, más que nunca, más que entonces, soy consciente de mi pequeñez. Como decía Santa Teresita: «Jesús, tu pajarito está contento de ser débil y pequeño. ¿Qué sería de él si fuese grande? Nunca tendría la audacia de comparecer en tu presencia, de dormitar delante de ti». Siento mi pobreza y pequeñez. Mis cobardías, mi sangre tibia. No quiero conformarme con arrastrarme por la vida. Sigo soñando con alturas que alcanzo a ver con mis ojos soñadores. Lo quiero todo. Lo sueño todo. Lo deseo todo. Y mi corazón vibra y no se conforma. Arde dentro de mí un fuego por el camino, mientras escucho a Jesús recorrer mis pasos. Él va conmigo y me dice que cree en mí, que sueña conmigo. Sabe que puedo dar más, ser más. Conoce mi fragilidad y sabe de mis heridas. Me ha visto caer y levantarme tantas veces. Ha sufrido mis debilidades y se ha conmovido con mi pobreza. Y me quiere. Y me vuelve a recordar esos sueños que siempre tuve. No quiero ser mediocre en mi entrega. Ahora sé que la fidelidad no se consigue a fuerza de voluntad. Es un don que le pido a Dios cada mañana. Igual que pido el don de soñar, de anhelar, de desear una vida más grande, más plena. Es abundante la mies y los obreros pocos. Son tantos los que necesitan consuelo y esperanza. Hay tanta muerte y dolor a mi alrededor. Lo he visto con mis ojos. Lo he palpado en la sangre de tantas heridas. Y he vuelto a comenzar una vez más, siendo pobre, siendo niño. A veces los árboles no me dejan ver el bosque. La espesura nubla mi ánimo al ocultarse el sol. Hoy vuelvo a soñar con ser águila. El sol se levanta ante mis ojos. No quiero permanecer temeroso en el corral. Pensando que las alturas me pueden llevar por caminos peligrosos. La vida siempre es peligrosa. La del águila, la de la gallina. Lo importante es saber qué es aquello con lo que sueño. Miro al sol con mis ojos ciegos. Lo miro con la esperanza de que un día Jesús me coja entre sus manos y me suelte desde lo alto de la última cumbre. Y emprenda yo mi vuelo al cielo, al sol, a la vida plena. Quiero que surja en mi alma el deseo de ser siempre fiel a la semilla de eternidad que llevo dentro. Que no aparte la vista del sol, aunque me ciegue. Que sepa mantenerme en la batalla sujeto en ese corazón abierto de Jesús en el que vivo herido. En su herida encuentro mi descanso. En su amor puedo llegar más lejos, porque Él me lleva. No soy yo. 

En ocasiones no basta con decir: «lo siento, me equivoqué, no era mi intención». Es cierto que pedir perdón siempre es importante y ayuda. Es el primer paso para abrazar de nuevo y volver a empezar desde cero. Es la primera piedra sobre la que reconstruir la confianza perdida. Pero no siempre basta. A veces hay que hacer algo más. Hay que desandar el camino recorrido. Hay que dar señales de hondo arrepentimiento. Hay que proponerse cambios profundos. Hay que mostrar que voy dando pequeños pasos. Hay que limpiar el fondo del alma con esfuerzo, para parecer otro. En ocasiones, para no resultar falso, tengo que cambiar mi tono de voz, emprender alguna acción que alivie el dolor causado, sonreír desde dentro esperando una sonrisa de vuelta. No bastan quizás las buenas intenciones cuando me he equivocado, he herido, he fallado, he roto la confianza recibida. Es necesario que esta vez sí vaya en serio. Herir con palabras o con actos es fruto de mi fragilidad. Quiero ser perfecto y cometo imperfecciones. Hiero porque he sido herido alguna vez. O simplemente porque no sé hacerlo mejor y decepciono a quien ha creído en mí. No es tan sencillo ser infiel en lo pequeño y en lo grande. Es verdad que la fidelidad se juega en detalles, en palabras, en gestos. Puedo llegar a olvidar el amor con gestos o con descuidos. Así como lo importante se construye despacio y desde dentro, desde lo profundo. Igualmente, la muerte del amor sucede desde dentro, despacio, con calma. Todas mis deficiencias pequeñas y tan perdonables pueden acabar pasándome factura. El amor se construye con obras, no con palabras. Y las heridas las provocan el desamor y la indiferencia. Sé muy bien que sólo el perdón salva mi propia vida y la vida en común de los que se aman. Sólo el amor me hace libre en el fondo del alma para amar más. El amor me libera de todas las cadenas que me atan. El amor me saca de la angustia de la soledad. Quiero aprender a perdonar sin rencor para poder comenzar de nuevo. Pero ¡cuánto me resisto! No quiero que el que me ha hecho daño quede justificado. ¿Y si no cambia habiendo sido perdonado? El perdón me libera a mí. El rencor me encadena al que me ha herido. Perdonar libera. Pero es una gracia de Dios que necesito. Sé que lo único que logra que cambie por dentro es el amor incondicional que recibo. ¿Existe ese amor humano que no pone condiciones? Es un abrazo que me sostiene en medio de la noche. Es la mirada que conserva la esperanza al mirarme. Y cree que todo puede ser mejor en mí, siendo como soy, frágil y torpe. Un amor que me ama incluso sin exigir que cambie. ¿Alguien puede amar de esta manera, sin condiciones? Conozco amores humanos limitados que se detienen desconfiando ante las caídas de la persona amada. Dudan y se enfrían. Pero hay otros amores humanos, también los conozco, que sí son incondicionales. Veo su forma de amar y me conmuevo. ¿Cómo es posible que amen así? ¿No estarán fingiendo? No. Su amor es verdadero. Yo aprendí desde niño a amar al que me ama, a escuchar al que me respeta, a dar confianza al que confía en mí. A corresponder con alabanzas al que me elogia. Al mismo tiempo me habitué a huir del que me incomoda y hace daño. Dejé de lado a la persona tóxica que me llena el alma de juicios y críticas sobre mí, sobre otros. Me alejé del que me grita. Hui del que no sabe amarme o no reacciona de la forma como yo espero. ¿Quién puede amar al enemigo, besar al cobarde, abrazar al que me detesta? ¿Cómo se unen los polos opuestos en un abrazo eterno? ¿Cómo se puede amar sin esperar amor como respuesta? El cielo en la tierra es ese amor incondicional de Dios que se hace carne en hombres limitados. Es posible. Yo estoy llamado a amar así. Para eso necesito saberme amado de esta forma. Necesito perdonar al que me ha hecho daño en mi vida. Necesito cuidar fielmente el amor que se me ha confiado. Esa fidelidad cotidiana compuesta de gestos pequeños. Volver a empezar siempre de nuevo. ¿Cómo se puede recuperar la confianza perdida? Es el misterio más grande del alma humana. ¿Cómo confiar de nuevo en ti cuando me has fallado? Es un milagro. De otra forma no lo entiendo. Volver a confiar en quien me ha fallado una vez parece imposible. ¿Para qué perder el tiempo? Mi amor me lleva a intentarlo de nuevo. ¿Por qué no? Algo puede cambiar. No sé bien cómo pero seguro que es posible. Confiar en la palabra dada. Confiar en que en medio de sus debilidades va a poder emprender la lucha de nuevo. Todo es posible. Hoy repito las palabras del salmo. Dios nunca me falla: «Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor. No permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme; no duerme ni reposa. El Señor te guarda a su sombra, está a tu derecha; de día el sol no te hará daño, ni la luna de noche. El Señor te guarda de todo mal, Él guarda tu alma; ahora y por siempre». Cuando siento que está todo perdido, alzo la mirada al cielo y confío. Miro mis heridas abiertas y confío. Me han hecho daño, he probado la amargura de la infidelidad en la piel. No importa. Vuelvo a confiar. Es posible. Dios lo puede hacer todo posible porque nunca me deja solo. Es siempre fiel y guarda mis pasos. 

Hoy Jesús quiere enseñarme a orar siempre: «En aquel tiempo, Jesús decía a sus discípulos una parábola para enseñarles que es necesario orar siempre, sin desfallecer». El apóstol me lo recuerda: «Permanece en lo que aprendiste y creíste». Moisés persevera en la oración pidiendo el auxilio de Dios mientras recibe la ayuda de los suyos para mantenerse fiel: «Y, como le pesaban los brazos, sus compañeros tomaron una piedra y se la pusieron debajo, para que se sentase; mientras, Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado. Así resistieron en alto sus brazos hasta la puesta del sol. Josué derrotó a Amalec y a su pueblo, a filo de espada». Cuando permanecía con los brazos en alto su ejército ganaba. Ser constante en la oración es la tarea de toda mi vida. No siempre soy fiel. Desfallezco. Mis brazos se caen. Veo que pierdo la batalla. Necesito el apoyo de los otros, su oración constante. Si no lo tengo veo cómo el mundo me atrae y me pierdo en la superficie de tantas cosas. Las redes sociales, el uso de los móviles. Todo va demasiado rápido y no tengo tiempo para orar. Quisiera vivir tan en contacto con Dios que pudiera encarnar lo que dice S. Antonio Abad: «La oración perfecta es no saber que estás orando». Vivir orando sin saber que lo estoy haciendo. Como el pez que no sabe que está continuamente en el agua. Como la respiración. Una segunda piel. A veces me canso o me duermo intentando rezar. Pero como decía Santa Teresita: «Debería atribuirla a mi poco fervor y fidelidad, tendría que estar desolada de que desde hace siete años me duerma durante la oración y la acción de gracias. Pues bien, no estoy desolada... pienso que los niñitos dan tanto gusto a sus padres cuando duermen como cuando están despiertos, pienso también que, para operar, los médicos duermen a sus enfermos. Pienso, en fin, que el Señor conoce de qué estamos hechos, sabe muy bien que no somos más que polvo». Jesús conoce mi falta de fidelidad. Sabe cuáles son mis deficiencias. Ha visto mi pobre vida de oración. No se sorprende, no se escandaliza. Aún así me pide que persevere en la vida espiritual que he aprendido y he hecho mía. ¿Cuáles son mis seguros para permanecer anclado en el corazón de Dios? Quiero llevar una vida de oración como la que sugiere el P. Kentenich en 1914: «Una intensa vida de oración». Un vivir de forma intensa unido al Señor. Rezar constantemente sin cansarme viviendo mi alianza de amor con María en el Santuario. Estar en silencio ante Jesús contemplando mi vida. Escribir lo que el Espíritu despierta en mi alma. Parece sencillo pero la constancia en Dios no es tan fácil. Quiero aprender a rezar de la mano de María. Quiero mantenerme fiel día a día. Quisiera hacer mía la oración de Antoine de Saint-Exupéry, autor de el Principito. Escribió esta bella oración al Señor para pedirle un regalo raramente invocado: «No pido milagros y visiones, Señor, pido la fuerza para la vida diaria. Enséñame el arte de los pequeños pasos. Ayúdame a distribuir correctamente mi tiempo; dame la capacidad de distinguir lo esencial de lo secundario. Te pido fuerza, autocontrol y equilibrio para no dejarme llevar por la vida y organizar sabiamente el curso del día. Haz de mí un ser humano que se sienta unido a los que sufren. Permíteme entregarles en el momento preciso un instante de bondad, con o sin palabras». Esa oración es una ayuda para el diario vivir. Entro en intimidad con Jesús para que me enseñe la mejor forma de enfrentar la vida. S. Francisco rezaba ante el Cristo de S. Damián: «Señor, ilumina las tinieblas de mi corazón». La oración me ayuda a encontrar la luz que ilumine mis pasos. Me muestra con más facilidad lo que Dios me pide. La oración me ayuda a madurar en mi fe, como comenta el P. Kentenich: «Existe una lucha por las cosas de lo alto que nos hace crecer en la conformidad con la voluntad de Dios». En oración, en el silencio, Dios me muestra su voluntad. Incluso en sueños, como hizo con San José. Dios me habla donde menos lo espero y tengo que estar preparado para entender sus deseos. Saber lo que me pide. Comprender que me quiere y sólo desea que sea capaz de darle la vida con alegría. La paz de Dios en las decisiones que tomo es lo que me sostiene. La paz de saber que este es su camino, aunque no lo entienda del todo. Respetar sus deseos. Aceptar lo que me sucede. En el camino de la vida me dejo llevar por su amor. La oración es ese abrazo profundo en el que Dios me quiere con locura. Me lo recuerda para que no me olvide. Tantas veces lo he oído, me lo han dicho. Pero olvido que está conmigo siempre en el camino de la vida y me va mostrando los senderos que me van a dar más paz. Los mejores pastos son para mí. Su presencia me consuela y empuja a ser más generoso. Quiero perseverar en una vida intensa de oración. ¿Qué me perturba? ¿Qué impide que me sumerja en el mar de las misericordias de Dios? El estribillo de una canción me da paz: «Dios mío, déjame escucharte entre tantos ruidos que turban mi alma». Sin salirme de mi vida quiero cuidar la amistad con Dios. La amistad que no se cuida, el amor que no se alimenta, se muere, se pierde. Me alejo de Dios si no hago lo posible por estar cerca. El corazón humano se distrae en el mundo y pierde la referencia última y más importante de su vida. 

La parábola del juez me habla de la insistencia que debo practicar. Sé que es necesario perseverar para conseguir lo que quiero. No basta con luchar un día, unas horas. No es suficiente un tiempo. Lo que deseo no llega sin esfuerzo, sin fidelidad. ¿Qué es lo que hoy quiero? ¿Por qué estoy luchando todos los días? ¿Soy capaz de pedir hasta el cansancio? Hoy Jesús me dice que Dios me escucha siempre: «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En aquella ciudad había una viuda que solía ir a decirle: - Hazme justicia frente a mi adversario. Por algún tiempo se estuvo negando, pero después se dijo a sí mismo: - Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está molestando, le voy a hacer justicia, no sea que siga viniendo a cada momento a importunarme. Y el Señor añadió: - Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?». Dios me hará justicia. ¿Significa que hará realidad todos mis deseos? Me encuentro con personas que creen en el mago de la lámpara maravillosa. Como si bastara con frotarla para conseguir que los deseos sean reales. No es así. No todo lo que deseo lo obtengo. No siempre la justicia que me corresponde sucede. La vida no suele ser justa. Vivo injusticias, agravios, ofensas. Vivo el dolor de la infidelidad. Me gustaría que no fuera así, pero lo es. Y la injusticia llena de amargura mi alma. Le pido a Dios que me haga justicia. Pero no sucede. Y creo entonces que la oración no tiene el poder que hoy Jesús me promete. En ocasiones siento esa contradicción. Pido con todas mis fuerzas. Y hago caso a las palabras del apóstol: «Insiste a tiempo y a destiempo, arguye, reprocha, exhorta con toda magnanimidad y doctrina». Soy fiel en mi oración. Insisto a tiempo y a destiempo. Me siento como la viuda importuna que no cesa de pedir buscando justicia. No me canso. Pido, suplico. ¿Vale de algo? La petición en sí, la búsqueda, la insistencia, tienen un lado muy positivo. Me ponen en camino. Me llevan a luchar y dar la vida por lo que deseo. No quiero caer en el desánimo. La esperanza es lo que mueve mi corazón. Pido por la curación de los enfermos. Pido para que lo vivan con esperanza. Pido por la realización de mis sueños. Pido sin desfallecer. Y si luego no salen las cosas como deseo, no me desespero. No me hundo. No reniego de ese Dios que no cumple sus promesas. Dios siempre las cumple. Camina conmigo en medio de mi dolor. Sostiene mis pasos cuando me siento débil y desvalido. Me abraza cuando las cosas no salen como yo deseaba. Todo es gratis. Todo viene de Dios. Quiero confiar en su presencia en mi vida. No pienso en los milagros que tienen que suceder. Bastantes milagros ha hecho Dios con mi vida. Son milagros de conversión. Pero para eso hay que tener la actitud que leía el otro día: «Aprender a recibir, recibirse a uno mismo y recibirlo todo de Dios. En la medida en que aprendemos a recibirlo todo de Dios podemos dar a los demás lo mejor de nosotros mismos». Quiero aprender a recibirlo todo de Dios. Confiar en su amor en medio de las tormentas. Dios a veces no cumple mis deseos literalmente, yo creo que los desborda. Me permite agradecer por todos los dones recibidos. No me siento solo porque Él va conmigo en medio de mi camino. Y su presencia me levanta y sostiene. Ya no temo.  

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