Homilía del padre Carlos Padilla - 21 de noviembre de 2021

Domingo 21 de noviembre de 2021 | Carlos Padilla

Domingo de Cristo Rey

Daniel 7,13-14; Apocalipsis 1,5-8; Juan 18,33b-37

«Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos»

21 noviembre 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«Que la luz ilumine mis oscuridades. Y la coherencia se imponga sobre mis. Si dejo que reine en mis decisiones Él irá haciendo real su reino en medio de mis obras, palabras y silencios»

Tengo un lugar en el mundo que habito. Una tierra santa que es mía y en ella echo raíces. Un hogar, un oasis, un mar propio, una barca, una casa, un corazón, un espacio sagrado, un paisaje, un camino. Tengo una tierra con sus montañas, sus árboles y jardines, sus ríos y sus tormentas, su calor y su viento. Un espacio con su gente que es mi gente. Diferente y tan igual. Los mismos miedos, las mismas alegrías. Corazones grandes y nobles. Miradas llenas de esperanza, a veces de incertidumbre. Voces altas o silenciosas, tranquilas o agitadas, malsonantes o educadas. Manos ágiles o torpes, rápidas o lentas, manos que abrazan y sostienen o dejan abandonado el amor. Es ese lugar allí donde me muevo y entrego, donde soy feliz viviendo la vida que Dios me regala, en presente siempre. Un lugar y un tiempo preciso es el que habito. Este tiempo concreto que es el ahora que se desliza entre mis dedos dejando su huella. Hago memoria de mi historia, esos días pasados llenos de recuerdos que me configuran. La historia que me ha hecho ser quién soy, ni más ni menos. Tengo una misión y una forma concreta de hacer las cosas que es la mía, mi manera de enfrentar el mundo, de mirar la vida, de oler, de escuchar y de tocar. Sé que nadie más podrá imitarme, o emularme, son distintos, yo soy distinto. Es mi manera única y valiosa, la que puso Dios al crearme. Son mis gestos y son mis palabras. Son mis pasos sobre la playa dejando sus huellas efímeras, hasta la siguiente marea. Es mi música que resuena en el tiempo aún sin estar ya presente. Esa música que resonó en mi alma, entonando melodías nuevas, por Dios inspiradas. No me importa tanto irme de cualquier sitio, aunque duele dejar, y llevarme atado a la piel lo vivido. Me importa más llegar y comenzar de nuevo mi camino, tejiendo nuevas historias, nuevos sueños. Tengo claro que estando en un lugar, en mi sitio, allí donde Dios me quiere y me habita, estaré ausente de otras tierras y de otros tiempos. Es lo que tiene vivir sólo una vida y no miles como a veces deseo, para estar en más lugares y amar con más amplitud, sin límites. Valoro hoy esas raíces que son mías, aprecio como niño mis hojas y mis frutos. Siento la cercanía de Dios vaya donde vaya, nunca me alejo, Él me sigue. A veces pensé que era yo quien lo seguía, vana ilusión de principiante. Es Él quien no cesa de acariciar mis pasos y sostener mis miedos. Son sus manos en las mías las que siento. Y es su voz en mi voz la que vibra. No pesa la soledad cuando huelo su piel, su mismo abrazo, ese de siempre que me contuvo un día y me sanó más tarde. No me deja perderme, aunque yo lo intente, así soy de necio. Hoy valoro mi lugar, allí donde me encuentro. Valoro el instante que vivo, este momento. Mi misión comienza allí donde me encuentro. Lo que me preocupa es encontrar mi sitio, más que tener un día que dejarlo, y perderlo. Me interesa más buscar para qué he venido, algo que justifique mis miedos y todas mis penas. Como S. Bernardo, que después de encontrar su propio lugar, su propia manera, en momentos de dudas se preguntaba: «Bernardo, ¿a qué viniste?». Su pregunta resuena dentro de mí cuando pierdo el pie y dudo. Y resuena con fuerza en mi interior mi misión concreta en esos momentos en los que la duda pesa y siento que no estoy en el lugar correcto, o en el momento exacto. ¿Cómo sabré que mis pasos pisan la tierra de Dios allí donde hoy me hallo? Con paciencia elijo las próximas pisadas. No desconfío, porque sé que me ama aquel que me persigue. Mi misión es ser yo mismo, dejando que brote de muy dentro toda la vida que me habita. Sin contener el llanto, sin apagar la risa, sin detener las palabras que quieren dar la vida. No temo yo el fracaso que tanto teme el mundo. Ni la difamación, ni el olvido, ni el insulto. Nada podrá quitarme la paz que me levanta. Ni alejar de mí ese abrazo que me hace ser yo mismo. Nadie podrá alejar de mi centro a aquel que así me ama, como nadie me ha amado. Y me enseña la forma de querer a quien quiero. Con toda el alma, sin guardarme nada. Amando los lugares que habita hoy mi alma, la tierra que hoy piso, el aire que respiro, los olores, las voces, los abrazos, los llantos. Todo forma parte del mismo sueño que hoy vivo. Sin miedo a que el mañana lleve lejos mis pasos. Lo que hoy vivo es eterno, así me lo ha dicho Dios, muy quedo en el oído.

Parece que si algo no hace ruido no existe. Un árbol cae en el bosque y hace ruido. Lo escucho, lo veo caído y existe. Mil árboles crecen en silencio. No veo su crecimiento, no noto los cambios. Es como si no crecieran. Si no tengo foto de un momento especial en mi vida es como si no hubiera ocurrido. Intento retener todos mis momentos, todas mis experiencias. Guardo los recuerdos como algo sagrado. Si no hay foto es como si no existiera, pero mi recuerdo, el del corazón, hace posible que siga existiendo, aún sin poder verlo plasmado en una foto. Si no hablo y doy mi opinión en un encuentro es como si no hubiera estado presente. No tengo nada que decir, pero sí escucho. Escuchar es importante, pero lo que queda es lo que alguien dijo, lo que gritó, lo que pidió. Mi escucha silenciosa no queda registrada en ninguna parte. Nadie toma nota de mis silencios, nadie los anota. Así de duro puede ser vivir esta vida. No quiero olvidar lo que asegura Gregorio de Nisa: «Gracias al silencio, aprendemos el arte de hablar»[1]. Cuanto más sepa escuchar hablaré con más verdad y más prudencia. Me puede gustar lo que haces, puedo amar lo que vives, puedo agradecerte por lo que me entregas, pero si no te lo digo, si no lo expreso, si no lo manifiesto con voz audible, es como si tu entrega no valiera la pena o como si nunca hubiera sucedido. Es duro el silencio que se guarda. Son duras las omisiones cuando dejo de hacerle un bien a mi hermano. Tengo claro que la conversación que no queda grabada, parece que nunca tuvo lugar. El encuentro que decidió mi vida, ese que sucedió en la intimidad de mi cuarto, si yo lo olvido, al no estar registrado en ninguna parte, es como si no existiera. Existo cuando aparezco en la foto, en el video. No existo cuando callo y no se me ve por ningún lado. Mi silencio en las redes sociales es prueba de mi inexistencia. La ausencia de palabras en mi alma puede ser síntoma de mi pudor, de mi vergüenza o puede deberse a mi miedo a decir lo que pienso. No hacer ruido y pasar desapercibido por esta vida no está de moda. Me dicen que haga ruido, que grite, que diga lo que pienso. Mi animan a no ser cobarde y decir mi punto de vista, y manifestar así mi forma de vida. Quiero existir en este mundo en el que se valora todo lo que se ve, lo que se lee, lo que se oye. Si no te digo lo que hice puede que el mundo lo olvide. Si no te escribo lo que siento puede que muera el sentimiento sin ser conocido. El amor que nadie conoce es como si no existiera, pero existe. Es que resulta que lo oculto existe, ese es el gran descubrimiento del que mira la vida con el corazón. Hay vidas entregadas en silencio, muertes silenciosas, gestos de amor heroico que nadie ve. No necesito contarte todo lo que he hecho para que alguien lo recuerde. Dios lo ve. Y con eso me basta. ¿O no es suficiente? Sí, lo es, lo que de verdad cambia el mundo son gestos ocultos de los que nadie habla. No hace falta contar todo lo que hago. No es necesario decir que amo para estar amando. No por verme en una foto estuve en ese sitio. Mi anonimato tiene un valor grande. El silencio vale mucho. No la omisión, porque supone no hacer lo que deseo, lo que vale. Son mis obras ocultas las que existen aunque no hable de ellas. No necesito que me agradezcan todo lo que he hecho. Y no es necesario que el mundo sepa lo bueno y caritativo que soy. Mi generosidad puede permanecer callada y no pasa nada. El bien ya está hecho. No tengo que saber todo lo que haces ni dónde estás en cada momento. Y no por no saberlo puedo pensar que haces algo malo. No saber algo no es tan malo, me da paz. La ignorancia, dice el dicho, es atrevida. Porque el que no sabe las posibles consecuencias de sus actos es más audaz que aquel que conoce lo que le puede pasar. Permanecer oculto salvando el mundo tiene más valor que hacerlo dando voces. No valen más los tres años de vida pública de Jesús que esos treinta años oculto en Nazaret en los que vivió amando oculto, en silencio. Todo tiene el mismo valor. Lo que se ve y se hace público. Lo que se guarda en alma como un tesoro privado. No por no contar algo deja de tener valor. Y no necesariamente mi vida guardada es menos valiosa que mis gestos públicos. Vale todo lo mismo y todo importa. Estoy construyendo el reino de Jesús con mis palabras, con mis silencios, con mis gestos conocidos y con las obras de amor silenciosas que voy viviendo. El ruido no es lo importante, sino el gesto de enterrar la semilla bajo la tierra y dejar que crezca sin hacer mucho ruido. Lo que no sé sigue siendo importante. Y lo que no cuento nunca voy a olvidarlo. El amor que vivo es real, aunque otros no lo sepan. El amor que doy sin que se note. O mi vida partida sin que otros lo valoren. Amar doliendo muy dentro, sin gritar por ello. Acompañar al que sufre aunque nadie lo sepa. Que nadie tenga que saber lo que he entregado. No tiene valor la vida sólo cuando se ve.

¿Puedo exigir el amor como algo debido, cuando es un don? ¿Puedo exigir que me quieran, que me acepten, que me tomen en cuenta, que me agradezcan? ¿Puedo pedirles a otros que me traten con cariño, con delicadeza, con gratitud? En la vida el amor sucede, no se exige, no es un derecho. El amor brota de repente o surge con el trato, con el cariño, con la cercanía. No tengo derecho a tu amor, a tu tiempo, a tu mirada, a tu abrazo, a tu cariño. No te lo puedo exigir aunque quisiera hacerlo cada vez que no lo toco. No puedo pretender que me prefieras cuando no lo haces. Que seas fiel a mí por encima de tus necesidades y decisiones. No puedo obligarte a permanecer a mi lado, ni exigirte que me trates como tu tesoro más precioso. No puedo pedirte que me ames a mi manera, con mis formas, con mis palabras. No puedo provocar en ti el deseo, ni la pasión, ni la misericordia. Todo sucede y yo no puedo provocarlo, ni exigirlo como un derecho. La preferencia que tiene mi corazón es una opción libre que tomo, un camino que sigo, una elección que hago casi de forma inconsciente. El que ama siempre elige al amado. No le obligan a hacerlo. Y quizás más tarde, cuando la pasión no es la misma, permanece incólume la decisión primera, la opción que marca mi vida. Y entonces vuelvo a elegirte con la voluntad, con el corazón que no es solo sentimiento. Y lo hago porque quiero, no porque tema tu reacción al notar mi distancia. No estoy obligado a amarte. Así no funcionan las cosas. El amor es un don maravilloso. «El amor es, sin más, lo más dulce y delicioso que existe en Dios y en las criaturas; en efecto, es la dulzura y la delicia mismas, tal como lo expresa su nombre»[2]. Pero ese amor que busco cada día es gratuidad, es un don inmerecido, no es un derecho por el que puedo exigir el pago. Y si lo fuerzo no surge, si obligo no florece, si demando no recibo. Quiero ese don gratuito y cuando no llega me ofusco, me cierro, mi alma se endurece. Y entonces no me basta la misericordia. Dejo de necesitar tu compasión, porque quiero tu preferencia. Es cierto, no quiero que me amen por misericordia, sin hacer méritos. Pero al mismo tiempo veo que no puedo exigir que me amen de otra manera. Y cuando lo hago así, cuando lo exijo, recibo todo lo contrario a lo que deseo. El desamor, el desprecio, el silencio, la ausencia de respuesta, la frialdad de la distancia, la soledad no deseada. Me lleno de heridas que no he buscado, porque lo que deseaba era sanar mis heridas anteriores. Y al no ser amado de nuevo veo que llueve sobre mojado. Otra vez el abandono y el olvido. Sé que el amor que recibo es un don que me das. Que tú me quieras como soy, con mis virtudes y defectos, con mi pasado y mi presente, con mi manera de hacer las cosas, con mis gestos y mis silencios, con mis palabras a veces poco claras, con mi forma de amarte tan inconclusa, es un don inmerecido. Que me ames sin querer cambiarme, sin querer que esté hecho a tu medida, sin obligarme a permanecer a tu lado, sin desear que sea alguien distinto al que una vez elegiste, todo me parece un milagro. Yo mismo veo a menudo que no es tan sencillo quererme a mí mismo. Y eso que yo convivo conmigo. ¿Cómo voy a exigirle a alguien un amor incondicional que ni yo mismo me tengo? No resulta. Yo no me acepto en mi verdad, no perdono mis incongruencias, no me agradan mis mezquindades. Entonces, veo que no puedo exigir que otros lo hagan. No te puedo forzar a que me quieras como yo necesito. Hacerlo acabaría con la magia de ese amor gratuito e infinito que tanto necesito. Me siento tan frágil que la vida se me escapa y no logro encontrar un amor que me salve. Tal vez por eso me descubro mendigando amor por la vida. Sí, por las calles, menesteroso, pobre, abandonado, solo. Grito para que me oigan tendido al borde del camino. Hago mil gestos humanos para que se den cuenta de algo evidente, soy digno de amor, estoy esperando su mirada y merezco todo el amor del mundo. He nacido para amar y ser amado. Pero siento en mi alma como si nadie me aceptara. Pero soy yo el primero que me rechazo a mí mismo. El problema real es que, cuando exijo a la vida lo que no me da y le pido lo que no me presta, no soy feliz. Busco lo que no encuentro, pido lo que no hay. Y sufro al sentirme vacío. Dándome por entero espero la misma respuesta de los demás, y recibo el silencio. Amando hasta el extremo quiero que hagan lo mismo conmigo, pero no lo hacen. Quiero forzar las cosas y lo único que logro es todo lo contrario. No es tan fácil, siempre es la gratuidad la que se acaba imponiendo. El amor es gratuito, es don. Surge donde no lo fuerzo. Florece donde no le grito. Da cuando no le pido. Fluye cuando no lo exijo. Parece todo tan sencillo. Pero no es así cuando me siento solo y entro en ese círculo vicioso de exigir amor y respuestas al mundo que me rodea. Grito y espero caricias. Trato mal a otros y espero su amor. Les demando cariño tratándolos con desprecio. Si lograra ordenar mi corazón. Si pudiera aprender a amar como Dios me ama. Sin exigencias, sin reclamos, sin gritos. Con paciencia, en el silencio, dando la vida con gestos sencillos y humildes. Sin esperar nada. Entregándolo todo

Mi corazón desea lo que va a durar siempre, eternamente. Siempre y cuando mi lugar eterno sea el mejor. Si sufro, mejor que dure poco lo que vivo. Si estoy feliz, si me siento amado y realizado como persona, si logro amar con toda el alma y soy correspondido, entonces deseo la eternidad. Si me va bien en mis empresas y todo funciona a mi alrededor. Si la vida me sonríe y el mundo me rinde pleitesía. En esos escasos momentos de gloria en mi camino de vida deseo que lo que vivo dure siempre y sea eterno. Miro al cielo y espero que se haga real la visión que hoy escucho: «Mientras miraba, en la visión nocturna vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre, que se acercó al anciano y se presentó ante él. Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin». Veo tanta división a mi alrededor, tanto odio, tanta ira. Veo tanta desconfianza y tanta violencia. Que mi alma anhela un reino en el que un solo rey mantenga la paz. «El Señor reina, vestido de majestad el Señor, vestido y ceñido de poder. Así está firme el orbe y no vacila. Tu trono está firme desde siempre, y tú eres eterno. Tus mandatos son fieles y seguros; la santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días sin término». Un reino sin heridas, sin divisiones, sin quebraduras. Un reino sin división interna, sin odio y sin deseo de venganza. Un reino en el que el poder no sea discutido y nadie desee poseer lo que otros poseen. Un reino en paz que no busque la guerra. Un reino en el que todos sean felices y nadie sienta que le falta algo. Un reino en el que todos puedan disfrutar de las mismas oportunidades sin necesidad de envidiar lo que no se posee. Un reino firme, en el que nada tiemble ni vacile. Sin muerte y sin ocaso. Un reino en el que todos vivan unidos amándose sin atisbo de odio. Un reino en el que haya alegría y esperanza. Donde nadie sufra la muerte ni la enfermedad, ni la pérdida, ni el abandono. Un reino en el que no haya vencidos, porque todos son vencedores de una única batalla contra el mal. Sueña mi corazón con un reino así en el que no haya miedo, porque el miedo brota ante las amenazas de la vida. Pero en ese reino que sueño nadie será amenazado. No habrá nadie que explote al débil y nadie que se aproveche del desposeído y abandonado. Un reino en el que la unidad esté garantizada y nadie pueda ponerla en peligro. Un reino en el que los sueños se hagan realidad y den vida para siempre. Donde no sea necesario prometer fidelidad eterna, porque estará asegurada. Un poder único me dará seguridad y paz. Ese Hijo de hombre que llega sobre las nubes: «Mirad: - Él viene en las nubes. Todo ojo lo verá; también los que lo atravesaron. Todos los pueblos de la tierra se lamentarán por su causa. Sí. Amén. Dice el Señor Dios: - Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso». El rey ante el que nadie pueda resistirse. Se dejará conducir por su poder, por su autoridad. Mi corazón desea un reino así en el que la misericordia se imponga como camino de reconciliación entre los hombres. No habrá más violencia ni deseo de venganza. Todo estará en paz en el alma. Una calma infinita rodeará todas mis incertidumbres e inseguridades. Ya nadie estará en peligro. Porque la paz será lo que conserve el alma llena de luz. Todo estará en orden allí donde antes reinaba el desorden. En ese reino que se me promete todas las cosas tendrán un sentido. Y cada uno encontrará su lugar perfecto. Yo sabré qué hacer en cada momento y no existirá la tentación del mal. Porque el demonio ya no tendrá poder ni lugar en ese reino. No me dejaré llevar por mis instintos. Todo estará en un orden perfecto que sólo Dios puede darme. Abrazaré sin temor al rechazo. Me entregaré sin miedo a perder o ser abandonado. Amaré sin miedo a no ser amado. Seguiré a Dios en todo momento y no correré el peligro de alejarme de sus brazos. Siento que ese reino que sueño sólo será posible en el cielo. Y me parece que nada podrá lograr que aquí en la tierra reine de esa forma su amor. Pero no me desanimo. Desde ahora quiero luchar por construir ese reino en la tierra. Será imperfecto, lo sé, como yo. Pero no por ello desfallezco. Si dejo que ese reino nazca en mi corazón estoy seguro de que su luz irradiará y muchos podrán seguir sus pasos. No será perfecto, eso será sólo en el cielo. Pero aún así creo que soy capaz de cambiar mi mundo y hacerlo algo semejante al que sueño. Dejaré que su poder esté dentro de mí y vaya cambiando mis tendencias, sanando mis heridas, uniendo mis divisiones, apaciguando mis guerras, calmando mi violencia, levantando mi desánimo y mi desesperanza. Dejaré que Cristo Rey venza en mi interior para lograr lo que me parece imposible. Que la paz reine en mí. Que la alegría venza todas mis tristezas. Que la luz ilumine mis oscuridades. Y la coherencia se imponga sobre mis inconsistencias que me llevan a ser lo que no deseo. Si dejo que el reine en mis decisiones Él irá haciendo real su reino en mis obras, en mis palabras y silencios. Si me dejo hacer por mi rey las cosas irán cambiando. Ya no me dejaré llevar por mis tentaciones. Venceré el odio y la rabia. Lograré que el perdón se imponga en mis dominios y la paz sofocará todas mis guerras interiores. Hablaré palabras de paz y abrazaré uniendo a los diferentes.

Los reinos de este mundo se imponen por la fuerza. Se protegen con las armas. A veces con la mentira. Los reinos de este mundo luchan entre sí por mantener el poder, por ser más poderosos que otros. Porque temen perder su poder y están en lucha continuamente. El poderoso domina al débil y se impone por encima de sus pretensiones. Si alguien quiere rebelarse contra el poderoso será reducido por la fuerza. El débil siempre pierde. Jesús es rey pero parece débil: «En aquel tiempo, dijo Pilato a Jesús: - ¿Eres tú el rey de los judíos?». Pilato, al ver que Jesús es rey está desconcertado. Lo ve indefenso y aún así lo teme, porque teme a los poderosos. Él mismo tiene mucho poder y no quiere perderlo. Pero Jesús parece ser un rey muy débil, sin ejércitos, sin armas. Sin tierras, sin súbditos. Dice ser rey de los judíos. Pero ellos parecen no quererlo como rey. Es todo extraño. Y es que el reino de Jesús es diferente. No es un reino como los de este mundo en los cuales el hombre se pelea por el poder. «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí». El poder de Jesús es el del amor. Un poder que no se impone. Un amor que es servicio hasta el extremo. Su reino es un reino de paz, en un mundo dividido por guerras y conflictos constantes. Un reino de la verdad, en un mundo en el que la mentira es un arma que se usa con demasiada frecuencia. Jesús viene a hacerme ver que la verdad me hará libre, mientras que yo opto por la mentira, aunque me esclavice. La verdad que se confiesa sin importar las consecuencias. La verdad que no se puede callar aunque me lleve a la muerte. La verdad que me lleva a estar en paz conmigo mismo, no intento engañar a nadie. Un reino donde el amor es más fuerte que el odio. Y yo sigo viendo que el odio parece ganar siempre. El odio, el rencor, la violencia, la ira, la rabia, la venganza. ¿Dónde está ese amor del que tanto hablo? Un reino de amor oculto donde no es necesario publicar mi servicio abnegado y generoso. No quiero hacer público todo lo que hago por los demás. Es como si al publicarlo me sintiera mejor, y es todo lo contrario. Un reino de libertad, en este tiempo de esclavos. Porque ahora me siento esclavo de tantas cosas. De la opinión de los demás, del juicio de los hombres, de mi fama y mi nombre, de cumplir con todas las expectativas. Y no soy feliz porque siempre me siento debiendo algo a alguien. Algún requerimiento no contestado. Una petición que no he respondido. Una expectativa que ha quedado insatisfecha. Y no soy libre para ser yo mismo siempre. Temo tu mirada que me juzga, tus ojos que esperan algo más de mí. Me cuesta revelarte mi miseria porque siento que no vas a querer permanecer a mi lado. No acabo de creer en el amor incondicional. El reino de Jesús es el reino que tiene como trono un madero, una cruz alzada entre el cielo y la tierra. La humildad en la que crezco al ser despreciado, difamado, herido con juicios y condenas. La humildad es la llave que abre el corazón de los hombres. Jesús vivió tratando de hacer nacer su reino en el corazón humano: «Jesús dedica su tiempo, sus fuerzas y su vida entera es lo que él llama el «reino de Dios». Es, sin duda, el núcleo central de su predicación, su convicción más profunda, la pasión que anima toda su actividad. El reino de Dios es la clave para captar el sentido que Jesús da a su vida y para entender»[3]. El reino de Dios está en Él, porque es rey. Y todo lo demás pierde su fuerza. El amor es el centro de su reino. Sin amor nada tiene sentido, como diría Santa Teresita del Niño Jesús: «Comprendí que sólo el Amor hace obrar a los miembros de la Iglesia, que si el Amor llegara a extinguirse, los apóstoles no anunciarían ya el Evangelio, los mártires se negarían a derramar su sangre. Comprendí que el amor encierra todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que abarca todos los tiempos y todos los lugares... en una palabra, que es eterno»[4]. Sin amor no brota el reino de Dios entre los hombres. Sin un amor puro y hondo, sin un amor verdadero y abnegado, sin un amor que se entrega sin llevar cuenta de todo lo entregado. Un amor que es semilla de nuevos santos. Sólo logro cambiar en algo cuando me experimento amado. Cuando toco el amor de Dios que me salva. Cuando recibo el amor de los hombres, de mi familia, de mis hermanos, de mis amigos. El amor en exclusividad de mi cónyuge. El amor verdadero de mis hijos. El amor me sana por dentro. Si en la Iglesia no me siento amado dejaré de pertenecer a ella y ya no querré cambiar. El juico espanta el amor. La condena de una mirada es lo contrario a la misericordia de Jesús. El reino surge en el corazón que se sabe perdonado, en los ojos que reciben una mirada de aceptación. Aprender a vivir el amor me salva. Acoger el amor y luego darlo. La Iglesia se esfuerza por encarnar ese reino que es un amor que acoge siempre. El Papa Francisco decía en Amoris Laetitia: «No olvidemos que, a menudo, la tarea de la Iglesia se asemeja a la de un hospital de campaña». Ese es el tipo de amor del reino de Dios. En ese amor humilde y acogedor está la semilla del reino.

Hoy Pilato quiere saber por qué acusan a Jesús siendo rey. No comprende las acusaciones: «Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?». Y Jesús no le responde, guarda silencio. En su vida sólo ha hecho el bien. Ha amado a los suyos. Ha perdonado los pecados. Ha curado enfermedades. Ha comido con pecadores y publicanos. Ha predicado un camino de salvación, palabras llenas de vida y esperanza. Ha amado en lo humano los corazones rotos. No ha condenado a nadie, sólo ha perdonado al que estaba lejos de Dios. Ha salvado a los perdidos. Ha orientado por el buen camino a los que no creían en nada. Ha sido un motivo de esperanza para los desesperanzados. Pero parece que eso no basta. Muchos ven en Jesús un peligro. Sus palabras, sus afirmaciones, sus gestos rebeldes. Parece un desestabilizador. Mejor acabar con Él. No ha hecho nada grave, pero es una amenaza. Los fariseos, los escribas, están bien como están. No quieren perder la posición que tienen, su poder. Les ha llamado Jesús sepulcros blanqueados. Como si ellos no fueran depositarios de la verdad de Dios. No pueden tolerarlo. Deciden entonces acabar con Él. Mejor así, que muera un justo por el bien de todos. Mi corazón se entristece. Su muerte me violenta. Jesús ha venido a rescatarme de mis esclavitudes y de mis mentiras: «Para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz». Es testigo de la verdad. De la plenitud a la que me llama. Eso mismo es lo que yo quiero ser. Jesús no quiere que me aparte del mundo, quiere que viva en él siendo yo distinto. Quiere que me salve siendo del mundo y al mismo tiempo del cielo. Quiere que me salve con el mundo, porque en su cruz todo el mundo ha sido ya redimido. Quiere que ame a los hombres en este mundo. Quiere que me vincule con el corazón en paz. Decía el P. Kentenich: «Me está permitido vincularme a personas y a cosas. A bienes y posesiones, a poder y prestigio. Me está permitido vincularme a ello. Es sano y normal que así sea. Debo reconocer realmente el sentido de las cosas, experimentarlo de forma sana, es decir, experimentar el proceso de vinculación. Pero debo experimentar también el proceso orgánico de traspaso»[5]. Soy capaz de vivir apegado al mundo y al mismo tiempo libre de sus esclavitudes. Apegado a su verdad que me hace libre y rechazando esas mentiras que me esclavizan. No soy más cuando más tengo, mis posesiones no me hacen libre ni feliz. Tampoco soy más feliz cuando me siento poderoso. El poder no me salva, muchas veces es una carga que me hunde en la ansiedad y en el stress. No quiero perder lo que poseo. El poder es tentador. Por eso no quiero aferrarme al cargo que tengo o a los bienes que poseo. Ni el poder ni los bienes me hacen feliz. Son medios para una felicidad mayor, para un amor más grande. Por eso me vinculo con libertad y lo pongo todo a disposición de los hombres. Los entrego con paz en el alma cuando los voy a perder. No me ofusco pretendiendo retener lo que quieren quitarme. Todo es don, gratuidad. Vivir así me da paz. Mi reino tampoco es de este mundo. Por eso vivo en el presente sabiendo que todo es pasajero. Y al mismo tiempo no dudo de la promesa que Dios me hace: «Jesucristo nos ama, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre». Soy parte de su reino. Nada de lo que sucede se pierde. Todo importa, todo vale. Vivo con raíces que me atan a la tierra. Y con grandes alas en mi espalda que me elevan al cielo. Esa forma de vivir es la que deseo. Vivir anclado y desapegado. Vivir en la tierra y en el cielo. Con amor concreto y limitado a lo que me rodea, a todos a los que amo. Y con un amor muy hondo a Dios que me llamará un día para estar a su lado. Mi reino no es de este mundo. Y al mismo tiempo comienza en el presente y en este mundo concreto que ahora habito. Todo tendrá un sentido en el plan de Dios que desconozco. Sólo quiero ser fiel en los pasos que doy por esta vida. Sin amarguras, sin penas, sin angustias. A Jesús lo condenan después de haber amado a todos. Yo sigo sus pasos y siento que mi camino es también el suyo. Cuando recibo halagos no me siento más valioso. Cuando me critican no me siento peor. Trato a los dos como impostores. Y sigo amando en el presente.

 



[1] Cardenal Robert Sarah, la fuerza del silencio, 66

[2] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[3] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[4] Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma

[5] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

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