Homilía del padre Carlos Padilla - 22 de marzo de 2020

Domingo 22 de marzo de 2020 | Carlos Padilla

Retiro de Cuaresma                   El abrazo del padre que me salva

Una mirada sobre la parábola del hijo pródigo en tiempos de búsqueda

«Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero ahora debemos hacer fiesta y alegrarnos, porque tu hermano, que estaba muerto, ha vuelto a vivir; se había perdido y lo hemos encontrado»

22 Marzo 2020 P. Carlos Padilla Esteban

«Nada importa. No escucha sus aclaraciones, no quiere escucharlas. Lo abraza, lo sostiene. Me encanta este cuadro que refleja ese amor de Padre. Un padre misericordioso que abraza con ternura»

Una oportunidad para retirarme y hacer oración

Ojalá este retiro me ayude a hacer silencio de verdad. Es la cuaresma una oportunidad para hacer silencio. El Papa Francisco me lo recuerda esta cuaresma. Es la oración «un diálogo de corazón a corazón, de amigo a amigo. Por eso la oración es tan importante en el tiempo cuaresmal. Más que un deber, nos muestra la necesidad de corresponder al amor de Dios, que siempre nos precede y nos sostiene. De hecho, el cristiano reza con la conciencia de ser amado sin merecerlo. La oración puede asumir formas distintas, pero lo que verdaderamente cuenta a los ojos de Dios es que penetre dentro de nosotros, hasta llegar a tocar la dureza de nuestro corazón, para convertirlo cada vez más al Señor y a su voluntad. Así pues, en este tiempo favorable, dejémonos guiar como Israel en el desierto (cf. Os 2,16), a fin de poder escuchar finalmente la voz de nuestro Esposo, para que resuene en nosotros con mayor profundidad y disponibilidad. La apasionada voluntad de Dios de dialogar con sus hijos». Retirarme es la oportunidad de apagar los ruidos y dejar que Dios, mi amigo, me hable, me ame, me acompaña. En este retiro quiero unirme a tanta gente en la distancia. Navego por el mar de las redes. Esas que me separan con frecuencia de los más cercanos. Esas mismas redes tan cuestionadas a menudo hoy me unen con los que quiero, me acerca a los que están lejos. Y comparto con ellos el mismo miedo, la misma angustia, la misma soledad, la misma experiencia de casa, de hogar. Quiero pedir en este retiro por todos los que tienen un retiro obligado por la enfermedad. En sus cuartos, en sus casas, en los hospitales, viviendo en soledad el dolor de la enfermedad. No pueden ver a nadie, ni tocar a nadie. Es como si estuvieran apestados o fueran leprosos. Sufren solos la enfermedad. Me conmueve su angustia, su miedo. Jesús va a atravesar las puertas cerradas para sostenerles. Va a sujetar sus manos sin miedo a contagiarse. Va a calmar sus temores, estoy seguro. Lo va a hacer como lo hicieron con Él los ángeles en Getsemaní. Al mismo tiempo pido en este retiro por tantos héroes anónimos, enfermeros y médicos que viven sólo para ayudar, para sanar, para consolar. Viven sin descanso arriesgando sus vidas. Su trabajo oculto y silencioso salva tantas vidas. Pido también por tantos que en estos días extraños han sacado lo mejor de su alma para dar a los demás. La creatividad ayuda en el amor. Muchas personas dan gratis lo que tienen. Ayudan como pueden. Sus canciones, sus servicios, sus palabras ayudan a muchos a caminar en medio de la noche. Esa generosidad tan creativa me impresiona siempre, mucho más ahora que tanto la necesitamos.

Vivo días de coronavirus, días de crisis. Días de confinamiento en casa, con los míos. Me detengo a mirar a Dios en el desierto de mi vida. Mis certezas han caído. Son más fuertes mis inseguridades en este tiempo tan convulso. Todo parece tambalearse. Surgen las dudas y los miedos. Y este retiro de cuaresma en mitad de todo el dolor que acompaño se hace más acuciante. Necesito pararme ante Dios con mis preguntas, con mis miedos, con mis dolores. Quiero fijar en Él mi mirada. Necesito preguntarle por qué estoy viviendo esto. Quiero saber qué me está diciendo a mí con todo lo que está pasando a mi alrededor. Me había acostumbrado a tenerlo todo al alcance de la mano, a vivir cómodo buscando mi bienestar y el de los míos. Y ahora estoy en medio de una verdadera guerra. Todo se derrumba, todo se detiene, todo se paraliza. Y yo tengo miedo. Es cierto que sé que Jesús acude a mi miedo y viene a calmarme. Lo hace casi sin que yo lo perciba. Pero no logro encontrarle sentido a lo que me sucede. ¿Qué quiere de mí Dios, de todo el mundo? No suelo pensar mucho en la muerte. Ni en la mía, ni en la de las personas a las que quiero. La he apartado, la olvido. Porque duele demasiado. Es como si la muerte fuera algo que le sucede a otros, pero no a mí. Es casi como si fuera inmortal. Decía el filósofo Julián Marías: «Para que el hombre sea moriturus -el que ha de morir- la muerte tiene que alojarse en su biografía, tiene que adquirir dentro de ella, no ya un lugar, sino un puesto necesario. Y esto quiere decir una significación»[1]. Sé que sólo le doy sentido a la vida cuando se lo doy a la muerte. Le tomo el peso a la vida cuando se lo tomo a la muerte. Mientras prescindo de su significación vivo sin profundidad, sin realismo. Justamente en estos días la enfermedad pone en jaque todos mis seguros. Cuestiona mi forma de vida. Estando confinado en mi casa comienzo a darme cuenta de lo que tengo, de lo que tan a menudo no valoro.

La parábola del hijo pródigo

Es quizás por todo esto que he pensado en la parábola del hijo pródigo como palabra de Dios que quiere interpelarme en estos días. Voy a comenzar a desgranar como si de un rosario se tratara cada momento de esta parábola tan conocida del Hijo pródigo, el hermano mayor celoso y el Padre misericordioso. El Padre misericordioso, el hijo que se aleja buscando la felicidad, el hijo mayor que permanece en casa. Quiero recorrer el camino que me propone Jesús. Quiero vivir esta parábola en mi vida, sentirme cada uno de los personajes que me dibuja. La parábola habla de una casa, de un hogar. Y yo estoy ahora recluido en mi casa, en mi hogar, con los míos, o solo. Es una casa de la que quiero salir y a la que necesito volver cada día. La parábola me ayuda a ver las distintas formas de mirar esa casa que Dios me ha confiado. Son distintas miradas y distintos corazones. Con el trasfondo de la enfermedad quisiera que ahondáramos en el significado de estos días que vivimos. Una cuarentena en medio de mis cuarenta días de Cuaresma. Me conmueve la coincidencia. Serán más de cuarenta, pero me ayuda la palabra para pensar en este tiempo de desierto. Un camino por el desierto que me lleva a la Pascua y anhelaré que llegue de verdad. Mientras tanto el desierto me acompaña como paisaje. El desierto, la cruz, la experiencia de la propia fragilidad, la soledad. Pero sobre todo me acompaña un caminante, un peregrino, Jesús que viene a mis miedos, a mis angustias. Viene a calmar mi sed, a reponer mi ánimo. Me gusta pensar que en mi barca Él siempre está cogido a un remo, sujetando el timón, para no perder el rumbo. O camina sobre las aguas a mi lado para espantar mis miedos. Aunque la tormenta arrecie y parezca que todo va a acabar de golpe Él me da esperanza. En mis miedos Él me calma.

Me detengo en silencio ante la parábola que Jesús hoy me cuenta. La quiero leer lentamente un par de veces antes de adentrarme en el misterio que se expone. La escucho, la medito, la guardo en mi corazón: «Un hombre tenía dos hijos. El más joven le dijo: - Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde. Y el padre repartió los bienes entre ellos. Pocos días después, el hijo menor vendió su parte y se marchó lejos, a otro país, donde todo lo derrochó viviendo de manera desenfrenada. Cuando ya no le quedaba nada, vino sobre aquella tierra una época de hambre terrible y él comenzó a pasar necesidad. Fue a pedirle trabajo a uno del lugar, que le mandó a sus campos a cuidar cerdos. Y él deseaba llenar el estómago de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Al fin se puso a pensar: - ¡Cuántos trabajadores en la casa de mi padre tienen comida de sobra, mientras que aquí yo me muero de hambre! Volveré a la casa de mi padre y le diré: Padre, he pecado contra Dios y contra ti, y ya no merezco llamarme tu hijo: trátame como a uno de tus trabajadores. Así que se puso en camino y regresó a casa de su padre. Todavía estaba lejos, cuando su padre le vio; y sintiendo compasión de él corrió a su encuentro y le recibió con abrazos y besos. El hijo le dijo: ‘Padre, he pecado contra Dios y contra ti, y ya no merezco llamarme tu hijo. Pero el padre ordenó a sus criados: ‘Sacad en seguida las mejores ropas y vestidlo; ponedle también un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traed el becerro cebado y matadlo. ¡Vamos a comer y a hacer fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a vivir; se había perdido y le hemos encontrado!’ Y comenzaron, pues, a hacer fiesta. Entre tanto, el hijo mayor se hallaba en el campo. Al regresar, llegando ya cerca de la casa, oyó la música y el baile. Llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba, y el criado le contestó: - Tu hermano ha vuelto, y tu padre ha mandado matar el becerro cebado, porque ha venido sano y salvo. Tanto irritó esto al hermano mayor, que no quería entrar; así que su padre tuvo que salir a rogarle que lo hiciese. Él respondió a su padre: - Tú sabes cuántos años te he servido, sin desobedecerte nunca, y jamás me has dado ni siquiera un cabrito para hacer fiesta con mis amigos. En cambio, llega ahora este hijo tuyo, que ha malgastado tu dinero con prostitutas, y matas para él el becerro cebado. El padre le contestó: - Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero ahora debemos hacer fiesta y alegrarnos, porque tu hermano, que estaba muerto, ha vuelto a vivir; se había perdido y lo hemos encontrado».

La madre del hijo pródigo

Voy a detenerme en la primera escena. Me imagino una casa, con un padre, una madre, dos hijos. Veo en mi corazón una hacienda familiar. Un trabajo que mantiene a la familia. Una empresa familiar que le da una situación holgada en lo económico a la familia. El padre lo dio todo por construir una empresa fiable. Viven bien los cuatro en esta casa. Así me lo imagino. Es cierto que Jesús no me habla de la madre. No sé si ha muerto. O se ha ido. Jesús sólo menciona tres hombres en la familia. No aparece esa mujer que mantiene unida la familia: «Un hombre tenía dos hijos». ¿Sería la intención de Jesús mostrar cómo la ausencia de la madre provoca el comienzo de la división? No lo creo. ¿Querría mostrar la misericordia de un Dios que es Padre? ¿No es acaso esencialmente maternal ese abrazo del padre al hijo al final de la parábola? A menudo he pensado en el motivo de esta ausencia y no lo conozco. Sólo sé que Jesús ama a su madre y sabe el papel fundamental al lado de José. Su madre que queda viuda y sigue adelante con la familia llevando el dolor en el alma de la ausencia de su amado José. Pero ahora Jesús parece omitir el detalle de la madre o simplemente sólo pretende mostrar a un padre que está solo y tiene que ser padre y madre al mismo tiempo. Un padre que tiene que educar a los hijos, formarlos, acogerlos, guardarlos, respetarlos, engendrarlos. Y todo esto cubriendo el hueco dejado por su madre. La ausencia de ese cariño maternal me llama la atención. La madre en el hogar siempre eleva el alma y calma el espíritu. La ausencia de lo femenino en la parábola me hace pensar que en los propios gestos del padre está la madre actuando. Es un padre que se conmueve en las entrañas al ver regresar a su hijo. Rembrandt ha querido significar ese rasgo tan femenino con la mano derecha, mano de mujer, que acerca al hijo arrodillado al vientre, para que vuelva a nacer. El hijo menor, con rostro de niño, vuelve a nacer. El amor matrimonial ha logrado asemejar al padre a su esposa. Ella sigue viviendo en esos ojos que cada mañana salen al exterior de la casa esperando el imposible regreso del hijo. Así es el amor de una madre, así es el amor de Dios. Aún así, y curiosamente, lo primero que me llama la atención de la primera escena es la ausencia de la madre. No está presente la esposa. No está esa mujer que llena la casa y la transforma en hogar. ¿Sería decisivo para que el hijo tomara la decisión de partir? ¿No hubiera logrado retener ella sus pasos? La madre congrega, une, retiene, contiene. La madre abraza antes de que el hijo parta para que no se vaya. Pienso en el papel de la mujer, de la mujer que es madre y hace de la casa un hogar cálido. De la madre que retiene y contiene. De su abrazo cálido que salva mi alma. Pienso en ese hogar que tiene que haber en cada casa, en cada alma. Una madre que me levanta y me hace mirar la vida con esperanza. Una madre positiva y alegre que siempre me espera sin echarme en cara mis faltas. Una madre paciente y buena, alegre y fiel, que me espera a la puerta de la casa, anhelando mi regreso. Toda mujer es hija y madre al mismo tiempo. Niña y mujer fuerte para enfrentar las dificultades y cruces de la vida. Y su ausencia por distintos motivos deja un vacío imposible de llenar. Pienso en tantas mujeres que han perdido su mirada pura, su sensibilidad o su maternidad. Porque ya no quieren ser madres, porque no quieren tener hijos. Pienso en tantas mujeres que han perdido su inocencia y no miran como hijas, como niñas. Y desconfían del varón, del padre, del esposo, del mismo hijo. Pienso que perder la esencia de la mujer deja los hogares vacíos, rotos, sin alma. Y hace que haya muchas casas en los que falta ese vínculo materno que todo lo ata con lazos invisibles. Este tiempo de vuelta al hogar, de confinarme involuntariamente en casa, les da un valor nuevo y especial a las mujeres que hay en mi hogar. A las que hacen de mi casa un hogar cálido y acogedor.

  • Me pregunto si hago de mi casa un hogar. A veces es sólo un lugar de paso. Quiero que este tiempo que Dios me regala en casa me ayude a hacer de mi casa un hogar en el que todos encuentren su lugar y no quieran irse. ¿Cómo hago para que esa presencia femenina esté presente siempre en mi hogar?

El hijo pequeño se va de casa

En medio de esta casa en la que todo parece transcurrir en paz, irrumpe una decisión desafiante y dura: «El más joven le dijo: - Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde». El hijo pequeño quiere irse de casa. Pero es aún más grave. Quiere llevarse la herencia que le toca, cuando aún no se ha repartido. El padre podría haberse negado. Hubiera sido hasta lógico. Un hijo que reclama la herencia antes de la muerte del padre. ¿O es que lo ha matado ya dentro de su alma? No lo sé. Pero es posible. Ha matado al padre, así como a la madre ausente. Y también al hijo mayor que cumplía y se hacía cargo con generosidad de todos los deberes y tareas de la empresa familiar. Parece que el hijo quiere huir del trabajo impuesto. No quiere entrar en esa rueda en la que él es tan solo un engranaje más. Se resiste a ser una pieza de todo un mecanismo. Quiere irse a probarse, a hacer su vida y para ello necesita dinero para emprender una nueva vida. Quiere buscar un nuevo hogar, hacer las cosas de forma diferente. El hijo es un hijo peregrino, aventurero, soñador. No sé bien cómo es, pero sí sé que quiere cortar con su hogar, quiere vivir sin raíces. Pedir la herencia es cortar con el vínculo de sangre. Nunca más reclamará nada porque nadie le deberá nada. Nunca más nadie le reclamará algo porque él no le deberá nada a nadie. Ya es libre, puede irse lejos y vivir una vida nueva, sin ataduras. ¿No le gustaba la vida que llevaba? Tal vez no quería entrar en el molde, adaptarse a lo que todos esperaban de él. Tiene el hijo menor algo o mucho de rebelde. Desea hacer su propia vida. Ha escuchado en su alma y ha descubierto voces que le impulsan a jugarse la vida, a arriesgarlo todo. Me detengo ante este hijo menor. No sé si es o no el consentido. O tal vez es aquel en el que nadie confía, puede que tampoco su padre, porque es el pequeño. O simplemente no cumplió las expectativas del padre y se siente frustrado. O el padre es tan perfecto que el hijo no podrá nunca igualarlo, aunque lo intente, ni al padre, ni a su hermano. Y decide huir para vivir él solo, para poder ser feliz, para hacer realidad sus sueños y no tener que amoldarse a los de otro. A lo mejor es muy adolescente y tiene la rebeldía en la piel, no quiere obedecer. Le falta quizás madurez para asumir sus responsabilidades y trabajar como corresponde por sacar adelante la vida. Pienso en ese hijo menor. En ese hijo rebelde que tiene el coraje de cortar con todo lo que le ata y hacer su camino. ¿No estaría más seguro si se quedara en casa? Un lugar conocido, un entorno familiar, una atmósfera positiva. No sé si vivía con rabia hacia su hermano, o hacia su padre. Jesús no lo cuenta. Sólo sé que quiere hacer su vida y emprender su viaje. No hay más motivos. Sólo quiere vivir lejos, no en casa. ¡Cuántas veces he tenido la tentación de querer irme de casa! Quizás ahora me pesan más incluso las paredes, la convivencia familiar. Todo es muy estrecho. Quisiera huir como él, irme lejos. Escaparme de todos los que me buscan, me exigen, me piden. Irse de casa es algo hasta natural. Tomar distancia, alejarme de las rutinas familiares. ¡Cuántas veces un hijo se aleja un tiempo para probarse! Como ese gorrión que emprende su primer vuelo desde el nido. Es un sentimiento hasta sano. Tanta vida familiar puede cansar y despertar el deseo de alejarme. Pero a menudo es un sentimiento de hastío el que provoca el deseo de huir. ¡Cuántas personas deciden cortar con su vida, con sus decisiones y emprender un nuevo camino! La vida no vivida. Quieren algo nuevo. Rompen con lo anterior. Es la tentación de tantos hijos ya mayores que deciden dejar su familia para vivir una vida antes no vivida. Dejan sus decisiones pasadas, aunque fueran tomadas para toda la vida. Hay algo inmaduro en esas decisiones. Pero no soy quién para juzgarlo. Pensando en mi vida religiosa también yo puedo tener la misma tentación. Irme de la casa Iglesia. Alejarme de las creencias de siempre. Hacer mi vida lejos de la moral que se me impone y me constriñe. Lejos de la exigencia del cumplimiento de preceptos insípidos, de normas que no comprendo ni acepto. Tengo la tentación de irme lejos y hacerme un Dios a mi medida. Porque me siento atado a tantas normas exigentes. El hijo pródigo está dentro de mí. No quiere la obediencia ni la renuncia. No desea ser un hijo más, un simple hermano. Quiero probarme, salir, emprender nuevas rutas. La Iglesia caduca no me convence. Es el sentimiento de romper con lo anterior, con lo de siempre. Tal vez no lo comprendo del todo. Todos tenemos la misma tentación del hijo pródigo. El mismo deseo de huir hacia delante, huir de mí mismo, de mis propios miedos.

  • Me lo pregunto ahora en silencio. ¿Me siento hijo pródigo? ¿Deseo a veces romper con lo anterior, con lo de siempre? ¿Hay un hijo rebelde en mi alma que no acepta órdenes?

Mis decisiones y mis actos

El hijo menor no puede irse si no lleva consigo la parte de herencia que le toca. No se va con las manos vacías: «Y el padre repartió los bienes entre ellos. Pocos días después, el hijo menor vendió su parte y se marchó lejos, a otro país». Es curioso. Ni siquiera la herencia que recibo cuando mueren mis padres es mía. No tengo derecho a esa herencia. No me corresponde, es de mis padres. Es suya, sólo suya. Sólo la recibo como un don. Pero este hijo la pide, la necesita. Y huye a otra tierra para malgastarla. Lo deja todo, rompe con sus raíces, sus vínculos, su amor, con el fin de comenzar una nueva vida. Pero no lo logrará y se gastará su pequeña fortuna. Otro país lo espera. Estoy acostumbrado a escuchar historias en la Sagrada Escritura en las que los protagonistas lo dejan todo cuando Dios los llama para una misión grande. Salen de su casa y emprenden un camino. Yo mismo lo hice cuando Dios me llamó al sacerdocio. No fue heroico porque era lo que ardía en mi corazón en ese momento. Pero pienso en todos los que dejan todo para estar libres de ataduras y emprender una nueva vida. Los que se casan, los que se van a vivir una nueva vida por el trabajo fuera de su hogar paterno. Me conmueve siempre esa disponibilidad para emprender una aventura sagrada como los santos de la Sagrada Escritura. Siempre, al comienzo de toda decisión grande, hay una gran renuncia, hay que hacer un sacrificio. En la parábola no es así. Aquí la huida de casa es sin sacrificio aparente para el hijo. Sí para el padre. El hijo menor no sufre al dejar a su padre, ni a su hermano. No le duele dejar la casa paterna. No le duelen al principio las renuncias naturales. No gozará de un hogar, no tendrá un lecho en el que reclinar cada noche la cabeza. No le pesa. Simplemente se aleja con una motivación, quiere ser feliz. Pienso en ese hijo menor que yo llevo dentro. Ese hijo que no quiere que le impongan un molde, una forma de ser, un actuar concreto. No quiero ser el niño dócil que lo acepta todo con un corazón alegre y confiado. No quiero ser aquel al que le exigen adaptarse a las exigencias de la vida. No me basta con ser ese hijo del padre que le ama. El hijo bueno que todo lo hace con docilidad. Pienso en cuántas veces me alejo de Dios llevándome la parte de mi herencia. Me alejo feliz porque tengo lo suficiente para vivir. Creo que lo voy a poder hacer todo yo solo. Hay en este deseo del hijo menor una pretensión. Quiere ser todopoderoso. No quiere depender de nadie. Libre de ataduras probará su valor, sus habilidades, su coraje. Hay un anhelo de autosuficiencia. Pienso en este tiempo que vivimos. Me han educado a vivir yo solo haciéndolo todo solo. No quiero necesitar a los mayores. Justo ahora todo eso se rompe y parece que no puedo solo. Si la gente sale de sus casas y la enfermedad sigue creciendo, mi vida estará en peligro. Si yo lo hago pondré en peligro otras vidas. Es curioso, pero es así. No estoy solo. No puedo hacerlo todo solo. Es el primer pecado del hombre. El orgullo de no necesitar a nadie. El deseo de ser Dios, autosuficiente. Y de repente cae ese seguro. No puedo solo. Necesito a tantos. La enfermedad me hace dependiente. Me hace niño desvalido. Sin la ayuda de los otros no soy nada. Tomo conciencia de mi corresponsabilidad. Mis actos tienen profundas repercusiones a mi alrededor. Si salgo de casa hago un daño, aunque no lo parezca. Sé que los actos visibles tienen un efecto. Si yo ayudo a otro, es algo visible, es un bien que el otro recibe. Si tomo una decisión en el matrimonio, afecta a mi cónyuge, sea la que sea. El otro puede agradecerlo o no pero es algo objetivo que tiene consecuencias para los que me rodean. Igualmente pasa en este tiempo de tanta intensidad de vida familiar. Todo cuenta, importa. Al mismo tiempo hay actos míos que son visibles y pueden ser un buen o un mal ejemplo. Si en una escalada a un monte yo persevero, no me detengo y aguanto. El que va conmigo no se detendrá gracias a mi ejemplo. Pero si me paro, o me quejo, el ánimo del que está conmigo también decaerá al mismo tiempo. Los actos visibles tienen mucho peso. Por eso la Iglesia canoniza a los santos. Para que se vean sus obras, sus formas de entender la vida. El ejemplo de un santo me edifica. Me construye por dentro. Por eso hay tan pocos santos canonizados. Sus obras son aliento para que yo siga luchando. Pero luego hay otros actos ocultos, una vida oculta que nadie ve. Esos actos silenciosos, callados, tienen un gran poder. Es el poder espiritual. Estamos unidos por hilos invisibles. El cuerpo de Cristo nos une por dentro. Mis actos ocultos de generosidad son un bien para otros, aunque nadie los vea. Mis renuncias ocultas son un bien, aunque nadie lo sepa. Me impresiona. Mis pecados ocultos que nadie ve son una privación de bien para esta gran Iglesia misteriosa a la que pertenezco. El acto de irse de casa tiene un poder infinito. Repercute en el padre, en el hijo mayor, en los que saben del hecho. Y también en los que no lo saben. Hacen falta muchos actos de generosidad ocultos para que este mundo vaya cambiando silenciosamente. Soy un defensor de los actos visibles. Y me doy cuenta ahora del valor de los actos ocultos. Los médicos y enfermeros trabajando en la sombra. Las familias confinadas que renuncian con alegría. Los que limpian las calles. Los que proporcionan los servicios básicos. Vidas ocultas. Tengo claro que mi forma de vivir la vida se vea o no se vea, siempre suma o resta. Eso es así siempre.

  • ¿Cómo influyen mis actos y decisiones en los que me rodean? ¿Me alegra poder hacer esos servicios ocultos que nadie ve ni valora? ¿Me esfuerzo en vivir oculto para dar vida?

Los sueños, el fracaso, el pecado y la culpa

Cuando el hijo parte tiene muchos sueños en el corazón. Espera que todo le resulte bien. Quiere hacer cosas grandes. Pero luego la vida no es lo que él espera: «Pocos días después, el hijo menor vendió su parte y se marchó lejos, a otro país, donde todo lo derrochó viviendo de manera desenfrenada. Cuando ya no le quedaba nada, vino sobre aquella tierra una época de hambre terrible y él comenzó a pasar necesidad. Fue a pedirle trabajo a uno del lugar, que le mandó a sus campos a cuidar cerdos. Y él deseaba llenar el estómago de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie se las daba». Lo vende todo para gastarse luego su fortuna. Vive de manera desenfrenada, desordenada. ¿Qué espera realmente de la vida? Vive sin control. ¿No me pasa a veces lo mismo? Vivo sin control, sin frenos. Vivo sin pensar, sin hacer cálculos, sin prudencia. Y la vida se me escapa entre los dedos. Así he vivido mucho tiempo. Y ahora me piden parar, de golpe, dejar de hacer lo que hacía antes, ya no puedo vivir sin freno. Porque el freno me lo han impuesto. Han decidido por mí. ¿Cómo he estado viviendo hasta ahora? Me piden que viva como un monje, en mi celda. Trabajando desde casa. Cuidando a los míos en casa. Han echado el freno a mi ritmo. Ya no puedo ni siquiera hacer deporte fuera de casa. Mis sueños frustrados. ¿Cuántos planes tenía que no se han hecho realidad en mi vida? Igual que ese hijo que pensaba que se iba a comer el mundo. Me he creído mejor que otros. He pensado que conmigo todo iba a ser mejor. Y de golpe tengo hambre. Un hambre horrible. Un hambre profunda. De amor, de amistad, de compañía. Hambre de Dios como lo más profundo. El hijo trabaja cuidando cerdos. Un trabajo indigno. Él que era un heredero de un hombre rico. Ahora no tiene nada. Ni vida digna, ni dinero, ni fortuna, ni sueños. Siente la angustia. Y surge el primer arrepentimiento. A lo mejor estaría mejor en casa de mi padre: «Al fin se puso a pensar: - ¡Cuántos trabajadores en la casa de mi padre tienen comida de sobra, mientras que aquí yo me muero de hambre! Volveré a la casa de mi padre y le diré: Padre, he pecado contra Dios y contra ti, y ya no merezco llamarme tu hijo: trátame como a uno de tus trabajadores. Así que se puso en camino y regresó a casa de su padre». Es consciente de su culpa. No tomó la decisión correcta. No administró bien su tiempo, sus talentos, su dinero. No lo hizo bien, lo sabe, lo reconoce. No puede obtener el perdón, pero sí quizás la misericordia de su padre le deje ser un jornalero más. Un criado, no el hijo del amo. Seguro que el hijo menor no conoce al padre. Piensa que es posible su plan. Puede hacerlo, pedirle perdón y suplicar ser siquiera un jornalero. Con eso bastaría para llenar el estómago. No pide volver a ser hijo. Es sensato.

A menudo pienso en esta escena. Imagino al hijo que es consciente de su pecado, pero no admite la posibilidad del perdón. No es posible volver al punto previo a la ofensa. Es imposible la misericordia. Cuando se ha roto el jarrón de porcelana no hay nada que permita que vuelva a ser como antes de la rotura. Nada en absoluto. Imposible. Se verán las marcas del lugar por el que se rompió. La herida siempre es reconocible por su cicatriz. Mi corazón se reconoce por sus heridas. Estamos marcados por nuestras decisiones para siempre. Él nunca dejará de ser el hijo pródigo que regresa como jornalero arrepentido. Es el único camino para seguir viviendo. No puedo volver a antes del pecado. No es lógico. Me conformo entonces con ser jornalero, con ser un trabajador más. Eso basta. ¡Cuántas veces me he sentido así ante Dios, ante las personas! Una ofensa imperdonable, un daño causado con intención o por imprudencia. El daño es el mismo, aunque la intención no lo sea. Siento que no puedo arreglarlo, ni sanarlo. Quizás mi orgullo me impide aceptar que he cometido un error. Pensaba que lo iba a hacer todo bien, pero no ha sido así. La culpa es un veneno. Se mete dentro. Y cuando tengo mucha culpa ya acumulada me acabo volviendo inmune. Me endurezco. El odio y la amargura se apoderan de mí. Ya no hay vuelta atrás. Hubo alguna posibilidad en algún momento del camino. Pero después quedó anulada la posibilidad. Sólo quedaron la amargura, la rabia, el odio. Es imposible pensar en una misericordia que todo lo perdona. No sería justo. Él había gastado toda la fortuna que poseía. Ya no le quedaba nada, sólo remordimiento. La culpa es fuerte. Me cuesta imaginar el perdón, la misericordia de Dios.

  • ¿Cómo vivo los fracasos y las desilusiones en la vida? ¿Sé dar marcha atrás y enmendar mis pasos? ¿Acepto los fracasos, sé pedir perdón, me arrepiento cuando las cosas no salen como esperaba? ¿Reconozco mi culpa? ¿Creo en el perdón? ¿En ese perdón que doy o recibo?

El padre siempre espera mi regreso

La misericordia siempre me da qué pensar. Pienso en las palabras del Papa Francisco esta cuaresma: «Mira los brazos abiertos de Cristo crucificado, déjate salvar una y otra vez. Y cuando te acerques a confesar tus pecados, cree firmemente en su misericordia que te libera de la culpa. Contempla su sangre derramada con tanto cariño y déjate purificar por ella. Así podrás renacer, una y otra vez». Dios es misericordia y así describe la parábola ese amor de Dios hacia mí: «Todavía estaba lejos, cuando su padre le vio; y sintiendo compasión de él corrió a su encuentro y le recibió con abrazos y besos. El hijo le dijo: - Padre, he pecado contra Dios y contra ti, y ya no merezco llamarme tu hijo. Pero el padre ordenó a sus criados: - Sacad en seguida las mejores ropas y vestidlo; ponedle también un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traed el becerro cebado y matadlo. ¡Vamos a comer y a hacer fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a vivir; se había perdido y le hemos encontrado! Y comenzaron, pues, a hacer fiesta». Esta escena siempre me rompe por dentro. Un padre que está fuera de la casa, esperando al hijo que nunca llega. Mañana tras mañana, como una madre. Desesperado por la ausencia que rompe su alma. ¿Cuántos días habría pasado antes esperando sin ver a su hijo? Todo ese tiempo de ausencia, seguro. Pero ese día todo será distinto. A lo lejos ve volver a su hijo lleno de dolor. Nada importa. No escucha sus aclaraciones, no quiere escucharlas. Lo abraza y lo sostiene. Me encanta este cuadro que refleja ese amor de Padre. Un padre misericordioso que abraza con ternura. Ahora que no se puede abrazar ni besar tiene más fuerza aún esta imagen. Un hijo roto en los brazos de un padre roto. Ninguno puede dejar de llorar. Por motivos diferentes, claro. El hijo llora de impotencia. El padre de alegría. El hijo reconoce su error. ¿Cuál? ¿Haberse ido de casa? ¿Haber matado a su padre en el corazón? ¿Haber pedido su parte de la herencia? ¿Haber roto ese hilo de sangre sagrado? Alguno de esos motivos, tal vez todos. Yo también soy hijo. Cuando me alejo de mi padre para vivir mi vida experimento el pecado del orgullo. Quiero ser Dios, quiere ser mi padre. Quiero vivir lejos de Él porque a su lado no puedo. Y el pecado me hace sentirme sucio. Me alejo de Él. No soy digno. Tengo vergüenza. He pecado contra el cielo y contra Él. ¿Reconoce el pecado de haber malgastado su vida? Seguramente. Ha llegado hasta donde no quería llegar. Normalmente los pecados van en cadena. La infidelidad en nuestra vida no sucede de golpe. Está precedida de muchos gestos de desamor. Una palabra, una omisión, una falta de delicadeza. Todo suma. Tengo un pecado fundamental. Comenta el P. Kentenich: «¿Dónde está mi punto débil, a qué debo dar importancia? ¡Por favor, pregúntenselo a sí mismos! No será mucho; tal vez sea grande el número de faltas, pero, si se fijan en cuál es la fuente, encontrarán sólo una»[2]. Hay un comienzo. Una tentación que puede más que yo. Mi punto débil, mi herida de amor. Por donde me tientan fácilmente y yo caigo. Y vuelvo siempre a ese pecado que se manifiesta de formas diferentes. El pecado del hijo pródigo que gasta pródigamente lo que tiene, su tiempo, sus talentos. Y lo pierde todo. ¿Cuál es mi pecado de hijo pródigo? Me alejo del padre cada vez que caigo. Todo se tiñe de una dura amargura. Una tela oscura que me quita la luz, la vida, me ahoga. Mi pecado y mi culpa me pesan demasiado. Y me cuesta mucho creer en la misericordia.

  • ¿Cuál es mi experiencia de misericordia? ¿Me han perdonado muchas veces? ¿He vivido la confesión como el abrazo del Padre? ¿He tocado el perdón de Dios a través de mis padres, de mi cónyuge, de mis hijos, de mi hermano, de un amigo? ¿Me cuesta mucho pedir perdón? ¿Me es difícil perdonar a los que me ofenden?

El abrazo de la misericordia y la gratuidad

Dios es la misericordia absoluta. Y esta misericordia, llevada al extremo, me parece injusta. No hace justicia. Lo justo es castigar al que actúa mal y premiar al bueno. Lo sabemos desde pequeños. Si la armo en mi casa mi padre me castiga. Hace poco veía un video de uno padre filmando a sus hijos pequeños, muy pequeños, llenos pintura de los pies a la cabeza. En un momento dado el padre les pregunta si se merecen un castigo. Ellos dudan. Unas veces dicen que sí. Otras que no. En realidad, no se sienten tan culpables. No saben cómo han llegado a ese estado. Eso es cuando somos muy niños. Luego ya nos damos cuenta de nuestra culpa. Merezco el castigo, la pena, el repudio, el rechazo, el desamor, incluso el odio y el abandono. Me lo merezco porque no lo he hecho bien. Me siento desnudo como Adán y Eva. El pecado me hace culpable. Y una liberación total de mi culpa me parece que no me ayuda. Me perdonan sin merecerlo. No entiendo esto de la gratuidad. Siempre que recibo algo quiero reestablecer el equilibrio. Si me aman, quiero amar. Si me invitan a cenar, yo lo devuelvo para no estar en deuda. Si dan el 50% yo quiero dar el otro 50% para que sea justo el reparto, la entrega. Se trata de no estar nunca en desequilibrio. Se me olvida que el amor siempre es asimétrico, aunque me empeñe en hacerlo simétrico. Hace falta mucha humildad para aceptar la desproporción en la entrega cuando soy yo el que menos da. Lo vivo con las personas y lo vivo con Dios. No acepto que Dios me perdone sin tener que responder, resarcir, pagar por el daño causado. Quiero que las cosas estén medidas y sean justas. Si actúo mal quiero pagar la pena. Si actúo bien quiero mi premio. La gratuidad no la entiendo. Comenta el Papa Francisco esta cuaresma: «Cuanto más nos dejemos fascinar por su Palabra, más lograremos experimentar su misericordia gratuita hacia nosotros. No dejemos pasar en vano este tiempo de gracia, con la ilusión presuntuosa de que somos nosotros los que decidimos el tiempo y el modo de nuestra conversión a Él». La gratuidad de Dios me desborda. Supera mis límites y barreras. Supera mi expectativa. El hijo no sólo no es un jornalero más, sino que vuelve a ser hijo. Unas sandalias. Un anillo. Un abrazo. Me cuesta entenderlo. ¿Y la patada de rechazo? ¿Y el castigo? Bastaba con un castigo leve. Unos días trabajando como un jornalero. Un poco de esfuerzo y sacrificio. Que madurara de una vez que ya es hora. ¡Qué padre va a premiar al hijo que se va de casa y vuelve después de haberlo gastado todo! Ninguno en su sano juicio. Así se malcría a los hijos. Sin una bofetada a tiempo, sin un castigo justo, educo hijos acomodados, caprichosos, débiles. Hijos inmaduros incapaces de asumir sus responsabilidades. Por eso me cuesta esta misericordia excesiva.

  • ¿Sé vivir con paz en la desproporción de la misericordia infinita? ¿Acepto que no haya simetría en mis relaciones de amor? ¿Sé vivir la gratuidad en el amor?

Dios es misericordia

Pero Jesús quiere mostrar en realidad a un Dios que es Padre misericordioso. No muestra a un Dios que castiga, tampoco a uno que premia. Lo que muestra es un amor cálido que espera a la puerta de la casa el regreso del hijo arrepentido. Lo que más ama y anhela es el regreso del hijo, su vuelta a casa. No puede estar sin él, lo echa tanto de menos. No se pone a pensar en la culpa, en el pecado, ni en el castigo. ¿Realmente es así el Dios en el que creo? Cada uno tiene una imagen de Dios que lastra o da alas a mi alma. Una imagen de Dios castigador me pesa en las entrañas. Una imagen de Dios misericordioso me llena el alma de esperanza y alegría. Es la diferencia. Creo en un Dios que me ama, no en un Dios que sólo espera mi fallo para caer con su cólera. No creo en el Dios de la ira, creo más bien en el de la misericordia infinita y la ternura de un abrazo. Creo en el Dios que es Padre y Madre al mismo tiempo. Ternura y claridad. Un Dios que ama al pecador y detesta al pecado. Un Dios que espera a la puerta de la casa a que vuelva y sobre todo sale al camino a buscarme, eso me conmueve. Un Dios que está en mi barca, no lanzándome rayos para que mi barca se hunda. Un Dios que no se olvida de mi nombre, de mi belleza, de mi verdad y sí tiene mala memoria para mis pecados. Creo en un Dios que no lleva cuentas del mal que hago ni del bien que evito. No me habla de oportunidades perdidas, fallos cometidos, deslices tolerados. No lleva cuentas de ese mal que he causado a otros. No sufre por el mal que causo, sí sufre porque yo sufro y otros sufren por mi causa. Pero odiando el pecado ama con ternura al pecador. Sólo necesita que le entregue mis pecados, de sobra conoce mis méritos y esfuerzos por ser santo. Pero quiere que me sienta pequeño ante Él y le diga con voz baja, balbuceando, que sólo no puedo correr por los caminos. Él espera mi súplica para derramar su infinita misericordia sobre mí. Necesita mi sí. En este caso necesita que acepte que soy débil, vulnerable, torpe, pobre. Quiere que reconozca que no puedo ser Dios. Que no soy autosuficiente. Que no puedo vivir lejos de casa. Que el mundo me supera y mata si estoy lejos de su corazón de Padre. Dios definitivamente no cree en la paridad, ni en el equilibrio. Más bien sabe que no es posible porque Él es Dios, creador y yo creatura. Sabe que su amor infinito desborda una y otra vez mi amor torpe y limitado. Ese abrazo inmerecido a la puerta de su casa hoy me emociona. Un abrazo inesperado. No sé qué pensaría el hijo pródigo al acercarse a la casa. Iría pensando en su discurso. Había elegido las palabras correctas, exactas. Se lo sabía de memoria. Había pecado contra el cielo y contra él, sangre de su sangre. Y al llegar se arrodilla, medio descalzo, agotado, con hambre y a trompicones salen sus palabras. Pero no las escucha, el padre no le escucha. No le interesan sus disculpas. Está demasiado contento. El amor es así. No toma en cuenta la ofensa. Perdona siempre. ¿Setenta veces siete? Sí, siempre perdona. Y el corazón de ese niño, de ese hijo menor, no entiende. No es la respuesta que esperaba. No imaginaba ese escenario. La túnica, el anillo, las sandalias, el cordero cebado. Pero si él había renunciado a ser hijo. Había matado a su padre. No pretendía recuperar su lugar, hacer sombra a su hermano. Le bastaba el humillante trabajo de un jornalero, de un criado. Eso bastaba porque tenía hambre. El hambre había permitido iniciar el camino de vuelta a casa. El hambre es tan fuerte que no puede seguir sufriendo lejos de su hogar. De su casa. Y emprende el camino de vuelta.

  • La experiencia de mi pobreza me salva. ¿Lo vivo así? El desvalimiento me hace hijo siempre. Y me hace vulnerable para recibir el amor de Dios. Es el abrazo que me salva. ¿Lo vivo así?

El hijo mayor mira con recelo

El hijo mayor llega tarde y se pierde el abrazo. Menos mal, no hubiera entendido nada. A lo mejor él rehuía los abrazos del padre y no conocía su ternura. Quién sabe: «Entre tanto, el hijo mayor se hallaba en el campo. Al regresar, llegando ya cerca de la casa, oyó la música y el baile. Llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba, y el criado le contestó: - Tu hermano ha vuelto, y tu padre ha mandado matar el becerro cebado, porque ha venido sano y salvo. Tanto irritó esto al hermano mayor, que no quería entrar; así que su padre tuvo que salir a rogarle que lo hiciese. Él respondió a su padre: - Tú sabes cuántos años te he servido, sin desobedecerte nunca, y jamás me has dado ni siquiera un cabrito para hacer fiesta con mis amigos. En cambio, llega ahora este hijo tuyo, que ha malgastado tu dinero con prostitutas, y matas para él el becerro cebado». El hijo mayor sabe de cuentas. Lleva el cálculo del amor recibido. No parece mucho, siente que no está a la altura de un cordero cebado. Sabe lo que él ha hecho. Ha servido con pasión. Ha cuidado la hacienda. Ha sido responsable. Ha obedecido hasta la última letra de la norma. Ha vivido a la sombra del padre sin desentonar. Se ha quedado en casa siempre. Me recuerda tanto a una parte de mí. Esa que quiere obtener continuamente la aprobación, el reconocimiento. Tengo a un hijo mayor dentro de mí. Siempre obediente y fiel. Siempre feliz de estar en casa acomodado. Crítico con los que se van, se alejan, incumplen, fallan. Es esa parte de mí que ve el pecado ajeno con facilidad. Se escandaliza ante la caída de los aparentemente justos. No cree en la bondad reconocida de las personas. Cuestiona sus intenciones. Juzga comportamientos. Ese hijo mayor que yo tengo mira desde la sombra, como en el cuadro y se escandaliza. ¿Cómo es posible que el premio para el hijo dilapidador y mujeriego sea el cordero cebado que yo tanto he deseado? Ese soy yo condenando al que tiene éxito, criticando al que recibe aplausos, quitándole la fama a aquel del que hablan bien o al que buscan. Hay un hijo mayor dentro de mí que es infeliz. Porque nada le parece bastante. Siempre quiere más. Tiene una sed insaciable. Está en casa, pero quizás querría estar lejos, no se atreve a admitirlo. La casa se le vuelve estrecha. Como a nosotros ahora obligados a estar en casa. Las paredes aprisionan el alma. La obediencia encorseta el espíritu. A ese hijo mayor que llevo dentro le gustaría probar el gusto de la desobediencia, atreverse a recorrer caminos prohibidos, escalar por encima de ese súper yo que le exige un comportamiento ejemplar, digno de admiración. El hijo mayor está frustrado, porque piensa que sólo él cumple. Sólo él está a la altura de lo esperado. Sólo él se atiene a lo que la Santa Madre Iglesia espera de un hijo suyo. Para él estar en casa no es una alegría, ni un descanso, ni un privilegio. Es más bien como estar en una cárcel.

Esta mirada del hijo mayor es la que veo en muchos cristianos. Viven en la Iglesia constreñidos, agobiado, exigidos. Intentan hacerlo todo bien porque piensan que eso es lo que más agrada al Padre. Condenan al pecador, no se alegran con la conversión de un alejado. Lo juzgan. ¿Acaso no han llevado una vida disoluta? ¿Cómo van a volver sin cumplir su castigo? Critican la excesiva misericordia. Dicen que es como un padre abuelo que no exige, no educa, no forma. Hay muchos hijos mayores que le piden a la Iglesia coherencia absoluta, quieren que todo esté claro y bien definido. Que uno sepa con claridad quién está fuera y quién está dentro. Que quede claro. Que los justos reciban el premio y el abrazo. El anillo en el dedo. La mirada de ternura. Y el cordero cebado. Y el hijo menor que pague su vida disoluta. Estos hijos de la Iglesia no agradecen el privilegio de estar siempre con su padre. No les alegra la vida en casa. Les pasa lo que comenta el Papa Francisco: «Si preferimos escuchar la voz persuasiva del padre de la mentira (cf. Jn 8,45) corremos el riesgo de hundirnos en el abismo del sinsentido, experimentando el infierno ya aquí en la tierra». El padre de la mentira me hace creer que el mal está en mi hermano. Rompe ese vínculo de la comunión. Me aísla de mi hermano y también de mi padre. Me siento atrapado en casa. Le sucede como a tantos que hoy viven confinados por obligación en sus hogares y no valoran lo que de verdad tienen. Lo ven como una cárcel y se quejan de no poder salir. Quisieran la vida de antes, no esta vida impuesta en la que tengo que convivir con los que amo, veinticuatro horas al día, siete días a la semana. El amor está bien, pero no hay que exagerar. Está bien ser de la Iglesia, pero sin tantas normas. El corazón no se alegra por cumplir. Toda la vida cumpliendo, pero no hay cordero. La respuesta del padre me rompe por dentro. Me duele por ese hijo mayor que tengo en mis entrañas: «El padre le contestó: - Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero ahora debemos hacer fiesta y alegrarnos, porque tu hermano, que estaba muerto, ha vuelto a vivir; se había perdido y lo hemos encontrado». Es su hermano. Por un momento lo había olvidado. Ese hijo era hijo del padre. Pero no era su hermano. Lo había matado por abandonar el hogar. Era ya hijo único. El hermano no estaba. Era el único heredero. Y ahora llegaba este otro y recibía un premio. No lo entiende. Surge la envidia. Creo que es de esos pecados que llenan mi corazón de amargura. Quiero tener más de lo que tengo. Deseo más, lo que el otro tiene. Su premio, su fama, su vida. No me basta con ser hijo y con tener todo lo de mi padre. No, quiero más. No quiero que mi hermano muerto resucite. No quiero el perdón ni la misericordia. Ese Dios tan misericordioso me produce rechazo. Quiero que el culpable pague, no quiero que se le abrace y perdone así, sin castigo. No creo en ese amor excesivo.

  • ¿Siento a veces esa envidia hacia los que viven con más libertad que yo? ¿Me siento en casa en la Iglesia? ¿Es mi hogar o lo veo como que renuncio a muchas cosas por amor a Dios? ¿Miro con recelo a los que se convierten después de haber estado lejos?

Quiero concluir aquí mi retiro, mi mirada sobre esta parábola. Quiero mirar a cada uno de los personajes. Soy el hijo menor que se siente culpable en su huida. Soy el Padre que llora la ausencia del hijo y lo abraza con ternura cuando regresa. Soy el hijo mayor que sufre con envidia y no comprende la palabra misericordia. ¿Dónde me encuentro en este tiempo de desierto, en esta época difícil, de guerra, en la que el hambre es dura? Quiero mirar al Padre que me espera en el camino. Sueño con su abrazo. Ahora no puedo abrazar, pero sí puedo notar el abrazo profundo de Dios en mi alma. Ese abrazo que me salva y me devuelve mi anillo de hijo. Y sonrío. Su perdón me sana.

 

 



[1] Julián Marías, Antropología metafísica, 1973

[2] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

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