Homilía del padre Carlos Padilla - 22 de noviembre de 2020

Domingo 22 de noviembre de 2020 | Carlos Padilla

Domingo Cristo Rey

Ezequiel 34,11-12.15-17; 1 Corintios 15,20-26.28; Mateo 25,31-46

«Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme»

22 noviembre 2020    P. Carlos Padilla Esteban

«Dios me ama por encima de todo y me quiere en mi pobreza. Ese amor incondicional me levanta, me eleva, me sana. Dejo de lado todas las mentiras que me hacen daño»

El otro día ascendí por el cauce de un río seco. Piedras de muchos tamaños. Algunas demasiado grandes para subir por ellas, había que bordearlas. Algunas pequeñas que ponían en peligro mi estabilidad al pasar por ellas. Todo estaba seco, sin agua. Me habían dicho que habría agua en ese lugar. Recordaba fotos de pozas llenas de agua. Pero ahí seguía caminando sin encontrar agua por ninguna parte. La expectativa del agua me había animado a caminar. Gracias a esa promesa infundada caminaba con ilusión, con luz en la mirada. Encontraría agua, estaba seguro. Pienso que a menudo las expectativas me mueven, me despiertan, me animan, me dan alegría. Son sueños a corto plazo, los necesito ver cumplidos ahora, en este momento. La expectativa es algo bueno que tiene mi corazón. Tiendo a vivir de expectativas. Ahora tengo la expectativa de que pronto pasará la pandemia y podré hacer la vida de antes. Tengo la expectativa de un nuevo trabajo que acabe con las rutinas y sinsabores del presente. No son malas las expectativas, sin ellas podría caer en la tristeza y apatía. Las expectativas aún por cumplir me llenan el corazón de sueños. Tengo la expectativa de lograr un objetivo, de llegar a una meta, de avanzar en mi anhelo, de conseguir lo que deseo. La expectativa de unas pozas llenas de agua que acaben con el calor y el sofoco. ¿Cuáles son las expectativas que mueven ahora mi corazón? ¿Cuáles son los deseos que me motivan hoy? Puede suceder, como muchas veces ocurre, que la expectativa no se cumpla. No sucede lo que esperaba. Fracaso o no logro mi sueño. No encuentro ninguna poza. Y en ese momento tengo dos opciones en la vida. Una tentación es vivir encadenado a la frustración. Me lleno de amargura y de pesar. No logro lo que deseaba con tantas fuerzas. No consigo lo que parecía la solución a todos mis problemas. No resulta el plan trazado con débiles alfileres. En esos momentos dejo de confiar en ese futuro ingrato que no colma todos mis anhelos. La expectativa incumplida entristece mi corazón. ¿Cómo enfrento esas expectativas que no se cumplen? Quería que mi cónyuge cambiara y no cambia. Que mi trabajo fuera mejor de lo que es ahora. Que mis hijos hicieran esos planes que consideraba tan buenos para ellos. Tenía la expectativa de una Navidad normal, como las de antes, sin cubrebocas, sin distancias. Quería encontrar unas pozas y sólo veo piedras secas. Miro la realidad con amargura y pierdo la alegría. Le expectativa incumplida me condena a la tristeza. Es un peligro vivir muy apegado a las expectativas, porque puede ocurrir que, al no cumplirse, pierda la esperanza. La esperanza que Dios me pide es una virtud que Él mismo me concede para vivir. Es una forma diferente de mirar la vida, de vivir el presente. En ese camino buscando un lugar llamado «el cielito», mi expectativa se vio incumplida. No encontré agua en todo el camino, sólo piedras. No sé bien cómo decidí seguir subiendo, sin saber si iba por el camino correcto. Al final, después de un largo esfuerzo llegué a un lugar escondido. Y ahí, en medio de la nada, entre unas piedras y unos árboles cercanos, surgía un pequeño manantial. Un poco de agua que brotaba de lo profundo de la montaña. En ese momento sentí muy cerca a Dios en medio del cansancio. En ese silencio brutal estaba Él escondido, eso seguro. Y de ahí brotaba el agua. Un agua pura, transparente, virgen. Demasiada poca para llegar a las rocas del cauce del río. Demasiada poca para descender por la montaña suavizando las piedras a su paso. Demasiada poca para llenar unas pozas. Pero suficiente para hacerme ver que Dios despierta vida de la muerte y saca agua del desierto. Esa forma de actuar de Dios me emociona. Entendí que tengo que vivir de la esperanza, aunque las expectativas del camino me den pequeñas alegrías. Y comprendí que no tenía que perder la alegría nunca cuando se frustraran mis pequeños planes. Que no importaban tanto. Porque la promesa de Dios seguía viva. Encontré el paraíso en medio del desierto. El agua que brotaba de la nada. ¿Cómo podía poner en duda el poder de ese Dios que saca amor del odio y convierte mi amargura en alegría? Él puede hacerlo todo nuevo y me lo volvió a demostrar. Me lo muestra cada día. Quiero estar más atento para no amargarme con las piedras secas del camino, con los sueños frustrados. Mirar siempre al frente, seguir subiendo y saber que Dios tiene siempre la última palabra que da la vida.

La verdad me hace libre, lo sé pero lo olvido. No siempre me resulta tan fácil reconocer mi verdad. Saber si lo que siento, pienso o hago es lo verdadero. O si no me estoy engañando a mí mismo. Ser capaz de reconocer que yo hago las mismas cosas que critico en otros es sano, me hace más libre, más humilde, más pobre. Reconocer mi verdad y aceptarla me sana por dentro. No saber quién soy, qué hago mal, qué no hago, me esclaviza. Saber todo eso de mí me libera, ignorarlo me condena a seguir viviendo sin comprender lo que otros ven en mí. Me lleva a vivir en guerra con los demás que me acusan de aquello que no creo hacer. No soy consciente de mi agresividad, de mi orgullo, de mi vanidad. Pienso entonces que los demás me tienen envidia. Ellos quieren ser como yo y al no lograrlo hablan mal de mí. Y yo no sé que lo que despierto en otros no es culpa de ellos, es responsabilidad mía. Yo soy de una manera y no de otra diferente. Lo que ven en mí los demás no necesariamente coincide con lo que yo veo. Y me lo dicen y yo me rebelo molesto, porque me hacen daño sus acusaciones. No acepto las verdades que me lanzan como piedras. Quieren mi mal, pienso. No quiero engañarme pero no creo ser como los demás me ven. Estarán equivocados, seguro, pienso en mi corazón. Ellos no me conocen tan bien, yo sí me conozco. Pero me engaño. La mentira se apodera de mí y me permite estar seguro. No pretendo engañar a nadie, simplemente me engaño a mí mismo. Isabel Serrano-Rosa comenta: «Las personalidades más proclives a mentirse a sí mismas son las narcisistas, cuya idea grandiosa de su persona no se corresponde con la realidad». Y así vivo una mentira que para mí se convierte en una verdad irrefutable. ¿Cómo puedo conocer la verdad de lo que soy? ¿Cómo distinguir mis intenciones más ocultas? ¿Por qué vivo pensando que el mundo me debe algo? Vivo en tensión porque no quiero que los demás me conozcan en mi interior. Veo heridas y pecados que quiero ocultar. Entonces no miento, pero tapo con pudor. No tengo por qué exponer mi fragilidad. Eso sí, mi debilidad expuesta me hace más humilde. Que los demás me traten de acuerdo con mi verdad es una humillación que me hace más libre, más niño. Las mentiras sobre mí mismo no me hacen bien. Como leía el otro día: «Con las mentiras se puede llegar muy lejos. Pero lo que no se puede es volver». No puedo volver desde mis mentiras. Me alejo de mi camino de felicidad, de mi plenitud. Aceptar que soy frágil me ayuda a crecer. Decía Rafa Nadal: «Mi cabeza tiene el talento para seguir dándome oportunidades, continuar trabajando y aceptar los fallos para seguir haciéndolo mejor». Y su tío Toni Nadal decía de él: «La búsqueda de la objetividad y evitar el engaño no ha impedido que tuviera la máxima confianza en las posibilidades de Rafael». Cometer errores, ser torpe y débil no es el final de nada. Es más bien el comienzo de un nuevo camino de plenitud. Aceptar los límites es lo que me permite crecer. No ver los límites es vivir en la mentira. Me siento mejor por un tiempo, pero no crezco. Por eso es tan importante besar la realidad como es y soñar con lo que puedo llegar a ser. Puedo hacerlo mejor, puedo crecer, no estoy condenado siempre al fracaso. Puedo crecer por encima de mis fragilidades y roturas. La verdad de lo que soy es sanadora. Me enfrenta con mis límites y pecados pero siempre desde la verdad de lo que hay en mí. En ocasiones un pecado público, una caída humillante, un fracaso flagrante, ese olvido de los que antes me ensalzaban, pueden ser una oportunidad para ser más de Dios, para vivir más en la verdad, para crecer en mi camino de santidad. No quiero vivir engañándome a mí mismo. Tengo claro que mi pecado me ha dejado dañado por dentro y quiero darle mi sí a lo que soy. Acepto lo que hay en mí, lo que vivo y tengo. Escucho lo que los demás me dicen, porque en ellos veo a Dios hablándome siempre. Cuando me critican por algo que he hecho mal, me alegro porque esas críticas me ayudan a profundizar en lo que de verdad soy. No me siento herido en mi orgullo, no me aferro a esa imagen idealizada que tengo de mí mismo. Tengo claro que no merezco ninguna alabanza. Sé que una crítica puede hacerme crecer mucho más que cientos de alabanzas recibidas. Esa verdad que hay en mí es la que acepto y reconozco sin pudor. Soy yo con mis límites y torpezas. ¿Por qué no logro ver lo que otros ven? Me engaño de forma obsesiva. Es como si no necesitara a Dios. Me empeño en poder llegar yo solo sin ayuda a todas partes y no lo logro. Vivir desnudo es muy difícil. Me escondo, me protejo, me guardo. Estoy dividido y sólo Dios es el que logra que esté unido en mi interior. Quiero alabar a Dios en mí, en lo que hace conmigo. Mis heridas y enfermedades, mis roturas y límites me hacen daño. Quiero reconocerme pobre ante los demás, ante Dios. sin protegerme, sin vivir defendiéndome. Si alguien me dice que soy orgulloso, no tengo que pedirle que me lo demuestre. Si alguien ve en mí debilidades, no tengo que apartarlo de mí ofendido echándole en cara sus propios defectos. Quizás me ha mandado Dios a esa persona para ayudarme a cambiar, a crecer, a aceptarme en mi realidad. Cuando caigo, y escucho los juicios ofensivos de los que no me quieren, en mi cabeza, en mi corazón, me doy una nueva oportunidad. Dios me ama por encima de todo y me quiere en mi pobreza. Ese amor incondicional me levanta, me eleva, me sana. Dejo de lado todas las mentiras que me hacen daño. Y veo con alegría ese niño herido que hay en mi corazón. 

Soy un discapacitado en mi forma de amar y darme a los demás. No sé amar con toda mi alma, no sé renunciar cuando amo. Es como si temiera salir herido. Puede ser por mi historia, por mi pasado. Pienso que en la vida voy dañando con una mano y con la otra prodigando ternura. Puedo ensalzar y denigrar casi al mismo tiempo. Puedo sanar y herir sin poder evitarlo. Siempre aparecen ante mí los dos caminos y yo elijo. Y lo que elijo me hace crecer o disminuir. Ser mejor o peor persona. Con un corazón más grande o con un corazón más mezquino. Me da miedo que me suceda lo que comentaba el P. Kentenich: «Si bien usted ama, ama primariamente ideas, no tanto personas. Así es también su amor a Dios. Usted ama en Dios mucho más una idea que a Él mismo»[1]. Puedo quedarme en las ideas. La idea que tengo de esa persona, la idea que tengo de Dios. Pero no me confronto con su humanidad, con su fragilidad, con sus límites. Amar en lo humano, más allá de las ideas que me atraen, pasa por amar la realidad de la persona amada. Amarla con sus talentos y sus defectos. Amarla con sus complejos y virtudes. Con su cobardía y su valor. Con su estrechez de miras y con su anhelo de santidad. Es amar al otro en su verdad y no en esa verdad que prefiero querer. Un amor nuevo es el que necesito para dejar de ser un discapacitado en el amor. Quiero querer bien, sin barreras que me impidan crecer. Pero el propio desamor en mi vida me ha dejado herido. He tocado mis propias experiencias con dolor. Y no sé percibir lo que el otro necesita. Interpreto, prejuzgo, tengo la medida tomada y creo saber lo que quiere. Pero me equivoco. Muchas veces pretendo hacer el bien, salvar a los otros amándolos. Y no lo consigo. Hago que huyan y se vuelvan esquivos. Malinterpretan mis palabras, mis gestos, mis silencios, mis omisiones. Quiero amar bien y amo mal. O tal vez es como he aprendido a amar a fuerza de ser amado o herido. Y anhelo un amor perfecto que no poseo. Una intimidad que no logro. Un respeto que no tengo ni recibo. Deseo el bien de aquel a quien amo y a menudo es mi bien el que consigo. La herida, de nuevo esa torpeza mía para querer. Busco educar a quien amo. Pretendo que cambie, que mejore. Me digo a mí mismo que es por su bien, que luego será más feliz. Pero a veces creo que lo que busco es mi propio bien. No quiero que sus defectos me molesten y trato de pulirlos a golpe de hacha. Intento cercenar las partes incómodas, limar las aristas, pulir lo que está sin brillo. Me erijo en educador de otros como si yo ya estuviera educado. Mi pobre amor tan limitado. Hoy escucho cómo es el amor de Dios, el de ese buen Pastor que cuida a sus ovejas: «El Señor es mi pastor, nada me falta, en verdes praderas me hace recostar. Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa. Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término». Yo no sé amar así. No logro salir de mí mismo de esa manera para ponerme frente a quien me ama. No soy un remanso en el que pueda descansar. No soy el lugar en el que pueda beber en aguas tranquilas. Estoy en tensión, no me detengo. Quiero escuchar con respeto y paciencia al que llega hasta mí a descansar en mis verdes praderas. Pero el tiempo urge y no puedo detenerme sin hacer nada. Como si escuchar no fuera tan importante. La vida se juega en compromisos, en entregas, en cumplimientos. Y la escucha parece una pérdida de tiempo innecesaria. Miro hoy a Jesús para que me enseñe. Un amor paciente, un amor que calla, un amor que no juzga, un amor que enaltece, un amor que se asombra, un amor que admira, un amor que busca siempre el bien del amado, un amor que aguarda sin exigencias, un amor que acepta al otro sin querer cambiarlo, un amor que no manda, un amor que es dócil, un amor generoso, un amor transparente. ¿Y si después de amar así a mí no me aman de la misma forma? ¿Y si no me aman a mi manera? Se rompe mi esperanza y me lleno de amargura. Decido no dar más y me guardo mi tiempo, mi vida, por miedo a no recibir lo mismo que he entregado. Si a mí no me acogen, ¿para qué voy a seguir yo acogiendo? Si a mí no me respetan, ¿Por qué tengo que seguir respetando? Entonces me comparo desde mis heridas. Son las que deciden lo que está bien y lo que está mal. Si no logro perdonar, si no logro superar mis decepciones, voy a sembrar siempre desamor a mi paso. Voy a fracasar en todos los amores que trate de hacer crecer.

La soledad es un mal de mi tiempo. Esa soledad que la pandemia ha acentuado al confinarme en mi casa, solo. Miro la vida de tantas personas que se encuentran solas y viven atrapadas en redes sociales. Solos sin contacto humano y con muchos vínculos virtuales. Faltan abrazos y caricias. Diálogos y silencios en intimidad. Falta compartir las penas y las alegrías. Falta amor en los vínculos que sanan el alma. Y el corazón llora en silencio. El otro día leía una reflexión de Inma Álvarez en Aleteia: «La percepción subjetiva de soledad: el 38,5% afirma que no se siente querido por nadie, el 21,1% afirma que no tiene un grupo de amigos. El 17,6 % siente que no tiene a nadie a quien llamar. Las relaciones personales también flaquean: El 10,8% dice que no tiene a nadie de confianza con quien hablar, y más de una de cada cuatro personas dice que no habla nunca o casi nunca sobre sus sentimientos o inquietudes con otros». Me impresionan los datos. Son cifras frías que hablan de una realidad dura. La soledad forzada, el silencio obligado, el corazón cerrado a la fuerza. Veo a muchas personas que están solas pero no desean estarlo. No tienen a nadie con quien hablar de su vida, nadie con quien compartir sus sentimientos, nadie en quien dejar su dolor, nadie que les ayude a calmar su angustia, nadie que les haga sonreír y les quite algo de su pena. Hay muchas vidas solitarias y perdidas. ¿Qué puedo hacer? Me conmueve ese dolor que hiere las entrañas. Brota con fuerza ese deseo de encontrar a alguien en medio del camino, del desierto. El amor nunca se puede exigir, ni un abrazo. Este confinamiento obligado sólo ha aumentado la sensación de aislamiento de muchos. Han surgido más barreras, más distancias, más muros. Hay más soledad a mi alrededor para ser precavidos y evitar el contagio. La soledad se convierte en un mal frecuente. ¿Me encuentro solo? Dentro de mi camino, de mi familia, entre mucha gente, ¿me siento solo? Quizás tengo muchos amigos en cifras, mucha gente conocida, muchas personas que me conocen y yo las conozco. Muchos en mis redes sociales, pero nadie con quien hablar de mis cosas más íntimas. Nadie que permanezca en los momentos más difíciles, en medio de mis dudas y lágrimas. Sé que no ha nacido el hombre para estar solo, para no tener vínculos, para vivir en esa soledad de paredes vacías y puertas cerradas. Uno puede vivir el infierno en la tierra. Rechazo esa soledad muda que me empobrece y me endurece. Hoy escucho que Dios va a salir a buscarme cuando esté solo y perdido: «Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro. Como sigue el pastor el rastro de su rebaño, cuando las ovejas se le dispersan, así seguiré yo el rastro de mis ovejas y las libraré, sacándolas de todos los lugares por donde se desperdigaron un día de oscuridad y nubarrones. Buscaré las ovejas perdidas, recogeré a las descarriadas; vendaré a las heridas; curaré a las enfermas: a las gordas y fuertes las guardaré y las apacentaré como es debido». Dios va a venir a mi soledad, cuando esté perdido, desperdigado, herido. Cuando me encuentre sin rumbo y sin nadie a quien recurrir. Cuando no tenga a nadie con quien compartir la vida y no sepa dónde ir. Él va a venir a mí para que pueda descansar a su lado, recostado sobre su pecho, dormido sobre sus hombros. Comenta el P. Kentenich: «Nunca tendremos un motivo justificado para quejarnos de una soledad insoportable. Dios está presente en nosotros en todo momento como nuestro compañero de amor. Y no sólo del modo en que lo está en las demás criaturas sino de una forma inefablemente más íntima y viva a través de la gracia»[2]. Dios no quiere que esté solo. Quiere que ame y me sienta amado. Quiere que tenga vínculos sanos que me enseñen cómo es el amor de Dios en mi vida. Por eso viene hasta mí para que note su presencia, para que no pierda la paz. No quiere que esté solo, quiere que viva en comunión de amor con otros. Y me enseña a salir de mí. Comenta T. S. Eliot: «¿Qué es el infierno? El infierno es uno mismo, y es solitario. No hay allí nada de lo que se pudiese huir ni adonde se pudiese huir. Se está siempre solo»[3]. La soledad en la que me encierro es mi infierno. Contradiciendo a Sartre que decía que el infierno eran los otros creo yo que es justo lo contrario. Los otros pueden ser mi cielo, mi salvación, mi salida. Pueden ser el abrazo que me saque de mi amargura en soledad, el beso que me levante de la muerte, la mirada que crea en mí cuando yo dudo. Los otros pueden ser mi camino de esperanza, mi hogar donde echar raíces, mi entorno sagrado en el que poder ser yo mismo. Entonces la soledad es el infierno del que huyo. No quiero esa soledad que me atrapa en la que me alimento de mi propia indigencia y frustración. Dios no quiere que me amargue en soledad. Eso es lo contrario al cielo, no me salvo solo, no soy feliz solo. Jesús viene a mí para que experimente su amor y pueda salir de mí a dárselo a otros. Que no me aísle es lo que desea. Que no tema arriesgar mi vida amando. No puede ser que haya tanta gente sola. Algo está fallando. El infierno es esa soledad.

Me gusta esta fiesta en la que el Reino de Dios es el centro. Jesús reina sobre mí, sobre la tierra, en el cielo: «Cristo tiene que reinar hasta que Dios haga de sus enemigos estrado de sus pies. El último enemigo aniquilado será la muerte. Y así Dios lo será todo para todos». Un Reino al final del camino en el que Dios será todo en todos. ¿Es eso posible? Para Dios nada hay imposible. Me pongo en manos de Dios para que reine en mí. ¡Cuánto me cuesta! No quiero que reine Dios, porque quiero reinar yo. El poder, el bendito poder. La posibilidad de mandar, que otros hagan lo que yo quiero, se adapten a mis planes y me sirvan. Así es cómo me han inculcado el valor de la palabra reinar. El que reina manda, decide, gobierna, tiene influencia, es respetado, admirado, seguido. Es así el concepto de poder que me han transmitido por años. Ese reinado es el que imagino cuando pienso en un rey. Pero Jesús no es así. Su forma de reinar me desconcierta en esta fiesta. Su trono es la cruz, su corona es de espinas, su ejército son ángeles, su poder es el amor. No celebro hoy el poder de Jesús, sino su impotencia manifestada a lo largo de su vida terrena. Leía el otro día: «Jesús viene de Dios, no con poder y gloria, sino como un cordero indefenso e inerme. Nunca se impondrá por la fuerza, a nadie forzará a creer en Él. Un día será sacrificado en una cruz. Los que quieran seguirle lo habrán de acoger libremente»[4]. Su poder se convierte en servicio. Su omnipotencia pasa a ser una triste impotencia. Su gobierno es una entrega de esclavo, un servicio que le lleva a la muerte y a ser el último de todos. Un poder centrado en el amor, el que más ama es el que más sirve, el que más reina. Todo tan lejos de mis imágenes guardadas en el alma. Esas imágenes de reyes poderosos. Me he quedado en ese juego de tronos en el que gana el más fuerte que somete a todos. El rey más poderoso, el que tiene más influencia. Hoy se habla mucho del abuso de poder. El poder que me han dado, el poder que han puesto en mis manos. Siempre recuerdo una frase que escuché hace mucho: «Dale poder a un hombre y sabrás cómo es». Cierto. Cuando tengo poder, cuando puedo mandar, sale lo mejor y lo peor de mi alma. Podré hacer de mi poder un servicio a las personas que se me confían o podré servirme de mi posición, de mi rango, de mi estatus para oprimir al débil, para aprovecharme del vulnerable. Saldrá lo mejor o lo peor de mí, depende de cómo lo haya entendido. Hay personas que viven amargadas porque nunca tienen tanto poder como el que querrían. Hay otras que odian tener poder y prefieren ocupar cargos inferiores y no asumir la responsabilidad del poder. Aprender a mandar es un arte, una responsabilidad. Aprender a servir es un camino de santidad. Usar bien mi poder cuando me pongo a servir es la forma. No esperar que me escuchen, que me obedezcan, que me tomen en cuenta, que hagan lo que yo deseo, que obedezcan mis órdenes. Es tan básico el corazón humano, tan simple. Necesito que me escuchen y me sigan. El poder de la influencia. Cuando no me valoran, cuando no me buscan, cuando no me respetan, siento que mi vida no vale. Se me olvida que el verdadero poder es el que tiene mi amor. En mi amor está una fuerza oculta que lo supera todo. El verdadero reinado es el del amor. Y lo olvido. Un amor que sirve, que enaltece al amado. Que lo busca y lo coloca en el centro de todo. Cuando busco la felicidad de aquel al que sirvo, todo cambia. No me busco a mí, no estoy yo en el centro. Los poderosos de la tierra parecen ser los que mandan. Los que tienen dinero y posición respetable. Desde pequeño me han dicho que tengo que buscar esos lugares para influir, para cambiar este mundo. Sólo desde esos lugares importantes parece que podré hacer algo. Todo es vanidad, todo pasa, de poco sirve. El poder de Jesús, su reino, se jugó en esa hora de dolor, en esa noche oscura en el calabozo, en esos gritos que condenaban a quien los había amado. Y ellos respondieron con odio al amante. La verdad sólo será conocida en el cielo. Mientras tanto yo sólo tengo que ponerme a servir. No pretender que acepten todo lo que hago y digo. Que respeten mis cargos de poder. Que valoren mi servicio generoso. Eso no está en mi mano. Lo que sí puedo hacer es servir desde mi posición. Desde el respeto que otros me tienen, inicio un camino de servicio a los hombres. No quiero aprovecharme de mi poder. No pretendo beneficiar a los míos. No quiero que mi opinión siempre sea respetada y seguida. El Reino de Jesús es el de la pobreza, el de la humildad, el de la pequeñez y el abandono. El poder de Jesús se manifiesta en su muerte en la cruz. En ese amor solitario que se entrega en manos de su Padre. Así es el verdadero reino al que me llama.

Me gusta este Evangelio en el que Jesús me muestra cómo será el encuentro con Dios al final de mis días. Me juzgarán en el amor, no tanto en el cumplimiento de todos los mandamientos: «Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme. Entonces los justos le contestarán: - Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte? Y el rey les dirá: - Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis». El examen al final de mi vida será en el amor. Me preguntarán si he amado, si he dado de comer al hambriento o de beber al sediento. Mirarán mi corazón y todo lo que he podido vivir en la hondura de mi alma. Verán si he hospedado al que no tenía hogar. Si me he preocupado por él amándolo en su pobreza. Me impresiona siempre este juicio porque tanto los que lo han hecho bien como los que no lo han hecho, no saben que al hacerlo con cualquier hermano era con Cristo con quien lo estaban haciendo. Ese amor a Jesús es el que hace posible el milagro. Han sido capaces de hacerlo sin ver a Jesús. Pero en el pobre, en el indigente, en el que no tenía raíces ni hogar, allí estaba Jesús pidiendo que le diera mi amor. Esa forma de mirar la vida me inquieta. Yo no sé si estoy dando de comer, de beber, si estoy visitando al que está en la cárcel o al enfermo. No veo a Jesús en aquel a quien amo. No veo en mi hermano a Dios. Si fuera capaz de verlo, ¿cambiaría mi actitud? Puede que sí, no lo sé. Me gustaría poder amar a Jesús en los que amo. Quisiera verlo actuando, sufriendo, dándose. Las obras de caridad descritas en las palabras de Jesús me conmueven. No soy capaz de hacer esas obras con frecuencia. Pienso en mí, en lo que me conviene. Cuido mis bienes, me preocupo de que todo esté bien para mí, para los míos. Pero no miro más allá. Hoy me habla Jesús de una caridad que se desborda. Me pide que ame hasta el extremo al que más necesita. Al pobre, al desvalido, al sin hogar, al desnudo, al preso, al enfermo. Y pienso entonces en todos los que necesitan mi misericordia. Necesitan que me abaje sobre ellos y los salve, los levante, los anime. Dejo de pensar en mí en primer lugar. En mi éxito, en mis logros, en mi fama, en mi hogar, en mi seguridad, en mis bienes que calman mi sed y mi hambre. Dejo de pensar en quién ha sido misericordioso conmigo. Eso no es lo relevante. Dios no me va a preguntar quién ha hecho conmigo obras de misericordia. No necesita saber quién me ha amado, sino a quién he amado yo. Pienso en ello. ¿Cómo es la calidad de mi amor, a quién amo de esa manera? No quiero que mi amor sea la respuesta al amor recibido. Quiero amar como Dios ama, sin esperar nada a cambio. Comenta el P. Kentenich: «Si el amor de Dios es primariamente el amor misericordioso, eso significa que es un amor que no he merecido»[5]. Cuenta el amor que recibo sin merecerlo y ese amor que doy sin esperar nada. No amo porque me hayan amado antes. No amo en respuesta a ese amor que he recibido sin merecerlo. Amo como Dios ama, así quiero amar. Es tan difícil un amor que no espera nada a cambio. Un amor que no es reacción. Dios quiere que actúe primero, que ame yo primero. No es tan fácil porque busco que me quieran, que me cuiden, que me favorezcan. Y me cuesta volcarme en quien más me necesita. Comentaba J. Antonio Pagola sobre el evangelio del buen samaritano: «Ve al herido. Se conmueve. Se acerca. Esta es la dinámica. Luego se acerca y hace gestos de madre. La mirada. Saber mirar. Nuestra vida empieza a cambiar el día en que empezamos a mirar de manera diferente a las personas. Acercarnos al que sufre. Quien necesita que yo esté cerca. ¿Me necesita cerca?». Las cosas cambian en mi vida cuando empiezo a mirar a los demás de forma diferente. Miro su necesidad, lo que les falta y estoy dispuesto a amarlos en su indigencia, en su precariedad. Me gusta esa mirada que rompe mi quietud y me saca de mi comodidad. Salgo de mí para amar al que más sufre, al que no tiene el amor de nadie. En eso me va a juzgar Jesús. Sabe que ya amo a quien me ama. Y eso ya es un paso importante. Él va más allá y me dice que tengo que amar al indigente, al pobre, al que no tiene nada, al que es despreciable, al que me odia, al que no me ama como yo quisiera. Quiere que tenga esa empatía que Él tuvo en su vida terrena. Que pase mirando a los ojos del que sufre. Cuando cambia mi mirada es el comienzo de una forma nueva de vivir y de amar.

 



[1] King, Herbert, King Nº 2 El Poder del Amor

[2] King, Herbert, King Nº 2 El Poder del Amor

[3] T.S. Eliot, Die Cocktail Partey

[4] José Antonio Pagola, Arturo Asensio Moruno, El camino abierto por Jesús. Juan

[5] King, Herbert, King Nº 2 El Poder del Amor

Comentarios
Nombre:   Procedencia:
Comentario:
Código de seguridad:   captcha
Caracteres restantes: 1000