Homilía del padre Carlos Padilla - 23 de abril de 2023

Domingo 23 de abril de 2023 | Carlos Padilla

III Domingo de Pascua

Hechos de los apóstoles 2, 14. 22-33; 1 Pedro 1, 17-21; Lucas 24, 13-35

«¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino? Ellos se detuvieron con aire entristecido: ¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado?»

23 abril 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«Las palabras que vienen de Dios sanan. No quiero olvidar su voz. No quiero dejar de sentir su amor cuando me habla pronunciando mi nombre y pidiéndome que no tenga miedo»

Vivir como un resucitado es vivir después de haber muerto. Es tener alegría en el alma después de haber sufrido una honda tristeza. Es vivir con paz en corazón después de haber vivido muchas guerras. Es enfrentar la vida confiado, después de haber tenido muchos miedos fundados e infundados. Es haber sentido el olor de mis pecados, y comprender que un pecado nunca puede llevarme a la muerte. ¿A quiénes les he dado el poder de quitarme la alegría, de matar mi entusiasmo, de acabar con mi esperanza? Hay personas en mi camino que logran matarme sin que me dé cuenta. Acaban con mi vida siendo yo consciente de ello. Vivo relaciones de muerte que me matan. Amores enfermos que me desangran. He saboreado la amargura de las derrotas pensando que eran la muerte de mis sueños. Me equivocaba. Una derrota no equivale a morir, es sólo una herida que no acabará con mi vida, me hará más fuerte, más único, más reconocible. Haberlo intentado y haber fallado no es el final de nada, sino el comienzo de una vida nueva. Haber amado pensando que ese amor era eterno y ver después que no sobrevive a los avatares de la vida, no es una muerte, sino un comienzo. Quizás he sentido que todo se acababa, y Dios, como en una ráfaga de aire nuevo, me ha recordado que estoy llamado a vivir una vida eterna, plena, llena de vida y de amor y para siempre. El sueño se hace realidad en los pasos que doy torpemente. Sé que puedo salir de la gruta en la que han dejado mi cadáver. Puedo volver a la vida después de haber sido enterrado. ¿Quién decide los motivos que tengo para estar alegre? Mi vida tiene un sentido y nadie podrá nunca hacerme pensar lo contrario. He vuelto del sepulcro en el que estaba escondido. En ocasiones me he sentido tibio, frío, alejado de Dios, de los hombres, incapaz de amar de forma sana. He sentido el olor a muerte que tenían mis sueños. He creído que era imposible inventar una nueva vida, que ya había gastado todas mis oportunidades y no me quedaba nada por lo que seguir luchando. Me equivocaba. Siempre hay un Domingo de Gloria en mi vida. Hay una luz poderosa que me permite ver el camino por el que voy corriendo. Hay una razón para estar alegre, y esa alegría nadie tiene la fuerza ni el poder de quitármela. Tampoco nadie puede quitarme la paz del resucitado. Hay una razón que viene de lo alto. Eterna, firme, sólida como una roca. Tan firme como el amor de Dios en mi vida, que nunca pasará, que no será menor de lo que es ahora. Sueño con una vida nueva en la que pueda seguir siendo yo mismo, ahora en mi mejor versión. La verdad me hará libre. Y la verdad que vivo tiene que ver con mi rostro reflejado en el corazón de Dios. En Él puedo ser yo mismo. El que hoy resucita y sale del sepulcro vacío no le tiene miedo a nada. Ni al juicio de los hombres, ya ha vencido a la muerte. Ni al abandono de los que lo aman, seguirá amando y perdonando pase lo que pase. Ni al futuro incierto que pueda traerle pérdidas, enfermedad o muerte, porque ya lo ha entregado todo y Dios se lo ha devuelto multiplicado. No tengo miedo. No siento tristeza ni rabia en mi alma. Estoy en paz conmigo mismo, porque me he perdonado. No guardo rencores sepultados en mi alma, alguien quitó la losa y un aire de esperanza lo llenó todo acabando con el olor a muerte. Ahora ya no miro como un crucificado, miro como aquel en el que Dios ha vencido. ¿Cuándo dejaré que venza Él en mi alma? ¿Cuándo permitiré que instaure su reino en mi corazón? Pasaré a ser su propiedad, su corona, su tierra virgen. Quisiera saber lo que va a pasar mañana. No tengo miedo. El futuro es de aquel que ha resucitado, porque esta misma vida ya es eterna. La muerte no tiene poder sobre mí. No la miro asustado sino esperanzado. Al final de mi camino saldrá Jesús a recibirme con todos los que me aman, a los que tanto he amado. Hay silencio en mi voz que canta. Silencio y esperanza. Y abrazos, muchos abrazos de celebración, la muerte ha sido vencida. Sí, esa muerte que me asusta con su tenacidad ya no tiene poder en el resucitado. Si me creyera que el cielo es para siempre. Si comprendiera que tan sólo voy recorriendo unos días este camino del calvario. Luego amanece un nuevo día y mi corazón se alegra. Sonrío a la vida que Dios me regala. Tengo muchos días por vivir. El camino es largo y la resurrección es para siempre, no tiene límites, es sagrada.

A veces confundo tener esperanza con vivir de las expectativas. Se me olvida que la esperanza tiene que ver con el optimismo y la confianza en el futuro. Cuando creo que las cosas pueden mejorar y los planes pueden salir adelante, siento que mi vida puede ser mejor. La expectativa se refiere a una anticipación de lo que sucederá en el futuro. Me hago ilusiones, pienso que el mañana va a ser de una determinada manera, creo que los demás deben hacer las cosas como yo espero, y pongo en ellos pretensiones que no necesariamente se van a cumplir. La esperanza siempre me llena de alegría, de sentimientos positivos que me permiten crecer en medio de los desafíos y las dificultades de la vida. Mi esperanza crece en la fe y la confianza en que Jesús resucitado tiene un sentido para mi camino y me va a acompañar en cada cruz que tenga que cargar. Las expectativas suelen estar relacionadas con mis necesidades y deseos personales muy concretos. Cuando pienso en ellas me lleno de ansiedad y de miedos. Me asusta la posibilidad de que las cosas no salgan bien. Siento un miedo profundo a que no se cumplan. Me aterra vivir la frustración cuando no se hace realidad lo que deseo. La esperanza sigue viva aun cuando experimente el dolor al ver que no avanzo, no recibo buenas noticias y no logro aquello que persigo. La esperanza nunca muere o es lo último que lo hace. Las expectativas mueren cada vez que se ven frustradas. Los peregrinos que caminan a Emaús tenían más expectativas que esperanza: «Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió». La muerte de Jesús había frustrado todos sus planes. Israel no había sido liberado. Los romanos seguían teniendo el poder. No había cambios. Jesús, que era rey y profeta, no había logrado nada: «Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron». Jesús parecía invencible pero fue vencido. Parecía poderoso pero no logró nada de lo que todos esperaban. Sus expectativas de liberación no llegaron a buen término. Duele el alma. La esperanza que tenían era escasa. Se derrumbó al chocar con el muro de la muerte. No había logrado lo que dijo. No había resultado ser tan poderoso como creían. No había previsto su final y se había dejado llevar por la desesperación. No opuso resistencia. No murió manteniendo en alto el ideal por el que luchar. No defendió su causa hasta la muerte y dejó que todos pensaran que era un impostor, Alguien que merecía tal muerte. La esperanza había muerto con Él. En realidad habían sido sus expectativas. Habían anticipado su futuro. Al igual que Judas, cuando creyó que ahora sí Jesús iba a instaurar su reino. El resto de los discípulos tampoco había entendido la esperanza de la que Jesús hablaba. Habían soñado con un mundo mejor, muy concreto. Un pueblo libre, sin poderes abusivos que lo sometieran. Al irse Él se habían evaporado todos sus sueños. Por eso caminan tristes hacia su aldea: «Aquel mismo día (el primero de la semana), dos de los discípulos de Jesús iban caminando a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén unos sesenta estadios; iban conversando entre ellos de todo lo que había sucedido». Conversaban del pasado. Lo que habían esperado. Lo que había sucedido. La pena embargaba sus almas. No tenía sentido nada de lo que soñaron. ¿Qué harían ahora con sus vidas? Tanto esfuerzo, tanta lucha, para que todo acabara así. La muerte había tenido la última palabra. Cuando el futuro no resulta como yo espero, de acuerdo con mis expectativas, ya no lo quiero, lo descarto, huyo. Cuando la vida no toma el camino que esperaba, me desanimo, no veo ningún brote verde de esperanza, no imagino ninguna otra salida. Cuando una puerta se cierra, no logro creer que se abrirá una ventana. La capacidad de adaptarme a la realidad es escasa. Tengo un plan, un sueño, un proyecto concreto. Y cuando no coincide exactamente, lo dejo todo, tomo otro rumbo. Ojalá en mi corazón hubiera más esperanza que expectativas. Para que no me pasara lo que a esos dos discípulos que habían creído que era posible cambiar ese mundo que no les gustaba. Por un tiempo tuvieron mucha fe. Las palabras de Jesús tenían tanto fuego, tanta vida. Más tarde, de golpe, después de ese domingo de ramos, cuando todo parecía fácil, se acabó de golpe en el huerto de la traición, en esa noche de antorchas y violencia, de juicios injustos en la oscuridad. Todo se acabó y no hubo más esperanza. Por eso regresaban a su aldea pensando que su vida ahora sería distinta. Tendrían que reinventarse, volver al trabajo de antes, a lo que sabían hacer, en su aldea, sin horizontes, con pocas expectativas. Es verdad, el corazón sufre menos cuantas menos expectativas posee. Si no espero nada de la vida seré más feliz, más pleno. Si no trato de anticipar lo que va a suceder, seré capaz de vivir con más tranquilidad en el presente. ¿Y la esperanza? Es una virtud, un don, que me permite creer que el mundo va a ser mejor de lo que es. A la manera de Dios, en sus tiempos, respetando sus caminos, sin querer que se haga mi voluntad, sin exigir yo que sea de una determinada manera. 

Cuando Jesús habla, el corazón tiembla, se conmueve, arde. «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria? Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras». Los dos discípulos le cuentan su desgracia, le muestran cómo Jesús era un profeta al que han matado. Parece no haber esperanza. Jesús, que es un peregrino que aparentemente no sabe nada de este profeta, comienza a explicarles el sentido de su muerte. Ellos escuchan sin comprender. No reconocen a Jesús. Sí entienden lo que les está diciendo. ¿Será verdad? El corazón arde. Hay personas en mi vida que me ayudan a entender el sentido de la vida. Me dan esperanza cuando a mí me falta. Hacen que mi corazón arda. Los escucho con poca fe al principio. Luego sus palabras tienen más fuerza. Me conmueve su claridad. Tienen luz en la mirada. Es como si alguien hablara a través de ellos. Yo desconfío con frecuencia. Me cuesta creer en ellos. Siento que tienen fuerza. Parecen convencidos de lo que creen. Las palabras siempre tienen poder. Con ellas puedo alentar esperanza o provocar destrucción, vida o muerte. Mis palabras son poderosas, crean la realidad o la hacen desaparecer. Yo me empeño en hablar sin dar esperanza. Hablo de mí y me gusta sentir que soy importante. Mis palabras pueden llevar a Dios a quien me escucha o pueden alejarlo de Él. Como sacerdote me doy cuenta del poder de mis palabras. Puedo decir cosas que quitan la vida o puedo darla. ¿Quién soy yo para alejar de Dios a quien me escucha? No puedo hacerlo. Quiero medir mis palabras, elegir lo que voy a decir en cada momento, a cada persona. No puedo decir lo primero que pienso o siento. No quiero herir con palabras. Quiero ayudar a sanar con ellas. Quiero elevar el ánimo de los que están tristes. Quiero devolver al autoestima a quien la ha perdido. Hay tanta gente sin esperanza a mi alrededor. Me gustaría dar esperanza al que más lo necesita. Llevar hasta Dios al que más sufre. El otro día leía: «Una palabra que se dice desde el contacto interior y permanente con el Señor, actúa infinitamente más que todas las otras palabras -aunque fueran libros enteros- que se dicen sin el vínculo personal con esta fuerza divina». Quiero hablar desde Dios. Él me revela palabras que puedo decir. ¿Qué quiere Dios que diga ahora? No siempre digo palabras oportunas. En ocasiones critico, juzgo, hablo mal de otros. Hiero, grito lleno de ira. Mis palabras siembran guerras y discordias. Me alejan de la vida verdadera. Me gustaría tener palabras llenas de vida eterna. Me gustaría hablar poco, callar más. El silencio de Dios es sanador porque me permite escuchar. Cuando callo escucho, cuando callo dejo que Dios me hable en el corazón. Que mis palabras tengan un respaldo en lo hondo de mi alma. Palabras que expresen la vida que llevo dentro. Hay palabras que cambian la realidad haciendo posible que el cielo toque mi tierra. Lo puedo hacer yo con cada una de mis palabras. Con sencillez, sin grandes pretensiones. Jesús les habla a los discípulos directamente al corazón. Hay palabras que tocan fibras íntimas de mi ser. Encuentran ecos en mi mundo interior. Así suele ser. Las palabras que leo en la Biblia resuenan dentro de mí. Son palabras que conozco pero que tienen un mensaje para cada momento, para cada instante del camino. Quiero pensar antes que hablar sin reflexión previa. No quiero decir lo primero que se me ocurra. Que mis palabras me trasciendan porque no son mías, sino de Dios. Él siembra dentro de mí. En ese momento los discípulos que van de camino a su casa no entienden todo. Aun así esas palabras les recuerdan lo que vivieron con Jesús. Parece cierto todo lo que escuchan. Es como si un fuego nuevo se hubiera encendido dentro de ellos. Una luz que trae claridad a sus noches, alegría a sus tristezas. Sonríen por primera vez después del fracaso de la crucifixión. Algo nuevo está brotando en su interior. Tiemblan, confían, esperan. A menudo escucho palabras que me dejan vacío. Palabras que me llenan de temor e incertidumbre. Palabras caducas que no me regalan esperanza. Son caducas las palabras que el mundo despierta en mi interior. No vienen de lo alto. Las palabras de Jesús tenían mucha fuerza. Ahora, sin saber que es Él, sienten lo mismo que cuando lo escuchaban hablando en la montaña. Quiero aprender a escuchar aunque no entienda del todo lo que me pasa. Quiero dejar que mi alma se llene de lo que Jesús me dice a través de los que me rodean. Aunque sean desconocidos, su palabra está escondida en ellos. No puedo dejar, eso sí, que cualquier palabra negativa me haga daño. Cualquier juicio o crítica no tiene el poder de quitarme la alegría. Las acepto, pero no me dejo dominar por su poder. Son las palabras que vienen de Dios las que guardo en mi interior. No quiero olvidar su voz, ni su esperanza. No quiero dejar de sentir su amor cuando me habla pronunciando mi nombre y pidiéndome que no tenga miedo, que no huya, que no me esconda. Es lo que estaban haciendo los dos discípulos. Huían de la muerte, se escondían por miedo y habían perdido la esperanza. Todo porque se habían guardado en el alma palabras de muerte y habían olvidado las palabras que Jesús les dijo y son las que crean vida. 

Siempre me conmueve que Jesús salga al camino a buscarme. Le importan mi ausencia y las decisiones que tomo para huir de todo, escondiendo la cabeza bajo la tierra. Tengo miedo y no sé cómo seguir adelante. Cuando todo sale mal y no encuentro un sentido a mi vida. Por eso Jesús me busca y camina a mi lado, esperando, aguardando, cuidando la vida pobre y triste que llevo en mi alma: «Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: - ¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino? Ellos se detuvieron con aire entristecido, Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió: - Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días? Él les dijo: - ¿Qué? Ellos le contestaron». Camino triste a menudo, cabizbajo, pensativo. Jesús no se aleja, todo lo contrario, se acerca y me pregunta. ¿En qué vas pensando? No quiere que se tambaleen mis cimientos. No quiere que viva perdido y sin rumbo. ¡Cuántas personas conozco que viven sin alegría, sin pasión, sin luz en su alma! Se ha alejado de Dios. Han huido de su presencia pensando que estaba muerto, creyendo que Él no tenía nada que ofrecerles, que decirles, ningún lugar al que invitarles. Y en esa huida viven desolados, tristes, llenos de amargura y resentimiento hacia un Dios que se olvida de los que lo aman. El olvido es tan fácil. Me olvido de lo que Dios ha hecho por mí. Tengo una memoria frágil. Se me olvidan las cosas. No soy capaz de ver la historia de mi vida tal como ha sido. He deformado su imagen con el paso del tiempo. No tengo nada que agradecer, pienso. Cuando las cosas no salen bien. O cuando yo no hago las cosas bien. El pasado se cubre de tinieblas. El Viernes Santo, en el Santuario María camino al cielo, había una niebla espesa. No se veía la ciudad a los pies del cerro. No se veía el camino por el que descender desde lo alto. Cuando la niebla lo penetra todo brota el miedo. ¿Por dónde irá el camino? Mejor ir a lo seguro, a lo que conozco, no arriesgar la vida por caminos nuevos. No aventurarme demasiado lejos. Tiemblan mis seguros y mis cimientos. Como si todo se fuera a desmoronar de golpe, todo lo que he construido. ¿Sobre qué he ido construyendo mi vida y mi esperanza? A veces me miro y veo sólo la arena de la playa. Arena suave y poco firme. El agua llega como en una marea alta y arrasa con todo, levanta los cimientos. No es sólido el cimiento de mi vida. Por eso mejor huir, ¿qué voy a hacer yo solo, sin nadie, sin Dios? Lo he apartado de mi vida y luego me he quedado solo. Me he puesto yo en el centro con todo mi poder y he dejado a Dios fuera de mi vida, para que no me moleste. ¿De qué voy conversando en el camino? Algunas veces dos voces dialogan en mi corazón. Una fuerte me dice que no valgo, que no voy a poder, que no sé llegar a la meta, que otros valen más y son más capaces, que estoy aquí por casualidad y que todos están esperando a que me confunda y yerre para acabar con mi honor, con mi fama, con mi vida. Prefiero volver a mi aldea de Emaús. Allí estaré seguro, pienso. Otra voz más suave, más lejana, intenta recordarme que fui rescatado un día por el mismo Dios. Él bajó hasta mí para decirme que mi vida tenía sentido, que todo lo que estaba viviendo merecía la pena. Bajó hasta mi corazón para recordarme que podía luchar por todos mis sueños, que había muchas batallas que requerían todavía mi presencia. Una voz me enaltece, la otra me recuerda lo poco que valgo. Así sucede en mi interior. Se lo cuento a Jesús, le hablo de mi diálogo interno, de mis luchas ocultas. Y Jesús me mira con compasión, como lo hizo con los dos discípulos. Es compasivo. Se abaja hasta mí y me levanta. Leía el otro día que la compasión se aprende: «Uno puede y debe aprender a ser compasivo. El acto de la compasión incluye fundamentalmente cuatro dinamismos: la empatía, la suspensión del propio juicio, dejar que el otro pueda verter libremente su propio dolor en el corazón del que le escucha, sufrir con el otro». Eso hace Jesús conmigo al escuchar mi diálogo interno tan confuso. Deja que vierta en Él mi dolor. Empatiza con mi sufrimiento. No me juzga, en su mirada sólo hay amor y eso me fascina. Ha caminado tanto sólo para estar conmigo en este momento de tristeza. Y sufre conmigo, a mi lado, porque quiere que salga de mi pena, quiere que me levante y siga luchando. Quiere que arda mi corazón con un fuego nuevo que me enseñe a confiar. Esa mirada suya es la que me salva. Jesús camina en mis zapatos. En mi camino lleno de neblina y sombras. Sabe lo que yo veo. Se conmueve y le devuelve la luz a mi mirada.

Llega el momento crucial. Jesús quiere seguir de largo, pero yo quiero que se quede conmigo para siempre: «Llegaron cerca de la aldea adonde iban y él simuló que iba a seguir caminando; pero ellos lo apremiaron, diciendo: - Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída. Y entró para quedarse con ellos». Hace el ademán de seguir su camino. Ellos se asustan, no quieren que los deje. No saben bien por qué pero su presencia calma sus miedos y han recobrado la sonrisa. Hay personas en mi vida que son así. A su lado la vida parece más fácil y el camino más llevadero. Ven siempre lo positivo, me explican lo que me pasa, me dan razones para seguir esperando. Esas personas me las manda Dios a mi camino para que no camine a ciegas, solo. Son como ángeles enviados por Dios. Tienen algo del cielo en su vida terrena. Me señalan las alturas para que no me desanime. Me seducen para el bien. El otro día decía el Papa Francisco: «El demonio me tienta con el apego, con el ansia de poder y con la desconfianza». El apego a los bienes que me esclaviza y no me deja creer en las alturas, en el poder de Dios. El ansia de poder que me lleva a la lucha con mis hermanos para lograr dominar, gobernar, influir. Y la desconfianza que me hace vivir a la defensiva, protegiéndome siempre. Estas tres tentaciones me alejan de Dios. Jesús lo que hoy hace con los discípulos es todo lo contrario. Les muestra en la conversación que todo lo que pasó es un camino de salvación para ellos y que ese poder que ansiaban no es lo que les va a dar la felicidad plena. Les hace ver que el apego a sus planes y proyectos no es sano, que acabará enfermándolos. Y por último les enseña a confiar. A creer en el poder de Dios en sus vidas. Hay personas que Dios pone en mi camino de peregrino. No voy solo, siempre aparece alguien para decirme lo que yo olvido fácilmente. Y en ese encuentro siento que arde mi corazón. Esa persona me la manda Dios, para que confíe en Él, para que crea que mi vida puede ser mucho más plena y bella de lo que hoy es. El camino es largo y cansado. No quiero que Jesús siga y me deje solo. Si supiera que Él va siempre conmigo. Si lograra buscarlo en momentos de sequedad y saber que especialmente en esos momentos está a mi lado, aunque no lo sienta. Hoy le pido que se quede conmigo. Es tarde, quiero que se quede en mi casa, en mi vida. Aquí escucho muy a menudo, mi casa es tu casa. Y me gusta pensar que estoy en casa en aquel corazón que se abre y me ofrece todo lo que tiene. La hospitalidad es un don que recibo del hermano que no desconfía y quiere mostrarme todo lo que hay en su vida. No tiene miedo de mi juicio. No le asusta que conozca sus debilidades. Jesús conocía las debilidades de los discípulos de Emaús. Ellos le habían contado todos sus pensamientos enfermos, esclavos, llenos de ansias de poder frustradas. Sabía Jesús lo que había en sus vidas y ellos no dudan en invitarlo a que se quede con ellos. No tienen miedo. Abren su vida y quieren que cene con ellos en su mesa. En la intimidad de sus vidas. A veces le cierro la puerta a Jesús, no quiero que entre en mi casa. En las palabras de la Apocalipsis 3, 20, hay una afirmación que siempre me conmueve: «Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo». Jesús está a la puerta de mi vida y sólo necesita que lo deje entrar para quedarse conmigo. Yo necesito que se quede, que me calme, que me dé su paz. Jesús ha venido conmigo muchas veces por caminos equivocados. Como ese día lo hizo con esos discípulos que iban en dirección contraria a su salvación. Regresaban a su hogar y Jesús sabía que allí no podrían quedarse. Va a buscarlos y no los fuerza, no los obliga a cambiar de plan. Incluso accede a cenar con ellos. No pretende convencerlos a la fuerza. Eso mismo hace conmigo. Cuando tomo decisiones equivocadas no grita para que me detenga. Simplemente va conmigo, está conmigo, a mi lado, hablando o en silencio. No me fuerza, sólo me seduce con su cercanía, con su amor inmenso, incondicional. No fuerza mi voluntad, no abusa de su poder. Se convierte en hombre a mi lado, sin querer imponer su opinión. ¡Cuántas veces en mi vida me he preguntado qué quiere Dios que haga! He buscado sus deseos escondidos, he querido acertar en mis decisiones, ¡tanto miedo tengo a los errores, a los fracasos! No importan tanto. Aun cuando vaya en dirección contraria tengo que saber que Jesús va a caminar conmigo. Aun cuando pretenda quedarme en mi aldea, en mi mundo pequeño y cómodo, en mi espacio sagrado que no ensancha mi alma, Jesús va a quedarse conmigo. No pretenderá convencerme, sólo caminará a mi lado, pasos en falso, pasos inútiles. Pero lo hará por amor. Jesús pone a mi lado personas que caminan conmigo. Recorren los mismos pasos falsos a menudo. Son esa presencia de Dios que no siempre reconozco. En ocasiones serán personas a las que amo. E incluso en ellos me costará ver a Dios, oír su voz, saber que está diciéndome algo en medio de la noche. Aprender a ver a Jesús en su mirada es sanador, es lo que me salva. Más aún, a veces Jesús es esa persona que me resulta difícil. Mi hermano al que no perdono. Mi padre al que no quiero visitar en su vejez. Mi hijo que se ha alejado de mí por algún motivo que ignoro. O bien ese amigo que ya no me frecuenta. O ese hermano que no es mi amigo y me resulta difícil. Dios me habla en ellos. Viene a caminar a mi lado en ellos. En su carne está su presencia. En su voz está su deseo de que siga un camino o tome otro. Jesús sale a mi encuentro en todos aquellos que forman parte de mi vida. Tiene un mensaje que decirme y lo dirá aunque yo no quiera escucharlo. No se olvida de mí.

Es en el momento de la cena cuando lo reconocen. Basta con un gesto de amor, el partir el pan, eso basta para saberlo todo, para recordarlo todo: «Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista. Y se dijeron el uno al otro: - ¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?». Recuerdo que una persona le decía a su esposo, a quien amaba: «El día en el que uno de los dos parta te propongo una cosa. Para que yo sepa que estás bien, sigues a mi lado, te pido que hagas algo, un gesto, una palabra, algo conocido que me baste para saber que estás conmigo y no me dejas nunca». Un gesto de amor. Una palabra de intimidad que sólo ellos conocen. Una forma muy propia de abrazar, una mirada, una sonrisa, un silencio. Es tan fácil recordar todo lo que me une a la persona amada. Cualquier cosa la trae al presente aunque ahora ya no esté. Una canción, una película, una vivencia. Mi padre, mi madre, mi hijo, mi hermano, mi amigo tienen conmigo formas concretas de amor que me unen a ellos para siempre. El camino de intimidad es largo. Hay mucha historia detrás. Los discípulos no reconocen el rostro de Jesús. Seguramente su cuerpo glorioso era distinto, tenía otra fuerza, otro aspecto misterioso. Los que se encuentran con Jesús no podían reconocerlo. Era igual y diferente al mismo tiempo. Hacía falta algo más para saber que era Él. En Emaús no fueron sus palabras, no fue su olor, tampoco su cercanía. Fue un gesto único y común. Jesús habría partido el pan muchas veces con sus discípulos. Lo hizo ese día cuando miles de hombres habían acudido a escuchar sus palabras y tenían hambre. Jesús partió el pan y bendijo unos peces. Y todos comieron, parecía imposible, los panes y los peces se multiplicaron. Y sobre todo esa última cena quedó grabada para siempre en su alma. Sí, ese día fue especial, partió el pan ante ellos. Y les dijo que era su cuerpo, que era su sangre, su vida. Poco después fueron reales sus palabras, lo despedazaron. Y ahora volvía a partir el pan delante de ellos. El mismo gesto. No hubo palabras solemnes esta vez, sólo el pan. Una luz iluminó su mirada, su rostro, el pan, la mesa. Realmente eran torpes y necios para entender. ¡Cuánto tiempo habían tardado en reconocerlo! Ahora, en su aldea, en una cena sencilla después de un día largo de camino, estando cansados, lo reconocen. Y entonces desaparece de su vista. Se va, ya no está, ya no pueden retenerlo a su lado por más tiempo. Tendrán que seguirlo. Ahí comprenden que era Él. Su corazón ardía. No pueden olvidarlo. Al escuchar sus palabras su corazón se llenó de emoción y no se habían dado cuenta de que era Él. No habían unido los cabos sueltos. Ahora sí, al partir el pan. Y descubren que su vida no puede quedarse escondida en Emaús. Ya su aldea no tiene respuestas para sus vidas. Ya no pueden seguir ahí llevando una vida inútil y sin sentido. No pueden quedarse perdiendo el tiempo. Jesús está vivo y lo entienden todo. Saben que tienen que ir a contar a los suyos lo que han vivido: «Y, levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón. Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan». Desde ese regreso ya no volverán a Emaús. Su vida ha cambiado. Se hacen peregrinos para acompañar a los desolados. Ellos serán instrumentos de compasión. Leía el otro día: «La compasión no es solo la sensación de pena frente a la desventura de otro («me da pena»), sin sombra de implicación personal, sino la capacidad de sufrir juntos». Los peregrinos se convertirán en hombres compasivos. Serán discípulos de ese Jesús que tuvo compasión de ellos y los acompañó cuando iban por el camino equivocado. Los amó tanto que fue a buscarlos sin forzar su decisión de amar, de ser discípulos. Eso hace Jesús, no fuerza, sólo ama y respeta. Seduce con delicadeza y busca mi alma para que se enamore de Él. Sus palabras son suaves y persuasivas. Eso siempre me emociona. Me busca, me ama, me encuentra. Tuvo la delicadeza de ir detrás de mí. Siempre pienso que así fue en mi vida. Me buscó cuando yo no lo buscaba. Me amó cuando yo no lo amaba. Quiero darme cuenta de su presencia a mi lado. Quiero verlo. Eso me dará la fuerza y el ánimo para hacer yo lo mismo. puedo hacerlo si me dejo seducir. Podré amar a mi hermano de esa forma si dejo de mirarme, de pensar sólo en mí, de buscar los mejores lugares y esperar que las cosas me salgan bien a mí. Jesús quiere que sea compasivo y sufra con el que sufre, ría con el que ríe, camine con el que camina. Sólo eso me pide.

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