Homilía del padre Carlos Padilla - 23 de febrero de 2020

Domingo 23 de febrero de 2020 | Carlos Padilla

VII Domingo Tiempo Ordinario

Levítico 19, 1-2. 17-18; 1 Corintios 3, 16-23; Mateo 5, 38-48

«Habéis oído que se dijo: - Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: - Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen»

23 febrero 2020 P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero ser un maestro de la vida para vivir con alegría, con pasión. No detenerme ante la primera contrariedad. Saber vivir santamente. Sin pretender que las cosas resulten de mi agrado»

El hombre vive angustiado por el miedo a perder la salud. Es todo tan frágil. De un momento a otro puedo perder la seguridad de mi cuerpo sano, de mi alma sana. Puedo enfermar casi sin darme cuenta. Antes lo podía hacer todo, ahora me siento impotente. Al celebrar a María en Lourdes me conmueve pensar en tantos enfermos que llegan a la gruta. En Lourdes entregan sus dolores, sus miedos, sus soledades. Allí María derrama un agua que purifica el alma y el cuerpo. No estoy sólo enfermo del cuerpo. Mi alma también está enferma. ¡Cuántas enfermedades del alma en esta sociedad tan loca y confundida! Me siento exigido por todas partes. Surge la angustia. El sentimiento de culpa que me atenaza. La soledad que lacera mi piel. Quiero que María sane mis heridas más profundas. El cuerpo enferma a menudo a causa del alma. Las heridas del alma se reflejan en la carne, en la piel. Soy cuerpo y alma, carne y espíritu. Todo repercute, tiene su peso, su fuerza. A menudo rezo por un milagro. Que se cure una enfermedad incurable, que haya un milagro y sea yo el afortunado. Pido lo mismo que muchos piden. Busco al santo más eficaz para que interceda. Se lo pido a María en Lourdes, donde da consuelo a los enfermos. Pido esa salud perdida. Para mí, para los míos, para los cercanos, también para los lejanos. Pido milagros porque es lo que yo quiero, lo que el mismo Dios también desea. Él quiere mi salud, no puedo imaginar otra cosa. La naturaleza humana es débil y se enferma. Es frágil y tiene fallos. Y me encuentro impotente por no llegar hasta donde yo pensaba. Quería envejecer sano. No lo logro y enfermo. Pido un milagro. Creo que debería pedir mejor otra cosa. Podría pedir la gracia de vivir con paz la enfermedad que me toca. ¿No será una oportunidad para crecer en mi vida interior? Conozco a una persona que siendo ya mayor enfermó de un cáncer sin esperanza de vida. Lo supo desde el comienzo. Esta persona me comentaba en una ocasión: «Estoy viviendo los mejores meses de mi vida». ¿Cómo puede ser eso posible? La enfermedad es normalmente lo peor de mi vida. Pero para esta persona esa enfermedad le acercó a ese Dios del cual se había alejado siendo joven. Esa enfermedad le hizo valorar mucho más a sus hijos ya mayores y a su esposa. Esa enfermedad maldita le hizo descubrir a ese Jesús pobre caminando a su lado. Y pudo abrazarlo. Y pudo sentirse abrazado por él. Ha muerto hace poco con la certeza de saberse profundamente amado por Dios. Como confesaba su hija después de su partida: «Y así vivió la enfermedad, convirtió lo que podría haber sido un camino oscuro y triste en un camino lleno de luz y de paz. Nos ha enseñado que la aceptación de la realidad la puede transformar, que no debemos tenerle miedo a nada, que, hasta la situación más dura, puede ser ocasión de paz y alegría». En ocasiones puede ser la enfermedad una tabla de salvación en medio de la tempestad del alma. Para él lo fue. Todo depende de mi mirada que es capaz de cambiar la realidad que se me impone. Creo que la enfermedad nunca puede ser un paréntesis en la vida del enfermo. Como un tiempo perdido en el que no soy yo, sino sólo una persona limitada, escondida, oculta. Soy yo y mi enfermedad. Somos lo mismo. No puedo separarlo. Por eso no dejan de sorprenderme esas personas que ríen en el dolor, sonríen cuando todo parece tan oscuro, no viven quejándose de lo que no pueden hacer. Y se alegran al descubrir ese nuevo camino que la enfermedad les abre. Los nuevos rostros que conocen. Las nuevas situaciones que pueden sacar lo mejor de ellos, en lugar de lo peor. Le pido a Dios por tantos enfermos que viven con amargura. Y por tantos que viven solos, sin compañía, sin consuelo. Por tantos que no entienden por qué les ocurre algo tan terrible y no ven en su dolor una tabla salvadora que los saque de su mediocridad de vida. Miro a María en Lourdes, en su gruta. Desde allí Ella mira a los enfermos conmovida. Mira su vulnerabilidad y su alma enferma. Yo le pido aceptar mi fragilidad y levantar las manos implorando su amor, su misericordia. Ella me abraza para que no decaiga. Me siento como un niño acariciando la piedra húmeda de la gruta. Deseando encontrar en mi vida esta tabla de esperanza, ese consuelo último. Para aceptar la vida en sus límites y comprender que allí se me abre una puerta estrecha para mirar el cielo, más de cerca, más dentro de mi alma. Todo se viste de luz y de alegría cuando Ella me mira y me consuela.

Sé que no es bueno decir siempre y a todo el mundo lo que siento y lo que pienso. Al mismo tiempo sé que no me hace bien guardarme todas mis emociones y nunca decir lo que me ha molestado, lo que me duele, lo que me preocupa, lo que me inquieta. Callar todo lo que siento no es bueno a la larga. Tal vez me viene bien porque me permite mantener una calma pasajera. Pero después no me beneficia. Callar lo que siento es una emoción que se entierra, pero no muere y algún día saldrá a la luz, cuando menos lo espere. Volverá por la puerta de atrás y me hará daño. Se quedará enquistada en el alma y acabará transformando mi carácter. Las emociones positivas ayudan al cuerpo y al alma, me alegran, me dan fuerza para enfrentar la vida y sus dificultades. Reír, soñar, hablar bien de otros, enaltecer, elogiar, hacer silencio, rezar. Todo me permite encauzar lo que hay en mi corazón. Las emociones negativas guardadas me hacen daño. ¿Qué hago con las emociones que siento? ¿Las dejo salir, las encauzo, las reprimo? ¿Qué emociones predominan en mí? ¿La alegría, la tristeza, la ira, la esperanza, el miedo? A veces escucho: «No sé qué tengo que hacer para agradarlo. Si estoy alegre, se pone tenso. Si me muestro triste, me ignora. Intento cumplir con todo lo que exige. Pero no siempre lo logro. No sé qué temas de conversación le alegran. No acierto y no me acepta». Hay personas que viven esta tensión con las personas que más quieren. No saben qué hacer para conseguir el cariño de su padre, de su madre, de su cónyuge, de su hijo. Una lucha absurda por querer agradar. Nunca lo consiguen. Intentan agradar y no lo consiguen. Callan y esa paz bendita que logran es a costa de muchas otras cosas. No se toman en serio, no valoran sus emociones, todo lo guardan para agradar. Su alma es una olla a presión, a punto de estallar. Van corriendo de un lado para otro y no encuentran tiempo para mirar en su interior, para detener sus pasos. Ni siquiera saben lo que sienten porque no callan y no observan la realidad. Siguen hacia delante sin mirar hacia los lados. Me da miedo vivir así. Sin tomarme en cuenta. Sin dar importancia a lo que siento, sin dejar escapar una lágrima. El otro día leía: «Todas las emociones tienen un sentido. Un porqué y una conveniencia si sabemos cómo guiarlas. Hay emociones que nos benefician y otras que nos perjudican. Pero todas hemos de afrontarlas. Tomar sus riendas. Protagonizar nuestra propia vida, que para eso la vivimos. Las emociones no hay, por tanto, que reprimirlas. No hay que eliminarlas. No hay que acallarlas. No hay que ignorarlas. No hay que temerlas. No han de avergonzarnos sean cuales fueran. Lo que hay que hacer con ellas es aprender a conducirlas razonablemente»[1]. La vida es un aprendizaje. Quiero aprender a lidiar con mis emociones. Las reconozco, las acepto, las miro, las tomo entre mis manos y sobre ellas construyo. No las tapo, no las ignoro. Puedo cambiar algunas emociones cambiando el pensamiento que las precede. La emoción de la tristeza me lleva a la dejadez, a no hacer nada. Y el miedo me paraliza. No canalizar bien mis emociones me lleva a sufrir enfermedades del cuerpo y del alma. No lo quiero. Quiero aprender a reír y a llorar. Quiero decirme y decir en alto lo que siento. Quiero aceptar las emociones que recorren mi interior. Observar mi vida y lo que sus circunstancias provocan en mí. Es poderoso el corazón. Pero no quiero vivir buscando agradar a los que me rodean. Nunca lograré danzar al gusto de todos. Haga lo que haga recibiré críticas, o halagos, ¡qué importa! Quisiera ser un maestro de la vida para vivir con alegría, con pasión, con ilusión. No detenerme ante la primera contrariedad que encuentro. Saber vivir santamente, unido a Dios. Sin pretender que las cosas resulten siempre de mi agrado. No es posible. Quiero emocionarme hasta las lágrimas ante cosas importantes. Alegrarme hasta las carcajadas con las alegrías del camino. Aprender a acompañar a los que lloran. Aprender a acoger a los que viven sin paz. Comenta Nadine Labaki, la directora de la película Cafarnaúm: «Contener tus emociones significa ir contra tu naturaleza. ¿Por qué está mal tener sentimientos y empatizar con los demás?». Quiero detenerme a observar la vida que me rodea. Sin quedarme en las pequeñas cosas que me molestan. ¡Qué importan! Son detalles que no pueden quitarme la felicidad. Todo lo que siento tiene un sentido y Dios puede sacar lo mejor de mí. Por eso no temo sufrir y llorar. La tristeza es parte del camino. Igual que el dolor y la angustia. Y ese miedo que despierta la energía de mi alma para superar los obstáculos. Sin el miedo no podría nunca vivir con valentía. Quiero contemplar mi alma y entregarle hoy a Dios todo lo que siento.

Estoy llamado a ser santo. A vivir cada día de mi vida en presencia de Dios. Estoy llamado a hacer de su voluntad mi deseo y a dejar así que mi vida brille con su luz: «Seréis santos, porque Yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo. No odiarás de corazón a tu hermano. No te vengarás ni guardarás rencor a tus parientes, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor». Sé que puedo ser santo porque Él mismo es santo. Es fácil ser santo así, con su poder que me santifica. A veces me empeño en hacerlo todo bien, en cumplir con tantas exigencias autoimpuestas. Cuando no lo logro me desespero por mi fracaso. Me olvido de Dios y me siento culpable. Me autoengaño muy a menudo adaptando mi vida a las mentiras que me seducen. Como dice Jorge Bucay: «Nadie tiene más posibilidades de caer en el engaño que aquel para quien la mentira se ajusta a sus deseos». Me gustan las mentiras que yo mismo deseo. Y me las creo. Vivo conforme a algo que no es verdad, a lo que no me construye y no me sana por dentro. La mentira siempre divide mi corazón. No me centra, me aleja de lo que de verdad es un bien para mí. La santidad a la que Dios me llama tiene que ver con la verdad, con lo que me construye por dentro. Quiero un corazón indiviso. Un corazón consagrado totalmente a un amor más grande que el mío. Un corazón sin rencores, ni envidias. Un corazón que quiere vivir el amor de Dios en todo lo que hace. Seré santo si me dejo seducir. Si su amor acaricia mi alma y me lleva a su lado, junto a Él. Ese amor tan grande que me hace de nuevo. «El Señor es compasivo y misericordioso». Su amor es el que me levanta sobre mi verdad alejándome de tantas mentiras que me quitan la vida. Comenta Santa Teresita del Niño Jesús sobre la santidad: «Un sabio dijo: - Denme una palanca, un punto de apoyo, y levantaré el mundo. Lo que Arquímedes no pudo conseguir, porque su petición no iba dirigida a Dios y estaba hecha sólo desde un punto de vista material, los santos lo obtuvieron en toda su plenitud. El Todopoderoso les ha dado por punto de apoyo a Él y sólo a Él; por palanca, la oración ardiente de amor, y de esa manera elevaron el mundo. Así lo elevan también los santos que todavía militan en esta tierra; y los santos que vendrán lo elevarán igualmente hasta el fin del mundo»[2]. Así puedo elevar el mundo. Desde el poder de Dios. Es la santidad que Dios obra en mí. Me cuesta ver la santidad en las personas que más conozco porque me quedo en sus debilidades, palpo sus intenciones no tan puras y veo su pecado. Y me escandaliza que los vean como santos. ¿Despiertan mi envidia los considerados santos? A veces creo que sí. Quiero destruir su fama, ensuciar su pulcro aspecto. Recalco con fuerza que no lo hacen todo bien. La crítica me apasiona como si al difamar su nombre yo creciera en la estima del mundo. La santidad de mi cónyuge, de mis padres, de mis hijos, de mis amigos. ¡Cuánto bien me hace ver lo bueno que hacen los demás en lugar de fijarme sólo en sus defectos y debilidades! Me hablan bien de alguien y yo en seguida encuentro algún defecto digno de mención. ¿No me estaré amargando? Cuando me descubro hablando mal de las personas tengo que hacérmelo ver. Leía el otro día: «No hablar mal de otros es la mejor manera de hablar bien de ti». Es muy cierto. Pienso en el motivo que me mueve a la crítica. ¿Por qué no tiendo a alabar en lugar de a criticar? Mi aspiración a la santidad pasa por llegar a tener una mirada pura. Quizás tiene que ver con ser más ingenuo. Una persona me decía: «Tú es que eres muy ingenuo. No eres capaz de ver debajo del agua». Guardo esas palabras en mi alma como una ofensiva. Era lo que pretendían, hacerme pensar que no era una persona lista, despierta, capaz de ver el engaño debajo de la aparente virtud. Me quedé pensando. ¿Acaso no es la ingenuidad lo que Dios desea de mí? Quiere que piense bien, que vea lo bueno, que no busque segundas intenciones ocultas debajo del agua. Quiere que me alegre con los considerados santos, con los que hacen bien las cosas y buscan cumplir la voluntad de Dios. Quiere que sea más ingenuo y menos mal pensado. Eso es lo que desea mi corazón. La santidad pasa por purificar mi alma de malas intenciones y desconfianzas. Un corazón ingenuo sabe ver la bondad oculta debajo de la aparente maldad. Un corazón que sufre es el que me agrede y ataca. Pienso en la herida que tiene y no me quedo sólo en el daño que me causa. Una mirada ingenua es la de los santos que, con su forma de mirar, atraían sobre sus vidas cosas buenas. Pero estoy convencido de que los que viven resaltando lo malo que hacen los demás y lo malo de sus propias vidas, atraen sobre ellos cosas malas. No ven el mantel blanco, ven sólo la mancha. La santidad me da una mirada pura, un corazón grande, una capacidad inmensa de perdonar y una mirada profunda que me hace ver en mi alma defectos y límites y reconocerlos con humildad. Un corazón santo es el que me lleva a dar saltos audaces de confianza sin temer que las cosas no salgan como yo espero. Un corazón santo es el que vive anclado en los deseos de Dios haciendo que me guste lo que a Dios le gusta. Un corazón santo es ese corazón puro que habla bien del prójimo y de Dios oculto en las personas que ama. La bondad y la santidad van de la mano.

Jesús viene a salvarme, a rescatarme de mis dolores y enfermedades, de mis caídas y debilidades. Hoy escucho: «Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; Él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura. El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas. Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles». Miro a Jesús hoy en mi dolor, en mi miedo, en mi enfermedad abierta, en mi angustia. Quiero hablarle sinceramente de lo que me sucede, preguntarle, quejarme, reclamarle. Sé que es tierno, pero no siempre lo siento. Es compasivo, pero no lo percibo cuando sufro. A veces, cuando sufro una dificultad, acallo el grito de mi alma. Y me conformo con explicaciones teóricas que no me calman: «Esto me lo manda Dios para que aprenda algo», o «seguro que es el mejor para mí porque Dios lo permite en mi vida, y Dios es bueno». O «lo ofrezco como capital de gracias». En el fondo no lo siento. Creo que es importante vivir el momento de oscuridad y reconocerlo así. No buscar respuestas aprendidas que no tocan mi corazón. Dios es mi Padre, me ama sin juzgarme y me invita a tener confianza en Él. Dios sana mis heridas y cura mis enfermedades. Yo me impaciento, lo quiero todo ya, no cuando Él quiera. Me detengo hoy a decirle que no entiendo, que tengo mucho miedo, porque no le veo y las cosas no son como yo pensaba. Le cuento mis fracasos, mis decepciones, mis complejos, mis pérdidas y mis sueños. Mis cobardías y mis heridas. Sólo desde esa experiencia humana puedo abrirme a que Él me sane. ¿Cuáles son mis preguntas, mis miedos, mis angustias? Esas que me pesan en el corazón. Preguntas sobre mí, sobre mi historia. Si vivo a fondo los momentos de confusión, reconociendo el momento en el que estoy, podré vivir también a fondo los momentos de luz cuando lleguen. Creo que esto me hace más humano. Me ayuda el hecho de aceptar que hay cosas en mi vida difíciles de comprender y asumir. No tengo todas las respuestas, aunque sea creyente. Tengo fe y confianza en ese Jesús que viene a mi vida. Soy templo suyo: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?». Soy el templo en el que Él habita cuando le dejo entrar. Cuando abro mi alma para que entre dentro y me sane. Es la confianza que hoy me despierta Jesús. Reconozco mi debilidad y suplico su misericordia. No me engaño. No todo está claro, no todo lo que me sucede es bueno. Surgen dudas y miedos. Preguntas abiertas para las que no hallo respuestas en este presente que vivo. Pero no me angustio por ello. Se lo entrego todo confiado. Le entrego mi rabia, mi desconcierto y descontento. No todo me gusta, no todo me alegra. Quiero vivir los días de oscuridad como los días de luz. Los días de incertidumbres como los de certezas. A cada día le basta su afán. No tengo miedo, pero no busco respuestas cuando todavía no las tengo. Ni las pido, ni las exijo. Muestro mi rabia cuando la tengo y mi angustia cuando la padezco. Me muestro alegre cuando tengo luz en el alma. Y con paz cuando su poder me ha pacificado. A cada día lo que le toca, ni más ni menos. Decido no vivir en el pasado ni vivir angustiado por lo que no ha sucedido todavía. Sé que Dios rescata mi vida de la fosa y cura todas mis enfermedades y dolencias. Saberlo me da paz. Le pertenezco a Él y eso me consuela. En ocasiones las dudas del presente me quitan la paz. Miro a Jesús y me calmo: «El mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo futuro. Todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios». Todo es de Dios y nada es mío. Ni mi dolor, ni mi alegría. O mejor aún, es mío y le pertenece a Dios, porque yo soy de Dios. Y no tengo que vivir con miedo porque sé que mi vida está en sus manos y yo poco puedo hacer por salvar mis días. Sor Verónica, fundadora de Iesu Comunio, decía: «Comprendí el gozo de ser cristiano. Que mi presente no lo determine quién he sido yo. Sino quién es Jesús. Una mirada reconciliada. Una memoria agradecida. Memoria constante de la fuente escondida». Mi pasado encuentra su descanso delante de Dios. Y también mi presente en el que soy hijo, niño, pobre ante sus ojos llenos de misericordia. Soy hijo y vivo reconciliado en el corazón de Jesús. En Él pueden descansar todos mis afanes. No me importa ya tanto lo que pueda ocurrir porque Él lleva el timón de mi barca y sostiene mi vida en sus manos. No dejo de pensar en lo que Dios me ha dado y le doy gracias. Por el bien y por las cruces que vivo. No pretendo encontrar respuestas a todas mis preguntas. Vivo abrazado a su corazón tierno y comprensivo. Y sé que mi vida será grande en el cielo. Y, mientras tanto, no importa el juicio de los hombres, aunque sea inmisericorde. Importa más el amor de Dios que me espera al final del camino. Y me abraza en medio de mis días. Su juicio es el que me salva, no me condena. Y esa paz llena hoy mi alma. Me sostiene, me alegra. Está siempre conmigo.

Lo normal es que cuando alguien me hace daño yo reacciono con violencia. Si me insultan yo insulto. Si son injustos conmigo yo lo soy más. Si hablan mal de mí yo hablo mal de otros. Si elevan el tono de su voz yo subo aún más el mío. Se ha grabado a fuego en mi alma esa norma tan conocida: «Ojo por ojo, diente por diente». Si me arrancan un ojo, yo arranco otro. En realidad, el origen de esta norma era para proteger la justicia. Para que la víctima no exigiera más daño para el victimario que el que a él le había causado. Si le habían quitado un ojo sólo podría exigir el pago de un ojo del agresor. De esta manera nadie se tomaría la justicia por su mano. Era un mínimo que se protegía. La norma imponía un castigo que se identificaba con el crimen cometido, pero no más. Ya desde el Código de Hammurabi (Babilonia, siglo XVIII a. C.) el principio de reciprocidad exacta se utiliza con claridad. Como dice una de sus normas: Si un hombre libre vaciaba el ojo de un hijo de otro hombre libre, se vaciaría su ojo en retorno. Y en el Antiguo Testamento se recoge en Éxodo 21, 23-25: «Mas si hubiere muerte, entonces pagarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe». Es una ley justa. No más de lo que uno merece por el daño causado. Se defiende aquello a lo que tengo derecho. Aquello que me corresponde pagar por mi error, por mi violencia, por mi agresión. No más de lo que es justo. Es comprensible. No se trata de una forma injusta de ver la vida. Es todo lo contrario porque se superan los abusos y excesos a los que se puede llegar. El corazón de la víctima nunca encuentra la paz. Busca no sólo que el otro pague, sino que pague mucho más por lo que ha hecho. Normalmente cuando me siento ofendido no me conformo con una ofensa similar para el agresor, quiero más. Ya bastante difícil es cumplir el ojo por ojo como para que Jesús venga ahora a exigirme más. Y es lo que hoy hace. Me pide lo imposible: «Yo, en cambio, os digo: - No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica; dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas». Si uno me abofetea no devuelvo el mal, pongo la otra mejilla. Me parece excesivo. No puede ser eso lo que Dios quiere. Me rebelo contra esa forma de ver la vida. Si me hacen un mal, ¿tengo que estar realmente abierto a que me sigan haciendo daño? Si me gritan, ¿tengo que aguantar que lo sigan haciendo de forma indefinida? ¿No es esta una afirmación peligrosa? El agresor se convierte entonces en un hombre libre. Puede seguir agrediendo sin recibir a cambio ningún mal. Lo de poner la otra mejilla no lo veo tan claro. No digo que tenga que devolver el golpe y vivir en el ojo por ojo. Pero ¿tengo que llegar a tanto? ¿Es prudente invitarle a que me siga golpeando? Me parece absurdo. No lo entiendo. Creo que Jesús me habla de una forma de vivir que no es para mí. Si alguien me pide algo, ¿se lo tengo que dar?  Si me exigen la túnica, ¿no tengo que rebelarme sino darle además mi capa? Si alguien me pide que camine una milla, ¿tengo que caminar dos? Me parece un sinsentido. ¿Qué me pide Jesús? ¿Es esta la santidad que me invita a vivir? Son otras categorías. Yo no soy así. Cuando no considero que sea justo lo que me piden, no lo doy. Si quieren que sirva de una manera y yo no lo veo claro, no voy. Si abusan de mi generosidad, no lo acepto. Creo en la justicia. Lo que me corresponde, pero no más. Lo que es exigible, pero no más. Esa forma de pensar que Jesús hoy me insinúa me inquieta. Me rebelo contra una generosidad desorbitada. ¿No será esta forma de pensar la que cambia el mundo? Sí, puede ser. Pero no quiero pecar de tonto. Y es lo que me parece cuando cedo en todo y doy sin medida. A mí me gusta que las cosas estén medidas. Que dé de acuerdo con lo que corresponde. Pero no más que eso. Me cuesta entregar mi vida sin recibir agradecimiento. Me parece imposible un amor que se desangra sin recibir nada a cambio. Un servicio oculto en medio de la pobreza que nadie reconoce. Una entrega sincera que los hombres no ven. ¿Tiene sentido vivir de esa manera? Sé que lo que sucede en la oscuridad es lo que va cambiando el mundo. Aunque yo no lo sepa, ni lo vea, ni tan siquiera lo valore. El amor enterrado como la semilla que muere para dar fruto. Eso es lo que vale. Un amor así no es exigible. Jesús sólo me invita a vivir como un loco. No lo exige, sólo me propone un camino. Yo conozco personas que son así. Son pocas, claro, pero conozco algunas. Y me conmueve esa mirada distinta. A veces me enfado con ellas, porque no quiero que pequen de ingenuas, de tontas. Pretendo protegerlas. Me equivoco. Su vida sembrada es la que cambia el mundo. No su fama, ni su gloria humana. A los ojos de los hombres pasan ocultos. A los de Dios son antorchas que no se apagan. Ven lo que nadie ve. Creen en lo que nadie cree. Son capaces de negarse por amor. Su entrega silenciosa conmueve los cimientos de este mundo. Tiemblan los principios más justos que parecen ser los que valen. No es así. Lo que de verdad cuenta es el amor sagrado que Jesús vivió en un madero. Esa entrega aparentemente inútil. Esa injusticia tan clara en la que parece que el mal es más fuerte que el bien y el odio que el amor. No es así. Dios vence en lo oculto.

Me resulta difícil amar al que me ama. Intento tratar bien al que me favorece. Pero no es tan sencillo. Quiero dar mientras guardo. Busco enaltecer mientras critico. Quiero hacer el bien al que me lo hace a mí, pero ni aun así me resulta tan sencillo. Debe ser la herida que tengo desde el nacimiento, esa ruptura interior que me lleva a desear lo que no me hace bien, y elegir lo que no me conviene. Y por más que lo intento, no consigo amar santamente. Me quedo a medias muchas veces. Me guardo en lugar de desgastarme. Me busco con ocultas intenciones y todo bajo apariencia de bien. Peco de omisión y en mis silencios. No lo sé. Es difícil amar bien a quien me ama, tratarlo con delicadeza, enaltecerlo siempre, respetar sus tiempos y su intimidad. Y si eso me cuesta, ¡cuánto más difícil me resulta lo que hoy me pide Jesús! Se escapa a mi capacidad humana: «Habéis oído que se dijo: - Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: - Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles?». Lo normal es aborrecer a mi enemigo, despreciar a quien busca mi mal, dejar a un lado al que pretende cuidarme y no lo hace. Es lo más natural del mundo. Olvidarme del que me ha ofendido y dejar a un lado al que no me quiere y lo dice abiertamente. ¿Por qué me pide Jesús lo que no puedo darle? Parece absurdo. No puedo querer a quien no me quiere. Imposible intentarlo. Es verdad que amar a quien me ama no tiene mérito alguno. El mérito es querer al que no me quiere. Pero no quiero méritos. No pretendo que me reconozcan por amar a mis enemigos. Lo que sí sé, es que cuando veo a alguien amar de esa forma, me rompo por dentro y lloro. No lo puedo evitar. Ese amor imposible hecho carne me descoloca. Tal vez es por mis límites. O porque veo a Jesús amando de nuevo en la tierra. Ver el rostro que perdona antes de que lo maten. Escuchar palabras de misericordia para los asesinos de un familiar. Ver el perdón de una víctima a su victimario. Son ejemplos de una santidad que supera los límites humanos. El corazón herido desea la venganza y clama para que se haga justicia. Entiendo bien esos gritos. Mientras que las otras miradas me parecen puertas abiertas al cielo. Admito como posible esa forma de mirar que aparece en «La guerra de las galaxias»: «Si quieres ganar no luches contra lo que odias, salva lo que amas». Esto lo veo posible. Me olvido de lo que odio. No quiero venganza, la dejo a un lado. Hasta ahí quizás puede llegar mi corazón. Aparto de mi vista al que me hace daño. Lo alejo con la mano. Lo quito de mis ojos y me centro en salvar lo que amo. Entonces muchas cosas cobran sentido. Hasta ahí llego. Pero ¡amar a mis enemigos! Jesús me habla de algo más grande, de un don divino. La última frase que hoy escucho me lo confirma: «Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto». La perfección no está a mi alcance. Igual que tampoco tengo en mis manos la posibilidad de amar a quien me odia. Es algo de Dios que puede suceder en mí sólo como un don suyo, como una gracia que me regala, como un milagro del que soy testigo en mi propia piel. Le pido a Dios la gracia de querer al que no me quiere, al que me odia, al que me persigue. Sé que tendrá que ser obra de Él en mí. ¿Tengo enemigos? A veces no lo pienso. Pero hoy me callo y medito. Sí, hay personas que me han hecho daño. Con palabras, con gestos y omisiones. Me han despreciado, me han herido, han abusado de mi confianza. Me han dejado herido. Pienso en ellos y en sus ofensas. Son mis enemigos. Le pido a Dios que me enseñe a amarlos como Él los ama. Sólo es Él quien ama de esa forma. Le pido que lo haga posible en mí. Que ame respetándolos, alegrándome con sus logros. Que los ame queriendo su bien, deseando no su mal, sino que prosperen. Los amo perdonándolos en mi corazón. Es un don de Dios. Esa es la forma de amar que Dios me pide. Me sigue pareciendo excesiva. Pero creo que, si me dejo y le doy mi sí, Él puede hacerlo. No guardo en mi corazón una lista con las personas que me han hecho daño y cuyo daño deseo. La rompo en mil pedazos. Pido desear su bien y le pido a Dios que Él las quiera por todo lo que yo no puedo hacerlo. Es lo más sensato. Es lo que le suplico de rodillas. No tener enemigos es lo que me sana.



[1] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163

[2] Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma

Comentarios
Nombre:   Procedencia:
Comentario:
Código de seguridad:   captcha
Caracteres restantes: 1000