Homilía del padre Carlos Padilla - 24 de abril de 2022

Domingo 24 de abril de 2022 | Carlos Padilla

II Domingo de Pascua. De la misericordia

Hechos de los apóstoles 5, 12-16; Apocalipsis 1, 9-11a. 12-13. 17-19; Juan 20, 19-31

«Luego dijo a Tomás: - Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente»

24 abril 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Jesús vive en lo oculto de los corazones que lo buscan. En un abrazo silencioso en una noche, sin que nadie sepa. En la vida que se entrega sin hacer ruido, renunciando a mucho por amor»

Me gusta celebrar la octava de Pascua y cada día celebrar que Jesús está vivo. Recorro el evangelio de cada día que me habla de esperanza: «Alegraos. Ellas se acercaron, le abrazaron los pies y se postraron ante él. Jesús les dijo: - No temáis: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán». Sienten una alegría muy honda. Jesús está vivo. Cuando amo y creo que he perdido a quien amo la tristeza llena el corazón. Dejo de creer y tener esperanza. El cielo se torna gris y las estrellas no se alcanzan a ver detrás de tantas nubes. El corazón se inquieta. ¿Cómo no se va a inquietar el corazón si está hecho para la vida eterna? Está hecha mi vida para el cielo y todo lo temporal me deja insatisfecho. Tengo sed, tengo hambre, siento miedo. Me duele la soledad y el desamor que hiere la piel. Y creo que nada será perfecto en los días que recorro. Sí, me falta fe. Veo tanta maldad y tanta crueldad que no sé por qué rendija entrará el amor de Dios. Pero sé que entra. El sepulcro que parecía cerrado para siempre ahora está vacío. Han descorrido la losa. ¿Dónde han puesto a Jesús? Lo habrán escondido, piensan los que ven una tumba abierta. Habrán profanado lo sagrado. ¿Acaso no lo profanaron ya el día en el que flagelaron y crucificaron impunemente a Jesús? Un cuerpo muerto vale menos. Está indefenso. Es fácil robarlo, esconderlo, humillar así a los que ansían tocarlo. Una tumba abierta y vacía significa sólo más dolor. No les dejan ni siquiera ungir con perfumen su cuerpo muerto. Acariciar sus heridas ya secas. Pensar en que ese rostro ahora frío antes sonreía. Pero ni siquiera pueden hacer eso las mujeres. Y cuando ya se van dispuestas a contarlo todo aparece Jesús y les dice: «Alegraos». Están de fiesta porque ahora Jesús está vivo. No deben tener miedo. Cristo ha vencido para siempre, está vivo. Sus heridas siguen ahí, son visibles, pero ahora están glorificadas y no necesitan ser ungidas. Ya no duelen. Sólo recuerdan todo lo que Jesús me ha amado. El que murió ahora está vivo. Algo hay que no entiendo. Acabar con la muerte era imposible. Entonces recuerdo que para Dios no hay nada imposible. Y tiemblo. ¿Será verdad? En mi vida distingo lo imposible de lo posible. Algo que hago bien sé que puede salir bien. Pero lo que no sé hacer no lo intento, saldrá mal seguro. En ocasiones lo hago y fracaso. No creo que sea posible lo imposible. Está claro que no todo es posible. Hay cosas imposibles, como resucitar de la muerte. Pero Jesús rompe mis esquemas. Es Dios. No es ese rey poderoso que vence con armas humanas. Es el rey humilde, pacífico y lleno de amor, que vence en el silencio de los ojos que se asombran al verlo vivo. Y se alegra el alma. Hoy mi corazón se alegra como el de esas mujeres. Jesús está vivo. Sí. De forma misteriosa, como siempre. Vive en lo oculto de muchos corazones que lo buscan. En un abrazo silencioso en una noche, sin que nadie más sepa. En la vida que se entrega sin hacer ruido, sin llamar la atención, renunciando a mucho por amor a los suyos. Está vivo Jesús en los que buscan su rostro en medio de tantas noches de dolor, de desesperación. Y siguen creyendo cuando parecía todo perdido. El corazón sigue soñando, confiando. Me conmueve la mirada de esas mujeres que reconocen a quien aman. Así es el amor que salta de gozo al ver al amado. No hay duda. Lo incomprensible sólo lo comprende el corazón. Las cosas importantes escapan a los ojos. Sólo se ve la verdad con el corazón. Sólo comprendo de verdad amando. Sólo sé cómo es mi hermano cuando lo amo. Cuando sólo lo miro con la cabeza y analizo su comportamiento, cuando sólo intento comprender sus palabras, no es suficiente. Necesito mirar con el corazón. Las mujeres creen lo que la razón grita que es imposible. Nadie antes ha vuelto de la muerte. ¿Cómo es posible? ¿Es sólo un hombre? Pero el corazón cree con una intuición que Dios ha sembrado. Será posible porque es Dios, es hijo de Dios, es el rey en el que creo, el profeta que me habla en signos para que sin comprender crea y lo siga. He visto el sepulcro cerrado y después he encontrado el sepulcro vacío. Está vivo. Lo veo vivo en tantas personas que han vivido la muerte en sus corazones. En tantas vidas que han estado sufriendo el dolor de la pérdida. Está vivo en aquellos que parecían sobrevivir en esta vida deambulando sin esperanza. Mi corazón se arrodilla ante Jesús como el de esas mujeres. Está vivo, en mi alma que parecía muerta. Está vivo en mis ojos que parecían no tener luz al haber vivido muchas derrotas. Miro la alegría de ese encuentro y deseo tener muchos momentos así en los que al ver a Jesús oiga en mi corazón: alégrate, no tengas miedo. Sí, me alegro y dejo a un lado ese miedo que muchas veces me paraliza. Ahora no va a ocurrir nada malo. Jesús está vivo y me salva.

No logro asimilar que me tienen que lavar los pies. O mejor aún, que Jesús me tiene que lavar los pies. Se arrodilla ante mí. Se coloca a la altura de mis ojos mientras yo permanezco sentado, sin hacer nada, indefenso. Por pudor, por orgullo me resisto a que lo haga. No quiero que me lave. Le digo que no es Él, que soy yo el que debo lavar o que lo hagan mejor otros, no nosotros. Jesús sonríe como le sonrió a Pedro en aquella cena y me dice como a él que no me turbe, ni me irrite, que me deje hacer si quiero tener parte en su reino. Yo no lo entiendo. Pero me doy cuenta de que es mi orgullo el que no deja que me lave. Mi orgullo herido, mi orgullo de hombre lleno de vanidad. Yo puedo solo, es lo que pienso y no quiero que Él haga algo indigno de su posición, de su altura. Tal vez porque yo no quiero arrodillarme después a hacer lo mismo. Porque me dice que si Él es el maestro y lo hace así, parece que yo tengo que hacer los mismo. Y yo no quiero caer tan bajo. No quiero humillarme de esa forma. Arrodillarme ante otro a limpiar sus pies, a besar sus heridas, a acariciar sus dolores. Como si fuera un esclavo o un siervo. No acabo de entender ese amor tan grande que me tiene. Tengo que lavar los pies a mi hermano. Ponerme en un lugar inferior. Dejar que el otro sea el primero, el superior, el jefe, el destacado y querido. El admirado y seguido por muchos. Y yo pasar a ese segundo plano que detesto. Yo el último servidor de mis hermanos. ¡Qué pronto se me olvida mi deseo de servir cuando el amor es exigente! Cuando ese sí mío de seguimiento me pone en una posición que no me gusta. De rodillas ante los hombres. De rodillas sin ningún protagonismo. Sin ser destacado, sin vencer en nada, humillado, vencido. Me siento tan débil, tan pequeño. Muchas veces se me llena la boca con la palabra amor y servicio. Es como si le dijera a Jesús que quiero caminar con Él al mismo tiempo que le doy esquinazo. Digo que amo hasta el extremo como Jesús. Pero es mentira. A menudo amo a mi manera, según mis necesidades, llenando mis vacíos, sosteniendo mis miedos, pacificando mis angustias. Pero ¿amar hasta el extremo? Imposible. ¿Cuál es mi extremo? ¿Cuál es el extremo de Jesús esa noche de Jueves santo? En cuanto empieza a doler el amor dejo de amar. Porque duele, y no quiero sufrir. Porque no quiero renunciar a nada por amor. Porque no quiero los últimos lugares, ni ser humillado o vencido por amor. No me parece tan necesario amar hasta el extremo. Amar un poco sí, lo suficiente, lo que sea necesario. Lo que me sirva para llenar el vacío de soledad que siento. Pero no más de lo que es justo. Porque me gusta más destacar, estar en el centro, ser admirado o seguido. Conquistar logros, acumular éxitos. Me niego a guardar silencio y pasar desapercibido en medio de mi camino. Porque me cuesta mucho admirar a los demás y sentir que son mejores que yo y merecen un lugar más importante. Quizás ese lugar que yo deseaba y ansiaba. Y entonces Jesús me recuerda que me ha llamado para que lave los pies de mis hermanos. Sin importar cómo son, cómo es su vida, lo que han hecho bien o mal. Eso no importa. Importan los pies, no si están limpios o sucios. Jesús sólo quiere que me arrodille quitándome esas dignidades de las que me revisto en cuanto puedo. Quiere que huya de los primeros lugares. Que deje atrás las alabanzas y los aplausos. Y me olvide de mí por un momento, por un instante. Tan solo para servir la vida que se me confía y poner al otro en el centro del corazón de Dios. Y yo de rodillas a sus pies lavando su suciedad, cubriendo con ternura sus heridas, besando su indignidad. Yo ante los ojos de los hombres humillándome. Eso me hace más parecido a Jesús. Me uno a Él más que nunca. Más que cuando me resultan mis empresas o escucho alabanzas por los logros de Dios en mí. Descubro entonces que mi única misión en la vida es lavar pies arrodillándome. Y yo creía que era otra cosa. Se me olvida el jueves santo. Se me olvida el color de su llamada. Lo olvido cuando busco dignidades y reconocimientos. Cuando pienso que otros tienen que estar a mi servicio, cuidar mi vida, amarme incluso más de lo que yo estoy dispuesto a amar a nadie. Soy tan pobre en mi mirada, en mis gestos de amor. Amar hasta que duela, amar hasta el extremo. Así me lo enseñó Jesús, no quiero olvidarlo. Lavar al otro para que sepa que Dios lo ama. Para que experimente su ternura. Para que descubra que la ley no es para golpear a nadie, sino para acariciar el alma del que sufre. Para que comprenda que la misericordia tiene forma de abrazo, de beso, de caricia, de beso. Y de pies lavados por manos heridas. Así es el amor de Jesús en mi vida. Así quiere ser mi amor y está tan lejos de ser un amor extremo. Es mi orgullo el que quiere vencer e imponerse por encima de todos. Quiero ser más humilde, más siervo, más niño, más pobre. Más dócil al querer de Dios dentro de mi alma. Quiero arrodillarme para que su amor brille en mí. Humillarme para que no sea yo el que resalte sino Él amándome, amando en mí.

María guardaba silencio. Aprendió de niña a guardar silencio. No es tan sencillo callar. Decía S. Juan Crisóstomo: «No sería necesario recurrir tanto a la palabra, si nuestras obras diesen auténtico testimonio». María guarda silencio. Mira la cruz, mira a su Hijo. Pienso en el silencio de los discípulos ante la muerte. Pienso en ese silencio amargo, de derrota y sin esperanza. Es el silencio que deja la muerte. ¿Qué hay después de ese silencio? María guarda silencio abrazando a Jesús. ¿Dios ha muerto? Dos días sin Dios hecho hombre. Ese silencio pesa en el alma como una losa, como la losa corrida sobre su cuerpo. Me siento como los discípulos de Emaús volviendo a su aldea. Dios ha muerto, ha fracasado el que era motivo de mi esperanza. Sólo queda el silencio amargo como respuesta. Es un silencio cargado de nostalgia. No se parece al silencio de María que está lleno de luz. María calla, porque aprendió a hacer silencio desde niña. Para escuchar, para aceptar, para mirar con luz en los ojos. María escuchó en su alma tantas veces la voz de Dios: «No temas, María, espera». Y esperó. La Palabra de Dios se hizo carne en Ella. Se hizo voz en defensa de los pobres. Se hizo perdón pronunciado con fuerza, se hizo misericordia en brazos humanos, se hizo comprensión en una mirada que levantaba al caído. Y el viernes santo esa Palabra de Dios se hizo silencio. Dejó de pronunciar mi nombre, dejó de alentar a los decaídos, dejó de emocionar con palabras de vida eterna. Yo callo muchas veces cuando no comprendo. Como Pedro lleno de dolor por su traición. Como Judas que ahogó su llanto en una horca. Como Juan que contuvo el aliento abrazando a María. Como el centurión que no acababa de comprender ese misterio ensangrentado. Todos habían soñado un final diferente. Como yo cuando imagino un final distinto para mis sueños. Mejor, un final victorioso, un triunfo inapelable. Pero cuando el fracaso me habla de muerte, ¿qué hago? Grito, me indigno, me rebelo. Alzo la voz para que me oigan. Busco explicaciones. Me lleno de una rabia llena de palabras. No sé guardar el silencio de María. Ella sí calla, espera, porque una voz le dice cuando abraza a su hijo muerto: «No temas, María, espera». Y Ella supo esperar con paciencia de Madre, de hija. Supo aguardar a ver lo que ocurría, porque los planes de Dios no siempre coinciden con mis planes. Dios calla en viernes santo, y la mañana del sábado. Parece que el grito de la muerte tiene la última palabra. Dios ha muerto. Aquél que tenía palabras de vida eterna ha dejado de caminar a mi lado. Aquél que era Rey no ha logrado imponer su reino. Aquél que resucitó al hijo de la viuda de Naím, o a su amigo Lázaro, no puede devolverse la vida a sí mismo. Y parece que no hay nadie que grite: «A ti te digo, Jesús, sal, levántate». Ya no hay nadie capaz de pronunciar esas palabras y correr la losa. Es un silencio oscuro, una noche larga, casi eterna. ¿Dónde la esperanza? María aprendió de niña a guardar silencio y nunca lo olvidó, nunca perdió la inocencia de su primer silencio, de su primer sí. ¡Cuánto me cuesta a mí acoger los planes de Dios en silencio! ¡Cuánto me cuesta no rebelarme, gritar, protestar, demandar, cuando Dios me pide lo imposible! Es injusto, le digo. ¿Por qué yo? No guardo silencio, no acepto otros planes diferentes a los míos. No sé repetir las palabras de María: «Hágase en mí, según tu Palabra». Para Dios todo es posible. La Palabra se hizo carne en Nazaret. Y la Palabra se hizo silencio en el Calvario. A veces creo que tengo algo que decir. Siento que me tienen que escuchar. Que sepan, que entiendan. No me callo, no guardo silencio como María. Me falta esa fe ciega en un Dios providente. Dios me ha hecho una promesa y a mí me cuesta creer cuando no sale todo como yo espero. Necesito escuchar las palabras que María escuchaba: «No temas, María, espera». Quiero creer que Él, con su brazo poderoso, con su misericordia, allanará el camino por el que me lleva y me dará las fuerzas para cargar con la cruz. Necesito hacer silencio para escuchar su voz, para que no brote la amargura. Mis gritos ahogan la esperanza, matan la alegría y hacen brotar la amargura. Mis silencios me vuelven manso y humilde. Necesito ese silencio que choca con los gritos de los que odian, contra los golpes de los violentos, contra la rabia de los que no conocen la misericordia. Miro el silencio de María y me asombro. No hay rebeldía en ella. En mí sí hay rabia y odio. Grito, increpo, exijo. La cruz siempre supera mis fuerzas. Nunca estoy preparado para cargar con ella. Sólo me pide Jesús que confíe. Que suplique misericordia en mi corazón, callado, en silencio. Quisiera aprender a mirar la cruz como María, a besarla con sus besos, a acariciarla con sus caricias, a contemplarla con su silencio. Quisiera aprender a tocar todas las heridas. Las de los hombres, mis propias heridas, con ternura, con delicadeza. Quisiera aprender a abrazar los fracasos sin rabia y entender que hay caminos que hoy aún no conozco. Necesito guardar silencio para escuchar el murmullo de Dios dentro de mi alma. Para sentir su abrazo que me susurra: «No temas, espera». Y yo me levanto dispuesto a esperar. En silencio, aguardando, sabiendo que no estoy solo. María me sostiene en silencio. Y yo la abrazo y beso guardando silencio. Sobran las palabras. Sólo hace falta aprender a amar con gestos.

Me gusta este tiempo de Pascua en el que los apóstoles, la Iglesia primera, hace milagros, signos del amor de Dios: «Los apóstoles hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo. Los fieles se reunían de común acuerdo en el pórtico de Salomón; los demás no se atrevían a juntárseles, aunque la gente se hacía lenguas de ellos; más aún, crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor. La gente sacaba los enfermos a la calle, y los ponía en catres y camillas, para que, al pasar Pedro, su sombra, por lo menos, cayera sobre alguno. Mucha gente de los alrededores acudía a Jerusalén, llevando a enfermos y poseídos de espíritu inmundo, y todos se curaban». Los apóstoles que han visto el paso de Jesús creen, no dudan y sus obras son las obras de Dios. Basta la fe y pronunciar el nombre de Jesús para obrar milagros. Cuando estuvo Jesús con ellos les dejó su Espíritu: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Y el Espíritu cambió sus vidas, cambió su mirada, hizo nuevas sus palabras, aumentó su fe para que no dudaran en momentos difíciles. Habitó el Espíritu en esos primeros pasos de los apóstoles. Dios actuaba a través de su entrega. Por eso estar bajo la sombra de Pedro bastaba para ser sanado. Caminaban delante de los que necesitaban misericordia y como no tenían ni oro ni plata entregaban lo que sí habían recibido, el amor de Jesús, su perdón, su salud. Le pido a Dios que me renueve en mi vocación de apóstol. Es la Pascua un tiempo sagrado en el que toco y recibo el amor de Dios, su misericordia. Son cincuenta días en los que renuevo mi fe y veo cómo Dios actúa en medio de los hombres, oculto en piel humana, en los límites de los hombres que no logran amar tanto como los ama Dios. Me gusta que haya más días de Pascua que de cuaresma. Más días de alegría que de espera y duelo. Más días de Gloria que de pasión. Más de vida eterna que de muerte. Me fascina esa Iglesia primera, enamorada, misionera, joven, nueva. Esa Iglesia llena del Espíritu Santo, llena de luz y esperanza. Me conmueve la facilidad con la que esos hombres frágiles, que no tenían dones ni talentos especiales, fueron capaces de cambiar su mundo, de tocar corazones sin fe y cambiar su mirada. No sólo vieron a través de sus manos milagros físicos. Sobre todo hubo conversiones. Su forma de vivir, de pensar, de amar era el testimonio de Cristo vivo. Y al verlos muchos quisieron seguir su camino y creyeron. El amor es suficiente para convencerme. El amor con el que me tratan, con el que me miran basta para cambiar mi corazón. El amor que viene de Dios hace que mi vida sea mejor para otros. El amor que se manifiesta en mi forma de tratar a los demás, de hablarles, de compartir la vida. Se convirtieron en apóstoles capaces de sembrar paz y esperanza. No convencieron a todos. Tampoco lo había logrado su Maestro. Jesús no enamoró a todos, no logró que todos creyeran su mensaje de amor. Muchos lo odiaron sin haber hecho nada malo. La razón para odiar a alguien no nace en la razón, sino en la forma de interpretar la realidad. En mi mirada está la clave para odiar o amar a mi hermano. Los que creyeron en el Jesús de los apóstoles tenían una mirada pura y abierta. No se sintieron amenazados por esos hombres sin formación. La realidad es que no estaban tan felices con su vida y creían que todo podía ser mejor. Así brota ese deseo de seguir a Jesús y se hace realidad en su corazón. Escucharon a los apóstoles y creyeron en lo que les decían. Un hombre muerto había resucitado. Dios hecho hombre había regalado su vida por amor. Los apóstoles no hablaron mucho, simplemente fueron fieles a su verdad. Vivieron el evangelio que Jesús les había enseñado en su sencillez. No pretendieron ser ellos el centro del nuevo reino de Cristo, siempre hablaban de Jesús, no de ellos mismos. No pretendieron ser taumaturgos, siempre era Jesucristo el que hacía los milagros. Ellos sólo actuaban en su nombre. Esa forma de vivir la vida fue convincente para los que escuchaban. Su sencillez, su pobreza, su alegría, su paz, su plenitud, su unidad, ver cómo se amaban entre ellos. Ese amor era convincente. Vivían entregados por amor. Vivían el presente sin querer proteger lo que poseían. No se empoderaban queriendo retener el poder que el mundo les daba. No buscaban los mejores puestos ni el reconocimiento. Se pusieron a servir con humildad, sin eludir los problemas, enfrentándolos desde el amor y la verdad. No fueron perfectos, cometieron errores y fueron aprendiendo los unos de los otros.

Tomás es el apóstol de la fe. Porque la suya es una fe como la mía. Frágil, herida, torpe. Me representa porque yo camino por la vida como él, a tientas. Y sin darme cuenta hablo por mi herida, como él: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». Él también tendría miedo esa noche del jueves. Y luego lloraría amargamente el viernes. El sábado no esperaba ningún milagro, todo estaba perdido. Como el resto de los discípulos buscó en el cenáculo la protección, el cuidado de los suyos. La cercanía de María y el amor de los hermanos. Pero justo en ese momento en el que entró Jesús en la casa Tomás había salido. ¿Fue mala suerte? Puede ser, pero sin esa experiencia tan honda la vida de Tomás no hubiera sido la misma. Tomás no estaba y eso marcó su vida para siempre. Hay momentos en la vida en los que no estoy donde quisiera estar. O me pierdo momentos de cielo con los míos, con aquellos a los que quiero. O son momentos en los que siento que no soy tan querido, tan amado, tan importante. Ese día de soledad en la vida de Tomás sufrió la angustia de sentirse solo. Era el único que no había estado. ¿Por qué creerlos a ellos? ¿Acaso no le amaba Jesús a él como para esperar el momento de venir cuando él estuviera presente? Cuesta entender cómo es el corazón humano. Está herido. Nazco herido y lloro al ver la luz y sentirme solo y lejos del útero materno, sin protección. Y toda mi vida va a ser una búsqueda del hogar perdido. Trataré de mil maneras de volver a ese útero que me hacía sentirme amado en todo momento. Y hasta que llegue al cielo no volveré a tener esa certeza, esa seguridad de ser amado. En ocasiones mendigaré amor, y pareceré un desesperado. En otros momentos no valoraré el amor recibido, querré otros amores que no llegan. A veces me compararé con los que son más amados que yo, por algunos, por todos. Y sentiré que soy un hijo abandonado, roto en medio de la soledad de la vida. Me faltará el abrazo que sentí un día en el seno de mi madre. Y buscaré de forma enfermiza abrazos que intenten cubrir el frío de mi soledad. Así es la búsqueda del corazón humano. Una lucha sin cuartel por sanar una herida que duele, que está fría y me lleva al llanto. Compararme me hace daño, pero lo hago. Miro a otros y deseo lo que tienen, aunque sé que si yo lo tuviera me seguiría faltando algo. Pero lucho, contra mí mismo, contra el mundo. Y pido pruebas imposibles de amor como hace Tomás. Si Jesús me quiere realmente que venga a dejarme tocar su herida. Nadie lo ha podido hacer, pero él lo pide. Lo exige, casi como una advertencia, como una amenaza. ¿Qué pasa si no viene Jesús? Nada, en realidad. Será uno más de los que se perdieron en esa Semana Santa. De los que dudaron y nunca encontraron la fuerza para volver a creer. Tomás podía haberse perdido por su dureza, por su obsesión, por su herida, por sus lágrimas. Le faltó humildad, es cierto, pero es muy difícil ser humilde cuando estoy herido. La herida me vuelve exigente, crítico, ácido, amargo. Hace que nada sea suficiente. ¡Qué bonito hubiera sido que Tomás dijera: Qué bien, qué alegría, está vivo! Hubiera sido bello ese acto humilde del único que no estuvo el día en el que Jesús entró en su casa y les dio su paz: «Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: - Paz a vosotros. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: - Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Entró y les dio la paz hasta en tres ocasiones. El corazón de los que estaban se llenó de alegría. Y cuando llegó Tomás se lo contaron todo con pasión. Estaban tan agradecidos a ese Dios que había resucitado a Jesús y les había dado unos días más de su presencia, de su amor, de su paz, de su alegría. Ya no tenían miedo. ¿Cómo podrían dudar a partir de ese momento? Ya no podrían dudar. Eran apóstoles enamorados. Darían testimonio de Él por todas partes. Pero Tomás no estuvo. ¿Cómo se puede contagiar la alegría al que no ha vivido lo mismo? Es difícil. Tomás no se sintió amado ese día. No fue mirado por jesús porque no estaba. No fue perdonado por Él por su miedo, por su huida. No se sintió especial al ver que Jesús no vino a decirle que lo amaba. La herida de desamor en su vida se abrió de golpe. Ahora entendía que quizás no era tan importante su papel. Y por eso lanzó esa amenaza. No sabía qué pasaría si lo que pedía no se cumplía. Pero al menos no cedió, no quiso ceder y esperó. Con rabia, con mucha pena. Con lágrimas vivió esos ocho días en soledad. Con miedo en el alma. Quizás nunca más lo vería. Nunca se sabría realmente amado. Ese dolor le acompañaría cada día. Muchos días. Esa soledad yo también la tengo cuando les pido a los demás que me muestren que me quieren. O cuando se lo pido a Dios.

Tomás vivió algo muy grande. Jesús es ese Dios misericordia que se adapta a mis deseos para decirme cuánto me ama. Así lo hizo con Tomás: «A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: - Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: - Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Contestó Tomás: - ¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: - ¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto». Jesús volvió sólo por amor a Tomás. ¿Tanto lo amaba? Me sorprende esa predilección. La misma que tuvo con esos dos discípulos que regresaban a Emaús. No quiso perderlos. Fue a buscarlos cuando regresaban tristes a Emaús. Se detuvo a su lado, caminó con ellos. Les habló con alegría del futuro. Les dio esperanza y partió el pan con ellos. Y así volvió a atraerlos a su corazón herido. Regresaron a casa. Siempre me impresiona. Me conmueve ese amor que no tiene medida y se lanza al camino a buscar al perdido. La oveja perdida que no sabe llegar a casa. Igual que Tomás quien estaba perdido. Su orgullo era muy fuerte. Y su herida de desamor muy profunda. No se sentía querido. Pero Jesús tuvo misericordia de este Tomás lleno de orgullo y exigencias. Aceptó su desafío, su juego imposible y a los ocho días volvió. Y no sólo le dijo que le amaba, que estaba ahí por él. Hizo mucho más, se dejó tocar por su mano. Tomás tuvo que aguardar ocho días lleno de angustia y soledad. Su orgullo herido. Esperó dudando. Seguro de la imposibilidad de lo pedido. No creía tanto en la misericordia. Pero ese día todo cambió para Tomás. Su mano se hundió en la herida abierta de Jesús y tocó el cielo. Tocó todo el dolor de Dios concentrado en esos clavos, en esa lanza que unas manos clavaron. Sufrió con Jesús su mismo dolor. Tuvo su mismo miedo y angustia. Y al mismo tiempo tocó todo su amor. Tocó el cielo a través de las nubes de las desesperanzas. Creyó de golpe en todo aquello de lo que antes dudaba. ¡Cuánto lo quería Jesús, cuánto lo amaba y él no había sabido verlo! Lágrimas de alegría y lágrimas de arrepentimiento. Lo siento, Jesús, dudé, le diría entre lágrimas. Había dudado porque era normal dudar. Igual que son humano el pecado y la debilidad. Tomás fue débil, fue hombre, fue niño herido. Como yo cada mañana cuando me levanto con dudas y pienso que Dios ya no me quiere tanto, porque no soy perfecto, porque peco y me alejo, porque no cuido lo importante. Porque descuido ese amor que puso un día en mi corazón para recordarme que soy suyo, que le pertenezco. Tomás no creyó tanto en ese amor imposible que no tiene límites. No creyó en esa humanidad rota que había tocado ya el cielo. Pensó que era imposible la resurrección. Tal vez él había soñado otro camino para Jesús, para él mismo y sus hermanos. Pero la losa del sepulcro había sellado todos los sueños y los había matado. Como si todo hubiera muerto con su muerte. Pero hoy Jesús le dice a Tomás que nunca tiene que dudar. Que serán felices los que crean sin haber visto. Que el que ve ya no necesita creer porque está tocando la realidad. No dudo en la mesa que toco. No dejo de creer en el abrazo que recibo. Dudo cuando no veo, cuando no toco, cuando no huelo. Y entonces sólo tengo la fe en el alma como una muralla protectora, como un pilar sobre el que mi vida se cimenta. Una fe honda basada en una esperanza que Jesús ha sembrado en mi corazón. Si creo, ocurrirán cosas maravillosas en mi vida. Si creo en el poder imposible de Dios, veré el cielo en la tierra. Si creo en su misericordia, podré regalar una misericordia que no es la mía. Si creo en su presencia oculta entre los hombres, lo acabaré viendo cada vez que toque el amor humano. Detrás de cada rostro. En muchas de las palabras que escucho, que me dicen. Si Tomás hubiera creído en sus hermanos hubiera sido diferente su camino. Pero él dudó, y su duda nos valió a todos este evangelio que me ayuda a entender cómo es el amor misericordioso de Dios. Ese amor que se abaja a la altura de mis ojos y cumple mis más torpes exigencias. Respeta mis deseos, se agacha a levantarme cada vez que he caído. Tomás no se merecía que Jesús regresara por él. No se merecía el amor porque lo exigía, lo demandaba gritando, lo lanzaba como una piedra contra sus hermanos. Tomás no se merecía el perdón. Jesús no vuelve porque Tomás se lo merezca. Es todo lo contrario. Por eso me conmueve tanto esta escena. Y pienso que mientras no la comprenda seguiré juntando méritos para Dios. seguiré haciendo las cosas bien, o al menos intentándolo, para agradar a Dios, no simplemente por el gusto de amar y hacerlo todo bien. Esperaré un abrazo como pago por la obra realizada. Esperaré una sonrisa cada vez que me exija y logre muchas cosas en mi vida. Sentiré que si no hago las cosas perfectas Jesús no se dignará mirarme a los ojos, no me amará, no saldrá a buscarme en medio de mis pasos perdidos. Mientras no crea en la misericordia no tendré paz en el corazón. Pero cuando logre que ese amor imposible me toque y limpie mi mirada, será todo mejor, más limpio, más puro, más claro. Entonces comprenderé que la vida consiste en amar, no en juntar méritos. Sabré que cuando peque y me aleje, sé que ocurrirá, Él 

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