Homilía del padre Carlos Padilla - 27 de marzo de 2022

Domingo 27 de marzo de 2022 | Carlos Padilla

IV Domingo Cuaresma. Laetare

Josué 5,9a.10-12; 2 Corintios 5,17-21; Lucas 15, 1-3.11-32

«Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido»

27 marzo 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Quisiera tener un corazón de niño para disfrutar la vida en presente, lo que encuentro, lo que recibo. La capacidad para sonreír cuando nada sale como deseo. Y así contagiar esperanza»

Siempre puedo decidir qué hacer ante la vida. Puedo dejar pasar lo que me rodea sin darle importancia. Puedo esquivar el esfuerzo que conlleva detenerme a pensar en lo que está pasando ante mis ojos. Lo que pienso, lo que está en mi imaginación, presiona con fuerza para hacerse vida. Los pensamientos son creativos, mis ideas. La idea que tengo de la vida empuja para hacerse visible. Mi pensamiento construye. Imagino una casa que un día se levanta delante de mí. Puedo pensar o no pensar. Puedo invertir tiempo mirando en mi corazón o dejar que la vida siga su curso sin esforzarme en cambiar las cosas que pasan. Ante un problema puedo hacerle frente o evitarlo. Puedo dejárselo a otro para que lo resuelva. Puedo esconderme para no asumir la responsabilidad de mis actos. Puedo crear una historia y ver cómo se concreta. Puedo inventar un personaje y ver que se parece a mí o soy yo mismo. Puedo tratar de resolver la vida en la encrucijada en la que me encuentro o no hacerlo. Está en mis manos. Tengo poder para pensar o no pensar. A veces es más fácil seguir caminando sin darle muchas vueltas a los problemas de esta vida. Hay personas resolutivas que actúan sin pensar demasiado. Quieren solucionar los problemas y no dejarlos en visto. Hay otros que se asustan ante las contrariedades del camino y no quieren enfrentar sus propios sentimientos, sus pensamientos. Las emociones que tantas veces me conmueven no surgen de la nada, van precedidas por la interpretación que hago en mi mente de las cosas que me van pasando. Los actos, los hechos aparentemente objetivos, están asociados con sentimientos. Una misma realidad puede despertar en otros sentimientos opuestos. Depende de cómo son interpretados y de las expectativas del que lo observa. Soy creador de mi propia realidad. Si no pienso la realidad surgirá desde la neblina de mi mente. Cuando pienso y decido lo que quiero que sea mi vida acabaré creando un mundo mejor. Si no lo pienso, iré a la deriva. No sabré lo que quiero de mí. Responderé a las expectativas del mundo. Creeré que es Dios que no me da lo que deseo. ¡Cuántas estupideces he podido hacer en mi vida por no pensar demasiado! No pienso en lo que quiero y acabo haciendo aquello que no me conviene, no me hace bien o mata mi alma. Los malos hábitos que adquiero, las conversaciones que nunca tengo y mi pasividad va dejando morir una relación, las omisiones que suceden por no hacer nada. No planifico, no deseo, no expreso lo que quiero, no miro hacia delante haciendo que mi horizonte sea ancho. Simplemente me dejo vivir. Dejo que la vida me lleve donde quiera. No enfrento los problemas tratando de encontrar una solución. Dejo muchos mensajes sin contestar porque no me da la vida. No logro responder a todas las expectativas. Dejo de cuidar lo importante porque lo urgente acaba teniendo más fuerza. Siento que soy vivido en lugar de tomar las riendas de mi vida. Mi pensamiento, lo que deseo para mí, la expresión de mis sueños más secretos y verdaderos es fundamental. Tengo que usar ese don que Dios me ha dado. Me ha dado una capacidad única para entender e interpretar lo que Dios quiere para mí. Decía Marcos Abollado: «Dicen que tal como haces una cosa lo haces todo. No hay reglas, no hay nada correcto. Piensa en lo que tú quieres en lo profundo de tu ser. Puedes ser tú mismo. Suelta las expectativas de los demás». Quiero pensar, profundizar en mi alma, descubrir lo que hay dentro de mí. Puedo ser más de lo que ahora soy. Puedo ser más libre, más creativo, más original. No tengo que responder a todas las expectativas que el mundo tiene. No tengo que responder a todas las llamadas y peticiones. No estoy obligado. Si no lo hago no estoy pecando. Tengo que ver lo que de verdad quiere Dios de mí. No todo lo que me piden viene de Dios. Quiero interpretar esas voces en un ejercicio de discernimiento que me sana por dentro. Soy libre para decidir. Lo que Dios quiere es que sea pleno, feliz y logre que los demás también lo sea. Corriendo de un lado a otros no voy a llegar a sanar a todos los enfermos, a solucionar todos los problemas y cubrir todas las necesidades. Pensar en mi camino, en lo que quiero, en lo que Dios quiere, me hace ser más consciente de la vida que estoy viviendo. Este tiempo de cuaresma es una oportunidad para detenerme y pensar. Mirar hacia dentro y entregarle a Dios lo que me inquieta, lo que sueño, lo que deseo. Y sentir su abrazo y confianza. Las creencias que elijo determinan mis pensamientos y mis actos.

Conozco a muchas personas alegres, de risa fácil, de broma en la punta de la lengua. Me río con ellas, porque hacen que la vida sea más bonita, más sencilla y tenga más luz. Me alegran los que ríen a carcajadas, de la vida, de sí mismos. Los que no se toman demasiado en serio. Los que hacen humor en los momentos más complicados. Me gustan los chistes fáciles, las bromas inocentes. Quisiera aprender a reírme siempre de mí mismos antes que de otros. Reírme al ver mis torpezas, reconocerme en mis carencias, comprobar que mis caídas pueden ser motivo de risa para mi alma. No me tomo muy en serio, no merece la pena. No me entristezco cuando se ríen de mí, cuando sonríen al ver mis debilidades. No tendría que enojarme cuando soy ocasión de risa para otros. Mis defectos distorsionados pueden hacer reír. Y la risa es muy sana. Calma el dolor, elimina la pena. Me gusta la alegría de este domingo que me hace alabar a Dios por todos los milagros que obra en mi vida: «Gustad y ved qué bueno es el Señor Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloria en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren. Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre. Yo consulté al Señor, y me respondió, me libró de todas mis ansias.  Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. El afligido invocó al Señor, él lo escucha y lo salvó de sus angustias». Con mucha frecuencia compruebo que la alegría que necesito es la que hoy he meditado en el salmo. Alabar a Dios por las obras grandes que realiza en mi corazón. Alegrarme por la bondad de Dios en mi historia, al comprobar que me salva, me quiere, me acompaña. Es la luz que me da saberme amado. La mayor alegría que disfruto en esta vida es cuando acaricio el amor humano en aquellos que me quieren por lo que soy, no tanto por lo que hago, por lo que logro, por mis éxitos o mis hazañas. La alegría que da el amor incondicional no me lo da nada en esta vida. Ese abrazo cuando menos me lo merezco es la mayor alegría en mi vida. El abrazo consolador cuando sé que he hecho las cosas mal y tomado decisiones equivocadas. Es la alegría del Padre que acoge al hijo pródigo cuando regresa a casa: «Era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado». La alegría del padre es contagiosa. El hijo se alegra al ver la sonrisa de bienvenida. Ya no tiene miedo. Ya no espera un castigo. La gratuidad alegra el corazón mucho más que el premio por el trabajo bien hecho. Es la alegría de una sonrisa que no merezco. Me gusta ese abrazo. Y así quisiera dar yo alegría. Más allá de los chistes y bromas que alegran por un momento el alma valoro esa alegría que permanece después de un abrazo, de un encuentro, de una revelación. La alegría serena del que sabe que su vida descansa en el corazón de Dios y en el amor incondicional que recibe en sus límites de los que lo aman. Decía el Papa Francisco: «Cuando la búsqueda del placer es obsesiva, nos encierra en una sola cosa y nos incapacita para encontrar otro tipo de satisfacciones. La alegría, en cambio, amplía la capacidad de gozar y nos permite encontrar gusto en realidades variadas, aun en las etapas de la vida donde el placer se apaga»[1]. Satisfacer mis necesidades sólo me alegra momentáneamente. Las cosas del mundo me dejan insatisfecho muy pronto. Las cosas de Dios dejan una paz en el alma que dura por siempre. Me gusta esa mirada sobre la vida. No busco satisfacer las necesidades que tengo. Sólo quiero tener la alegría para sonreír en medio de las dificultades, de las cruces. Una sonrisa profunda porque el corazón descansa en Dios, está anclado en lo más alto, en lo más profundo del cielo. Me gustaría dar esa alegría a los que están a mi lado. Que se alejen de mí con el corazón más contento. En este domingo estoy alegre cuando la cruz de Jesús se acerca, su pasión y su muerte. Pero sé que detrás de cada tormenta vuelve a salir el sol. Detrás de cada pérdida sale mi Padre a abrazarme en mitad del camino. Detrás de cada oscuridad brota una luz para iluminar mis pasos. Quisiera no perder nunca la alegría del corazón. Eliminar, apartar de mí esos miedos que me llenan de tristeza, alejar de mi alma esas obsesiones que fácilmente me entristecen cuando no logro el objetivo que pretendo. Quisiera tener un corazón de niño para disfrutar la vida en presente, todo lo que encuentro, todo lo que recibo. Incluso la capacidad para sonreír cuando nada parece salir como deseo. Y entonces contagiar esperanza. No quitarle nada al dolor que sufro. Pero saber que la alegría no depende de tanas cosas que escapan a mi control. No puedo controlarlo todo. Sólo puedo confiar y sonreír. Dios ya ha logrado la victoria. Y yo vivo cada día como un regalo.

Me duele la envidia. En ocasiones deseo lo que otros tienen, envidio lo bien que les resulta su vida. Quiero lo que no he logrado y veo en otras personas. Me comparo. ¿Por qué miro tanto a los demás? Me enferma mirar la vida de otros deseándola para mí. Me asusta compararme en el físico, en la inteligencia, en los logros en el trabajo, en el éxito en los amores. Me hace daño querer lo que otros poseen. Esa manía del corazón que no está en paz si no se compara con los demás. Quiero vencer, quedar por encima, tener más éxito, lograr más cosas. Quiero que mi nombre se recuerde más que otros nombres. Así es esa envidia que enferma el alma. Deseo lo que no tengo. Hoy el hijo mayor siente envidia. Lo tiene todo pero envidia la alegría de una fiesta de la que no es parte porque no quiere: «Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Este le contestó: - Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud. El se indignó y no quería entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Entonces él respondió a su padre: - Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado». Me gusta el hijo mayor. Es sincero. No se alegra haciendo teatro para que crean que está feliz. Vio partir un día a su hermano pequeño. Pensaría que era un error, quizás, que estaba pecando, que era un egoísta. O tal vez sintió envidia en el corazón. O se alegró con su partida. Tal vez él hubiera querido volar, ser libre, no depender de la mirada de su padre, vivir en países lejanos, disfrutar la vida. No estaba tan feliz en casa. No era dichoso. El padre le recuerda lo importante: «El padre le dijo: - Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo». El hijo mayor cumplía las normas, hacía todo lo que se esperaba de él, estaba a la altura de las expectativas. Cumplía porque era su obligación y no se planteó dejarlo todo. No quiso irse, o puede que tuviera miedo. Lo cierto es que se quedó en casa con su padre. Disfrutó de esa seguridad, de la compañía de un padre bueno. Pero ahora, al ver regresar a su hermano y ver la fiesta y alegría de su padre, se enfurece. No comprende la injusticia. Él se merecía una fiesta por haberse quedado. No ese hijo que lo perdió todo con mujeres. Es un traidor de la familia. Un vago, un pecador. Ese no merece una fiesta sino un castigo. Brota la envidia. Él nunca había tenido una fiesta y era el que cumplía y se portaba bien. Era algo injusto. Lo más triste es que el hijo mayor no es feliz en casa. Tal vez nunca fue feliz. Se quedó en casa por miedo, o por costumbre. No quiso arriesgarse a nada. Prefirió la comodidad del hogar y la paz de la casa. No se fue, no pecó, cumplió. ¿Acaso no tiene razón al enfadarse? Me gusta el hijo mayor que me hace ver dónde me encuentro yo. Quizás me quedé en casa, en las normas de la Iglesia, cumpliendo siempre, estando a la altura de lo que esperaban de mí. No decepcioné a nadie. Me porté siempre bien y fui compasivo. Amé a los que llegaban a la casa y sentí que era el hijo obediente. Y entonces brota la envidia al ver al amor de Dios hacia el que vuelve arrepentido, al ver la misericordia de Dios que perdona al pecador sin importarle la hora en la que vuelva a la Iglesia. Siento que cumplo pero no me alegra cumplir. Lo hago para no fallarme a mí mismo. No aguantaría no estar a la altura. No llevaría bien que alguien pudiera pensar mal de mí. Es el orgullo lo que me mueve, no el amor. El orgullo de no pecar, no fallar, no caer. Y miro en menos a los que caen, pecan y se alejan. Y no quiero que los perdonen sin más, sin pedirles el pago por el mal causado. ¿Qué mérito tiene pecar para luego ser perdonado sin pagar penitencia? A todas luces es injusto. Tengo a un hijo mayor clavado en las entrañas. Miro a los demás buscando que me agradezcan por lo que hago, por las veces en las que obedezco y le digo que sí a Dios. Aprieto los dientes y sigo adelante. Me porto bien y doy una imagen santa. Pero por dentro me devora la envidia. Esos que no hacen nada. Esos que no cumplen como yo. ¡Cuánta lástima tengo por ese hijo mayor que se me ha metido en el alma sin yo quererlo! Me he quedado en la Iglesia y he querido irme muchas veces. Pero no era capaz de defraudar a los que me miraban. Era por mi orgullo, no por ellos. Siento que la envidia que tengo dentro me enferma. Deseo retener el poder y que no venga un hijo pródigo saliendo de la nada, de su pecado a usurpar mi puesto. El puesto de hijo amado, hijo único querido. El que se quedó, el que cumplió. Me hace bien pecar y fallar para darme cuenta de mi orgullo y sentir que sólo la misericordia me salva, es lo que salva a todos. El abrazo inmerecido. La fiesta que no es el pago por mi buen comportamiento. La alegría de Dios al verme caer y levantarme y volver hasta Él pidiendo perdón, porque no merezco la gracia, ni la reconciliación. Todo es un don de ese Dios que es como el padre de esta parábola. Sin duda parece injusto, pero es sanador. Mirar la vida como el hijo mayor me hace daño. La envidia me duele. Compararme me enferma. Dejo de hacerlo y me alegro al ver el perdón del que vuelve. Me alegro y sonrío. Hago fiesta por el que regresa. Dejo a un lado mi orgullo y mi vanidad. Y asumo que si no estoy feliz en casa cumpliendo tengo que mirar el corazón y preguntarme qué es lo que me causa tristeza. 

Siempre que evoco una palabra oigo los ecos de lo vivido. Y esa palabra se tiñe de belleza o de fealdad sólo porque para mí, cuando conocí esa palabra en toda su hondura, fue acompañada de experiencias bonitas o duras. Y entonces al evocarla brotan de nuevo sentimientos, positivos o negativos, todo depende. Hoy pronuncio con mis labios, en silencio con el alma, la palabra padre, o papá. Lo hago al pensar en el padre de Jesús, S. José. O al pensar en ese padre de la parábola que salía todas las mañanas a esperar el regreso de su hijo: «Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos». El padre estaba en el exterior de la casa y vio acercarse al hijo. Lo estaba esperando. Llevaba años esperándolo. Tal vez cada mañana, cada tarde. Corrió a su encuentro, se echó a su cuello y lo besó con amor de padre. Un padre así deja huella en el alma. Deja un olor a bienvenida, a fiesta, a alegría: «Pero el padre dijo a sus criados: - Sacad en seguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado. Y empezaron a celebrar el banquete». El padre hace una fiesta para celebrar el regreso del pecador, del malgastador de fortunas, de esa vida perdida que no tenía nada que festejar. Pero el padre mira el corazón de su hijo y se conmueve porque ha vuelto a su lado. No le importan sus motivos, ni el hambre, ni su pena. Sólo se alegra porque está de regreso. Un padre así sana cualquier herida. Un padre lleno de ternura que se conmueve al ver de nuevo a su hijo descansar en sus brazos. Lo había perdido durante años. Pero nunca perdió la esperanza de su regreso. ¡Cuántas mañanas pasaría mirando el camino vacío, esperando ver la silueta de su hijo regresando a casa! ¡Cuántas noches dormiría con dolor por la ausencia de ese hijo que era la causa de su alegría! Un padre que había perdido a su hijo sin culpa. O quizás sí fue duro cuando este era pequeño. No lo sé, no me importa. El hijo quiso probar suerte y dejó la seguridad de su casa. Y el padre se quedó sin hijo. Y cuando regresa el padre no castiga, no reprende, no echa nada en cara. No exige que le pidan perdón. Sólo abraza conmovido. Hace una fiesta para celebrar su regreso. Las palabras despiertan ecos en mi alma. Depende de mis vivencias, de los abrazos o los rechazos, de las risas o las lágrimas. Todo depende de cómo entraron en mi memoria, cargadas de resentimientos o llenas de luz y de vida. Pienso en la palabra padre que brota de nuevo dentro de mí al mirar esta escena. Al pensar en S. José que asumió una paternidad que no era suya, sólo prestada y puesta sobre sus hombros con un peso infinito, imposible de asumir sin ayuda. Padre de Dios en la tierra. Padre y esposo de la Virgen, la mujer más bella de la tierra, la más pura. Y todo ello sin estar preparado. ¿Quién me enseña a ser padre y a cuidar una vida que no se deja cuidar, porque es imposible y el alma duele muy dentro? Quiero ser padre en un mundo que juzga a los padres con dureza. Padre sin ser yo un abusador, sin ser un juez intransigente, sin ser un hombre sin ternura. Padre con abrazos, con risas y fiestas. Me gustaría ser buen padre. No me siento mejor que otros padres. Y al pensar en ello pienso en mi padre. Pienso en su ternura y en su impotencia. Pienso en tantos padres frágiles que saben pedir perdón y reconocen sus errores. Padres que abrazan para recomponer el alma rota del hijo arrodillado. Padres que suplican misericordia y comienzan cada día de nuevo desde la propia ignorancia a levantar el deseo de dar la vida. Porque no sabe más el que más ha vivido sino el que se ha dejado interpelar por los años vividos, por las experiencias sufridas y ha visto en la fragilidad el camino para mirar a Dios suplicando misericordia. Ser padre que no lo sabe todo y aprende de sus hijos. Un padre fiel, noble, estable y sólido. Padre que no cambia de opinión dependiendo de cómo y por dónde sopla el viento. Padre humilde que necesita aprender de la vida para caminar cada día y aprender de sus hijos. Padre que sostiene la mano de su hijo con amor, con delicadeza. Padre firme atado a su esposa, como S. José, siempre fiel a María, siempre hombre bueno, siempre hijo. Padre que es hijo y nunca deja de buscar en su padre la manera de hacerlo todo mejor, desde el principio, aún volviendo a comenzar desde cero. Padre que no se aleja de los problemas sino que los enfrenta con valentía. Padre que no tiene miedo a decir las cosas, las verdades aunque duelan. Padre que sabe reír con sus hijos y disfrutar la vida en presente, en momentos de encuentro en los que la vida se hace más hermosa. Padre que hace fiesta con el hijo que vuelve arrepentido a casa. Y se alegra en un abrazo sin fin que es la antesala del cielo. Padre que no pierde nunca la esperanza de salvar la vida de los que le han sido confiados. Padre que es niño dócil, abierto al amor de Dios en su alma fiel, llena de vida.

Me gusta detenerme en esta parábola y contemplar al hijo pequeño. Siempre lo veo como ese hombre inmaduro que quiso probar fortuna y malgastó su herencia. Tomó decisiones y se equivocó en sus elecciones: «El menor de ellos dijo a su padre: - Padre, dame la parte que me toca de la fortuna. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada». Era un hijo valiente que optó y eligió un camino. Podría haberse quedado en casa con su hermano, tranquilo. En casa lo tenía todo. No le exigía ningún esfuerzo la vida. Pero él decide irse. No explica Jesús los motivos. No me habla de tensiones familiares, de penas ni tristezas. No me muestra a un padre duro y exigente. No se va porque se haya peleado con su hermano. No me habla de la madre que parece ausente. Sólo me dice que se va, no tengo que saber más. El hijo quería probar fortuna y se pone en camino. Me conmueve ese deseo tan verdadero y auténtico. Nada lo retiene. No quiere obedecer más a ese padre poderoso. Y en su camino lo gasta todo, lo malgasta. Lo pierde sin hacer nada de provecho. En la vida puedo tomar decisiones equivocadas que me alejan de mi camino. Opto por lo que no me hace bien, por lo que no me construye, por lo que no me hace mejor persona. El hijo menor es un buen ejemplo de ello. ¿Cuántas decisiones malas he tomado en mi vida? Seguro que tengo varias en mi haber. Seguro que sufrí las consecuencias de mis actos y me volví hijo perdido. Decidí algo y elegí lo que no me beneficiaba. Pensé que era bueno para mí o simplemente me dejé llevar por mis instintos, por mi hambre de éxitos, por mi sensualidad o por mi egoísmo y pereza. Fueron decisiones que me destruyeron, me encadenaron, me pesaron. Y en esos momentos, lejos de mi verdadero camino, sentí que podía regresar el punto cero y esperar que hubiera una segunda oportunidad para mi vida. Sabía que nada podría ser igual, como al comienzo. Pero al menos podría dejar de pasar hambre. Miro mi corazón y veo que tengo mucho de ese hijo menor audaz y difícil. Ese hijo que se aburre cumpliendo rutinas y quiere probar algo diferente. Y luego, en medio de mi fracaso, reflexiono. Entre las posibilidades sé que puedo elegir volver a casa o quedarme pasando hambre. El hijo de la parábola decide regresar sólo porque tiene hambre: «Recapacitando entonces, se dijo: - Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros. Se levantó y vino a donde estaba su padre; Su hijo le dijo: - Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo». Piensa que ya no merece ser hijo de ese padre bueno que le había dado todo. Ya no merece el perdón ni la misericordia. Pero sí puede ser un esclavo, un siervo. Cree en un padre parecido a ese Dios en el que yo mismo creo. Porque ¿acaso no pienso lo mismo del hijo pródigo al verlo regresar sólo porque tiene hambre? No lo miro con misericordia. Juzgo su actitud, su fracaso, su egoísmo. Ahora sí quiere volver a casa. Puede que incluso no quiera quedarse pero tiene necesidad, por eso vuelve. Soy como ese juez duro e implacable en el que el hijo cree. Yo mismo también tengo hambre cuando me alejo del bien, cuando dejo de llevar una vida sana y ordenada en Dios. Sufro la soledad cuando no quiero estar al lado del bien y me vuelvo egoísta y autorreferente. Veo que mi pecado no ofende a Dios mi Padre. A Él no le duele que falle y elija mal. Es a mí a quien le duele el error, por mi orgullo, por mi vanidad. Lo que de verdad le apena a Dios no es mi pecado, sino mi actitud cuando me escondo huyendo de su amor y de su perdón. Le duele más que no crea en su misericordia y lo vea como un juez implacable. Le duele verme perdido y sin rumbo. Y al mismo tiempo le duele mi orgullo cuando no caigo y me siento seguro como el hijo mayor. A Dios lo que le rompe y hace que se sienta impotente ante mí en su misericordia es mi miseria reconocida. Cuando logro reconocer mi debilidad, mi pecado y le pido perdón de rodillas. Es lo que hoy hace el hijo menor. Se da cuenta de que sólo hay un camino para seguir viviendo, volver a casa. Un camino de felicidad y ese consiste en regresar al padre. Elige la rutina de la que huyó sin comprender cómo es su padre. Lo desconoce por eso no lo ama. Este es el mismo camino que tengo que recorrer yo. Hacerlo así es un acto muy valiente. Conozco a muchos que se alejan de Dios porque creen que Dios no los va a perdonar nunca y siempre va a condenar su pecado. Conozco a los que no sienten que puedan volver a comenzar porque ellos mismos no se perdonan. Lo que me mata son mi propia condena, mi orgullo y mi vanidad. El hijo menor se ha condenado a sí mismo. No se siente digno de la misericordia y está dispuesto a seguir siendo un esclavo en la casa del padre. Es muy absurdo pero se siente indigno. Nunca soy digno, nunca lo seré. Incluso cuando piense que lo hago todo bien y que soy digno. En esos momentos mi orgullo me estará matando y quitando la alegría. Mi orgullo me llena de vanidad y me lleva a perderme.

En la vida puedo pensar que no merezco la misericordia. Y es totalmente cierto, la compasión no se merece. Es un don, un regalo, una gracia. El perdón de mis errores y pecados nunca es merecido. No puedo hacer nada para que alguien me perdone cuando le he fallado siendo infiel. No puedo lograr que me perdonen haciendo méritos. Porque el perdón es un don que Dios me regala y que alguien me brinda por misericordia. Yo lo olvido y quiero hacer muchos méritos para merecer el cielo, para empujar esa puerta estrecha. Me equivoco porque ese cielo que Dios me promete es el don de vivir en su casa siempre. El cielo en la tierra es lo que el hijo mayor no había comprendido y lo tenía cada día ante sus ojos. Este hijo vive en su casa con su padre y no es feliz, se siente fuera de lugar. A menudo veo a personas en la Iglesia que no son felices haciendo lo que hacen, cumpliendo lo que Dios les pide. Sienten que se limitan en sus posibilidades y no puede hacer todo lo que le gustaría. Les duele el peso de las normas y no las viven como un camino de felicidad. no son libres en sus elecciones, quizás se quedaron ahí porque les faltó el valor del hijo menor. No se quedaron por amor, sino por comodidad. Y así viven constreñidos, sufriendo, sin disfrutar al Dios que se pasea cada día por el jardín de su alma. Estar en la Iglesia es una gracia, es un don inmenso, no es una obligación. Cuando dejo de vivirlo todo como obligatorio, me libero. Quiero aprovechar la tierra como un reflejo del cielo que deseo. No me sacrifico para merecer el cielo. Vivo como si ya estuviera allí y hago que los demás a mi lado se sientan más cerca del cielo. Por eso quiero aprender a disfrutar con mi padre y de esa Iglesia en la que Él me acompaña y cuida. Cuando vivo así en casa me es muy fácil alegrarme cuando otros vuelven a casa después de haber fallado y haberse alejado. Porque sé que la alegría en el cielo es mucho mayor al ver el regreso de un pecador que se convierte que al ver a muchos justos disfrutando de Dios. Es así por lo que Jesús, Dios paseando por la tierra entre los hombres, se detiene y come con los pecadores. Porque son los que necesitan su abrazo, su amor, su mirada. Necesitan que Él sane sus heridas: «En aquel tiempo, solían acercaron a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: - Ese acoge a los pecadores y come con ellos». Pero no todos juzgan bien su actitud. Los fariseos, que son como ese hijo mayor insatisfecho, lo juzgan por ir con los pecadores. No entienden la misericordia y sólo aceptan la conversión, el cambio, la aceptación de la norma, su cumplimiento fiel. No creen que sea bueno compartir la vida con los impuros, con los infieles, con los injustos, con esos pecadores que parece que no quieren cambiar de vida. Ven en la actitud de Jesús un acto irresponsable. Piensan que Jesús sólo abraza a los pecadores sin querer cambiarlos. Y ellos sólo se acercan al hermano para cambiarlo. No entienden que el verdadero camino para hacer que el pecador regrese a casa es compartir la vida con él y mirarlo con compasión, con paz. Sólo así podrán volver a casa los que están perdidos. Es así cómo comprendo que mi actitud en la vida tiene que ser la del padre que acoge y perdona con misericordia. El Papa Francisco en Amoris Laetitia lo dice claramente. Necesito amar como Dios me ama: «Un amor misericordioso, que siempre se inclina a comprender, a perdonar, a acompañar, a esperar, y sobre todo a integrar. Vale la pena recordar la enseñanza de san Juan Pablo II, quien afirmaba que la previsibilidad de una nueva caída no prejuzga la autenticidad del propósito». El hijo pequeño es perdonado y vuelve a casa. Nadie le asegura a su padre que no volverá a irse pasado un tiempo, recobradas las fuerzas. Pero no puede hacer nada porque la clave de la vida, de la misma Iglesia y del cielo es el respeto a la libertad de cada uno, a sus elecciones ya sean buenas o malas. Y la actitud es la del padre que seguirá esperando a la puerta buscando con la mirada al hijo que un día huyó de casa. La actitud que me pide Dios no es la del hijo envidioso que sólo juzga y condena sin amor. No me pide que vaya diciendo por el mundo lo que está bien o mal, lo que es correcto o incorrecto. No soy yo el autor de la vida ni el que decide quién merece el perdón o quién la condena. Hoy se me pide una misericordia infinita, imposible. Ojalá tuviera un corazón así. Se lo pido a Dios.

 



[1] Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia

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