Homilía del padre Carlos Padilla - 28 de abril

Domingo 28 de abril de 2024 | P. Carlos Padilla Esteban

V Domingo de Pascua

Hechos de los Apóstoles 9, 26-31; 1 Juan 3, 18-24; Juan 15, 1-8

«Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada»

28 abril 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«He comprobado que el amor de Dios es más que todo lo que pueda amar torpemente. Y así he sonreído, sabiendo que sólo a su lado mi vida es plena. Sólo por Él merece todo la pena»

Me gusta mirar a Jesús que me envía en la barca a la otra orilla: «Después de esto, Jesús hizo que sus discípulos subieran a la barca, para que cruzaran el lago antes que él y llegaran al otro lado mientras él despedía a la gente. Cuando la hubo despedido, Jesús subió a un cerro, para orar a solas. Al llegar la noche, estaba allí él solo, mientras la barca ya iba bastante lejos de tierra firme. Las olas azotaban la barca, porque tenían el viento en contra». Pienso que así hizo Jesús en mi vida. Me envió delante de Él en mi barca a recorrer una larga distancia, después iría Él conmigo. Me dijo que me necesitaba, que quería estar a mi lado y yo me lancé al mar tratando de llegar a la otra orilla yo solo. Hizo que me subiera en mi barca y luego desde lejos me miraba alejarme. La barca estaba lejos y las olas la azotaban. En mi vida he sentido muchas veces el azote del viento, de las olas, y he tenido miedo. Miedo de zozobrar, de hundirme. Miedo de fracasar y ser juzgado. He llegado a pensar que me hundía. No sabía quizás que Jesús me miraba, yo no lo veía a Él. Parecía tranquilo y yo no estaba tan tranquilo. Me gusta esta imagen de Jesús mirándome mientras yo me alejo. Estaba tranquilo yo sólo en mi barca. Quizás incluso no me preocupaba demasiado. Iba con otros, la barca resistía y yo sentía que podía, era todopoderoso. En muchos momentos de todos estos años, más todavía cuando la juventud me acompañaba, me he sentido capaz, sano, firme, fuerte, como si Dios me hubiera dotado de poderes especiales. Incluso he pensado que era mejor, o más válido, o más capaz al entrar en esas comparaciones absurdas que tanto daño hacen. He creído que podría yo solo remar hasta la otra orilla y llegar a tierra sano y salvo, sin hundirme. Es verdad que las olas eran fuertes y el mismo viento parecía llevarme donde quería. Aunque yo sentía que era mío el poder y mía la decisión de seguir uno u otro rumbo. Como si Él, que me había invitado a subir a la barca, no tuviera poder ninguno sobre mi vida. ¡Cuánta vanidad en mi alma! Como si por ser yo el que tomaba el timón de la barca ya tuviera claro el rumbo y el desenlace de mis batallas. He querido escucharlo todos los días. A veces el viento soplaba muy fuerte. Me asustaba la tormenta que arreciaba. Seguía agarrado al timón queriendo reconducir el rumbo cada vez que la corriente me arrastraba. En la vida me pasa todavía que quiero yo ser el dueño de mi destino. Como si mi futuro lo controlara. Ingenua pretensión del hombre que busca llegar a orillas conocidas y seguras, dejando atrás las aguas profundas que llenan el alma de miedos. La vocación es una aventura. Un día Dios irrumpió en mi vida súbitamente. Arremetió contra las barreras que había construido para impedir su paso. Para no escuchar su voz ni notar su abrazo en mi espalda. Pero Él insistió con una constancia eterna, con una fuerza divina. Siguió el paso de mi barca con su mirada y me dijo al oído, muy dentro de mi pecho, que me quería. Y entonces supe sin escuchar palabras que era a mí a quien buscaba. ¿Para qué? Pregunté torpemente. ¿Para qué me quería? Y fue diciéndome cosas sin sentido que no entendía. Sólo algo me quedó claro en esos años cuando todo eran neblina y tormentas violentas. Entendí vagamente que quería que subiera a una barca distinta a la que hasta ahora tenía. Una barca más solitaria, parecía una locura. Dejar lo que parecía claro para adentrarme en lo que se mostraba esquivo a mi mirada. Era como si su sola palabra bastara para romperme por dentro y dejarme a la deriva. ¿Sería capaz de seguir sus pasos, sus rumbos, sus olas y sus vientos? ¿No me rompería y dejaría de ser útil para nada? ¿Qué podría aportarle yo a este mundo y a Él? ¿Para qué le serviría? Pensé que no eran mis dones para hablar o escribir lo que Él necesitaba. Eso no me definía. No eran mis capacidades, sino algo más hondo y oculto que nadie veía, ni yo mismo reconocía. Y sentí miedo. Dejé de verme tan seguro, tan valiente, tan poderoso en lo alto de una barca de madera. Dejé de pensar que yo podría dominar los vientos y apagar las tormentas. Y sentí que sin Él nada tendría sentido. Dejé de organizar mi agenda, vana ilusión del hombre que siente que tiene muchos días por delante, nada está escrito. Y tuve miedo, me seguí alejando en esa barca. Eran fuertes los vientos y las olas. Sentí el olor del vacío.

Los discípulos vieron a Jesús caminando sobre el agua: «A la madrugada, Jesús fue hacia ellos caminando sobre el agua. Cuando los discípulos lo vieron andar sobre el agua, se asustaron, y gritaron llenos de miedo: - ¡Es un fantasma! Pero Jesús les habló, diciéndoles: - ¡Calma! ¡Soy yo, no tengan miedo! Entonces Pedro le respondió: - Señor, si eres tú, ordena que yo vaya hasta ti sobre el agua. - Ven —dijo Jesús». Lo vieron y dudaron. No creían que fuera Jesús en cuerpo y espíritu. Parecía un fantasma. Les habló, les pidió que no tuvieran miedo, les pidió calma. Ellos estaban temerosos. Y no sabían qué hacer. La tormenta, el viento, las olas. Y ese Jesús que venía hacia ellos. ¿No hubiera bastado con que le rogaran que calmara el mar? Eso hubiera sido suficiente. Jesús lo hubiera hecho y la calma hubiera vuelto a sus vidas. A menudo le he pedido a Jesús que calme mis tormentas interiores, que calme mis miedos. Le he suplicado que se acabe el viento, y el dolor, y el sufrimiento. Le he pedido cambios que me den la felicidad. Me he sentido en esa barca muchas veces. A la deriva, sin poder controlar el miedo, sin poder calmar yo las olas. Hay tormentas que conozco muy bien. Llegan con la incertidumbre del futuro. No he sabido bien qué hacer. He dudado, me he enfrentado a mares revueltos. La vida da muchas vueltas y es todo complejo. No consigo llevar las riendas de mi barca. He querido tener poder y control. No he podido. Pedro pidió lo imposible. Quiso ser Jesús, caminar sobre las aguas como Él. Una petición imposible como esa condición que puso Tomás para creer. Pedro pide un milagro y Jesús le dice que vaya hacia Él. Y obedece: «Pedro entonces bajó de la barca y comenzó a caminar sobre el agua en dirección a Jesús. Pero al notar la fuerza del viento, tuvo miedo; y como comenzaba a hundirse, gritó: - ¡Sálvame, Señor! Al momento, Jesús lo tomó de la mano y le dijo: ¡Qué poca fe tienes! ¿Por qué dudaste?». Caminó hacia Él. No parecía tener miedo y conseguía mantenerse sobre el agua. Pero entonces dudó. Tuvo miedo porque el viento era fuerte. Y comenzó a hundirse. Dejó de mirar a Jesús a los ojos, dejó de confiar en su poder. Sintió que no iba a poder y al final no pudo. Había pedido lo imposible y así fue, no pudo seguir caminando hasta Él. Jesús lo sujetó con fuerza, lo alzó del agua y le preguntó algo evidente. Había dudado porque era hombre, porque no era Dios. Había dudado porque estaba creyendo que podía hacer milagros por sus capacidades personales. Él podía lograr lo imposible. Casi no necesitaba ni siquiera a Jesús. Era capaz de hacerlo solo. Hasta que sintió miedo. Hasta que sintió el viento en la piel y le entraron dudas. En mi vida le he pedido a Jesús a veces esos milagros innecesarios. He querido caminar sobre las aguas. He deseado hacer posible lo imposible. He buscado algo que sólo Dios me podía dar. He pedido la gloria, la vida, la paz. Y todo eso era un don de Dios inmerecido. No se me daría de forma mágica. Tenía que pedirlo cada día. La vocación para caminar sobre las aguas es un milagro. Es fácil hundirse y es maravilloso sentir la mano fuerte de Jesús sosteniendo mi vida. La he sentido. He visto como su abrazo me sacaba del agua en la que me hundía. He acariciado la paz que Jesús me regala sólo después, sin pedirlo, como un don: «En cuanto subieron a la barca, se calmó el viento. Entonces los que estaban en la barca se pusieron de rodillas delante de Jesús, y le dijeron: - ¡En verdad tú eres el Hijo de Dios!».  Mateo 14, 22. El viento se calmó y todos adoraron a Dios. El viento se calma en mi vida y sólo puedo agradecer. Miro hacia atrás los años pasados, los momentos de dudas y de miedos. Y también esos otros momentos de alegría, cuando casi corría sobre el agua. Me veo mirando a Jesús a los ojos lleno de confianza y me veo hundiéndome en las aguas vencido por mis dudas. Jesús me pregunta de nuevo: ¿Por qué has dudado? Lógico. La vida es complicada y me faltan fuerzas. Saber que soy vulnerable, humano, herido y frágil me ha dado paz. Saber que no puedo yo caminar sobre las aguas ni hacer milagros con mi poder. Yo no puedo cambiar este mundo con mis genialidades. Lo he pretendido a veces, corriendo detrás de algo que no era mío, no me pertenecía. Siento que la vocación a estar con Jesús es la que me salva. Una distancia inmensa me separa de Él y yo la quiero recorrer. Me distraigo, me entran dudas, dejo de mirarlo a los ojos. El mar es tentador y yo me hundo en él sin poder evitarlo. Me gustaría que Jesús me abrazara como hace con Pedro. Siendo honesto lo ha hecho muchas veces. No había enfado en su voz. No había dureza en su mirada. Sólo sorpresa. ¿Por qué dudaste? No lo sé, le diré. Me parecía que podía yo solo, o mejor, no podía y dudé. Pensé que era yo el que merecía la gloria y la alabanza, y dudé. Creía que era yo el que daba paz a los demás, y dudé. Y entonces su voz me salvó y me devolvió a la realidad. No tengo que dudar. Él me ha llamado y me dará la fuerza para hacer milagros. Me llevará en su barca y me hará sentir que todo es fácil, que merece la pena caminar sobre las aguas. Me siento indigno, no merezco su abrazo ni su paz y me la da. Me da todo lo que le pido, lo que necesito. Quiero caminar sobre las aguas, algo innecesario y me deja. Para que experimente mi fragilidad, para que sepa que sin su poder sólo soy un pobre hombre a la deriva. Me gusta mirar a Jesús y creer en Él. Sé que no puedo hacer milagros y no puedo ser fiel si dejo de mirarlo a los ojos con la intensidad de los enamorados.

Varias palabras vienen a mi corazón en este momento. Dos de ellas se parecen: gratitud y gratuidad. La primera es consecuencia de la asimetría del amor. Siempre es así, no hay equilibrio. Uno ama y no es correspondido en la misma manera. O lo aman y no es capaz de devolver tanto amor. A veces gano, a veces pierdo. Debo decir que con Dios siempre es desproporcionado. Yo lo amo de forma tan mezquina que me sorprende ver cuánto me ama Él. Desproporción, desequilibrio. Es injusto, pero me beneficia. Me gustaría que fuera distinto tal vez para sentirme orgulloso. Así podría decir que soy yo el que más ha amado. Al mirar hacia atrás veo que no ha sido así. En mi actitud infantil le recrimino a veces por no darme tantas cosas como creo merecerme. No me las da, no las tengo y siento que las merezco. Cuando me dan en abundancia creo que es lo justo. Mi mirada es bastante egoísta. Para ser honesto tengo que decir que siempre ha habido un gran desequilibrio en mi vida. Dios me ha amado mucho, a través de mi familia, de mis amigos, de una llamada de Dios que irrumpió cuando no lo esperaba y lo cambió todo de golpe. A través de personas que me han hecho ver cómo es el amor incondicional de Dios. Y yo necesitaba que me amaran así, sin merecerlo, tal vez como cualquiera, todos estamos un poco rotos por dentro. Y comprobé entonces que el amor de Dios es imposible de igualar. No consigo estar a la altura de lo que Él hace por mí. No logro tocar las cimas a las que me llama. Trato de aprender a amar como Él me ama. Intento llegar a lo que Él me pide. Como si comportándome bien le estuviera devolviendo todo lo recibido. Es imposible, permanece la asimetría. Y eso, en lugar de frustrarme, me tiene que alegrar. Alabo a Dios porque su amor es gratuito. Me lo da sin esperar nada de mí, tal vez sólo desea que lo acoja alegre. Gratitud es lo que siento en mi corazón al mirar mi historia, mi camino, tantos años recorridos como sacerdote. ¡Cómo pasa el tiempo! Inmerecido todo lo vivido. Gratitud por las vidas que he compartido. Cuando un día me pregunté por qué Dios me quería sacerdote, pensé entonces que tal vez por lo humano, porque en lo humano podría dar yo algo de mí y lograr así que en mi humanidad se viera reflejado el rostro misericordioso de Dios. Gratitud porque he tocado de muchas formas mi vulnerabilidad, mi fragilidad, mis límites humanos, mi pecado. Y he sentido que su amor era capaz de hacer de mi aridez un oasis, de mi sequedad un manantial, de mis soledad una familia. Milagros continuos que han aparecido ante mis ojos sin que yo los buscara. Me he sentido desbordado por un amor imposible y he pensado que nunca podría ganármelo haciendo méritos. La otra palabras unida a la gratitud es la gratuidad. Y es que todo lo que tengo es un don de lo alto. Y todo lo que he obtenido en mi camino no lo merezco, ha venido gratis. Me lo han dado sin pedirme nada a cambio. Y a veces yo busco recibir algo cuando me esfuerzo, cuando sirvo, cuando ayudo. Espero que me devuelvan lo mismo que he entregado, incluso más si es posible. ¡Cuánta mezquindad en mi alma! ¡Cuánta miseria! Estoy roto y no logro retener lo que poseo. Se me derrama sin recibir nada. Se me escapa sin poder guardarlo. Quiero mirar de la misma manera como me ha mirado Dios y sostener a otros como a mí me han sostenido. Quiero que mi amor no espere nada de aquel al que lavo los pies, como Jesús me pidió un día. Quiero que su amor se revele en mi carne y se haga vida al dar lo que tengo en mi corazón. Ojalá todo lo que haga sea sin esperar nada. A veces he sentido la tentación de la ganancia. Recibir algo a cambio de lo que doy. Como si al dar amor tuvieran que amarme. O al intentar servir tuvieran que agradecerme y servirme. O al querer acompañar tuvieran que acompañarme. No tiene sentido. Mi vocación es una llamada a la gratuidad. Dar todo sin esperar nada. Más aún, darlo incluso cuando a cambio reciba desprecio, odio, indiferencia, abandono. Porque puedo equivocarme muchas veces y recibir críticas cuando yerro. Puedo no estar a la altura de lo que esperan, a veces así ha sido. Y en esos momentos quiero seguir agradeciendo. Quiero sentir que no importa cuántas cosas haya hecho bien. Una cosa mal hecha podrá ocultar con su sombra otros muchos logros. No importa. A Jesús lo mataron sin una razón suficiente. Cuando sólo había pasado haciendo el bien. A veces me gustaría que a mí no me pasara lo mismo. Gratuidad, gratitud, un corazón grande, magnánimo, libre. Al que no le pesen tanto las críticas. Que no necesite tanto los halagos. Un corazón libre de ataduras que pueda mirar al cielo cada mañana y cansado al caer la tarde pueda bendecir a Dios mientras el pan se parte en entre las manos. Cuando el día ya ha acabado y se pone el sol.

Al mirar hacia atrás me detengo en el perdón. Claro que necesito perdonar, poque como a todos, a mí también me han herido. Guardo ofensas algunas conscientes y otras olvidadas. Guardo rencores que me pesan reteniendo mi alegría. Quiero limpiar mi alma de viejas rencillas y heridas. ¿Cómo se logra ese perdón que tanto predico? Lo pido de rodillas. Que nunca en mi alma abunde más la amargura que la alegría. Que nunca la tristeza de mi pecado logre borrarme la sonrisa. Que nunca el resentimiento me aísle para que no me hagan más daño. Quiero perdonar a cada persona que me haya herido. Miro hacia atrás y recuerdo esos momentos. No los olvido, quiero perdonarlos. No son más fuertes que todo el bien que me han hecho. Pero más allá de ese perdón que quiero dar quiero yo pedir perdón. Porque he hecho daño. Sé de algunos casos que guardo con dolor en mi alma. Me equivoqué, no actué bien, no lo dije bien, me callé o hablé demasiado, más de la cuenta. Seguro que hay muchos otros casos que desconozco. Omisiones, desprecios, desinterés, olvido. Abusos de ese poder que Dios me dio de forma inmerecida y que forma parte de mi sacerdocio hecho de carne débil y frágil. Me queda claro que, llevando a Dios en una vasija de barro rota, no siempre he estado a la altura de lo que se podía esperar. Y así mi alma hoy mira avergonzada. No he podido hacer siempre el bien que deseaba, que pretendía. No he logrado amar en todo momento, siempre, sin llevar cuentas del mal o el bien recibido. Mis heridas me han condenado y me han conducido a no hacerlo todo tan bien como hubiera querido. He fracasado en muchos de los sueños que he perseguido. He acariciado con pena mi pobreza, mis límites, mis caídas. He sentido también la soledad en este camino por el que Dios quiso llamarme un día. He sentido el dolor del fracaso por no lograr ser feliz teniéndolo todo. Porque lo tengo todo. Y me vuelvo exigente con la vida y pretencioso. Como si sólo por el hecho de ser sacerdote mereciera más de lo que tengo. Gratitud. Gratuidad. Perdón. La misericordia es el don de Dios que he vivido de muchas maneras. He regalado yo el perdón tantas veces en un sacramento que me queda grande. Quiero hacerlo bien para que de mis manos resbale una gracia inmensa caída del cielo. Soy sólo el cauce del río, el canal vacío que lleva el agua de Dios. Muchos han tocado el perdón de Dios a través de mis manos impuras, demasiado humanas. Soy yo el que ha querido a veces retenerlo todo para mí mismo al ser consciente de mi propio pecado, de mis faltas indignas, de mi fragilidad muchas veces no asumida. Me he querido perdonar a mí mismo en el nombre de Dios. No valía. Algo de esa misericordia se quedó enredada entre mis dedos. Y luego, eso sí, necesité pedir perdón ante otro sacerdote. Perdonar y ser perdonado son dos caras de una misma manera. Pedir perdón y darlo con mucha alegría y humildad. Abrazar y ser abrazado. Consolar y ser consolado. Sostener y ser sostenido. Dos caras de una vocación, de una llamada. Sanar a los heridos estando yo herido. Alegrar a los tristes desde mi tristeza humana. Me he sentido no merecedor de tantos dones que he palpado. He comprobado que el amor de Dios es más que todo lo que yo pueda amar tan torpemente. Y así he sonreído, sabiendo que sólo a su lado mi vida es plena. Sólo por Él merece todo la pena.

A lo largo de estos años he visto cómo me ha sostenido el amor y la oración de tantos. No sé qué hubiera sido de mí sin esa roca sólida en mi camino. Es un cimiento que nada puede derribar, ni las peores tormentas. He podido ser testigo de muchas vidas, de muchos corazones, de forma inmerecida. He ganado confianza dando yo mi confianza. Y me he sentido abrumado ante tantos regalos recibidos. Todo es don. No he salvado a nadie, de eso estoy seguro. Puede que a algunos los haya animado a seguir luchando, sólo eso, o a encontrarse con el Dios de su historia. Puede que al ver mi pobreza hayan sentido que no eran tan pobres. O al ver mi debilidad que eran ellos más fuertes. He sucumbido a la tentación de sentirme importante o imprescindible. Comprobando pronto que no era tan necesario. Al fin y al cabo todo es vanidad, lo tengo claro. Y las alabanzas del camino son domingos de ramos que se apagan un viernes santo. No soy tan maravilloso como algunos habrán pensado. Ni tan pecador como otros intuyeron. Soy carne y hueso hechos de un amor más grande que no merezco. Asombro es la palabra que me viene al alma al pensar en mi camino. Sorpresa al ver que después de veinticinco años sigo en la brecha de una muralla. Allí donde me puso Dios, no sé cómo ni por qué, en algún momento, para que protegiera ese lugar vulnerable. No me siento mejor que nadie, tampoco mejor que los que no siguieron habiendo empezado un día su camino. No tiene tanto mérito mi fidelidad, es María la que es fiel, la que un día abrazó mi vida por la espalda y me dijo que merecía la pena amar hasta que doliera. A veces me ha dolido mucho amar. Otras veces me ha dolido, no tanto mi amor, sino más bien mi egoísmo. He sentido que no era digno. ¡Cuánto bien me hace saber que soy indigno! Reconozco mi torpeza para mantenerme en pie en medio de las tormentas de mi vida, en el fragor de la batalla. No soy yo el que defiende la muralla, es Ella. Es Ella la que corona mi vida, la que se hace fuerte en mi carne. ¿Cuándo será más fecundo mi sacerdocio? Tal vez el día en el que guarde silencio y no pueda hablar, ni hacer, ni lograr, ni escribir. Puede que ese día en el que el olvido sea más fuerte que la memoria. Cuando ya no pueda hacer nada por conquistar algo y la vida me supere por todos lados. Cuando no tenga ya talentos y la herida quede abierta y expuesta, visible para todos, demasiada vergüenza. Cuando la soledad me hiera y no me sienta merecedor de una mejor suerte. Quizás más entonces que ahora. Ya no lo sé. No pretendo gustar ni que me halaguen. Sólo acompañar agradeciendo, sin esperar nada a cambio. Acompañar en gestos humanos llenos de misericordia, en sonrisas que hablen del cielo, en palabras que muestren a Dios.

Me gusta la imagen de la vid y los sarmientos. No tanto porque yo esté familiarizado con el campo, con las viñas, o con los sarmientos. No hay nada más lejano a mi realidad. Aun así la imagen me gusta mucho: «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos». Quisiera desgranar y profundizar en estas palabras tan hondas de Jesús. Lo primero que resuena en mi corazón es que sin Él no puedo hacer nada. Sin su vida en mi corazón nada es posible. Desconectado me pierdo. A menudo me empeño en ir por libre. Como ese llanero solitario que va haciendo lo que puede para cambiar el mundo. Un poco allí, otro mucho por otro lado, luego no veo los frutos y me desespero. El sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, unido a la vida. No entiendo mucho de plantas, ni de viñas, ni de sarmientos, ni de jardinería o agricultura. Soy un ignorante y aunque me gustan las plantas no siempre sobreviven a mi cuidado. Veo que mis plantas mueren cuando hace mucho calor, o tienen demasiada agua o quizás demasiado poca y se secan. Esas plantas son como mi vida. Cuando tengo mucho calor y la vida me abruma, me desconecto de la fuente de mi alegría, de mi amor, de mi vida. Y busco en el mundo compensaciones que sacien mi sed de amor, de plenitud. El otro día leía: «Sin el estímulo me siento solo, con ansiedad, triste, angustiado, con hambre es frecuente y lo trato siempre con la misma recompensa se generará un hábito mediante cambios neuro bioquímicos. Voy acostumbrando al organismo y a la mente a recompensas fuertes. Si se repiten esos estímulos el cerebro querrá repetirlos. La dopamina es la responsable de consolidar y reforzar las conexiones neuronales que nos llevan a repetir conductas en el futuro. Nuestra atención está muy condicionada por la suma de todas las recompensas que vamos experimentando a lo largo de la vida. El cerebro recuerda lo que le calma»[1]. Es verdad que tiendo a buscar la satisfacción inmediata de los sentidos. Una felicidad momentánea pero placentera. El corazón recurre a rutinas en las que logra esa satisfacción pronta de lo que da alegría. El alcohol, la comida, el sexo, las redes sociales, el juego, las drogas. Adicciones que hacen que mi vida la encuentre en otra parte, no en la vid, sino fuera de ella. Y esa satisfacción momentánea que desata la dopamina me calma, me tranquiliza, incluso me alegra por un tiempo muy corto. La recompensa tiene siempre consecuencias. Tengo ganas de estar bien y al hacer ciertas cosas libero dopamina. Me encuentro mejor, menos saturado. El estímulo son las ganas de hacer algo que me alegre. Hay ciertas compensaciones que son negativas y veo que después de la recompensa viene la tristeza. Hay otras como el deporte, un buen libro, una actividad religiosa, una conversación profunda con un amigo, con mi cónyuge, con mis hijos, con mis padres, me llena y me da paz. La conducta que llevo a cabo cuando siento un estímulo negativo por agotamiento, cansancio, fracasos, frustraciones es fundamental. O me alejo de la vid y me agoto tratando de obtener recompensas rápidas o genero rutinas sanas que me hacen estar en paz conmigo mismo, con Dios. No es tan fácil buscar esas conductas positivas. El cerebro es verdad que recuerda lo que le calma. Así es que caigo en actitudes malas que no me hacen bien y me dejan vacío. Si no permanezco unido a la vid. Si no me uno a Cristo en todo lo que hago. Si no cuido mi vida sacramental, de oración, de comunidad. Si me alejo de esas personas que me dan alegría. Si no soy una persona alegre que busca encontrar en Dios el descanso del alma. Me acabo secando. Siento que puedo generar actitudes buenas que me lleven al cielo. Jesús me lo recuerda hoy y me invita a buscar en Él el descanso y no en todo lo que me saca de mi centro, de mi paz.

Jesús también me dice que me tendrá que podar para que dé más fruto en la vida. No me gusta la poda porque significa sacar de mí todo aquello que me da alegría momentánea. Siento que es podar ramas que me parece que necesito en este momento. Me susurra al oído que no tema, que pronto voy a tener paz en el alma. Jesús poda a los santos para que sean más dóciles, más niños, más alegres y plenos. Cuando me poda a mí el Señor me quita lo que me sobra, lo que me impide crecer y hacer realidad lo que hoy escucho: «Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras. En esto conoceremos que somos de la verdad y tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo. Queridos, si la conciencia no nos condena, tenemos plena confianza ante Dios. Y cuanto pidamos lo recibimos de él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. Y éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó. Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios, y Dios en él; en esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio». Guardar los mandamientos y amar a Dios en mi vida es sencillo. Supone ponerlo a Él en el centro. Cuesta hacer ese cambio interior y poner nuevas prioridades en mi vida. Para hacerlo posible necesito que un jardinero llegue y me pode. Quite lo que no me ayuda. Y me dé lo que sí me hace mejor persona. Porque se trata de poner el corazón en lo que hago y a menudo mi corazón vive enredado en problemas que tienen una fácil solución pero no soy capaz de verlo. Quiero que cambie mi corazón, que se convierta. Quiero apartar de mí tantas cosas que no me llenan. Me doy cuenta de mis esclavitudes. Quiero que el Señor me libere de ellas. Cortar duele porque estoy acostumbrado a retener, a guardar, a no dejar ir. Podar es un acto importante y hay que hacerlo bien. ¿Qué cosas tengo que podar en mi interior? ¿Qué es lo que no está en orden? Miro mi alma como ese jardín en el que Dios quiere entrar. Quiere quedarse en él y sembrar la paz que me hace falta. Me he acostumbrado a llenarme de ruidos e interferencias. No tengo espacio para escuchar su palabra. Me cuesta mucho aburrirme sin hacer nada y esperar a ver qué quiere Dios de mí. Pienso en todo lo que puede mejorar si me dejo hacer por Dios. Sólo me hace falta más docilidad y más alegría para caminar a su lado. La vida no es muy larga y no quiero perder el tiempo. Dejo que Dios entre, que me toque con su mano, que me sane y me haga mejor persona. Quiero que me hable y yo poder decirle que le amo con todo mi ser. Llevo dentro de mí un anhelo de infinito que nada de este mundo logra saciar. Lo miro confiado y sé que de su mano todo será más sencillo. Él poda al viña de mi alma para que dé más fruto. Son suyos los frutos, la fecundidad. Sin Dios nada puedo. Con Él todo es posible.



[1] Marian Rojas, Recupera tu mente, reconquista tu vida

Comentarios
Nombre:   Procedencia:
Comentario:
Código de seguridad:   captcha
Caracteres restantes: 1000