Homilía del padre Carlos Padilla - 28 de marzo de 2021

Domingo 28 de marzo de 2021 | Carlos Padilla

Domingo de Ramos

Isaías 50,4-7; Filipenses 2,6-11; Mateo 21:1–11

«Y la multitud, que era muy numerosa, tendía sus mantos en el camino; y otros cortaban ramas de los árboles y las tendían en el camino»

28 marzo 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«La vida sólo merece la pena ser vivida si se entrega sin poner barreras al viento y al amor. Me gusta ese rey montado sobre un borrico en este día de fiesta»

La Semana Santa es la semana más sagrada del año. No quiero dejar que pasen los días sin hacer nada. No quiero que se me escape una oportunidad de acompañar a Jesús en su camino a la muerte. Es un tiempo santo que tengo ante mis ojos. Una oportunidad para tocar el cielo. Quiero abrazarme a ese Jesús que sufre el rechazo, el abandono y toca el dolor de la soledad. Ama hasta el extremo y es odiado hasta la muerte. Algunos lo aman y acompañan de cerca al pie de la cruz. Otros en su amor lloran su pérdida pero les falta valor para acercarse al madero del que pende. No se atreven a luchar por Él, a dar la vida. No se arriesgan porque no quieren perder lo que ahora poseen. Saben que el grano de trigo tiene que caer en tierra y morir, pero no saben nada de la vida eterna. No comprenden la resurrección que todavía no acontece. Estos días de Semana Santa están marcados por el dolor, la angustia y la consternación de los más cercanos. Yo me he acostumbrado a tomar distancia del dolor. Prefiero encapsularlo y olvidarlo, prefiero pasarlo por alto hasta llegar a momentos más felices en mi vida. No me gusta el sufrimiento, ni la muerte. Detesto la enfermedad que ahora se aferra a la piel en esta pandemia. No quiero sufrir la pérdida. Creo que la Semana Santa es una ocasión para vivir el paso de Jesús por mi vida. He vivido la Cuaresma intentando preparar el corazón. Queriendo que Jesús toque mi alma y trabaje mi interior para acompañar a Jesús como María, como Juan, como las santas mujeres. No quiero quedarme lejos pensando en otras cosas sin darle importancia. No quiero volverme inmune al sufrimiento de los hombres. Su dolor es el mío, no puedo ser ajeno. No puedo quedarme quieto sin hacer nada, sin acercarme, sin socorrer al débil, sin salvar al desvalido. Quiero que mi corazón se vuelva más humano. Hay personas cerca que recorren su propio Via crucis. Sufren en soledad y no encuentran ni la compasión de la Verónica camino al Calvario. No son comprendidos en su debilidad, en su miseria. Yo no quiero dejar de vivir la Semana Santa de los que más sufren. Por eso quiero vivir a fondo estos días, para aprender a vivir cerca del crucificado. Aprendo a acompañarlo por los lugares sagrados que recorro. Desde la entrada en Jerusalén el domingo de ramos. Pasando por Betania donde descansaba cada noche. Acercándome al templo del que echaba a los vendedores. Recorriendo esas calles de Jerusalén por las que pasó predicando. Y luego el Cenáculo, en el que tuvo lugar la última Cena. Y después el huerto, en el que siempre rezaba, y especialmente esa noche sudó sangre, tanto era el miedo y la entrega. Y los ángeles lo consolaron. Y entonces, entregándolo todo, halló la paz. Acompaño sus pasos cuando fue apresado y llevado a esa cisterna en la que iba a pasar su última noche entre los hombres. Y su madre cerca y lejos acompañando su dolor. Y luego ese juicio en la noche y por la mañana del viernes. Para condenarlo a muerte lavándose las manos. Y el dolor de esa muchedumbre que ahora prefería a Barrabás antes que salvar al que había dado su vida por amor. Y entonces recorrer esos últimos pasos cargado con su madero. El via crucis camino al Calvario. Los gritos, María cerca queriendo consolarlo. Estaba haciendo todas las cosas nuevas y yo no entiendo, ni nadie en ese momento. El silencio de Jesús, muy dentro de sí mismo, viviendo este momento en soledad, unido a su Padre, con paz profunda. Y el Calvario imponente con esas tres cruces. Los dos ladrones a ambos lados. El bueno y el que no supo ver a Dios muriendo en un madero. Y unos pocos amigos, mujeres, Juan y su Madre al pie del suplicio. Y sus últimas siete Palabras, las vuelvo a escuchar rememorando su dolor y sus lágrimas. Quisiera estar cerca para consolarlo, para darle agua, para calmar su pena profunda por ese rechazo de los hombres a los que tan solo había querido amar dando su vida. Quiero recorrer cada paso de estos días sin perderme nada. Pienso en el viacrucis de tanta gente a mi lado. Esa Semana Santa que paso por alto porque tengo otras cosas importantes que hacer y descuido lo importante. Quiero vivir estos días con un sentido. Es una Semana Santa especial después de un año lleno de tantos dolores. Confío y toco la cruz que me salva, me eleva.

Comienza la Semana más santa del año y después de cuarenta días de Cuaresma veo que yo no soy más santo que antes. Puede que estos días sean santos, pero mientras yo no lo sea nada va a cambiar en mí. No veo que sea más de Dios, ni más dócil, ni más niño, ni más puro en la mirada. Esa santidad que es un don es justamente lo que quiero. No pretendo sólo vivir intensamente esta semana, la más importante del año. En realidad sueño con que algo de la santidad de estos días se prenda de mi piel y me invada el Espíritu Santo calmando todas mis ansias e iluminando todas mis oscuridades. Esos días de Semana Santa que ahora son santos, no lo fueron un día. Esa primera Semana Santa que hoy revivo estuvo llena de pecados. La santidad reposaba en el cordero inmolado en la cruz, en el Hijo de Dios que amó a los hombres hasta el extremo. Pero en torno a Él abundó esos días el pecado. Y donde abundó el pecado, acabó sobreabundando la gracia que trajo su resurrección. Pero en esos días lleno de oscuridad reinaron la noche, el odio, el dolor. El hombre no soportaba un amor incondicional, humilde y misericordioso en sus vidas. No soportaban a aquel hombre que parecía no temer el poder de ningún hombre. Era un hombre de Dios, libre, firme, fiel. Y en torno a Él se hizo fuerte el pecado de aquellos hombres que no soportaban a ese Jesús que pretendía ser Dios, hijo predilecto de Dios, escogido. No soportaban sus milagros, ni sus curaciones en sábado, ni el perdón de los pecados que proclamaba abiertamente. Dijo que era el pan de vida eterna, y ellos no lo creyeron y lo negaron. Esa Semana Santa se hizo fuerte el pecado de todos los que condenaban a Jesús con sus palabras y sus silencios, con sus gritos y sus salivazos. ¡Qué fácil puede resultar condenar al que me resulta molesto e incómodo! ¡Qué fácil despreciar a quien no amo y desear incluso su muerte! Había muchos que hablaban y condenaban la actitud de aquel hombre que parecía blasfemo. No condenaban sus milagros que podían ser dignos de admiración. No condenaban sus palabras que a menudo edificaban el alma. Pero sí condenaban esas pretensiones que sentían ocultas y ellos las imaginaban. Es muy fácil imaginar en los otros actitudes e intenciones que no tienen. O proyectar en el prójimo lo que yo mismo siento y deseo. Es mi palabra contra la del otro. Yo no quiero caer en esos juicios, en esos chismes y en esas críticas. No quiero hablar tanto, prefiero callar. Pero a menudo me veo condenando a los que no actúan como yo espero que lo hagan. Critico a los que destacan, a los que son admirados por otros más que yo y me despiertan envidia. Critico a los que no se comportan como a mí me gustaría, y no siguen mis indicaciones. A los que son infieles, pecadores o simplemente no cumplen la palabra dada, o no realizan lo que les exigen a otros. Entonces me siento pequeño al comprobar lo sucia que tengo la mirada y envenenado mi pensamiento. Llevo en mi interior veneno que vierto con rabia cuando me siento ofendido o se abre sin quererlo alguna herida del pasado. En esos días santos en Jerusalén corrían muchos rumores, muchas críticas circulaban. Se hablaba y se callaba para condenar a un hombre. Callaban los que tenían miedo. Hablaban los que no querían que nada cambiase a su alrededor. Quizás porque sus obras no eran buenas, o tal vez su corazón estaba lleno de pecado. Y entonces surgía la condena de sus labios. No importaba que muriese un hombre por el bien de muchos. Decía el Papa Francisco que sólo la ternura me salva: «La ternura es el mejor modo para tocar lo que es frágil en nosotros. El dedo que señala y el juicio que hacemos de los demás son a menudo un signo de nuestra incapacidad para aceptar nuestra propia debilidad, nuestra propia fragilidad». Esa ternura me levanta por encima de mi juicio y de mis condenas. Ternura hacia mi propia debilidad en primer lugar. Porque normalmente es la no aceptación de mi fragilidad la que me indigna con los demás, la que me violenta y vuelve agresivo. La que me hace criticar y condenar porque no estoy en paz conmigo mismo, con mi vida como es, con mi propia historia llena de sombras. La ternura hacia mi corazón me vuelve tierno con la debilidad visible e incluso reconocida de los demás. Esa ternura me vuelve misericordioso y compasivo. Dejo entonces de ser un chismoso, dejo de andar por la vida con habladurías. Tantos hablaban mal de Jesús en esos días santos. Tantas veces soy yo el que vive hablando mal de lo que no hacen bien los otros. No miro mi interior por miedo. Prefiero taparlo dejando mal a los que pueden hacerme sombra y ocultar mi valor. Descalifico a los que tengo cerca de mí, incluso a los que más quiero. El amor que les tengo no impide que los critique, incluso frente a muchos. Condeno sus errores y no hablo bien de sus decisiones nobles y puras. Me río de ellos y los condeno. Me quedo sólo en lo que no hacen bien, resaltándolo. Jesús pasó haciendo el bien. Yo no hago el bien muy a menudo. Jesús observaba todo pero no lanzaba ninguna piedra acusatoria al ver la debilidad del hombre. Sólo se rebelaba contra la hipocresía y la falsedad de los que se creían más sabios. Hablaba contra los juicios que hacían los hombres sobre los débiles. Yo no quiero hablar en estos días. Quiero aprender a enaltecer a las personas sin vivir juzgando sus obras. Guardo silencio. Sólo así seré más de Dios y su presencia hará más santa mi vida.

Cuando no me alegro con la alegría de los demás tengo que preguntarme qué me pasa. Si siento rabia o malestar al ver a otros felices tengo que cuestionarme: ¿Estará todo bien en mi interior? Es la envidia el pecado más antiguo, el primero. Deseo lo que no tengo y no me alegro cuando no soy yo el que disfruta una alegría. Si realmente no me alegra que el otro, mi amigo incluso, aquel a quien amo, se alegre por algo bueno que sucede en su vida, tengo un problema. Cuando no me alegra el éxito de mi hermano. Cuando no valoro con paz y alegría lo bueno que le sucede en su vida, puede ser que esté realmente enfermo mi corazón. En estos días de Semana Santa es la envidia un sentimiento muy fuerte. Los fariseos no se alegran al ver la popularidad de Jesús. Tienen miedo quizás, como si su fama fuera a poner en peligro su posición y su prestigio. Desean su poder y le tienen envidia, ellos no pueden hacer todos los milagros que Él hace y sus palabras no tienen la vida que poseen las de Jesús. ¿Envidia? ¿Celos? ¿Miedo? Todo se mezcla en el corazón. Envidio lo que no poseo y además los éxitos de los cercanos ponen en peligro mis propios éxitos. Si mi vecino logra lo mismo que yo deseo, ¿qué queda para mí? Resulta muy difícil alegrarse con el éxito de mi compañero cuando yo he fracasado. O alegrarme con sus victorias cuando yo he perdido. Deseo lo que otros tienen y no me alegra su suerte. Es el pecado del hombre que no tiene paz cuando ve triunfar a otros. Parece que mi propia valía disminuye ante el valor de aquel bajo cuya sombra vivo. Entonces no me alegro, no sonrío. Es la Semana Santa un tiempo de caras largas y llenas de amargura. No desean el éxito de ese Jesús que cuestiona sus propias formas y maneras de vivir. Es diferente a ellos y envidian su libertad, esa autoridad que emana de su mirada, de sus palabras. No creen en Él y no lo aman. Sólo quieren su mal. Y es que la envidia y los celos llevan al desamor, al rencor, a la rabia. Y el odio anida dentro de su pecho. Decía el P. Kentenich: «De celos se habla cuando se teme el perjuicio a raíz de tener que compartir con otros el bien que se posee, por ejemplo, el amor de una persona, o bien, conocimientos, poder, prestigio»[1]. Los celos abundan esos días en Jerusalén. Quieren matar a aquel que pone en entredicho el poder de los fariseos. Es un peligro, una amenaza. Quiero mirar mi corazón en su verdad. Muchos de estos sentimientos los tengo yo. Leía el otro día: «Saca toda tu vergüenza», pedí a mi mente. Y Santo Dios, qué horrores vi. Un desfile patético en que estaban todos mis fallos, mis mentiras, mi egoísmo, mis celos, mi arrogancia. Pero los contemplé sin pestañear. «Muéstrame lo peor», dije. Y al invitar a las peores unidades de vergüenza a entrar en mi corazón, se quedaron paradas en el umbral, diciendo: «No. A mí no querrás invitarme a entrar. ¿Sabes lo que he hecho?». Y yo decía: «Sí que quiero tenerte dentro. A pesar de todo sí que quiero. Hasta a ti te acojo en mi corazón. No pasa nada. Te perdono. Formas parte de mí. Al fin podrás descansar. Se acabó»[2]. Es un ejercicio difícil dejar entrar en mi corazón todo lo que no me gusta de mí. Esos sentimientos enfermos que no me dejan vivir con paz y alegría, son serenidad y libertad interior. Esa envidia, esos celos, esa rabia, esa amargura. Forman parte de mis pecados. Son parte de mi debilidad. Quiero hacer ese ejercicio de reconocerme en mi debilidad en esta Semana Santa. No soy tan puro como me gustaría, no tengo tan buenos sentimientos. No siempre me alegra el bien de mi hermano, y lo bueno que a otros les sucede es lo que yo quiero. Deseo lo que no tengo y temo perder lo que poseo y me hace feliz. La envidia me puede llevar al odio y ese sentimiento me envenena. Reconocer que soy débil es el paso primero para postrarme humillado ante Jesús este viernes Santo, al besar el madero de la cruz en el que me entrega la vida. Y entonces me mira con misericordia, con mucha paz. Sabe cómo soy y no se extraña de todo eso que a mí me sorprende. ¿En qué momento de mi vida anidaron en mi alma sentimientos tan impuros? El paso del tiempo ha dejado su huella y quiero reconocerme en mi verdad total, no en esa verdad edulcorada que intento vender. Yo siento envidia y tengo celos. Sufro al compararme y no soy feliz cuando a otros les va mejor. Es parte de mi herida, de mi enfermedad. No me escandalizo al verme como soy. No me turbo. Jesús me conoce mucho mejor y me mira como miró a la mujer adúltera, o a la mujer samaritana en el pozo, o a Pedro esa noche en el que lo negó nada menos que tres veces, o a Judas cuando lo besó aquella noche del huerto. Sí, me mira sin condenarme, aunque yo mismo me condene. No le importa mi juicio, Él no ha venido a condenarme, sino a salvarme. Y entonces me doy cuenta de algo muy básico que olvido. El cambio en mí sólo comenzará cuando sane en mi interior. Porque al sanar, los sentimientos que tengo cambiarán y seré capaz de soñar más alto y llegar más lejos. Y dejaré a un lado esos sentimientos malos que me enferman. Pero la sanación sólo me puede venir de ese madero, de esa cruz, de esa muerte terrible. Sólo Dios sana, yo no puedo sanarme solo, sin Él. Sólo su amor me sana y construye por dentro.

Ante la violencia respondo con violencia. Cuando me gritan grito. Cuando me hieren hiero. Cuando me mienten, miento. Y si me tratan mal yo hago lo mismo. Veo esa tendencia mía a pagar con la misma moneda. Ante el bien y ante el mal. Es tal vez por eso que me provoca rechazo la pasividad de Jesús, su silencio en medio de esta Semana Santa. Hoy dice el profeta: «Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados. El Señor me abrió el oído; y yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado». Isaías describe el Cordero que se va a entregar manso en las manos del verdugo estos días de Semana Santa. Va a ofrecer su Cuerpo inmolado en la cruz sin oponer resistencia. Deja que el mal se imponga, que el odio venza el amor. Es como si el demonio pareciera ocupar el principal lugar estos días en el corazón del hombre. Sé que Dios puede vencer siempre. Sé que el amor vence al odio y el perdón al deseo de venganza. Pero aún así la pasividad de Jesús me duele en lo más profundo del alma. Soy impaciente. Parece un hijo abandonado a su suerte al que su Padre le ha negado la sonrisa. Nadie lo salva en el último momento. En el salmo grito como Jesús oró ese día desde la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: - Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre, si tanto lo quiere. Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores; me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos. Se reparten mi ropa, echan a suertes mi túnica. Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme». Sería esta la oración diaria de Jesús en esta semana. Desde el primer día en el que entra en Jerusalén aclamado por el pueblo. Jesús calla ante las aclamaciones, espera y aguarda. No se rebela cuando deciden crucificarlo. No responde con violencia a los ataques ni clama por ejércitos de ángeles que acudan en su ayuda. En el fondo de su alma espera a que Dios actúe y se manifieste y le diga cuál es el cáliz que ha de beber y cuál es el sentido de todo. Pero no busca aliados humanos, no pretende que sus hombres, débiles e inseguros, lo salven de esos otros hombres que sólo desean el mal. No busca que las cosas se arreglen por el camino humano. Lo ha entregado todo en el huerto en las manos de Dios y ahora sólo confía. Allí ha dejado sus miedos en una hora de lágrimas y sangre. Allí ha entregado sus deseos más íntimos, sus ansias de amar a todos y sus sueños de salvarlos para la vida eterna. Miro a Jesús manso después de ese grito desgarrador en el huerto. Ahora ya no habla, calla, no se rebela, no se indigna ante la injusticia, ante ese juicio injusto. Normalmente yo no actúo así cuando veo que las cosas son injustas. Intento que todo se resuelva a mi manera, buscando mi bien y de acuerdo con mis formas. Y no alzo la mirada a lo alto buscando auxilio, una señal, una respuesta. Yo quiero que todo se cumpla según mis deseos, no pienso en ese Dios que va a salvarme en el último momento, cuando yo haya perdido toda esperanza. Él lo hará todo a su manera, no a la mía. Lo hará salvándome desde mi muerte, dándome la vida. Pero yo no me espero, me desespero siempre, soy impaciente. Me rebelo, no soy manso ni humilde de corazón. Hoy quiero mirar a ese Jesús manso que se entrega sin oponer resistencia. Quiero mirar a ese Jesús que cree en su Padre y lo ama por encima de todo. Decía Santa Teresa de Jesús: «Si algo acontece en contra de lo que hemos pedido, tolerémoslo con paciencia». Frente a la violencia mansedumbre. Frente a los gritos silencio. Frente al odio amor. Esas reacciones tan contrarias me impresionan. Yo a menudo actúo como si creyera en el ojo por ojo. Y frente a una acción busco una reacción. Pero no estoy llamado a vivir así. Las maneras de Jesús son contrarias a las mías y eso me incomoda. Parecen ser el camino más seguro de vuelta a la casa de Dios. Frente al odio, vence siempre el amor. Frente a la ofensa, se impone el perdón. Frente al que me hiere, triunfa la calma. No sé si algún día podré vivirlo así. No sé si será posible no alterarme, no dejarme llevar por la rabia y el odio. No lo sé, porque estoy acostumbrado a vivirlo todo como un agravio. Y me indigno con las injusticias que sufro yo y mis seres queridos. No me quedo callado. Y me vuelvo esclavo de mis gritos, dejando de ser dueño de mis silencios. Miro a Jesús que camina como un cordero llevado al matadero y me sorprende ese espíritu tan dócil y manso. ¿Cómo podría mantener yo la calma cuando otros pretenden quitármela? Me gustaría ser más dócil, más niño, más tranquilo en mis gestos, más fácil en mis reacciones. Se lo pido a Jesús esta Semana Santa. Que pase por mi vida y me calme.

Siempre me sorprende la entrada victoriosa de Jesús el domingo de Ramos: «Y la multitud, que era muy numerosa, tendía sus mantos en el camino; y otros cortaban ramas de los árboles y las tendían en el camino. Y las multitudes que iban delante de él y las que iban detrás aclamaban, diciendo: - ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas! Y al entrar él en Jerusalén, toda la ciudad se alborotó, diciendo: - ¿Quién es este? Y la gente decía: - Este es Jesús, el profeta, de Nazaret de Galilea». Parece que todo está bien, y que todo al final va a salir bien. Como si de repente se hubieran acallado todas las amenazas contra Jesús y nadie fuera a levantar la mano contra el hijo de Dios, inocente y lleno de bondad. Parece que todo está bien, ya nada podrá salir mal. Se siente una paz extraña y nueva y parece que por fin las multitudes han reconocido a Dios en la carne de un hombre. Lo admiran como Rey, lo siguen como Hijo de Dios. Una sensación extraña después de tantos temores guardados en el alma. Pero ¿será cierto? ¿Podrá el mal ser vencido por el bien? Con frecuencia me pasa en la vida. Vivo momentos de domingo de Ramos y pienso que todo está bien y lo malo se va a solucionar. Ya no habrá nada que temer, todo está resuelto. Pero luego todo se complica de nuevo. Es como esa mejoría que experimenta el enfermo poco antes de morir. Parece que va a salir de su agonía y el corazón se llena de esperanza. ¿Qué pensarían los discípulos ese domingo lleno de sol? Quizás pensarían que ya estaba todo resuelto. Sentirían que todo era posible y no tenían que temer. Que sus sueños humanos respecto a Jesús se iban a hacer realidad. ¡Cuánta ingenuidad! Como si la luz de un día de fiesta fuera a borrar para siempre el horror de la muerte y la enfermedad. Esos hombres que aclaman hoy a Jesús no obedecen nada más que a su corazón. Seguramente en ese domingo hay junto a esa puerta de acceso a Jerusalén muchas personas agradecidas. Hombres curados por Jesús. Muchos de los que se han sentido reconfortados con sus palabras. Amigos valientes y amados. Hijos que han tocado el amor de Jesús en sus corazones. Todos los de ese día son sinceros. Simplemente ven más allá de la apariencia. Y con ese gesto sencillo no pretenden cambiar las cosas. Solo quieren agradecer a Jesús por tantas obras buenas que ha realizado. Tal vez no son conscientes del peligro que Jesús corre. No han creído las amenazas de muerte que cada vez son más frecuentes. No importa. Ese domingo es un día de fiesta. Hay que agradecerle a Dios por el presente. Y ese momento es de fiesta. En ocasiones, turbado por mis agobios y mis miedos, no disfruto el presente amable que la vida me regala. He vivido muchos domingos de ramos. Pero no siempre los aprovecho. Son esos momentos de calma antes de la tormenta. Son momentos de luz que preceden la oscuridad. Momentos de esperanza antes de la desesperación. Puedo dejarlos pasar por temer el futuro algo más incierto y mucho más triste. Puedo vivir quejándome por lo que no ha ocurrido en lugar de sonreír como un niño feliz delante de su mayor regalo. Quiero tener un corazón de niño que se ríe en la fiesta y se alegra con el regalo del momento. Tal vez por eso a los regalos los llamamos presentes. Porque todo regalo que recibo lo recibo en presente. Y en ese instante fugaz y sagrado puedo vivir con alegría o dejarlo pasar con amargura preocupado por el futuro que no controlo. Sobre lo que ha de venir no mando, no tengo poder. Vivir la alegría del domingo de ramos no es una posibilidad, es una obligación. Así como estoy llamado a reír y alegrarme con los momentos de fiesta en mi vida, aunque tras ellos vengan desgracias y dolores. Nadie me puede quitar la alegría vivida. Esa alegría llenará el pozo del alma y me dará fuerzas para resistir las dificultades y dramas de la vida. Siento la obligación de llenar el pozo de mi corazón con alegrías pasajeras, pero duraderas en el recuerdo. Volveré a ellas cuando sienta que la paz me abandona y la nostalgia me hunde. Sacaré con un cubo agua del pozo saboreando esos recuerdos sagrados y llenos de luz que adornan mi historia santa. No me dejaré llevar por el desánimo y no permitiré que mis domingos de ramos se tiñan de viernes santo. A cada día le basta su propio afán, me dijo Jesús. Y lo he aprendido. Ya llegará el viernes, de momento es domingo y el corazón se alegra y agradece. Jesús es un hombre misericordioso, porque sus palabras cambian el corazón y sus gestos y milagros me llenan de alegría en medio del camino. No es un hombre cualquiera. Es el amor de Dios hecho carne. La presencia salvadora hecha presente. Y ese abrazo de Jesús en mi vida no lo olvidaré nunca. Y reviviré los pasos de la procesión de este día, de la borrica que carga con Jesús entrando en Jerusalén. Y sonreiré a la vida porque ha merecido la pena vivir, sea lo que sea lo que me depare el futuro, no importa. Tengo y he tocado muchos domingos de ramos. Doy gracias al Dios de mi vida que me ha hecho sensible y capaz de enamorarme de la vida. Sólo eso merece la pena. Vivo en presente y sonrío feliz, me basta.

Jesús entra en Jerusalén montado en un pollino, en un asno. No en un caballo como corresponde a la realeza. Y Él es el rey más poderoso: «Y cuando se acercaron a Jerusalén y llegaron a Betfagé, al monte de los Olivos, entonces Jesús envió a dos discípulos, diciéndoles: Id a la aldea que está delante de vosotros, y enseguida hallaréis un asna atada y un pollino con ella; desatadla y traédmelos. Y si alguien os dice algo, decid: El Señor los necesita. Y enseguida los enviará. Y todo esto aconteció para que se cumpliese lo que fue dicho por el profeta, cuando dijo: Decid a la hija de Sion: He aquí, tu Rey viene a ti, manso y sentado sobre un asna, y sobre un pollino, hijo de animal de carga. Entonces los discípulos fueron e hicieron como Jesús les mandó; y trajeron el asna y el pollino, y pusieron sobre ellos sus mantos; y él se sentó encima». Jesús es aclamado al entrar en Jerusalén. Tiran los mantos a los pies del burro. Y los ramos de olivo. Y lo aclaman como se aclama a un rey poderoso. Pero Jesús ya había entregado su poder al hacerse hombre: «Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz». Jesús no busca el poder. Ha renunciado a todo aquello con lo que le tentó el demonio en el desierto. Ha renunciado al poder sobre los hombres. A poseer todo aquello que uno necesita para vivir bien. Ha renunciado a conocer el futuro y a tener la capacidad de cambiar lo que no le gusta del mundo que toca. Ha renunciado a sus armas de presión. No obligará a nadie a amar, porque el amor nunca puede ser obligatorio. Se ha hecho esclavo, pasando por uno de tantos. No exigirá que crean en Él, porque la fe es un don que sólo se puede pedir con un corazón humilde. Ha renunciado a evitar el dolor, ese dolor que el corazón humano tanto teme. Ha renunciado a saberlo todo y a poder hacerlo todo. Ha dejado a un lado el deseo de organizar su vida a su manera. Ha roto las cadenas que esclavizan al hombre en este mundo. Es tan fácil buscar el poder con un corazón obsesivo. Deseo que las cosas sean como yo quiero y busco que el mundo y los hombres se adapten a lo que yo amo y deseo. El poder es tentador y corrompe el alma. Comenta el Papa Francisco: «La historia de la salvación se cumple creyendo contra toda esperanza a través de nuestras debilidades. Muchas veces pensamos que Dios se basa sólo en la parte buena y vencedora de nosotros, cuando en realidad la mayoría de sus designios se realizan a través y a pesar de nuestra debilidad. Esto es lo que hace que san Pablo diga: - Para que no me engría tengo una espina clavada en el cuerpo, un emisario de Satanás que me golpea para que no me engría. Tres veces le he pedido al Señor que la aparte de mí, y él me ha dicho: - ¡Te basta mi gracia!, porque mi poder se manifiesta plenamente en la debilidad (2 Co 12,7-9). Si esta es la perspectiva de la economía de la salvación, debemos aprender a aceptar nuestra debilidad con intensa ternura»[3]. Estas palabras me salvan. Su fuerza se manifiesta en mi debilidad. Soy débil cuando vivo montado en un pollino, en un asno, en un burro que no puede salvar. Un rey sin cabalgadura digna. Un rey que rompe todos los esquemas del hombre. Mis propios esquemas que buscan otro tipo de salvación. No esa salvación que se abre paso entre las cenizas de la derrota y la fragilidad. Una salvación que crece y se hace poderosa desde la humildad de un hombre que no se diferencia salvo por sus milagros del resto de los hombres. Un ser humano, con mis mismos sentimientos, con mis propios miedos y tentaciones. Un hombre niño que sabe que el camino más rápido hacia el cielo es el de la pobreza y el abandono. Un hombre que rompe su corazón amando hasta el extremo y sin miedo. La vida sólo merece la pena ser vivida si se entrega sin poner barreras al viento y al amor. Me gusta ese rey montado sobre un borrico en este día de fiesta. Me alegro con la alegría sencilla de los que sí quieren a Jesús, porque han visto su amor y han acariciado en su carne herida la sanación de sus milagros. Me enternecen esos gestos de alabanza en los días previos a la muerte del rey. Me alegra que la pobreza evidente pueda ser motivo de orgullo cuando es reconocida con humildad y presentada al cielo como ofrenda santa. Me impresiona que Dios pueda sacar oro del barro y vida de debajo de la muerte. Pero así es ese rey sobre un burro entrando en Jerusalén. En Él se juntan todas las paradojas. Y yo vuelvo a creer con fe de niño en su impotencia que da la vida y salva el mundo. Aunque no entienda nada, sé que su amor me salva.

 



[1] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[2] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama

[3] Papa Francisco, Carta apostólica S. José, Patris Corde

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