Homilía del padre Carlos Padilla - 3 de septiembre

Domingo 3 de septiembre de 2023 | Carlos Padilla

Domingo XXII Tiempo Ordinario

Jeremías 20,7-9; Romanos 12,1-2; Mateo 16,21-27

«El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará»

3 septiembre 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«El corazón agradecido confía. El corazón confiado agradece. La acción de gracias alimenta la confianza. El niño que confía es capaz de agradecer cualquier cosa que recibe. Sonríe»

La vida es un camino. Son horas que componen el día, la semana, el año. No decido yo a qué velocidad suceden las cosas. No pongo yo las nubes, ni provoco la lluvia, ni levanto el sol cada mañana creando amaneceres. No coloco la luna y las estrellas. No hago yo las montañas ni diseño los llanos. No soy yo el que decide cómo será mi vida, cómo serán mis logros. Caminar me enseña a valorar el suelo que piso. Un paso tras otro recorriendo rutas. Y comprendo que sin pausar mi vida no veré nunca con calma lo que me sucede, con algo de perspectiva. Sólo así encontraré la paz. Y viviendo en paz en la tormenta todo tendrá sentido: «Usted cree que cuando todo acabe encontrará la paz, pero lo cierto es que es al revés: cuando encuentre la paz, todo acabará»[1]. Al encontrar la paz no habrá pasado la tormenta, seguirá lloviendo con fuerza, continuaré mojado, con frío y sometido al viento que ralentiza mi paso. No habré logrado atisbar el sol detrás de las nubes. No habré recorrido la distancia que parece infinita en mi paso cansino, lento, pausado. No llegará la paz cuando halle el descanso, cuando duerma tranquilo en una casa, seguro, protegido. Es al revés, así lo entiendo. Sólo cuando encuentre la paz bajo la lluvia, sin lograr cambiar el clima, sin pretender detener los vientos, lograré lo que ansío. Sé que la paz sólo llega cuando suelto las riendas de mi vida y me dejo llevar sin ser yo el protagonista, el actor principal de mi propia vida. Dejo hueco dentro de mí a otro más grande para que decida, haga y mande. En mis pasos constantes, bajo el sol que abrasa, bajo la lluvia invasiva. Subiendo altas montañas, recorriendo las orillas de los ríos. Hacia el mar, hacia el cielo. «Los humanos tendemos a pensar que somos más importantes de lo que realmente somos. Que todo pasa por nuestra voluntad, que todo lo podemos controlar, pero no es así. Nuestra huella, por profunda que sea, se acaba difuminando y con el tiempo desaparece, pero las montañas seguirán aquí y el sol saldrá por el mismo lugar mañana, hagamos lo que hagamos. Estemos o no aquí. Todo lo humano pasa. Lo malo también»[2]. Todo pasa, mi propia vida, mis logros que creo yo ingenuamente tan importantes, tan definitivos. Necesito tomar distancia para valorar mi vida en su justa medida, para saber el tamaño de mis sueños y la inconsistencia de todos mis deseos. Necesito alejarme un poco de las cosas que pasan para ver que soy tan prescindible que me causa risa. Cuando piso fuerte y creo que estoy creando una historia nueva, única. Porque es paradójico. Sé que lo que yo no dé nadie lo dará en mi lugar. Y descubro con cierto asombro que todo lo que aporte pasará con el tiempo dejando una leve huella en la arena de la playa, una huella que aguarda la caricia del mar. Así son mis pasos, mi recuerdo y la nostalgia que invade mi corazón cada mañana. El camino me enseña que lo cotidiano es el escenario en el que Dios actúa. Y grita, y calla, y susurra. Los silencios de Dios me abruman mientras busco escuchar su voz. No tengo el control de nada aunque me sienta todopoderoso. Caminar es volver a encontrar el sentido de mi vida. Es tomar en mis manos las letras escritas de mi propia historia. Agradecer con un corazón de niño. Cantar alabando por las maravillas que ha hecho en mí el Señor. Y sentir que todo pasa por un motivo, para que no olvide que nunca voy solo por los caminos. Aunque no lo vea, aun cuando no lo escuche. Jesús a mi lado sostiene mis pasos y me da su paz. No la paz de pensar que ya está todo hecho, eso sería vanidad. Más bien la paz que me da saber que nada sucede por casualidad, que hay un sentido y un plan de amor eterno que desconozco. Que he nacido para amar y ser amado. Y que desde el amor todo cobra un sentido. Comprendo que el presente es el único don que valoro y a menudo olvido. Es lo único que tengo. Ni el pasado ni el futuro los puedo controlar, no están en mis manos. Asumo la levedad del ser caminando hacia las estrellas. Me gustan las decisiones que tomo siguiendo señales. He descubierto lugares de cielo en la tierra. Detrás de un bosque espeso surge un claro lleno de belleza. Tras la tormenta férrea amanece un sol que todo lo llena de claridad. Escucho una voz que me calma para que todo acabe. No necesito llegar a mi destino para vivir tranquilo. En el mismo camino, en medio de mis pasos, soy feliz. Haciendo lo que puedo, con eso basta. Un paso sigue a otro paso sin exigir más logros. Me gusta caminar cada mañana. Hacia Emaús, hacia el cielo. Guiado por la luna y las estrellas. Siguiendo la voz de quien me ama, es mi amigo.

Me gusta pensar en las cosas importantes que me suceden. En aquello que ocurre mientras voy de camino. Así, como quien no quiere la cosa. Leía el otro día: «Las cosas importantes ocurren cuando menos te lo esperas, sin avisar. Y siempre suceden por una razón. Provocan cambios. Puede que en tu mente. O en tu corazón. Puede que cambien tu vida entera. O te abran los ojos de una forma diferente y te obliguen a ver el mundo desde otra perspectiva»[3]. Las cosas importantes son las que me cambian el rumbo o modifican mi forma de pensar. Son esos parteaguas que tienen lugar mientras creo que no está sucediendo nada importante. Tal vez cuando me despisto y la vida comienza a pasar factura, o el cansancio, o los nervios. Y siento que los sueños de verdad, los que sí que importan, nunca mueren, pase el tiempo que pase. Al fin y al cabo los días son gotas en el amar, vientos cruzados, momentos llenos de luz y de sombras, en una mezcla extraña que me da paz. He aprendido a deletrear los nombres que me importan. Sabiendo que las malas noticias no siempre me producen tristeza. Suceden y las tomo como lo que son, sólo una parte del camino. No le temo a la luz que entra por mi ventana. No me asustan las noches cargadas de silencios. Lo importante es lo que me importa a mí, aun cuando para otros no sea realmente importante. Depende de dónde haya puesto yo el valor de mi vida, dónde haya enterrado mi tesoro. Lo verdaderamente importante son esos momentos en los que llego al mar y me adentro hondo y cambia mi forma de mirar, de pensar, de hacer las cosas. Son hitos, momentos sagrados en los que todo sucede, al menos lo más importante, lo que de verdad cuenta. Me gusta recorrer hacia atrás desde el presente todo mi pasado. Como un náufrago que busca tablas a las que asirse y evitar así hundirse. Busco esas huellas esquivas de Dios sobre las aguas. Seguro que las encuentro. Cuanto más las busco, más aparecen entre sombra y sombra, entre la noche y el día. Decían Jon y Missy Butcher: «No permitas que tus adversidades definan tu historia». Y yo no lo permito. En lo bueno y en lo malo aprendo, sufro y vivo. Valen tanto los malos recuerdos como los buenos. Es sencillo escribir la propia vida sin ocultar detalles. Aun cuando algunos duelan y otros quisiéramos borrarlos. La memoria del corazón lo guarda todo, no olvida y así cuesta más volver a comenzar. Mis fracasos no me definen, mis errores no son mi esencia. Valgo más que todas las batallas perdidas y mis éxitos no dicen quién soy yo, no me definen en toda mi verdad. Valgo mucho más a los ojos de Dios que me conoce bien. De nada me sirve condenar lo que hice mal. He vuelto a nacer en momentos muy concretos. Cuando estaba todo perdido y alcancé a ver un luz en la penumbra. No se cumplieron los plazos marcados ni logré realizar esas expectativas que yo u otros teníamos. Y aun así toqué el cielo con la palma de la mano. He aprendido a no ser demasiado duro conmigo mismo, para poder así ser yo más misericordioso con los demás. Sé que hay un Dios agazapado en los pliegues de mi alma, dispuesto a abrazarme cuando nadie lo haga. He recorrido las sendas escondidas en los bosques de mi vida tratando de encontrar alguna luz oculta. Me he inventado caminos imposibles descifrando los signos que un Dios que me ama me ha trazado. Sé muy bien cómo se escribe el sonido del viento con palabras bellas, en frases llenas de poesía. He procurado levantar el ánimo a los que me rodean y estar presente, a su lado, sin juzgar jamás sus actos. ¿Quién soy yo para juzgar a nadie? Yo mismo necesito vivir la misericordia en mi propia vida. Sigo encontrando momentos importantes que marcan un antes y un después en mi camino. Un nuevo comienzo, un final feliz que da paso a nuevas historias. Voy desvelando los pasos que tengo que dar, aun cuando llegue a doler el alma al recorrer caminos que desconocía. Me gusta observar paisajes nuevos y volver a nacer cada mañana desde mis cenizas. Entiendo que la soledad es parte del camino, mi fiel compañera. Y tengo claro que la compañía de otros es también parte de mi vida. Ser joven de nuevo en el alma es posible, siempre que deje atrás las ataduras de mi alma vieja. Sueño con tener un corazón renovado, de carne, que sepa amar a Dios entre los hombres, sin poner freno. He descubierto la esperanza en medio de tanto dolor que hace que la vida parezca un sinsentido. Me sorprenden aquellos que juzgan rápidamente las decisiones de los demás, como si tuvieran acceso directo a su alma, como si ellos nunca hubieran cometido errores. Tal vez las heridas del pasado condicionan los pasos que doy y duele el alma muy dentro. He viajado por muchos lugares esperando encontrar la paz que me faltaba. Hasta que he detenido mis pasos para mirar dentro de mí. Sé que es ahí, en lo más hondo, donde la paz se encuentra. Me faltaba sólo eso para que sucedieran cosas realmente importantes en mi camino. Necesito tener más silencio, menos miedos y más calma. Las cosas importantes suceden cuando menos las espero.

Si pudiera volver a atrás, ¿qué haría? Si pudiera regresara en el tiempo al menos veinte años, o treinta, o cuarenta. Si pudiera tomar otras decisiones, deshacer enredos, enmendar errores. Si pudiera detener la mano que al final golpea, acallar el grito que rompe la piel, contener el torrente de todas mis rabias, sostener el miedo que no me dejó hacer. Si pudiera volver al instante olvidado en el que el futuro se abría ante mí, sin manchas, en una abanico de mil posibilidades. Si sólo pudiera regresar en el tiempo, como quien no entiende bien cómo es la vida. Aún en ese caso imposible volvería a tomar decisiones similares. No son los errores, los pecados, las caídas algo que no forme parte de mí. Soy como soy gracias a lo vivido, consecuencia de mis decisiones buenas o malas. Me ha forjado el viento huracanado. El temporal ha hecho endurecer mi carne. El alma que me habita ha crecido hacia dentro en momentos de miedos, de dolor. He sembrado esperanzas sin saber cómo lo hacía. He pintado paisajes que nunca conocí. No me da miedo el regreso a ese punto de origen. Volvería a querer a quien ahora quiero. Volvería a amar a los que un día amé. No quiero quitar nada de lo que es mi vida. Por eso siento que soy bastante agradecido. No todo salió bien. No todo hoy me fascina. No importa, es mi historia, y cuentan las marcas en mi piel. Miro hacia atrás sin miedo, sé lo que hay en mi interior. No me olvido de nada realmente importante, los detalles ya bailan en mi frágil memoria. Lo que de verdad cuenta queda y lo recuerdo bien, se ha pegado a la emoción que habita muy dentro de mi corazón. Agradezco alegre por todo lo vivido. Miro hacia atrás valiente y lo recuerdo todo. Conservo nombres, caras, historias, palabras, silencios, escenas. No quiero olvidarme de nada. Quiero agradecerlo todo. Me da miedo no estar a la altura en el recuento de los méritos. Por eso no quiero olvidar que es el perdón final lo único que me salva. Y mirando hacia delante quiero ahuyentar los temores. Que la valentía sea fuerte dentro de mi corazón. Emprendo viajes audaces. Navego mares revueltos. No me asustan los fracasos que puedan sobrevenir. Todo podrá salir mal. Y los días pueden ser cortos. Es tan frágil la vida que no me asusta perderla. Como leía el otro día: «No hay fecha límite para hacer las cosas como se deben hacer, para cumplir los sueños, para conseguir lo que uno quiere. Nadie tiene derecho a decidir cuándo uno debe dejar de soñar»[4]. No puedo volver al pasado, ya lo he visto, no se puede. Lo que puedo es hacer las cosas mejor. Puedo inventar nuevas rutas. Puedo navegar por nuevos mares. Soñar, sí, soñar con los imposibles. Saber bien lo que deseo. Escribir mi lista de sueños, para no olvidar nada y que todo quede escrito. No dejaré de soñar, tengo todo el tiempo del mundo para vivir como quiero, como Dios quiere. Él sabe mejor que yo todo lo que me conviene. No me asustan las desgracias que me puedan ocurrir. No temo elegir el camino incorrecto. No temo hacer lo que no debo hacer. Quiero un corazón valiente. Al final de mi vida sólo me arrepentiré de lo que no haya intentado. Lamentaré los abrazos que no di, los caminos que no emprendí, las hazañas que no intenté. Me arrepentiré de los silencios que guardaron palabras importantes. De las citas a las que no asistí por miedo al compromiso. De las propuestas que alejé de mí por miedo a que pesaran demasiado. De las relaciones que dejé morir por miedo a que se hicieran demasiado importantes. Salí por la puerta de atrás de muchos lugares, por no enfrentar el desencanto de los que querían más. Es cobarde no enfrentar a los que esperaban más de mí cuando no estoy dispuesto a dar más, por cansancio, por hastío. La soledad no es cruel cuando es buscada. Las verdades que se dicen sin caridad son puñales lanzados con rabia. Las palabras que no dije se pudren dentro del alma. Los caminos más desagradables son los que evité. Temía que me llevaran al lugar equivocado. Quizás tenía razón Séneca: «Cuando no sabemos a qué puerto nos dirigimos, ningún viento nos es favorable». Quiero saber a dónde me dirijo. Entender quién soy de verdad y para qué valgo. No sirvo para todas las misiones posibles que se presentan ante mis ojos. he aprendido a dar gracias y a confiar. Son dos caras de la misma moneda. El corazón agradecido confía. El corazón confiado agradece. La acción de gracias alimenta la confianza. El niño que confía es capaz de agradecer cualquier cosa que recibe. No cree tener derecho a todo lo que tiene. Sonríe al saber que la vida es mucho más bella de lo que algunos le han contado. Aprender a escribir canciones preciosas es una tarea para toda la vida. desentrañar los misterios que se presentan ante mis ojos es una labor bastante entretenida. No le tengo miedo a los que me amenazan con quitarme la vida. Estoy en las manos de Dios y eso es lo que me basta para ser feliz hasta el fondo.

Hoy escucho unas palabras que me conmueven: «Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste. La palabra del Señor era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerlo, y no podía». Son palabras del profeta Jeremías. Se dejó seducir por el amor de Dios y su palabra se convirtió en fuego, en hoguera permanente en su corazón. Esa imagen me impresiona. Y responde a algo que siento en mi corazón tan a menudo. Así lo expresa el salmo: «Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío. Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua». Mi alma tiene sed. Necesito que Dios sacie mi sed, calme mis ansias, alimente el hambre que siento en mi interior. Dios me seduce para calmar la necesidad que se hace fuerte en mi corazón. Cuando eso sucede hago mías las palabras del salmo: «¡Cómo te contemplaba en el santuario viendo tu fuerza y tu gloria! Tu gracia vale más que la vida, te alabarán mis labios. Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote. Me saciaré como de enjundia y de manteca, y mis labios te alabarán jubilosos. Porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo; mi alma está unida a ti, y tu diestra me sostiene». El amor de Dios no abusa de su poder, no se impone por la fuerza, no me presiona para que acepte su presencia a su lado. El amor de Dios es infinitamente respetuoso. Aguarda a que yo abra la puerta para dejarlo entrar. Esa forma de actuar de Dios en mi vida me da paz. Él no busca que yo ceda por presión. Busca que le diga que sí conmovido por su paciencia. Está ante mí y espera el mejor momento para actuar. No fuerza, no agrede, no insiste. Pienso en mi historia de amor con Jesús. Nunca me presionó. Nunca forzó mi sí. Me sedujo, me buscó, caminó a mi lado esperando oír mi voz. Sabía que necesitaba tiempo para enamorarme. No me pidió que diera pasos acelerados. Aguardó a mi puerta. La imagen de un Dios seductor llena mi alma. Así es ese Jesús al que sigo. Un amante que enamora. Quiero estar a su lado, no por obligación, no porque sea el único camino para mi vida. Me invitó a seguir sus pasos de una forma diferente, rompiendo los moldes que yo tenía previstos. Me dejé seducir y seguí sus pasos aún sin saber qué sentido tenía lo que estaba haciendo. Al mirar hacia atrás, rebuscando en mi pasado, mi corazón se alegra. Brota la alabanza en mi interior. Jesús me busca y quiere que ame como soy amado. Quiere que trate a los demás como Él me trata. No quiere que fuerce nunca la conversión de nadie. No me pide que exija perfecciones que yo mismo no vivo. No desea que viva obligando a los demás a decirle que sí en todos los campos de su vida. No tiene sentido vivir de esa manera. Forzado, obligado. Dios no obliga, no presiona, sólo seduce. Y su amor se hace fuerte en mí cuando me dejo amar. ¿Quién soy yo para Dios? Soy su hijo, su niño, su instrumento. Soy su lugar de descanso. Soy su deseo hecho carne. Soy el que soy, no el que debería ser. No soy perfecto, soy humano y me llama a seguirlo por los caminos. su amor me salva, me levanta, me sostiene. Creo en ese Dios que es amor. Y siento que su misericordia es la que me da vida. Hoy me dice el apóstol: «Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable. Y no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto». Soy hostia vida, santa, agradable a Dios. pero no porque sea capaz de amar sin manchas ni pecados. No porque haga todo bien y nunca cometa pecados. No, el amor de Dios es el que me salva y me levanta por encima de mis límites. Me hace volar y soñar con cosas imposibles. El amor de Dios es más fuerte. No quiero vivir según el mundo. Quiero vivir cerca de Dios para poder discernir en todo memento lo bueno, lo que agrada, lo perfecto. El fuego dentro de mí me impulsa a vencer todos mis límites y tentaciones. Es más fuerte el amor de Dios en mi vida. Dios me hace creer que soy valioso, que mi vida merece la pena y que puedo ser mejor aún, si me dejo querer por Él, si dejo que su fuego incendie mi corazón. Siento que puedo llegar más lejos, más hondo, más alto. Si le permito a Dios entrar dentro de mí. Me seduce sin esfuerzo. Llega a mi vida y me saca de mi rutina y me enseña un camino mágico que lleva a lo alto del cielo. Me alegra ese Dios que construye en mi interior un lugar seguro, puro, limpio, sano. Un espacio en el que Él puede venir y quedarse conmigo. Es el Dios que camina a mi lado y me salva. Siento que su amor es más fuerte que todas mis resistencias. Por eso decido no seguir luchando contra lo imposible. Dios me ama tanto que la llama en mi interior se vuelve a encender. Sin ese amor no tiene sentido seguir a Dios. No lo sigo por rutina, por obligación, lo sigo enamorado. Y sé que sin ese fuego no es posible enfrentar todas las dificultades del camino. Cuando sé que Dios está a mi lado nada me turba. Su presencia me salva y me sostiene. Dejo de tener miedos que me paralizan. Me ha llevado al desierto para seducirme, para mostrarme un camino de plenitud. Su presencia me da esperanza desde el primer momento. Su alegría es mi alegría. Llevo demasiado tiempo creyendo que soy yo el que consigue, el que construye, el que logra. Y necesito recordar que no soy yo, que sólo soy consecuencia de un amor más grande que me moldea. Así es el amor de Dios que me seduce y me lleva donde yo nunca había pensado ir.  

La semana pasada Pedro responde bien a la pregunta sobre Jesús. Responde con una sabiduría que le viene del cielo. Jesús es el Mesías, el Salvador, el Hijo de Dios. Jesús aplaude su respuesta y le dice que Él es la roca sobre la que asentar el reino de Dios. Le da las llaves. Hoy cambian las cosas. Jesús comienza a explicar lo que le va a pasar al Hijo del hombre: «En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día». Habla de forma profética. Es difícil que el Hijo de Dios sea querido por todos. Ese amor inmenso conmueve e incomoda al mismo tiempo. ¿Quién puede responder a tanto amor? Es imposible. El hijo del hombre será rechazado. No le irá bien. Sus planes no llegarán a realizarse como todos esperan. Los planes de los hombres son otros. Otros son sus deseos y anhelos. Y cuando no confío en un Dios que sostiene mi vida por encima de todo, tiemblo. Me asustan los problemas. Que las cosas no resulten como yo esperaba. Así es la vida. Es todo muy complicado. No resultan mis sueños y sufro, lloro, me rebelo lleno de rabia. La palabra padecer no me gusta. No quiero sufrir, no quiero pasarlo mal. Me pasa como a Pedro, que creo que lo mejor en la vida es que salga todo bien: «Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: - ¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte». Yo se lo digo también a Dios muchas veces. Le digo que no es posible que vayan mal las cosas. Que lo mejor es que todo salga como a mí me conviene. Muevo todos los hilos para que no se pierda el rumbo. Quiero el éxito. Quiero triunfar. No me gusta el fracaso. Que no lo permita Dios, grito en mi alma. No puede pasarme nada malo. No pueden sucederme las desgracias. No puedo morir ni enfermarme. No puedo fracasar en mis empresas. No puede ser que mis planes no lleguen a realizarse. Me he convertido en dueño de mi vida. Hago planes y busco la mejor solución para todos los problemas. Yo digo, hago, pienso, decido y todo tiene que resultar como deseo. Cuando algo no encaja, intervengo. Cuando hay un fracaso, aparto al culpable. Cuando no resultan bien las proyecciones, decido qué hacer. ¡Cuántas veces vivo como si Dios no existiera! No cuento con Él en lo que decido. Actúo movido por un único deseo, que la vida salga bien. Que los planes resulten como estaba previsto. No me importa que queden heridos por el camino si logro el fin que persigo. Incluso llego a justificar los medios que uso cuando el fin me parece bueno. Le digo a Dios que creo en Él, que me fío de su camino. Pero sólo cuando las cosas van sobre ruedas. No después, cuando llega el fracaso. En ese momento me olvido del Dios que me ama con locura y me sostiene en medio de mis miedos. Lo olvido, porque creo que no ha entendido bien lo que a mí me conviene. Y como Pedro le aconsejo. Él tenía razón. Jesús debería saber más de estrategia. Había que actuar de una manera en la que la muerte no estuviera tan cerca de ellos. Si cambiaba su estrategia todo saldría bien. Me sorprende entonces la dureza de las palabras de Jesús: «Jesús se volvió y dijo a Pedro: Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas corno los hombres, no como Dios». Muy poco antes Pedro era el modelo, el ejemplo porque había respondido correctamente a una pregunta. Sin embargo hoy Pedro no responde bien, no sabe qué es lo correcto. Y Jesús lo compara con Satanás. Porque también el demonio, cuando Jesús estaba en el desierto, lo tentó. Lo hizo de la misma manera. Le dijo que tenía que perseguir el éxito, hacerse con el poder y lograr que todo le saliera bien. Así sería verdaderamente un Dios todopoderoso. La muerte no podía ser el camino. Jesús compara a Pedro con ese Satanás que quería hacerlo tropezar. Son palabras parecidas, seductoras. Si quieres triunfar sígueme, adórame, sírveme, ya verás cómo todo va a ir bien para todos. Me dejo llevar por las sombras de ese lugar en el que no hay luz. Si me vendo, lograré que muchos me sirvan. Si me adapto a lo que esperan de mí, conseguiré seguidores. Si cedo en mis principios y valores tendré más amigos que me protegerán. El poder levantará un muro que me aislará del mal. Nada podrá hacerme daño. No necesitaré confiar porque estará asegurado el éxito, lo habré comprado. El mal no tendrá poder sobre mí porque ya seré yo un servidor de este mismo mal. Cuando pienso como el demonio, no pienso como Dios. No confío en Él. No me abro a su presencia. Me hago esclavo de los hombres para conseguir el bien que deseo. Me vendo, cedo, me pongo a servir a otros porque Dios me asusta. No me promete lo que yo más deseo. Siento que me irá mejor si no me acerco demasiado a su luz. En la oscuridad parece todo más seguro, más bello. Dejo de pensar como Dios y pienso como los hombres. Jesús aparta a Pedro a un lado. Antes era la piedra sobre la que asentar su Iglesia. Tenía las llaves del reino. Ahora es como ese Satanás que tienta a Jesús. Apártate de mí, le grita. Antes era el elegido, ahora es el rechazado. Todo porque ha creído que el mejor camino, el válido, era el de los hombres, no el de Dios. Era el que todos tendrían que seguir, porque era más seguro.

Jesús propone un camino para mi vida que parece imposible: «Entonces dijo Jesús a sus discípulos: - El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta». Son las paradojas de Dios que me confunden. Yo creo que si me guardo y protejo me salvaré. Eso lo sé por mi vida. Si me protejo y cuido me irá mejor que si me abandono y suelto. Salvo mi vida para cuidarla. Y Jesús me pide que suelte amarras, que deje de protegerme tanto, que no me cuide. No lo entiendo. Quisiera tener la sabiduría para saber lo que hacer en cada momento. Soltar significa dejar ir. Soltar quiere decir no aferrarme a mis deseos enfermos y obsesivos. Soltar es un paso de confianza que me cuesta dar. Si no quiero ganar mi vida es cuando la salvo. Si no pretendo protegerme es cuando venzo. Son paradojas que no comprendo. Cuanto más suelto más logro. Cuando más entrego más gano. Cuando más amo, más me aman. Un corazón libre. Pierdo la vida y la acabo encontrando. Suelto las cadenas y obtengo la verdadera libertad. Y esa pregunta me persigue: ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿De qué me sirve vencer si al final estoy perdiendo? Hay una canción de John Legend que dice: «Incluso cuando pierdo estoy ganando». En el amor verdadero es así. Perder es ganar. Entregar la vida es recuperarla. Morir es vivir para siempre. Renunciar es ganar un amor inmerecido. Recibir más de lo que doy. No llevar cuentas del bien que hago ni del mal que me hacen. No vivir angustiado por un futuro que siempre es incierto. Me cuesta tanto confiar en ese Dios que me ha prometido no dejarme nunca solo. ¿De qué me sirve ganar el mundo entero? Como si al ganarlo llegara allí donde parece imposible llegar. Pero yo me empeño en conseguirlo. Quiero ganar el mundo, tener éxito, lograr lo que más deseo, tener más que nadie, ser más que muchos. Cuido mi vida para que no se pierda. ¿De qué me sirve? De nada, al final todo es pasajero. Estoy construyendo una vida para el cielo. Estoy tejiendo para la eternidad. No quiero ganar el mundo entero. Quiero tener a Dios en mi alma. Confiar en su poder. Él no va a dejarme solo. Decía el P. Kentenich: «Cuanto más convencido esté de que Dios se complace en mí, tanto más me esforzaré en ganarme aún más su complacencia. Pero si no lo reconozco, sólo veré lo obligatorio, el azote, la vara, pero no la complacencia de Dios que me atrae una y otra vez»[5]. Cuando pienso que en cada acto tengo que ganarme su amor me enfermaré en la tensión que siento por hacerlo todo bien. No es así la vida. Es más fácil que eso. No quiero complicarme demasiado. Dios me quiere en mi verdad. Ama mi vida como es. Y si eso lo tengo claro tendré más paz y libertad para vivir sin querer ganarme el cielo. Es un don y no necesito ganar el mundo, ni el cielo. Sólo necesito amar y saberme amado. Sólo seguir a Jesús sin tenerlo todo atado y seguro en mi vida. No sé lo que vendrá mañana. No sé el final de mis días. No conozco el desarrollo de cada día. No me importa. Dios me quiere y me cuida allí donde me encuentre. Sólo necesita que cargue con mi cruz y lo siga. Que tome sobre mis hombros lo que más me pesa y me ponga junto a Él, que vaya de su mano. Me da miedo fallarle y no estar a la altura y eso me hace daño. No soy capaz de negarme a mí mismo. No soy capaz de renunciar a nada por amor. Quiero estar siempre en el centro y sentir que las cosas suceden según mi voluntad. Tomar la cruz, lo que hoy me cuesta aceptar y amar. Mirar a ese Dios que me ama y sostiene. Ese Dios que me mira y me pide que vaya siguiendo sus pasos. No quiero equivocarme. Me asusta dar pasos en falso. Quiero ser valiente, dejarlo todo, cargar con mi cruz, perder la vida y seguir su llamada. Jesús me llama por mi nombre y quiere que escuche dentro de mi corazón. Quiere que me desprenda de mis ataduras y deseos enfermos. 

 



[1] Rafael Tarradas Bultó, La voz de los valientes

[2] Rafael Tarradas Bultó, La voz de los valientes

[3] María Martínez, La fragilidad de un corazón bajo la lluvia

[4] Rafael Tarradas Bultó, La voz de los valientes

[5] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

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