Homilía del padre Carlos Padilla - 30 de julio

Domingo 30 de julio de 2023 | Carlos Padilla

Domingo XVII Tiempo Ordinario

Reyes 3:5, 7-12; Romanos 8:28-30; Mateo 13:44-52

«Es semejante el Reino de los Cielos a un mercader que anda buscando perlas finas, y que, al encontrar una perla de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la compra»

30 julio 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«No todo lo que me pasa muestra con claridad el querer de Dios. Me hace falta sabiduría. Le pido a Dios un corazón sabio, prudente, calmado, justo, misericordioso, tierno»

Me gusta mirar a Jesús a los ojos. Cuando trato de mantenerme firme caminando sobre las aguas. Tiemblo, dudo y desvío la mirada. Cuando dejo de mirarlo a Él, dejo de confiar. Me quedo en mi barca con miedo porque me falta audacia y valentía para caminar hasta Él en la noche, en medio de la niebla. Dudo y la duda me hace temblar. Me gusta mirarlo a los ojos para verme allí reflejado. Su rostro, mi rostro. Su mirada seria y firme que me salva. Creo que su corazón me sostiene y me pide que confíe, que no tema, que sea hijo, que sea dócil. ¿Y la tormenta? Le grito compungido. ¿Qué hago con la tormenta? Él me pide que lo entregue todo. Como Abrahán entregó a su hijo en Moria. Quiere que confíe en su poder porque estoy en sus manos y no tengo necesidad de vivir con miedos. Es fácil desconfiar. Es demasiado fuerte la presión. Parece imposible llegar más alto, más lejos, más hondo. Miro a Jesús que me devuelve la mirada. Lo hace en mi barca cuando se despierta y calma con su voz profunda las aguas tormentosas. No quiero temblar más, no quiero desconfiar. Soy ese hijo pobre que lo ha perdido todo y sólo le salva confiar en un poder más grande. Dios proveerá y yo lo creo aunque no aparezca ningún camino a la vista, aunque no esté claro en qué dirección se encuentra el puerto seguro. Es la confianza en un amor imposible que Dios me tiene y me hará seguir remando en medio de aguas revueltas y profundas. Echa las redes a la derecha, me pide. Y yo creo en su Palabra aun cuando antes no haya pescado nada. Él lo sabe, conoce mi vida. Me mira desde la orilla como mi amigo. Echa las redes, me pide, y yo lo hago. Porque su voz tiene una autoridad nueva. Y me convence. Entonces la pesca se vuelve milagrosa y todo supera lo esperado. Más lejos de lo que yo había soñado. Más pleno que lo que esperaba. Es un milagro. Creo entonces en su misericordia, en su amor incondicional. Haga lo que haga. Sin importarle mis méritos, ni mis logros. No hace falta que lo haga todo bien. Tengo derecho a fallar, a cometer errores. La misericordia es la respuesta. Y me dice que yo tengo que ser misericordia para otros. Me empeño en cumplir y acabo exigiendo a los demás que también cumplan, que muestren lo que saben, que hagan bien las cosas. Me olvido de la misericordia y valoro mucho más el mérito, la fidelidad, los aciertos, los logros, las victorias. Me da miedo ser débil. Quiero entender que la misericordia es lo que me salva. ¿Me amas más que estos? Jesús lo sabe todo, Él sabe que lo amo. Yo me olvido del amor, de la misericordia recibida, del amor que me ha levantado de mis caídas. Un amor que acompaña, que abraza con ternura, que salva de la soledad, que levanta del abandono. Un amor que me cubre con un abrazo de amigo, de hermano. Ese es Jesús que camina a mi lado por mi vida. Me sostiene cuando me faltan las fuerzas. Y me invita recordar todo lo que me ha salvado. ¿De qué voy hablando en el camino? De mis miedos, de mi impotencia, de mi incapacidad de amar. Y Jesús me recuerda que estoy hecho para algo más grande. Para una pesca milagrosa, para salvar a los hombres en su soledad. Estoy hecho para anunciar su esperanza. Una luz en medio de la noche. No me olvido de lo que he vivido. He sido salvado en mis tristezas por un Jesús que es signo de alegría y esperanza. La vida se juega en ese momento en medio de la tormenta, en medio del calor de ese camino que asciende sin descanso, en medio de una red vacía que yo echo al mar porque me fío, porque confío. Y su mirada, siempre de nuevo su mirada salvándome. A mí, niño pobre, abandonado y solo en medio de las aguas. Una mirada que me enseña a confiar, a navegar, a caminar, a luchar hasta el último esfuerzo. No importa cuánto cueste, ni cuánto tiempo lleve. Me gusta mirar a ese Jesús alegre que me dice que mi vida vale la pena. Que todos mis esfuerzos tienen un sentido. No me pide que lo haga todo bien. No me exige un alma pura porque sabe que he caído, pero me da su aliento y su esperanza para que yo abrace a otros dando esperanza. ¿Me amas? Resuena esa pregunta en mi corazón y yo sé que Él sabe que lo amo. Lo sabe todo y eso me anima. Él sabe que la vida merece la pena cuando se vive con un sentido. No estoy yo solo en estas batallas. Otros luchan a mi lado y me sostienen. Su oración y su alma. Su vida junto a la mía. Confío. He levantado la mirada al cielo esperando escuchar la voz de Dios. Quiero que mi hijo entregado se salve, que mi vida ofrecida encuentre una salida, un camino. Y escucho la voz de un Dios providente. Es el Señor, lo reconozco y sé que va conmigo. Su mirada, su mano, su abrazo, su palabra, su pan partido. En su mesa se me hace evidente que es siempre Él quien está a mi lado.

No sé bien cómo se hace para renovarme en mi sí. Se toma la historia pasada, los años transcurridos, el tiempo que se me ha escapado en un abrir y cerrar de ojos. Y de repente Dios me pide que le diga de nuevo que le quiero. Tú ya lo sabes, le digo yo a la defensiva, como queriendo esquivar esa pregunta siempre nueva, siempre la misma. Decir que sí una sola vez en la vida es fácil, no incomoda. Una vez y ya está, que me dejen tranquilo, que no me pregunten de nuevo. Ya lo hice, ¿qué más quieren? ¿Qué esperan de mí? Ahora me siento frente al mar y dudo. Un nuevo sí, un te quiero pronunciado con el alma, en el silencio de la noche, cuando nadie habla y todos callan. Un silencio que resuena dentro de mi alma. Una pregunta que flota como un barco a la deriva entre las aguas. ¿Me amas? Resuena tu voz, Jesús y la sigo oyendo. Como aquella primera vez cuando me señalaste con el dedo. No era necesario. Había más a los que llamar a un viaje de locos. No hacía falta que me llamara precisamente a mí. Me duele el alma muy dentro al recordar ese momento lleno de voces, de imágenes, de sonidos familiares, míos, de Dios, cuando me rompí al llamarme, al responderte. Y la complicidad de tu mirada, de tu voz que yo acababa de reconocer como una voz que se oía dentro y lejos al mismo tiempo. Dentro de mí y fuera. Como si una misma voz pronunciara palabras impronunciables y yo sólo pudiera oírlas, saberlas, entenderlas, nadie más a mi lado. Ahora ya ha pasado mucha agua por el río de mi vida. Ha habido muchos silencios y muchos ruidos. Muchas melodías dormidas y olvidadas. Mucha paz y mucha guerra, muchos abrazos y muchos reencuentros. Compañías sagradas que me enseñaron el valor del tiempo, y de la vida. La oración en silencio y las canciones que despertaban mi amor una y otra vez, cuando parecía que se secaba. Y el tiempo, siempre de nuevo el tiempo desconocido que se me abría en la mañana. Y la oportunidad de vivir con un sentido, sin miedo, con esperanza. He descubierto muchas heridas por el camino. Curiosamente las mías son las que más me han sorprendido e incomodado. Como un dolor seco dentro del alma, como una sensibilidad de la piel de mi alma que no me dejaba vivir tranquilo. Y la ansiedad por querer hacerlo todo bien y perfecto. Vanidad, era vanidad. Yo sabía que en el fondo no me habías llamado para que todo me saliera bien. Era mentira, esa era sólo mi pretensión, como si así pudiera comprarte tu amor y merecerlo. Me reconozco un principiante en el amor. Un hombre pobre con pocas respuestas y muchas preguntas. Y resuena entonces dentro de mí de nuevo tu voz, Jesús, en mi misma barca, dentro de mi corazón herido. Y allí vuelves a llamarme a la playa de mi descanso. ¿Me amas? Lo dices de nuevo. Sé que lo sabes. Yo lo sé. Lo he visto en tus ojos. Pero quieres que yo lo diga, que no me calle, que mi voz lo haga audible, para que sea más real mi deseo, mi sentimiento. Para que resuene mi voz en el silencio de la noche. Sí, Jesús, claro que sí, tú lo sabes todo. Y por eso sigo aquí prendido a tu corazón para no quédame solo. Para no sentir el vacío del abandono. Para que no sienta la culpabilidad por todas las cosas que no hice, que no logré, que no amé lo suficiente. Es tan difícil amar bien. ¿Cómo quieres que sepa amar si sólo soy un niño? No es mi amor un sentimiento. Ahora seguro que no, he caído muchas veces por el camino y me siento dolido, como si el mundo o Tú mismo me debierais algo. Pero no me debes nada. Me vuelves a llamar desde alta mar, desde lo hondo de un mar que de nuevo me llena de temores irracionales. Y si todo sale mal. Y si la barca se hunde. Y si mi fama es dañada, mi nombre, mi imagen. Y si me acusan. Y si me abandonan. Y si yo hago daño con el poder que tengo, tan pequeño, tan grande. Me vuelves a llamar y me da miedo. Me asusta la noche sin estrellas, el viento que no sé manejar, los agravios que no sé dirigir. Le miro a su rostro, a los ojos, espero que me pregunte de nuevo, tengo la respuesta lista. Sí, Jesús, te quiero, pero ahora no es como la primera vez, es diferente.  Ya no soy ese joven de entonces, ni tú caminas a mi lado sosteniendo mis pasos. No, ahora vienes a buscarme donde me encuentro. En mi rincón donde los silencios son más que hace años, y quizás los miedos. Me faltan las fuerzas de ese joven soñador. Sigo teniendo sueños, muchos anhelos y deseos. Te amo, Jesús, más que a mi vida. Luego en la vida concreta me cuesta más decirte que sí. Elijo otros caminos. Te niego como Pedro aquella noche. Me asusta no ser fiel. Necesito oír siempre tu voz que me llama a la orilla. ¿Me amas? Tú lo sabes, todo, Tú sabes que te amo. Y te sigo. Sin saber cómo lograré amarte bien, de forma madura. Tú te encargarás de cambiar mi corazón y hacerlo semejante al tuyo. En eso confío, eso espero. De otra forma sería imposible. Sólo por ti vuelvo a levantarme por encima de todos mis miedos. 

¡Cuánto cuesta reconocer que me he equivocado! ¡Qué difícil aceptar que he dejado a personas heridas a mi paso! Sin querer hacer daño lo hice, sin querer herir herí. Y luego yo acepto las consecuencias y el alma duele. Me gustaría volver atrás y borrar mi pasado, pero no es posible. Lo que hice queda. Como esa leche derramada o el jarrón roto que no tiene remedio. No puedo recomponer las piezas esparcidas. No puedo hacer que olvides mi ofensa, mis palabras, mis gritos, mi violencia. No puedo cambiar lo que te hice. Sólo puedo reconocerlo, pedir perdón y perdonarme. Saber que sin mi perdón algo quedará roto dentro de mí siempre. Sentir el perdón de Dios me ayuda, pero necesito ir más lejos. No minimizar los hechos, no querer pasar pronto la página para olvidar. Tengo que asumir que herir me dejó al mismo tiempo herido. Y esa herida tengo que reconocerla: «Una herida que no se siente es una herida que no sana»[1]. Siento la herida que me quedó en mí al herirte, al causarte un daño. No tapo, no reprimo, no justifico. De nada sirve. No pretendo decir que tu reacción fue excesiva, que no era para tanto. Que sabes cómo soy y conoces mis formas. Nada lo justifica. El daño es real. El que te hice, el que me hice. Todo lo demás son palabras bonitas, adornos, analgésicos para pasar el momento difícil. Reconocer los hechos como fueron sin pretender cambiarlos es un gesto de madurez. He herido, he dañado, he dicho, he hecho. No quiero endulzarlo para que todo parezca mucho mejor. En nada ayuda. Aceptarlo supone perdonarlo y eso es difícil cuando yo soy el culpable del dolor causado. Pongo mil excusas que me repito para calmarme. De nada sirve. Necesito el perdón, mi propio perdón. Tengo que darme ese perdón. Porque si no lo hago no saldré de dónde me encuentro, no avanzaré desde la verdad. Es un daño que hice y me hice al mismo tiempo. Todo lo que te hirió me hirió a mí también porque te quiero. Necesito querer perdonar para dar el siguiente paso: «La persona que no quiere o no puede perdonar difícilmente logra vivir el momento presente. Se aferra con obstinación al pasado y, por eso mismo, se condena a malograr su presente, además de bloquear su futuro»[2]. Yo quiero vivir más lejos del pasado, en el presente y mirando esperanzado el futuro. Esa forma de ver la vida me calma. No puedo cambiar lo que fue, pero puedo mejorar lo que viene. Para eso tengo que borrar el resentimiento. Porque es fácil pasar de culpable a víctima. Paso de ser el agresor para sentirme agredido con una rapidez pasmosa. Ofendo y al instante soy yo el que ha sido ofendido. Por ti, por tu desprecio, por tu odio, por tu olvido, por tu abandono, por las consecuencias derivadas de mis actos. Y el resentimiento se instala en mi alma. Me siento herido después de haber herido. Siempre es así. Hice daño y las repercusiones de lo que hice me dañan. Un camino de ida y vuelta. Y el resentimiento se instala en mí. Y entonces, como leía el otro día, me acabo enfermando: «Ahora bien, vivir irritado, incluso inconscientemente, exige mucha energía y mantiene en un estrés constante. Entenderemos mejor lo que ocurre si tenemos presente la diferencia entre el resentimiento, que engendra estrés, y la cólera, que no lo hace. Mientras que la cólera es una emoción sana en sí misma que desaparece una vez expresada, el resentimiento y la hostilidad se instalan de manera estable como actitud defensiva siempre alerta contra cualquier ataque real o imaginario»[3]. Vivo resentido. Vivo en tensión por si me hacen daño de nuevo. Vivo sin perdonar, sin olvidar. Paso de ser el victimario a ser la víctima. Con facilidad le doy la vuelta a las discusiones y parece que soy yo el que tiene razón y tú el que estás equivocado. ¡Qué difícil saber dónde se encuentra la verdad! No la poseo en su totalidad. Se me escapa. Hay una mirada de las cosas diferente a la mía. Y aunque quiera pensar que la mía es la válida, no es así, tú tienes también tus razones, tu lógica, tu verdad, tan verdadera como la mía. Y no son hechos, son sentimientos, percepciones, formas de entender la vida. Quisiera que todo fuera más claro pero no funciona. Lo único que libera el camino bloqueado es el perdón, la aceptación de la verdad y mirar la vida con ojos nuevos. Hace falta una conversión del corazón y mucha humildad para reconocer mi pequeñez y entender que no soy la peor persona que existe y al mismo tiempo no lo hice todo bien. Entre un extremo y el otro hay un largo camino que puedo recorrer. Desde el resentimiento a la reconciliación. Desde el deseo de olvidar al recuerdo que me hace más maduro, más humilde, más hombre. Mirar la vida de frente me da la fuerza para enmendar las cosas y ser mejor, vivir mejor y amar mejor. No puedo cambiar lo que hice pero sí puedo mejorar la realidad. Siempre es posible la redención. El perdón de Dios está ante mis ojos. No puedo dejar de pensar que Dios puede hacerlo en mi corazón. Puede ayudarme a recorrer este camino que pasa por la aceptación de la verdad de mi vida.

En ocasiones siento que no sé qué puedo pedirle a Dios. No sé lo que me conviene, lo que es prudente, lo que me hace bien. Y creo que necesito pedirle lo que más deseo conseguir en este momento. Le pido el éxito, el logro de mis sueños, alcanzar la meta que parece inaccesible. Miro hacia delante y tiemblo y quiero que Dios lo solucione todo. Por eso siempre me ha conmovido la respuesta que Salomón, un hombre sabio, le da a Dios cuando le pregunta qué desea: «En Gabaón el Señor se apareció a Salomón en sueños por la noche. Dijo Dios: - Pídeme lo que quieras que te dé. - Ahora Yahveh mi Dios, tú has hecho rey a tu siervo en lugar de David mi padre, pero yo soy un niño pequeño que no sabe salir ni entrar. Tu siervo está en medio del pueblo que has elegido, pueblo numeroso que no se puede contar ni numerar por su muchedumbre. Concede, pues, a tu siervo, un corazón que entienda para juzgar a tu pueblo, para discernir entre el bien y el mal, pues ¿quién será capaz de juzgar a este pueblo tuyo tan grande?». Salomón le pide a Dios que le cambie el corazón. Le pide que lo haga sabio, bueno, inteligente, capaz de discernir con sabiduría. Quiere aprender a distinguir el bien del mal y juzgar sabiamente a su pueblo. Ansía el discernimiento, anhela la capacidad de decidir entre varias opciones. Me impresiona esa petición. Salomón es un rey que tiene que gobernar a un pueblo numeroso, y tomar decisiones importantes. Pero él no le pide oro para gobernar con seguridad. No le pide más poder para vencer a los enemigos. No le pide una vida larga para disfrutar de su posición. No le pide tener éxito en todas las empresas que emprenda. No pide lo que cualquier otro rey pediría. No lo hace. «Plugo a los ojos del Señor esta súplica de Salomón, y le dijo Dios: - Porque has pedido esto y, en vez de pedir para ti larga vida, riquezas, o la muerte de tus enemigos, has pedido discernimiento para saber juzgar, cumplo tu ruego y te doy un corazón sabio e inteligente como no lo hubo antes de ti ni lo habrá después». Pide sabiduría para gobernar, para conducir, para hacer el bien y no el mal. Para soñar más alto. Para ser un buen rey, honrado y justo. Dios se lo concede. ¡Qué difícil es ser justo en los juicios que hago! ¡Qué fácil me resulta dejarme llevar por mis intereses, elegir lo que me conviene, favorecer a los cercanos, dejar de lado a los que no quiero! El poder siempre es tentador. Si tengo poder podré conseguir lo que quiera, lo que me interese, perjudicando a los que no son de los míos. Ser justo es un ideal que hoy no está en el centro de muchos corazones. Me duelen las injusticias y los abusos de poder. Me hace daño la impunidad y la imposibilidad de hacer efectivo mi derecho. Decía el Papa Francisco: «Cuando se respeta la dignidad del hombre, y sus derechos son reconocidos y tutelados, florece también la creatividad y el ingenio, y la personalidad humana puede desplegar sus múltiples iniciativas en favor del bien común»[4]. Lo que es justo es justo. Cuando se favorece la justicia, la sociedad en la que vivo será mejor, habrá más paz y se respetará la dignidad de todos. Me encantaría que los gobernantes pudieran pedirle a Dios ese corazón nuevo sería lo ideal. Haría que la vida fuera mejor, que cambiaran muchas cosas. Lamentablemente no sucede, no lo piden. Yo mismo necesito tener un corazón nuevo, más justo, más sabio. Me cuesta discernir lo que está bien y lo que está mal. Es difícil elegir entre lo que es bueno y lo que podría ser mucho mejor. Elegir entre dos bienes posibles parece imposible. Esa sabiduría me falta y se la quiero pedir a Dios para todos los ámbitos de mi vida donde debo tomar decisiones que afectan a otros. Lo que discierno para mí afecta a mi entorno, a las personas con las que comparto el camino. No son decisiones aisladas que sólo tienen que ver conmigo. Me afectan y afectan a los que caminan a mi lado. Discernir es un camino lento. Necesito mirar a Dios antes de precipitarme. Saber bien lo que me conviene y les conviene a otros. Dos bienes posibles se abren ante mí y le pregunto a Dios. ¿Qué quieres de mí? Necesito vivir en intimidad con el Señor para saberlo. Caminar de su mano mirando las estrellas. Es la única forma de poder elegir lo correcto, lo que me hace crecer como persona. No todas las elecciones me hacen bien. Algunas, incluso cuando elijo un bien, puede que ese bien no me convenga. No es tan sencillo discernir, elegir lo que suma más, lo que no resta. Elegir lo que me conduce a Dios y acerca a otros a su amor grande. Pienso en tantas decisiones que debo tomar en mi pobreza. No me precipito, miro el bien común, lo que es más justo, lo que ayuda más. Dejo de lado mi egoísmo y mi conveniencia. No siempre lo que parece convenirme es lo que Dios me pide. Miro a Jesús que muere en la cruz para darme la vida y no entiendo esos caminos confusos por los que deambulo. Quisiera que todo estuviera más claro. No todas las cosas que me pasan me muestran con claridad el querer de Dios. Me hace falta más sabiduría. Le pido a Dios un corazón sabio, prudente, calmado, justo, misericordioso, tierno.

¿Dónde está escondido el reino de los cielos, ese reino que ya está aquí en su comienzo? Ahora ya, pero todavía no. Presente en este camino que recorro a paso lento, soñando, esperando. Hoy me dice Jesús una parábola: «El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel». Es un tesoro escondido. Yo tengo tesoros en este mundo. Tengo sueños de la tierra que me dan alegría. Lloro y sufro por cosas pasajeras y caducas. En esa experiencia de dolor siento que necesito más, quiero más. No me dejan satisfecho las victorias temporales. Me hablan de un cielo que aún no poseo. Y de un reino que ya está vivo en mi alma y en mi corazón. Es lo que me dice Jesús en primer lugar, que el reino está dentro de mí, que vive dentro sin que me dé cuenta. Pero tengo que alimentarlo para que no muera. Si me olvido de ese reino que comienza en mí no seré feliz nunca. Viviré en el desierto buscando pequeños oasis que calmen una sed de infinito que llevo pegada a la piel de mi alma. Tengo claro lo que dice el apóstol: «Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman». Dios actúa para mi bien. No todas las cosas saldrán como espero. Pero en todas ellas estará Dios sosteniéndome. Interviene Dios en todo. No se desentiende de mí, provee, me cuida y me acompaña. Hay un tesoro escondido que yo desatiendo. En primer lugar está dentro de mí, oculto entre tanta maleza y olvido. Escondido donde no alcanzo a mirar, porque tengo los ojos volcados en el mundo. Y no miro en mi interior. Ahí está mi mayor tesoro. Mi felicidad está dentro de mí. Esa posibilidad de ser santo y pleno está en mi interior. Lo tengo todo dentro. No necesito nada más porque Dios ha escondido un tesoro en mi corazón. ¿Dónde está mi tesoro? Puede que esté en el dinero que deseo poseer, en el prestigio que quiero obtener, en los sueños materiales que quiero se hagan realidad y paso por encima de todos los principios que antes tenía. Para ser más rico, más poderoso, más feliz según el mundo. Me pierdo. Pienso en el tesoro escondido en un campo. Un tesoro por el que estaría dispuesto a venderlo todo, para comprar ese terreno y tener en mis manos ese tesoro. ¿Qué estaría dispuesto a dejar para obtener ese tesoro? ¿Qué es lo que me impide ser libre para hacerme con lo que de verdad me importa? Miro dentro de mi corazón. El reino de Dios es una perla: «También es semejante el Reino de los Cielos a un mercader que anda buscando perlas finas, y que, al encontrar una perla de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la compra». Una perla valiosa. Jesús usa imágenes muy plásticas. No cabe duda de que eso es lo que encandila mis ojos, un tesoro, un diamante, un bien inmenso que me hará feliz y me permitirá vivir sin preocupaciones. Porque pienso que el dinero y el poder me darán paz y así viviré sin temer el futuro. No es cierto. Aunque sea el hombre más rico y poderoso de la tierra no podré controlar el futuro, lo que va a pasar mañana. No tendré el poder de decidir lo que ha de suceder. Constato con amargura que no soy feliz aunque lo tenga todo aparentemente. Me falta algo, o brota el miedo a perder lo que ya tengo, ese tesoro, ese diamante. O me comparo y veo que otros tienen más, son más ricos, tienen más poder. Y me angustio. Decía Santa Teresa de Jesús: «Está claro que no puede uno dar lo que no tiene, sino que es menester tenerlo primero. Pues, créanme que, para adquirir este tesoro, que no hay mejor camino que cavar y trabajar para sacarle de esta mina de la obediencia; que mientras más caváremos, hallaremos más». El tesoro es Dios y está en mi corazón. Lo veo en las personas que me llevan a Dios. Excavo más en mi alma buscando el tesoro escondido. El reino de Dios no es sino la presencia de Dios en este mundo. En cada corazón que ama y hace el bien está vivo el reino. Allí donde alguien entrega su vida con humildad está Dios actuando, el reino está vivo. En los momentos en los que parece todo perdido surge una luz, es el reino que se hace presente en la oscuridad de este mundo. Tengo que encontrar esa luz oculta. Voy a lo más hondo para encontrar la perla que es Dios, el tesoro que es su presencia en mi vida. Cuando hago la voluntad de Dios logro que el mundo sea mejor. Hoy escucho: «Por eso amo yo tus mandamientos más que el oro, más que el oro fino». Hacer la voluntad de Dios se convierte en una ganancia. Y esa voluntad supondrá dejar cosas, renunciar a algunas, amar por encima de cualquier rencor o desamor. Me da una capacidad única de sacrificarme por el hermano. El tesoro de Dios en mi alma me da la fuerza necesaria para enfrentar las dificultades de la vida. Dios me da la fuerza. Tengo que buscar el tesoro, la perla oculta dentro de mí mismo. No tengo que vivir desparramado en el mundo. Me concentro. Miro dentro y excavo buscando la fuente de mi vida, de mi felicidad. quiero saber lo que de verdad me da fuerzas para vivir. ¿De dónde brota el agua que necesito para vivir? Hay hábitos que me ayudan a buscar dentro de mí a Dios. Hay costumbres que me colocan en el centro de lo importante. Hay otras actitudes y costumbres que me sacan de mi centro y no me permiten vivir enamorado. Quisiera tener esa mirada sabia para mirar muy dentro del corazón. Quisiera abandonar esos otros tesoros que no me dan esa felicidad que busco desenfrenadamente.

Jesús usa hoy otra parábola. Me habla de la red y de los peces: «También es semejante el Reino de los Cielos a una red que se echa en el mar y recoge peces de todas clases; y cuando está llena, la sacan a la orilla, se sientan, y recogen en cestos los buenos y tiran los malos. Así sucederá al fin del mundo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de entre los justos y los echarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes. ¿Habéis entendido todo esto? Dícenle: Sí. Y él les dijo: - Así, todo escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos es semejante al dueño de una casa que saca de sus arcas lo nuevo y lo viejo». Es la red de los peces buenos y los malos. Como la semilla buena que crece junto a la cizaña. Hacer el bien o elegir el mal está siempre en mi mano. No estoy obligado a ser feliz, ni a vivir amando. Nadie puede obligarme a amar, no saldría de mi corazón un auténtico amor. Dios me seduce con su amor y saca lo mejor de mí. Por eso sé que tengo que elegir su camino para no quedar fuera de su reino: «Mi porción, Señor, es guardar tus palabras. Un bien para mí la ley de tu boca, más que miles de oro y plata. Sea tu amor consuelo para mí, según tu promesa a tu servidor. Me alcancen tus ternuras y viviré, porque tu ley es mi delicia. Por eso me guío por todas tus ordenanzas y odio toda senda de mentira. Maravillas son tus dictámenes, por eso mi alma los guarda. Al abrirse, tus palabras iluminan dando inteligencia a los sencillos». Me gustan estas palabras. Me guio por lo que Dios me pide. Porque sus mandatos me dan vida y me salvan. Esa mirada de Dios sobre mi vida es la que me sostiene siempre. Él quiere mi bien y lo que me pide como camino es lo que me conviene. Elegir el bien es lo que me hace más pleno. El bien siempre construye mi corazón, lo purifica de todas sus impurezas. Amar a Dios y a los hombres ensancha mi alma y la hace nueva. Esa forma de mirar es la que me salva. Dios me mira y sabe que dentro de mí hay un tesoro inmenso que no puedo guardarme. Lo tengo que dar. Y para eso me hace ver en qué camino voy a ser más feliz. A menudo creo saber la voluntad de Dios. No es tan sencillo. Sus caminos se esconden entre las sombras. En medio del bosque no logro distinguir los árboles, ni hacia dónde tengo que ir. Al final las elecciones que me salvan son las que me hacen ser mejor persona. Leía hace poco: «Cuando puedas elegir entre tener razón y ser amable, elige ser amable». Porque la amabilidad construye y sana los corazones. Elijo ser feliz, no a costa de los demás, no por encima de los deseos de mis hermanos. Elijo ser buena persona, antes que muy capaz e inteligente. Elijo amar siempre y no despreciar al que no me parece tan bueno. Elijo ser humilde y no dejarme llevar por el orgullo que me hace daño y endurece. Elijo la paz porque la violencia saca de mi corazón los peores sentimientos. Elijo la verdad porque la mentira me enreda y no sé por dónde salir. Elijo escuchar al Dios de mi alma y no ir de un lado a otro dejándome llevar por lo que todos quieren y esperan de mí. Elijo la prudencia para no dejarme llevar por mis impulsos más primarios. Elijo la sinceridad, pero sin hacer nunca daño de forma gratuita. Elijo el bien de todos antes que el mío propio. Elijo al débil antes que pegarme al arrogante y poderoso. Elijo la luz antes que arrastrarme por las tinieblas de este mundo. Elijo la libertad para no vivir en la esclavitud de mis deseos. Elijo la amistad porque es la forma que tengo para darme a mi hermano en todo momento. Elijo llorar con el que llora y reír con el que ríe. Ayudar al que más lo necesita y no vivir centrado en lo que a mí me interesa. Elijo perder el tiempo con el que me busca y no ser egoísta a la hora de entregarme. Elijo el amor sincero y no engañar a nadie con falsas palabras que no enaltecen. Elijo la solidaridad para no dejar solos y abandonados a los que más necesitan. Opto por lo que les conviene a otros y no siempre me quedo con lo que a mí me interesa. Soy más de Dios cuando más elijo su camino. Soy más niño cuando más opto por seguir sus mandamientos. Mi mirada es más pura cuando su reino comienza a crecer en mi corazón. Soy más del reino cuando más le pertenezco y vivo para Él. Me gusta pensar que siempre estoy en camino. Que mis elecciones de ahora son tan importantes como las que luego vendrán. No trato de ser el mejor en todo. Sólo quiero dejarme hacer por la mano del Alfarero, Él sabrá cuál es la obra final de mi vida. El que soy ahora saluda con mucha paz al que seré mañana. Mi madurez crece en el amor a Dios. Cuanto más lo ame más sabio seré, y más de Dios. No pienso tanto en mí como para obsesionarme. Acepto que la vida es la que es con mucha paz. El tesoro más grande es el que aún está por venir. Todo va a salir bien y será mucho mejor que ahora.

 



[1] John Eldredge, Salvaje de corazón: Descubramos el secreto del alma masculina

[2]Jean mongourquette, Cómo perdonar

[3]Jean mongourquette, Cómo perdonar

[4] Papa Francisco, Encíclica Todos hermanos

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