Homilía del padre Carlos Padilla - 31 de enero de 2021

Domingo 31 de enero de 2021 | Carlos Padilla

IV Domingo Tiempo ordinario

Deuteronomio 18,15-20; 1 Corintios 7,32-35; Marcos 1,21-28

«¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen»

31 enero 2020    P. Carlos Padilla Esteban

«Toda decisión implica un riesgo y por eso siempre exige que sea capaz de dar un salto de fe en el vacío y confiar en que Dios no me va a soltar de la mano»

Quiero detenerme hoy a meditar el paso que dio el P. Kentenich el 20 de enero de 1942. Ese día el Padre simplemente supo que no tenía que hacer nada más. Que no tenía que tomar más iniciativa y sólo esperar. No tenía que hacer nada por evitar ir al campo de concentración. Si Dios así lo quería le libraría Él mismo de ese mal. Ese día me enseñó que en la vida hay momentos en los que tengo que decidir haciendo cosas y hay otros en los que decido sin hacer nada. Hay encrucijadas en la vida en que tengo que actuar, construir, levantar, derribar, empezar, hablar, motivar, ayudar. Hay otras situaciones en las que me tengo que quedar quieto y callar, y no hacer nada. Simplemente esperar a que la voluntad de Dios se cumpla en torno a mí. Son momentos decisivos en mi vida en los cuales simplemente contemplo mi presente como es y le pregunto a Jesús: «¿Qué es lo que quieres de mí ahora, con todo lo que está pasando? ¿Qué esperas, qué deseas?». Y entonces acepto en mis manos lo que tengo, los restos de mis sueños rotos, los anhelos caídos, el dolor de la pérdida y la derrota. No puedo hacer nada por cambiarlo. Sólo puedo permanecer quieto, con paz, añorando quizá lo que he perdido, deseando tal vez lo que aún no poseo. Porque en algún momento de un futuro no muy lejano ocurrirá algo que lo cambiará todo. Tal vez será algo que no coincida con lo que yo deseo. O quizás ese algo sí se corresponda con lo que sueño. No lo sé, eso no importa porque no está en mis manos. Lo que sí está en mis manos es lo que hago o no hago con el presente que tengo ante mis ojos. De mí depende cómo quiero vivirlo. Con ansiedad, con angustia, derribado por mis miedos. O confiado y sabiendo que mi vida está en las mejores manos, en las de Dios. De mí depende lo que haga y cómo lo viva. Puedo intentar cambiar la realidad a la fuerza, a base de golpes y cabezazos. Puedo ponerme una venda en los ojos para tapar el mundo y negar lo que veo cerrando los ojos. Puedo intentar apartar con rabia lejos de mis pasos lo que no me gusta. Puedo hacer tantas cosas por cambiar lo que tengo entre mis manos. Pero tal vez hay momentos, como aquel 20 de enero, en los cuales lo que decido es simplemente estarme quieto, callarme y no decir nada, no hacer nada por evitar que suceda lo que más temo. En esa situación sólo me queda esperar paciente a que Dios me diga lo que quiere de mí. Y decirle que sí, que acepto la vida como es, no como a mí me gustaría que fuera. Me turba el futuro incierto y los pasos que doy sin saber bien hacia dónde. Dejo de hacer planes de repente para vivir con paz lo que me toca. En eso consiste vivir la vida inscrito en el corazón de Jesús. De esa manera es posible vivir con paz cuando me abandono en manos de María. ¡Cuánto me cuesta vivir así! No tengo que hacer nada, sólo besar la realidad como se presenta. Darle mi sí valiente y decidido. Sostener el cáliz ante mis ojos sabiendo que su sabor puede no gustarme. Quizás no lo hubiera elegido, de haber podido. Pero ahora sólo elijo besarlo, beberlo, aceptarlo. El P. Kentenich esa noche no intentó encontrar con medios humanos caminos alternativos. Ahora yo podría hacer lo mismo, buscar otros caminos, otras salidas, otros paisajes, otras posibilidades abiertas ante mis ojos. Podría hacerlo, pero no lo hago, porque elijo el presente que tengo y me decido a dejar que Dios sea el que me vaya mostrando el camino con su paso seguro. Él sabe mejor que yo lo que me conviene. Yo no lo sé y me confundo con frecuencia. Quiero imponer mi voluntad. O la que el mundo quiere para mí, la que han pensado. Y vivo en tensión queriendo hacer realidad lo que sólo son sueños o palabras bonitas. Vivo de las expectativas de los demás o de las mías propias. Y así no soy feliz, por esa tensión que me atenaza por dentro. Cuando quiero controlarlo todo para que sea lo que yo espero, lo que sueño, lo que otros esperan o sueñan. Y esa tensión me amarga y me quita la sonrisa. No quiero vivir así. Suelto las riendas como hizo el Padre esa noche. Sin querer protegerme siempre. Sin querer evitar errores. Sin querer que todo sea perfecto y bendecido. Sin pretender una vida que no es la mía. Hoy me mira Jesús como miró al P. Kentenich esa noche. Y yo beso la cruz, el presente, tomo su cáliz y me libero. Y una paz venida del cielo inunda mi alma. Descanso en sus manos y le cedo a Dios el timón de mi barca.

A veces un juego me puede enseñar a vivir. O la forma de vivir un deporte, o una competición. La forma de aceptar la victoria o la derrota me definen por dentro. Ahí se ve quién soy, en mis reacciones. Se aprecia mi madurez o inmadurez, mi verdad o mi mentira. Sale lo que llevo dentro, lo que me llena de paz o de rabia. Todo depende. La forma como vivo un deporte me enseña a vivir la vida. O puede suceder algo diferente. En otras ocasiones puede ser que un deporte, un trabajo, una afición, una obsesión, acaben limitándome para vivir. En una serie actual la protagonista es una jugadora de ajedrez. Cuando juega al ajedrez lo mide todo, conoce todas las reglas y es capaz de ver las posibles jugadas futuras. Ve todas las posibles reacciones, las evalúa y las guarda en la memoria. Se mueve con agresividad en su juego y logra vencer en muchas ocasiones. Prevé las reacciones del rival y con frecuencia acierta. Pero me llamó la atención que en su vida fuera del tablero no sabe cómo moverse ni actuar. No sabe cómo vivir fuera de las reglas del tablero de ajedrez. Para ella ese tablero finito, con sus normas claras y precisas, con sus figuras limitadas, con los movimientos más o menos predecibles de cada pieza, es algo abarcable. Conoce las leyes claras y sabe dónde va a estar la clave para vencer en cada partida. Se aprende las posibles situaciones que pueden darse en el desarrollo del juego. No tiene miedo, porque controla el tablero del juego. Los movimientos están calculados y son precisos. Controla todo lo que puede suceder. Ella misma se da cuenta de que fuera del tablero la vida es mucho más compleja. Fuera de un tablero conocido todo es diferente. Ahí las leyes no siempre se respetan. Y los movimientos casi nunca son predecibles. Pueden pasar cosas inesperadas que no entran dentro de lo lógico, de lo previsible y de lo esperable. No se pueden estudiar todas las jugadas posibles. El tablero de la vida es otra cosa. Todo parece mucho más difícil e incontrolable. Y sin control en la vida es difícil vivir con paz. Es más seguro para ella permanecer dentro del juego del ajedrez y no salir fuera. Mucho más seguro que vivir sin miedo su propia existencia, ese camino desconocido. Salir de los límites del ajedrez puede significar tener que dejar todas sus seguridades, sus hábitos amados, su tablero con piezas finitas. A mí también me cuestan en ocasiones las decisiones que tengo que tomar. Me asustan por ese miedo mío a dejar la seguridad y asumir riesgos. Me asusta abandonar mi propio tablero finito, mi vida controlable y salir de lo abarcable. Sé que toda decisión es un riesgo pero no siempre estoy dispuesto a correrlo. Nunca sé con claridad lo que Dios me va a pedir en la siguiente partida. La Virgen María conocía el riesgo de su sí al Ángel. Sabía que el Fiat que daba podía llevarla tal vez donde Ella no quería ir. Y aún así le dio el sí a Dios aceptando que la vida siempre es incontrolable. Ante una petición que parecía imposible, dijo que sí asumiendo el riesgo que se le presentaba. Fue un salto en el vacío, porque toda decisión me exige abandonarme en las manos de Dios. La pregunta que me inquieta es siempre la misma: ¿Me estaré equivocando al decidir hacer algo o no hacerlo? ¿Y si luego me doy cuenta de que este no es el camino que tenía que haber elegido? ¿Y si me faltan las fuerzas para seguir luchando por alcanzar esa meta que está ante mis ojos? Ese miedo siempre existe. El miedo a no estar a la altura y no poder seguir. Toda decisión implica un riesgo y por eso siempre exige que sea capaz de dar un salto de fe en el vacío y confiar en que Dios no me va a soltar de la mano. Es cierto que puedo confundirme al saltar. Pero no importa, me arriesgo y doy ese salto con el corazón, apartando la cabeza a un lado. Porque mi cabeza siempre me pide razones suficientes y ve los pros y los contras, y los riesgos que toda decisión implica. Tomo el corazón en mis manos, se lo entrego a Dios y me abandono en su corazón de Padre. Y con alma de niño le digo: «Mi vida es tu vida, haz con ella lo que quieras». Es la actitud que quiero tener siempre. Y no sólo ante grandes decisiones en mi vida. Ojalá viva así la vida ante decisiones pequeñas. No tienen por qué ser decisiones fundamentales. Ante cualquier eventualidad quiero actuar igual, confiado, en medio de cualquier encrucijada de mi camino. La duda y el miedo afloran con fuerza y la confianza en el amor de Dios quiere vencer mis reparos. No lo controlo todo, lo sé, mi vida no es un tablero finito. En mi camino, lo quiera o no, los riesgos son excesivos y todo parece infinito e inabarcable. El riesgo es mucho, pero no importa, confío. Es verdad que puedo ganar o perder y puedo acertar o equivocarme. El tiempo me dará la razón o me hará ver que estaba equivocado. Asumo ese riesgo. El que no apuesta no gana. El que no se arriesga no llega hasta a otra orilla. Me gusta la vida en la que los riesgos se asumen con paz en el alma, asumiendo los miedos que toda decisión conlleva. Siempre puedo confundirme y hacerlo mal. Siempre puedo fracasar en lo que he emprendido. No importa porque Dios no me va a dejar pase lo que pase. Lo malo es que pienso a menudo que Dios sólo está conmigo mientras me vaya bien y acierte en mis decisiones. Y se aleja cada vez que peco y no actúo como debería haberlo hecho. Pero no es así. Su amor es mucho más grande y me sostiene.

Con frecuencia acabo pensando que la vida está en mis manos y depende de mí. Depende de lo que yo dé, de cómo me esfuerce y luche por llegar a todos. Pienso que soy yo el que construye, el que levanta, el que salva. Yo el que perdona, el que consagra, el que llega a la meta, el que convierte. Me olvido de lo importante, y no pongo a Jesús en el centro de mi vida. Me conmueve el relato de un sacerdote español, José Rodrigo López Cepeda, en el momento en el que sólo llevaba seis meses ordenado. Hace diez años escribió su experiencia con un niño con discapacidad al llegar a su nueva parroquia. Los padres de este niño querían que le ayudara como monaguillo. El primer domingo le pidió que hiciera todo lo que él hacía y el niño lo imitó en todo, incluso a la hora de besar el altar con él al comenzar la misa. Al llegar a la sacristía le pidió el sacerdote que no lo volviera a hacer, que él lo besaría por los dos. Así sigue el relato: «Al siguiente domingo, al iniciar la Celebración y besar el altar, vi cómo Gabriel ponía su mejilla en él y no se despegaba del altar con una gran sonrisa en su pequeño rostro. Tuve que decirle que dejara de hacer aquello. Al terminar la Misa le recordé: - Gabriel, te dije que yo lo besaría por los dos. Me respondió: - Padre, yo no lo besé. Él me besó a mí. Serio le dije: - Gabriel, no juegues conmigo. Me respondió: - ¡De verdad, me llenó de besos! La forma en que me lo dijo me llenó de una santa envidia; al cerrar el templo y despedir a mis feligreses me acerqué al altar y puse mi mejilla en él pidiéndole: - Señor, bésame como a Gabriel. Aquel niño me recordó que la obra no era mía y que ganar el corazón de aquel pueblo solo podía ser desde esa dulce intimidad con el Único Sacerdote, Cristo». Me conmovió este relato por lo verdadero, por la sencillez de Gabriel, por ese Jesús que me habla en los niños, en los sencillos. Me encantaría llegar al altar de Jesús y dejarme besar por Él, sonriendo, cada día. Sé que no soy yo el dueño de todo lo que hago. Es Jesús el que me salva, el que me levanta, el que construye con mis manos, con mi vida entregada. Quiero que la vida de los que amo sea larga o la de esas personas que hacen tanto bien a los hombres. Y me duele su ausencia cuando parten. No logro entender el sentido de lo que no parece tener mucho sentido, como es la muerte. Esta historia de Gabriel me coloca de nuevo ante lo importante. ¿Me dejo besar por Jesús en mi vida? Me cuesta mostrarme débil, frágil, vulnerable. He puesto el acento en el yo, en mi labor, en lo que yo hago. Yo soy el protagonista activo en la vida y no pienso en dejarme hacer por Dios. No lo quiero. Me pesa mi orgullo, mi fuerza, mi vanidad. Sentirme vulnerable es quizás el único camino para poner a Jesús en el centro y que sea Él quien me bese a mí al llegar al altar y no yo a Él. Que sean sus labios los que me sostengan. Su cariño el que me levante cada mañana. Es su obra, no la mía. No son mis sueños, son los suyos. Él me necesitará el tiempo que quiera. Eso es lo que importa, no hacer yo mi camino a mi manera. Por eso quiero aprender a agradecer más, a alabar al Dios de mi vida. Quiero recostarme sobre su pecho, el altar que beso en cada eucaristía. Sentir su aliento en mi alma diciéndome que me quiere mucho, que soy lo más valioso, que mi vida merece la pena y que no dude nunca de todo lo que puedo lograr si no desfallezco, si no me acomodo, si no pienso que ya está todo decidido. Porque no es así. En cualquier momento puede acabar mi camino, dejándome con las manos justo en la acción, trabajando por su reino. No me desesperaré, ni perderé nunca la ilusión. Necesito agradecer por el día que amanece, por las horas que aún tengo por vivir, por los logros y por los fracasos. Necesito ser tan niño como Gabriel, porque así la vida es más fácil y todo se llena de sonrisas y de besos. Quisiera mirar así a los demás, dispuesto a hacer lo que me digan. Quiero esa docilidad de Gabriel y esa forma de entender la vida. Hoy escucho en el salmo: «No endurezcáis vuestro corazón». Puedo perder la inocencia de los niños, puede la vida volverme duro e insensible, incapaz de sonreír al dejarme besar. Me falta esa mirada de niño. Mi corazón se vuelve duro al ser herido, al tocar los sinsabores de la vida. Quiero mirar a Jesús y dejarme besar por Él. Me quiere más que a nadie. Ha soñado conmigo y sabe todo lo que puedo dar. Me conoce por mi nombre, por mi verdad. No por esa apariencia que yo intento vender al mundo. Mi autosuficiencia, mi orgullo y mi vanidad. Ese deseo de sobresalir, de ocupar los primeros puestos. El afán de ser tomado en cuenta y valorado. La tendencia a hacer las cosas yo solo sin contar con nadie, sin contar con Dios. Hoy recuerdo a Gabriel, ese niño lleno de inocencia que pone su rostro en quien de verdad importa y se deja besar. Esa mirada de cielo en la tierra es la que necesito para comprender que la vida se juega cuando decido dejarme hacer por Dios, besar por Jesús. Me abandono en sus manos y asumo que todo va a salir bien. No porque yo lo haga todo bien, sino porque es la obra de Dios y no la mía. Quiero asumir que Él ya ha vencido al mal y a la muerte. No he sido yo, ha sido Él. Eso es lo que cuenta después de todo. Quiero ser más niño y mirar así a Jesús, con alma dócil. Que me bese.

Tengo sed de amor, de abrazos, de luz, de aire libre. Tengo sed de sueños que no se rompan. De salud, de paz.  Sed de abrazos que no se limiten. Sed de alegrías no teñidas de tristezas. Sed de esperanza cuando todo parece complicarse. Sed de luz cuando reina la noche. Y sed de compañía cuando la soledad muerde muy dentro. Tengo sed de infinito cuando araño los límites de mi propia existencia. Tengo sed de cielo mientras me arrastro por los caminos. Tengo sed de un pozo del que beber agua sin volver nunca a tener sed. Tengo sed de almas que me den confianza. Y sed de un hogar estable con hondas raíces. Siento sed de calma en el fuerte bullicio de la vida. Y sed de la luna cuando todo es oscuro. Tengo sed de un sol que ahuyente las sombras. Sed de esas palabras que me hablen de sueños. Sed de música suave que calme mis miedos y apague los gritos que lanza mi alma. Tengo sed de un Dios que no me abandone, sed de sus abrazos y su voz que calma. Tengo sed de palabras que siempre se comprendan. De silencios que acojan. De presencias que llenen de alegría la vida. Sed de mi pasado y de mi futuro, cuando el presente quema o duele por dentro. Nací con sed, aún lo recuerdo y esa sed es parte de mi piel, nunca dejaré de sentirla muy dentro. Pero no me canso por ello de buscar pozos. Lejos o dentro. A la orilla del camino o al final del mismo. Fuera de mí o en lo más escondido de mis sueños. Pozos que conozco y pozos que he olvidado. Llegaré al brocal cada mañana con rostro sediento. Y suplicaré agua para seguir andando. El sol es tan fuerte y todo está tan seco. Es la sed de este tiempo único, extraño y difícil que vivo. En la misma barca con todos los que sufren esta pandemia indómita. Sed de una hondura de la que carezco cuando me desparramo en pantallas que me sacan del centro. Sed de navegar dentro de mi alma encontrando respuestas a preguntas y aún más preguntas sin respuestas. Sed de soñar de nuevo con una vida plena cuando siento que aún estoy tan lejos. Sed de ese Dios que me habla en el silencio para calmar todos mis miedos y sinsentidos. Hoy escucho: «Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, aclamándolo con cantos. Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque Él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que Él guía». En medio de todos mis vacíos su voz me llena. Y se alegra mi alma al sentir su presencia. Y me invita a que cave dentro de mi alma. Me han cerrado las puertas de mi casa para que cuide lo que tengo dentro. No me exigen que salga fuera de mi vida, para que me quede donde estoy ahondando, haciéndome más profundo. Puedo perder la oportunidad y no cavar pozos en mi vida. Paso superficialmente por todo lo que me sucede. No pienso, no busco, no interpreto, no me pregunto nada. Y hoy escucho: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno?». Son los demonios los que le preguntan a Jesús. No quieren cambiar, no quieren salir de esa persona. Yo a menudo no quiero cambiar. Quiero que vuelva lo de antes, la normalidad que amaba y llenaba mis tiempos y mis espacios. Y no me hacía confrontarme con mis debilidades. Porque en este tiempo extraño he comprobado mi fragilidad. He visto que no lo hago todo tan bien, que no me salen los planes que intento. Que no logro llegar tan lejos como quería. Y sigo con sed caminando con dolor en los pies, sin avanzar mucho. Y me pregunto qué quiere Jesús de mí con todo lo que está pasando. No pretendo dar respuestas que valgan para todos. Algunas servirán, pero cada uno busca sus respuestas. Y pienso que en este tiempo Jesús me pide que me convierta en excavador de pozos. Que busque hondo dentro de mí y ayude a otros a buscar el rostro de Jesús grabado en su pecho. En la soledad puedo horadar la tierra de mi alma. En el silencio puedo callar todas las voces que parecen requerirme, pedirme, buscarme. El agua pura que necesito viene de lo hondo de mí, de lo hondo del corazón de Jesús. Para saber lo que Jesús quiere de mí tengo que callarme y dejar que afloren sus palabras. Escucho las palabras de S. Pablo: «Os digo todo esto para vuestro bien, para induciros a una cosa noble y al trato con el Señor sin preocupaciones». Quiere que trate con Dios sin preocupaciones. Que descanse en el pecho de Jesús cada día buscando respuestas. ¿Qué quiere de mí Jesús en medio de esta pandemia que parece no tener final? ¿Qué quiere de mí cuando veo tanto dolor, tanta amargura, tanta impaciencia, tanta hartura? Y me dice Dios que me hará profeta: «Suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca, y les dirá lo que Yo le mande». Tengo vocación del profeta desde que comencé a ahondar dentro de mí. Todo hijo de Dios tiene esa misma vocación de hablar esas palabras que Dios suscita en el alma. Tengo vocación de anunciar la esperanza a los desesperados y la alegría a los más tristes. Tengo en mi alma el deseo de ponerme en camino y salir al encuentro del que tiene sed. Buscando que mis palabras calmen en algo su sed profunda. Y pueda sentir que la paz aflora dentro de su alma. Y tomo mi sed en mis manos. Y busco el agua que calme todos mis miedos. En esta noche, encuentro su luz. 

Jesús enseñaba con autoridad. Lo que decía tenía peso e importaba. Sus palabras estaban avaladas por sus obras: «Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaúm, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad». Hoy el mundo busca y sigue a aquellas personas que hablan con autoridad. Y al mismo tiempo cuesta hoy respetar al que tiene autoridad. No se respeta a los que tienen una responsabilidad de conducir y acompañar. Hay una crisis de autoridad. Tal vez no sea tan novedoso. Ya decía Sócrates en el año 400 a.C: «Nuestra juventud gusta del lujo y es maleducada, no hace caso a las autoridades y no tiene el menor respeto por los de mayor edad. Nuestros hijos hoy son unos verdaderos tiranos. Ellos no se ponen de pie cuando una persona anciana entra. Responden a sus padres y son simplemente malos». La autoridad es con frecuencia cuestionada y puesta en tela de juicio. Y es que hoy se ve fácilmente cuando las palabras dichas o escritas están en consonancia con la vida del autor o no. Resaltaba el P. Kentenich la importancia de la autoridad paterna: «Regala al niño, sea varón o mujer, una conciencia instintiva de la autoridad y, con ello, una seguridad vivencial. Le regala un cobijamiento espiritual y vital. Y agrega que la figura paterna, mediante la palabra y el ejemplo, regala una imagen original del mundo y una profunda capacidad de contacto»[1]. Vivo en un tiempo en el que la autoridad está en crisis. Faltan personas auténticas, coherentes, plenas, fiables. La incoherencia es mi principal enemigo. Digo algo que creo que es importante y yo no lo vivo. Hablo del valor del silencio pero no apago mis ruidos. Destaco la importancia de hacer el bien y busco sólo mi beneficio. Resalto lo importante que es construir la comunión mientras vivo criticando a los que no están conmigo. Hablo del valor de la verdad mientras vivo entre mentiras. Digo maravillas del diálogo matrimonial mientras yo no dialogo. Digo que es importante pasear y cuidar una vida sana y yo no lo hago. Juzgo a los que están atados a las redes sociales y yo no me escapo de las mismas. Les digo a los demás lo fundamental de tener una vida equilibrada mientras yo no la tengo. Ensalzo al que reza y habla con Dios y lo escucha, mientras que yo huyo del verdadero silencio interior. Hay tantas incoherencias a mi alrededor y dentro de mi alma que me duele en lo más hondo. Quisiera ser coherente, verdadero, fiable. ¿Cómo puedo serlo y tratar de llevar una vida en la que todo lo que digo pueda hacerse realidad? Cuando hablo demasiado o digo muchas cosas o aconsejo mucho, veo que estoy más expuesto y pueden verse con más claridad mis propias incoherencias. Grito con fuerza que los otros hagan lo que yo predico, pero luego yo no lo que hago. Jesús les decía a sus discípulos que hicieran lo que decían los fariseos, pero no siguieran su ejemplo. Porque cargaban pesadas cargas sobre los demás y ellos no llevaban ningún peso. Me da miedo parecerme a esos fariseos y hablar mucho de lo que debería ser, de cuál sería un comportamiento ejemplar, de cómo debería vivir el santo de la vida diaria, mientras vivo yo ajeno a todo lo que propongo. Es como si todo aquello de lo que hablo valiera para otros pero no para mí. O incluso puede ser que haya cambiado mi discurso con el paso del tiempo y ahora ya no piense igual que antes. De repente lo que dije un día ya no lo pienso y lo que defendí con pasión ya no lo comparto. Son las incoherencias de mi alma que me pueden llevar por caminos diferentes a los que propongo. No quiero vivir así, ni tener dentro del alma esa ruptura entre lo que digo y lo que hago. Esa diferencia esencial que me rompe por dentro. Muchos maestros perdían su autoridad por sus incoherencias. Hablaban sin autoridad. Me pregunto quién es hoy autoridad en mi vida. A quién sigo, quién me importa lo que dice. Qué cosas guardo como un tesoro, como el pilar sobre el que construyo mi vida. Pienso en la autoridad de mis padres, de mis maestros, de mis confesores. La autoridad de las personas a las que admiro, a las que amo. Sus palabras tienen peso dentro de mí, me importa lo que dicen. Veo que tienen un respaldo en sus vidas. No dicen nada que no aspiren a vivir. A veces no serán del todo coherentes por su debilidad, por su pecado. Pero no dejarán de luchar y levantarse para volver a empezar siempre de nuevo. No se ponen como modelo ante mí, no lo pretenden. Ellos tienen la autoridad que yo mismo les doy. Creo en ellos, son importantes en mi vida con su testimonio hecho obra. No sólo son sus palabras las que edifican. Son más bien sus obras, sus gestos de amor, su fidelidad heroica. En este tiempo que vivo admiro a los que aman después de haber fallado. A los que perdonan habiendo sido ellos perdonados. A los que no dictan cátedra continuamente sino que callan y asienten en silencio. A los que actúan con modestia y humildad sin querer imponer sus criterios. Ellos son autoridad en mi vida. Los admiro, los respeto y los sigo, porque son fiables, son un testimonio vivo.

Hoy Jesús expulsa demonios de un endemoniado: «Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: - ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios. Jesús lo increpó: - Cállate y sal de él. El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió». La autoridad de Jesús es grande y hasta los demonios le obedecen: «Todos se preguntaron estupefactos: - ¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen». Era un hombre con un espíritu inmundo. Un hombre dominado por esa presencia maligna. Un hombre esclavo, sin voluntad libre. Jesús viene hasta él y con su palabra lo libera. Su palabra crea una realidad nueva en él. Y el hombre se siente libre, lleno de paz y de vida. La presencia del demonio puede llegar a poseer a una persona. El demonio influye sobre mí y me tienta, y me ata, y me esclaviza. Pierdo la libertad y no soy capaz de tomar el control de mi camino. Alguien dentro de mí me lleva por dónde no quiero ir. Huyen los demonios cuando escuchan la voz de Jesús. Si me creyera este relato yo sería más libre. Jesús habla dentro de mí y me libera. Cuando el demonio que me esclaviza escucha su voz, lo obedece y me deja tranquilo. Pienso en el poder de Jesús, en su Palabra. Su autoridad acaba con todos los demonios que me esclavizan. Su autoridad la reconoce el demonio y Él vence en mí. Se impone por encima de mi voluntad enferma y debilitada y trae paz a mi corazón. Pienso en ese Jesús al que sigo, en el que creo. Ese Jesús que cambia mi corazón cuando le dejo entrar. Yo también me siento poseído en muchas ocasiones. No hago lo que quiero hacer. Reacciono con violencia en lugar de con paz. Me consume la ira cuando se alteran mis planes y no se hacen realidad mis deseos. La envidia me lleva incluso a desear el mal de mi prójimo. Me enferma que otros tengan más éxito y felicidad que la que yo poseo. Me dejo llevar por los placeres que me tientan. La gula, el sexo, el consumismo, las redes sociales, los vicios anulan mi voluntad y me hacen vivir como un esclavo. No soy el que quiero ser. Me prometo una y otra vez volver a empezar y vencer el mal en mi vida. Pero me cuesta creer que sea posible. ¿Cómo voy a dejar esos hábitos malos que me quitan la libertad con tanta facilidad? Busco todo tipo de métodos. Pido ayuda. Busco quien me dé sabios consejos. Pero caigo de nuevo. Me siento a veces como ese endemoniado que dejaba de ser él cuando se siente poseído, por la rabia, por la ira. Le pido a Jesús que grite dentro de mí y me saque de mi esclavitud, de mi tristeza, de mi oscuridad, de mi pecado. Le pido que libere mi fuerza de voluntad tan debilitada. Le pido que grite y haga brillar ante mí esos sueños e ideales que Él ha tejido en la piel de mi alma. Decía el P. Kentenich: «Dios puede dedicarse en todo momento a su ocupación predilecta. Por eso se ocupa siempre del objeto de su amor. ¿Y quién es ese objeto?: Yo. Si lo creyésemos, si esa convicción nos calara hasta la médula, seríamos los hombres más felices del mundo»[2]. Si creyera en el amor de Dios sería más feliz. Él me ama más allá de mis límites y deficiencias. No ve la oscuridad, no se fija en mi pecado, no se centra en mis ataques de rabia, pasa por alto mis dependencias y ve la belleza de mi corazón que vive enredado en una maraña de sentimientos confusos que me atan. Jesús es el que me libera. Su palabra sana, salva, levanta, cuida. Su palabra es creadora dentro de mi corazón. Él puede hacerlo. Puede servirse de instrumentos que Dios pone en mi camino. Personas que tienen a Jesús muy dentro y sanan con su mirada, con sus palabras, con sus obras y gestos. Sus abrazos me liberan y sus sonrisas me salvan. Creo en el poder de las palabras de los que tienen autoridad. Y creo que yo también con mis palabras puedo transformar a las personas. Puedo cambiarlas porque mis palabras crean, transforman la realidad. Hacen que los demás, los que me escuchan, cambien. Puedo lograr que sus vidas sean mejores. Por eso pienso mucho antes de hablar. Y digo lo que edifica, no lo que destruye. Lo que une, no lo que divide. Lo que anima, no lo que desalienta. Mido mis palabras que pueden dar vida o quitarla. Quiero tener a Jesús dentro de mí para poder hablar sus palabras y lograr sus milagros.

 



[1] J. Kentenich, Desafíos de nuestro tiempo

[2] Dorothea Schlickmann, José Kentenich, Una vida al pie del volcán

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