Homilía del padre Carlos Padilla - 4 de octubre de 2020

Domingo 4 de octubre de 2020 | Carlos Padilla

Domingo XXVII Tiempo ordinario

Isaías: 5, 1-7; Filipenses 4, 6-9; Mateo 21, 33-43

«Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje»

4 octubre 2020    P. Carlos Padilla Esteban

«Tendré que desaprender lo que ya he aprendido y desandar el camino recorrido. Tendré que liberarme de viejas ataduras y saber que en amar nadie va a superarme»

Veo que muchas veces soy un creyente bastante ateo. Digo creer en Dios y luego no soy capaz de verlo. Me centro tanto en mí mismo que veo sus huellas, no oigo su voz. El otro día tuve que ir a hacer trámites para mi residencia. Iba pensando en mi problema. Yo tenía un trámite que hacer y no me importaban los trámites de los que estaban antes que yo. En un momento se torció el trámite y perdí la paz. Mi trámite, mis planes, estaban en peligro. No encontraba la paz. Perdí el centro. No veía a Dios en ese momento de turbación. Y me vi retratado en mi egoísmo, mi egocentrismo. Era yo y mi trámite, yo y mi problema. Era yo y mi corazón que sufría. Siempre recuerdo a Miguelito, un personaje de los dibujos de Mafalda. Él alargaba el brazo y trataba de tapar una torre lejana con su dedo. Y se preguntaba: ¿Qué es más grande mi dedo o la torre? Y concluía que era su dedo mucho más grande. Cuando pienso en mi problema es sin duda mucho más grande que nada más a mi alrededor. La torre es minúscula al lado de mi dedo. El problema de los demás no importa al lado de mi problema. Mi trámite, mi angustia, mi miedo. Pienso que muchos buscaban a Jesús porque sentían que su problema, su enfermedad, su miedo, era lo más importante. Y no veían nada más, a nadie más. Querían que Jesús les diera respuestas a su problema, no querían a Jesús por sí mismo. Suele ser así. A veces busco a las personas y las necesito porque me solucionan un problema. Y luego, cuando está todo resuelto, las olvido. Ya no las necesito. Me puede pasar con las personas y me puede pasar con Dios. Si lo necesito para que me ayude a vivir, entonces sí, lo busco. Si me va bien en la vida y el mundo sacia todos mis deseos, entonces ya no importa nada más. Mi problema, mi miedo, mi angustia, mi contratiempo, mi deseo están por encima y ocupan un lugar importante en mi alma. Eso me preocupa. ¿Qué me está queriendo decir Dios en mi vida? Que no me turbe cuando las cosas no salen como yo quiero. Me reconozco inmaduro y egoísta. Dejo de ver a Dios en esos momentos en los que mi vida se hunde en el mar y las olas parecen ahogar mis esperanzas. Pierdo la mirada creyente y me vuelvo ateo. Vivo como si Dios no existiera. ¿Qué me quiere decir Dios con todo lo que me pasa? ¿Busco su providencia para saber hacia dónde tengo que ir? Ojalá mis problemas no limitaran mi mirada. Quiero ver al que tiene un problema igual de grande que el mío, o peor. Tengo que estar abierto a perder yo mi lugar para que otro pueda ocuparlo. Quiero renunciar a tener yo todo resuelto a cambio de que otros lo resuelvan. Quiero abrir mi corazón para no ser tan egoísta. ¿Logrará cambiar Dios lo que yo no puedo cambiar después de tantos intentos? No lo sé. Pero no dejo de creer en ese milagro. A menudo, me duelen mis límites, y veo que estallo, o me bloqueo cuando no me sale todo como espero. Y me gustaría entonces ser como un ángel y no responder mal, y no enfadarme con nadie. Pero los años no parecen calmar mi alma inquieta, ni apagar el fuego que corre por mis venas. Sé que Dios quiere que use bien esa fuerza interior. Sé que me necesita en mi vitalidad, en mi alegría. Y mientras tanto yo me convierto en volcán arrasando con todo. Necesito calma, paz y sosiego. Esa mansedumbre que nunca he poseído. Tengo en mi corazón tantas cosas en desorden que sólo puedo aspirar a que Dios use mis piezas desordenadas. No está todo listo. No está todo en paz. Deseo que su luz llegue a mis tinieblas. Y que su agua calme mi sed. Quiero ser agradecido con lo que tengo. Y sonreír cuando las cosas no resultan bien y no soy más santo, ni más niño, ni más libre. Llevo en el alma impreso el beso de Dios. Me gusta lo que escribía Victor Hugo: «No, no me estoy volviendo viejo, me estoy volviendo selectivo, apostando mi tiempo a lo intangible, reescribiendo el cuento que alguna vez me contaron, redescubriendo mundos, rescatando aquellos viejos libros que a medias páginas había olvidado». Quiero construir una historia sagrada. Siendo más realista, más yo, más auténtico. No quiero desear agradar a nadie. No lo pretendo. Ni busco ser el hombre ideal que había soñado un día. Pero sí lo soy al mismo tiempo en el corazón de Dios. porque Él me mira con unos ojos que me llenan de belleza y luz.

Necesito desaprender muchas cosas para poder aprender otras. Necesito olvidar para poder recordar lo que de verdad me importa. Necesito soltar peso para poder guardar lo que me hace falta. Necesito soltar mis amarres para emprender el vuelo. Levar ancla para navegar mar adentro. Dejar atrás el peso de mi equipaje para caminar más ligero. Una y otra vez me confronto con la realidad desde mis prejuicios y mis miedos. Soy consciente de que tengo cosas aprendidas que no me hacen bien. Se me ha metido en el alma la idea del mérito y cada cosa que hago suma o resta, no es indiferente. He percibido que el aplauso viene con un acto bueno de mi parte. Y la crítica, la condena y el juicio cada vez que no respondo a lo que el mundo espera. Me he acostumbrado a caminar encadenado cuidando mis palabras, mis maneras, mis gestos. No vayan a pensar que no soy el ser ideal que pretendo mostrarles. He aprendido no sé muy bien cómo que hay acciones que no merecen el perdón. Un solo error parece echar por tierra años de esfuerzo y manchar mi nombre, mi imagen, mi historia. He aprendido que al amor recibido se suele responder con amor, pero no siempre. Y a veces soy cauto, no vaya a ser que no me correspondan con la misma moneda. He sido medido y me he acostumbrado a medir, dejando de lado una gratuidad que me incomoda. Porque me parece que estoy en deuda con el que me ama sin merecerlo o con el que da su vida por mí sin darle yo nada a cambio. Quiero pagar lo que me entregan. Es humillante recibir sin pagar por ello. He aprendido que todos los errores tienen consecuencias. Y no siempre basta el perdón para empezar de nuevo. He sabido que mis fracasos dejan heridas en la piel, cicatrices para siempre que me recuerdan de dónde vengo. He aprendido a dar con medida, sin exagerar, para no llevarme sorpresas al no recibir nada a cambio. He comprendido que la vida tiene sus tiempos y mi impaciencia me lleva a pasar malos ratos, porque no todo sucede cuando yo deseo. He aprendido a vivir sin muchas expectativas, porque cada vez que las he tenido alguien, o la vida misma, me han defraudado. He tenido sueños imposibles que me han llenado de pájaros la cabeza. Y tal vez por eso me da miedo soñar demasiado. He probado el abrazo del amor y he sabido que algo así sólo será permanente en el cielo. Me han saciado los bienes del mundo, dejándome no sé por qué algo hastiado e insatisfecho. Y esto que aprendo se queda tan grabado que quizás tengo que desaprenderlo para aprender cosas nuevas. Me han dicho que Dios ha de ser lo más importante en mi vida. Pero no siempre he tocado su presencia. Comenta el P. Kentenich: «Es que el amor se enciende siempre en el amor. Si yo mismo no estoy apegado a la vida de Dios, ¿Cómo puedo aprender y enseñar a valorar y a apreciar nuevamente a Dios como el bien supremo?»[1]. Tengo claro que el testimonio es lo que de verdad enseña. La experiencia vista en la carne de los que amo y admiro. El amor a Dios hecho gestos. El amor a ese Dios al que me apego. Tengo que desaprender para volar más alto. Y captar nuevos valores que no siempre se corresponden con los que he vivido. Sé que lo que he aprendido con el paso de los años es difícil de olvidar. Pero necesito hacerlo. Pulir vicios ocultos en mi alma que no me dejan correr más libre. Miedos que llevo pegados en la piel y que no son razonables. Es verdad que el miedo nunca lo es. Tengo claro que la meta de mi vida no me la marco yo. Sería absurdo. Hay un Dios escondido en el camino que me habla de un cielo inalcanzable. Como querer navegar hondo en el mar dando brazadas sobre las olas. Me hundiría. Sé que el hombre libre que hay dentro de mí sueña con playas inmensas en las que dejar las huellas. Y la paz que no poseo es la que he sentido en muchos momentos de cielo. Quiero aprender de Jesús que me muestra el camino en su carne humana. Aprender de Él que se hace presente para que aprenda yo a vivir de verdad: «Lo decisivo para ser cristiano es tratar de vivir como vivía Él. Creer en lo que Él creyó, dar importancia a lo que se la daba Él, interesarse por lo que Él se interesó. Mirar la vida como la miraba Él, tratar a las personas como Él las trataba: escuchar, acoger y acompañar como lo hacía Él. Confiar en Dios como Él confiaba, contagiar esperanza como la contagiaba Él. ¿No es esto aprender a vivir?»[2]. Me pongo ahora mismo a desaprender esos viejos hábitos, tal vez vicios, pegados en mi alma. Esa forma mezquina y egoísta de ver la vida. Me detengo a mirar a los demás sin prejuicios, sin miedos, como Jesús los miraba. Y deseo que mi horizonte sea tan amplio como el que Él tenía. Su pasión por la vida. y su forma de vivir lo cotidiano. Ese abrazo a Pedro con una mirada. Y esa forma suya de hacerlo todo fácil. Tendré que desaprender lo que ya he aprendido. Y desandar el camino recorrido. Tendré que liberarme de viejas ataduras y saber que en amar nadie va a superarme.

Algo hay en mí que me invita a soñar con las alturas. Es un deseo profundo por no conformarme con la realidad tal y como es. No quiero ser mediocre y vulgar. No quiero vivir adaptado a lo que ahora tengo y vivo. Quiero ser mejor persona, mejor cristiano. Quiero que el mundo sea mejor de lo que ahora es y que mi vida sea más honda y verdadera. Quiero aportar algo, mi originalidad, mi verdad más propia. Tengo algo que dar, que decir, que hacer. Algo que arde dentro de mí como un fuego que nunca se apaga. Tengo una idea fuerte en mi alma que me quema si no logro encarnarla, hacerla vida. No deseo responder a lo que otros esperan. Tengo claro hacia dónde voy, lo que sueño y anhelo. Esa gran idea es la que me quema dentro, la que me llena de vida. Nietzsche dijo una vez: «Tu gran idea es lo que quiero conocer». Esa gran idea tiene que ver con mi verdad más íntima, con mi valor escondido. Decía el P. Kentenich que los santos fueron hombres enamorados de un gran sueño, de un gran ideal: «¿Y dónde radica la fuerza formativa de una gran idea? En que forma personalidades grandes, vigorosas, forma un carácter perfilado»[3]. Quiero ser esa personalidad grande y vigorosa. Dueño de mí mismo, con los pies en la tierra y el alma unida al cielo. Leía el otro día: «Los grandes hombres no han sido volubles en sus ideas. Grandes educadores de verdad son hombres de una sola idea. Incluso cuando el amor los capacita para tener muchas ideas, esta multiplicidad se recapitula bajo un solo concepto. ¿Tuvo Jesús esa gran idea?»[4]. No quiero ser voluble, no quiero cambiar de un día para otro. No quiero soñar hoy con el cielo y mañana olvidarme de todo lo que me ha dado vida. Entiendo que tener una sola idea que mueve mi alma es lo que me va a capacitar para dar la vida, para entregarme de verdad. No cambiar de ideas. No saltar de una cosa a otra. Tal vez ser obsesivo acabe siendo una ventaja. Cuando me empeño en buscar lo que deseo. Y me da vida esforzarme por llegar a lo más alto de una misma cumbre. Quiero ser santo, quiero ser de Dios, quiero estar lleno de Dios. no quiero que sea solo un pensamiento errático que llega y se va de mi corazón para volver de nuevo. No quiero vivir en continuos altibajos. Conozco a personas que tienen una gran idea que mueve sus vidas. No tiemblan, no se dejan llevar por la corriente. Aman y entienden que la vida sólo merece la pena si se exprime hasta la última gota. Eso me encanta. Yo quiero vivir esa santidad anclada en lo humano, apegada a lo divino. Quiero vivir una santidad de la generosidad, del alma grande. Esa magnanimidad con la que sueño. Me dejo hacer haciendo lo que anhelo, dándome y amando hasta perder la vida. Deseo vivir una santidad que crezca desde la alianza de amor con María en el Santuario. Allí Ella me educa entre esas cuatro paredes para hacerme un hijo dócil y confiado. Deseo vivir una santidad de niños pequeños que confían y se dejan llevar por el amor de Dios en sus vidas. No quiero vivir aferrado con miedo a no equivocarme. Lo dejo todo en las manos de Dios y me pongo en camino. Entonces la vida es más sencilla, más pura, más limpia. No libre de pecados. Pero sí llena de esperanza. Creo que ser hijo es lo que me salva. Creo en la dependencia de Dios, no tanto en esa autonomía que me venden como ideal. Creo en la santidad de barro, no en la de mármol blanco, perfecto, sin fallas. Creo en la santidad de los niños que se dejan aupar por sus padres hasta lo más alto del cielo, así hace Dios conmigo. Creo en la santidad que es seguimiento a ese Jesús por el que estoy dispuesto a entregar la vida porque lo amo y Él me ha llamado a navegar a su lado, en mi barca rota. Llevo en el alma un sueño grabado, que el mismo Dios dejó en mí un día. Y por eso me levanto cada mañana alegre y dispuesto a poner una piedra más en los cimientos de mi vida. Deseo vivir con una paciencia infinita que aún no poseo, me siento tan impaciente. Sé que Dios puede hacer obras grandes, con piedras muy pequeñas. Y sólo necesita mi sí para poder hacer milagros en mi vida. Creo en una santidad de andar por casa, no por eso menos digna de ser imitada. Creo en la sencillez y en la alegría como bases de mi vida. Y siento que si no amo en lo concreto, en lo humano, estoy tirando mi vida y mis abrazos, y mis sueños. Pienso que Dios ha sembrado un fuego dentro de mí para dar esperanza a muchos que están ciegos. Él no espera que lo haga todo perfecto simplemente porque no sé hacerlo. Esta es la santidad que he ido descubriendo en el camino, viendo a otros, siguiendo los pasos de Jesús a mi lado. Es la santidad que he heredado en Schoenstatt, de la mano el P. Kentenich. Una santidad original, para cada uno, lejos quedan los moldes. Una santidad de hombres libres que eligen cada día el camino que sueñan. Una santidad de miradas alegres e ingenuas, que no se han llenado de amargura pese a muchas caídas y derrotas. Esa santidad saca lo mejor de mi alma y me lleva a pensar que puedo dar la vida, si le pongo empeño.

Cristo me ha invitado a estar con Él, a su lado. Me ha pedido que camine junto a Él, que trabaje con Él. Hoy me lo explica con una parábola: «Escuchad otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje». El reino de Dios es esa viña, es su Iglesia, allí donde Él vive, donde yo estoy llamado a vivir con Él. Allí donde me pongo a trabajar codo con codo con Jesús, a su lado. Soy su apóstol y Él me envía para entregar la vida. No hay cristiano que no sea apóstol. Es imposible haber encontrado el amor de Dios y no tener necesidad de contarlo, de trabajar a su lado para que la viña dé fruto. Ser de Cristo es ser enviado como apóstol. Después de encontrarme con Jesús, con María en el Santuario, cambia mi vida y necesito salir a contarlo a los que nunca han visto su rostro. Arar la tierra, trabajar el campo, sembrar esperanza que pueda dar fruto. Sólo tengo que ser fiel a la promesa grabada en mi pecho. Los discípulos en Pentecostés se volvieron apóstoles por obra del Espíritu Santo que cambió sus corazones. Con ese fuego, con ese viento, acabaron con el miedo y el pudor dentro de su alma. Los discípulos antes eran temerosos y ahora son capaces de ponerse en camino. Es lo que hace Jesús conmigo. Me invita a su viña para que trabaje la tierra a su lado y en su nombre. Mi única misión consiste en hablar en un lenguaje que todos entiendan. Actuar de tal manera que todos vean algo diferente, algo nuevo, un motivo para seguir esperando. La conversión me lleva a ser apóstol. Me pongo manos a la obra en mi viña y hago todo lo que hoy escucho: «Mi amigo tenía una viña en fértil collado. La entrecavó, la descantó, y plantó buenas cepas; construyó en medio una atalaya y cavó un lagar». Me convierto en instrumento. Y eso sólo sucede cuando he tocado un amor más grande. Alguien me ha amado más de lo que nunca nadie antes me amó y más de lo que yo nunca he amado a nadie. Necesito saberme amado por Dios en lo más profundo para convertirme en su apóstol, en viñador, en trabajador por su Reino. Necesito vencer los miedos que tengo muy dentro, ese miedo al fracaso y al rechazo. Y ponerme a caminar por los caminos llevando vida y esperanza allí donde el Espíritu me lleve. Tengo claro que no me anuncio a mí mismo. No hablo de mí, de mi poder, de mis capacidades. No hago ostentación de nada de lo que tengo. Simplemente me vacío de mí mismo para llenarme de Dios. Me vacío de mi orgullo, de mis derechos, de mi vanidad, de mi búsqueda enfermiza de éxito. Y así, vacío, inútil, doy paso a Dios en mi vida. No busco el éxito en lo que hago. No lo pretendo. Los frutos que da la viña son de Dios, no son míos, no me pertenecen. Los frutos son siempre de Dios, no del que siembra. Yo sólo deposito la semilla en la tierra, la riego con constancia, la cuido para que no muera, ya que la viña no es mía, no me pertenece. No soy el dueño de la viña, sólo soy uno de los trabajadores. No me he inventado yo la vida, no he fabricado la planta, no he tejido yo el fruto, no he compuesto yo los logros. Comprendo cada vez más con el paso de los años que todo lo que hago es obra de Dios en mí. Pero también veo que en ocasiones el orgullo y la vanidad, el amor propio y mi propia pasión son siempre un peligro en mi vida. ¿Cuál es la intención que me guía cuando soy apóstol de Cristo? ¿A quién anuncio, de quién hablo? Si no muero a mí mismo para dejar espacio a Dios en mi vida. Si no logro vaciarme de mí mismo, de mis intereses, no podré nunca llenarme del Espíritu Santo. Tengo claro que no voy a cambiar el mundo con mi propia fuerza, con mis capacidades y talentos. No puedo. La tarea es inmensa. Y yo tan pequeño. No tengo su poder. Sólo podré hacerlo con sus fuerzas, con su gracia. No son míos esos milagros que con tanta frecuencia veo a mi alrededor. Frutos visibles, conversiones reales. Obras que son dignas de Dios, no del hombre. Veo que ese milagro es obra de Dios en mi corazón. La primera gran obra es la transformación interior que yo mismo he vivido. Mi anhelo de santidad ya es obra suya. El deseo de querer trabajar en su viña es suyo. Todo lo demás, los frutos que no controlo, la lluvia que no programo, la vida que yo no creo. Todo eso es de Dios y me viene dado por añadidura, no me pertenece. De mí no depende que un campo sembrado acabe dando fruto. No depende de la intensidad que pongo para trabajar y vivir mi vida con pasión. No depende del tiempo invertido, ni de mis talentos. Dios puede hacer que la vida surja en el desierto y debajo de las piedras. Dios puede con su luz, con su agua hacer fecunda mi vida cuando yo veo que no lo es. Yo solo no puedo hacerlo. Lo único que pide Dios es que sea fiel, que vaya a la viña, que trabaje a su lado, que invierta mi tiempo en su presencia. Que me vacíe y me deje llenar. Que me ponga manos a la obra sin buscar excusas para no actuar. Lo que Dios necesita es mi Fiat alegre y confiado, con eso le basta.

Las cosas no resultan siempre como yo espero. Sueño con un fruto y lo que obtengo es algo muy diferente. Sueño con bienes y recibo males. En lugar del fruto que deseo me encuentro sin nada, o con un fruto no querido. ¿Por qué sucede esto? Hoy se lo pregunta el profeta Isaías: «Esperó que diese uvas, pero dio agrazones. ¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho? ¿Por qué, esperando que diera uvas, dio agrazones?». En lugar de uvas dulces recibió agrazones, que son racimos verdes que nunca llegan a madurar. Son amargos. El dueño esperaba un fruto y no recibió lo que quería. El desengaño, la pena, la frustración. En la vida, si siembro lo que sueño, ¿por qué a veces lo soñado no se hace realidad? Cuenta Jesús en su parábola: «En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los senadores del pueblo: - Llegado el tiempo de la vendimia, envió sus criados a los labradores, para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo apedrearon». Quiero obtener un fruto, un resultado y todo sale al revés. Lo que quería lograr no me resulta. El fruto es lo que el dueño de la vida espera. Es como si Dios mirara mi vida, mi viña, y esperara un fruto concreto. ¿Cómo puedo saberlo? A menudo creo que los frutos son los que puedo dar, los que tienen que ver con mis capacidades. No entiendo que no pueda ser todo como deseo. Quisiera dar los frutos que Dios espera de mí. Pero no sé cuáles son en realidad. Mi viña es mi alma, es mi campo de batalla, es la tierra que trabajo y siembro, es mi jardín interior. Pienso en los frutos que yo mismo espero y en los que Dios espera. No sé bien lo que espera de mí. A menudo creo que lo único que quiere es que esté a su lado, que no sufra sin motivo y que no espere de la vida lo que no puede darme. Quiere que mi fruto sea el amor. Es lo único que quedará tras de mí cuando me vaya. Lo sé muy bien. Ese amor que entrego, ese amor que recibo. S. Agustín tiene una frase que a menudo se malinterpreta. Así lo citaba el P. Kentenich: «Agustín sabía de la fuerza unitiva y asemejadora del verdadero amor. Por eso, para él era evidente que el que ama a Dios asimila por completo su voluntad a la voluntad de Dios. Ama, y haz lo que quieras, significa, por tanto: - Sólo ama y, después, harás por ti mismo lo que Dios quiere»[5]. Basta entonces con amar bien, para acabar amando lo que Jesús ama. Parece tan sencillo. Mi corazón desea el bien de ser amado. Pero rehúye la renuncia del amor que se entrega. Amar está bien cuando soy correspondido. Amar sin esperar ser amado parece imposible. El amor asemeja. El amor a Dios me asemeja a Él. Si lo amo de verdad me acabaré asemejando a Él y querré lo que Dios quiere para mi vida. Entonces tendrá sentido esa frase de S. Agustín. Cuando amo bien, acabo queriendo el bien del amado. No lo rechazo, no lo niego, no lo maltrato. Deseo que no sufra. Deseo que tenga todo lo que necesite aunque yo no lo tenga. Si amo nunca haré el mal. Es curiosa esa frase que parecía dar tanta libertad. Lo que quiero acabará siendo lo que Dios quiere. Me pareceré más a Dios de lo que ahora me parezco. Lo que espera Jesús de mi viña es que en ella, en mi alma, reinen Él, su amor, su presencia, su vida. Desea que mi viña le pertenezca. Que pueda poner todo en sus manos y no tenga miedo a perder la vida amando. Eso me pide, sólo eso. Para que haya fruto tendré que cercar mi viña, mi alma. Un huerto cerrado. Un espacio sagrado en el que Él habite. Eso me gusta. Cercarlo para que no saqueen mi alma. Hoy estoy tan expuesto. Es como si el mundo quisiera saber todo de mí, conocer mi vida, mis virtudes, mis defectos, mi historia, mis logros y mis pecados, mis caídas. Parece ser que Dios quiere hacerme un lugar cerrado y sagrado. Vivo expuesto al mundo y así es imposible cultivar bien mi tierra. Dejo con facilidad que entren otros y saqueen mi interior. Dejo que las críticas, los juicios, las miradas, envenenen mi ánimo y provoquen mi tristeza. Quiere trabajar Dios en mi jardín. Entrecavar, sanear la tierra, regarla, dejarla mullida y permitir así que la semilla se asiente y muera para dar vida. Dios regará mi interior esperando frutos. Pero no son mío esos frutos, son suyos. Yo sólo cuido que la cerca no se rompa. E impido que entren personas ajenas que puedan no amar lo que hay en mí. Intento estar cerca de Dios y trato de que nadie entre donde estoy a solas con Él. ¡Qué sano es el pudor! Me protege de intromisiones. No permite que otros entren dentro de mí. Me sana por dentro. Me purifica. Quiero que Dios desee mis frutos porque así sé que le importo. Quiero conocer mi originalidad, mi verdad, el tipo de fruto que puedo dar. Es el que Dios va a esperar. Sólo eso. No necesito parecerme a nadie. Decía el P. Kentenich: «En esta era de la creciente masificación, deberíamos evitar cuidadosamente todo aquello que incremente esta tremenda enfermedad del tiempo»[6]. Me masifico cuando vivo expuesto, sin cerca, sin pudor queriendo ser como otros. Cuando no valoro el fruto que yo doy que es distinto al de los demás. Cuando no me comparo y vivo feliz con mi viña. Cuando cultivo mi mundo interior y dejo que en él muera la semilla para dar fruto.

Miro a Dios en este día. Sé que mi vida es suya y le pertenece. Hoy me dice S. Pablo: «Nada os preocupe. Y la paz de Dios custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús. Todo verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, tenedlo en cuenta. Y el Dios de la paz estará con vosotros». Vivir así es lo que quiero, pero no es sencillo. Me preocupan las cosas que suceden. Tengo miedo. Me preocupa el futuro y me asusta perder las seguridades que me sostienen. En realidad nadie me asegura una hora más de vida, ni un solo minuto. Eso me inquieta. Las seguridades humanas son muy escasas. ¿Por qué es tan frecuente la ansiedad? Porque intento vivir como si la vida fuera mía. Como si todo dependiera de mi control. Y al no lograr dirigir las cosas hacia donde yo quiero, tiemblo y me derrumbo. El control no es posible. Puedo vivir en tensión continua, pretendiendo que los astros se alineen según mi conveniencia. Puedo vivir sin dormir para que nada se escape a mi control. Pero no tengo nada asegurado. Ni la vida, ni la paz, ni el éxito, ni la fecundidad, ni los logros. Nada es mío, nada me pertenece. Al mundo llegué desnudo. Igualmente vacío lo abandonaré. Eso a veces me asusta porque no quiero dejar de poseer lo que ahora poseo. Desprovisto de todo, desnudo en las manos de Dios. Tener confianza en Dios me parece un milagro que sólo vivieron los santos. Yo no lo soy. Vivo con ansiedad, muy inquieto. Este tiempo de pandemia aumenta mi inquietud. Quisiera aprovechar cada minuto de mi vida. Pero no lo consigo y se escapan los segundos entre mis dedos. Me da miedo el fracaso y la soledad. Necesito aprender a vivir con paz sin preocuparme por esas cosas que tanto temo y tan poco controlo. No quiero que me pase lo que hoy escucho: «Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos». Si yo no cuido su tesoro me quedaré sin él. Si no invierto en mi vida, en mi viña, perderé la oportunidad. Hay oportunidades que pasan ante mis ojos sin que yo haga nada. Podría elegir, optar, salir, ponerme en camino. Me quedo quieto temblando de miedo. Dicen que el mundo y la vida son para los valientes. ¿Por qué soy tan cobarde? Me da miedo perder. Lo sé y lo temo. Prefiero quedarme sin hacer nada. Al que no habla no le critican. Al que no se expone no lo juzgan. El que no se la juega no pierde nunca. El que no lucha, no sale herido. Así es en la vida. No quiero dejar de ser audaz en mi entrega. No quiero dejar de luchar por esos sueños que se aparecen ante mis ojos como un ideal. La vida pasa tan fugaz que puedo dejarla huir sin intentar retenerla. Es ahora y aquí donde tengo que decidir cómo vivir, cómo invertir, cómo sembrar, cómo cuidar. No quiero que nada me preocupe. Me doy cuenta de que hay tantas cosas que me quitan la paz a menudo. Me quita la paz la enfermedad. Me acuesto cada noche seguro de que despertaré sano al día siguiente. Nadie puede asegurarlo. Vivo el día haciendo planes de futuro. Planes que nadie va a garantizarme. Hago pronósticos y apuesto por un futuro siempre incierto. Y me produce ansiedad la posibilidad de que lo que tanto deseo nunca se haga realidad. Deseo llegar lo más alto posible. Deseo amar lo más hondo que pueda. Deseo vivir con paz para poder dar paz a los que me rodean. Cuido mi viña, mi vida, mi alma. Cuido a los que Dios ha puesto en mi camino. Y confío, sí, en que la fecundidad de mi vida no es mía. Y el éxito o el fracaso de todo lo que hago no está bajo mi control. Sólo Dios sabe si lo que estoy haciendo está mal o está bien. sólo Él me juzga y mide con misericordia mis acciones, mis pasos, mis omisiones. Sólo Él lo sabe todo y eso me deja tranquilo. Soy tan consciente de mi debilidad, de mi vulnerabilidad, que me he acostumbrado a depender de Dios para todo. Sólo siendo hijo puedo crecer en esa confianza que es un don que pido.



[1] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[2] José Antonio Pagola, Arturo Asensio Moruno, El camino abierto por Jesús. Juan

[3] Herbert King. King Nº 5 Textos Pedagógicos

[4] Rafael Fernández de Andraca, José Kentenich, Manual del Dirigente

[5] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[6] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

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