Homilía del padre Carlos Padilla - 5 de abril de 2020

Domingo 5 de abril de 2020 | Carlos Padilla

Domingo de Ramos 

 

Filipenses 2, 6-11; Pasión de nuestro Señor Jesucristo según San Mateo 26, 14;27, 66; Mateo 21, 1-11

«La gente gritaba: - ¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Viva el Altísimo! Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea»

5 Abril 2020 P. Carlos Padilla Esteban

«Esta Cuaresma me ha enseñado a llevarlo todo con más paz, con menos miedo. Confío en Jesús porque no me deja nunca solo»

Comienzo a caminar hacia la Pascua un nuevo domingo de Ramos. Llego con Jesús a las puertas de Jerusalén. Resuenan en mí las palabras de los discípulos dichas a Jesús cuando quiere ir a Betania a ver a su amigo Lázaro: «Rabbí, con que hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y vuelves allí?». Ellos tienen miedo. Jesús parece no tenerlo. Y aún así, con miedo, no lo dejan solo: «Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: - Vayamos también nosotros a morir con Él». Yo tampoco quiero dejarlo solo en medio de mis miedos, en medio de mi dolor, en la oscuridad de este tiempo. Miro la soledad de mi cuarto, de mi celda, convencido de que Jesús camina conmigo en medio de tantos miedos, cuando nada está claro. Es esta una semana Santa atípica, fuera de lo normal. Una Semana Santa sin procesiones, sin lavado de pies, sin abrazos pascuales, sin besos sobre los pies llagados de Jesús, sin abrazos alegres un jueves santo en esa última cena, sin la posibilidad de comulgar y recibir a Jesús que se hace carne por primera vez en aquel pan partido. Todo es tan distinto y parecido al mismo tiempo a esa primera Semana Santa. Es la misma semana santa de entonces y también la misma Pascua de Resurrección. Quizá tengo más miedo que nunca al llegar a estos días. Esta enfermedad y sus cifras mortales me hace vivir con miedo. Me asusta enfermar, que enfermen mis seres queridos. Toda esta inseguridad me acerca al miedo de los discípulos esos días caminando por las calles de Jerusalén. Un miedo a los enemigos de Jesús. Un miedo a una muerte que parece inevitable. Jesús desafiando su suerte. ¿Por qué tienen que ir a Jerusalén? Es la Pascua judía, pero es muy peligroso. Demasiado. ¿Para qué arriesgar la vida? Jesús parece un inconsciente enfrentado al odio de sus enemigos. Allí, en Jerusalén, ese odio parece tan fuerte, tan cruel. Ahora comienzo estos días con miedo. Una amenaza invisible, no la veo. ¡Qué extraño es caminar yo solo unido a tantos a los que no veo! Se me hace extraña esa compañía espiritual tan real, tan verdadera y al mismo tiempo tan poco tangible. Comienzo a recorrer los días desde el domingo de Ramos. Me acerco a la puerta por la que entraron ese día llenos de alegría tendiendo sus mantos y ramos de olivo a los pies del Maestro. Veo que de nuevo el corazón tiembla porque me doy cuenta de la pobreza de mi alegría en los días aún no pascuales. Una alegría muy inestable. Como la que vivo cada día, cada hora. Una alegría sostenida en una espera impaciente. Esta pandemia me ha hecho palpar la cruz de Cristo de forma más tangible. Siento en mi propia piel el dolor cruel de los enfermos, de los familiares, de los médicos y auxiliares, de los amigos. Pienso en la distancia impuesta que me separa al menos un metro de los que más quiero, o una pantalla. Esa distancia infranqueable. Me sirvo de sustancias para eliminar el virus. Percibo el miedo, ese mismo miedo de los discípulos que caminan con Jesús hacia Jerusalén. Piensan que puede ser esa la última vez que lo vean. Algunos quieren matarlo. Lo han decidido los fariseos. Es ese mismo miedo que yo tengo a perder la vida. Quizá nunca antes se me ha hecho tan tangible la posibilidad de perder mi vida. Veo que es posible morir, perder mis sueños, perder mis planes. Nunca antes como en esta Cuaresma había tocado la muerte de esta manera, en su raíz, tan de cerca. Y por eso ahora, al percibir que llego a esa Jerusalén festiva, se me llena el corazón de un temor extraño. Como si los vientos trajeran malas noticias, malos augurios. O como si de repente tuviera yo en el corazón un presagio extraño. O tal vez estoy pecando de pesimista. En lugar de alegrarme con esos ramos de olivos tirados a los pies del Maestro me cubro de tristeza. No puede ser. Hoy es día de fiesta. Quiero aprender a sonreír. Con eso basta. Sonreír mientras atravieso las puertas abarrotadas de gente. Todos aclaman a Jesús como el Mesías. Es extraño. Luego lo querrán matar. Tengo miedo a la muerte. No quiero quedarme solo. No quiero sufrir. Acaricio los clavos del madero. Y la sangre de Jesús. El dolor que lacera el alma. Siento que no soy capaz de llevar con paz el sufrimiento, este olor a muerte. Esta Cuaresma me ha enseñado a llevarlo todo con más paz, con menos miedo. Confío en Jesús porque no me deja nunca solo.

En la vida me cuesta tanto obedecer. Hacer lo que otros me piden. Cambiar mis planes por otros planes distintos. Aceptar que eso que me exigen tiene sentido, aunque yo no lo vea. No me cuesta mucho hacer algo cuando yo también lo veo claro, cuando creo en ello. En ese momento tiene todo un sentido y parece fácil obedecer a otros. Pero obedecer sin entender, sin estar de acuerdo, sin comprender el sentido último de lo que me piden, ¡cuánto cuesta! La obediencia seca y dura tiene exigencias y renuncias que duelen en el alma. Todo eso es lo que más me cuesta. Aceptar que Dios me habla a través de una orden, de un mandato incomprensible, de una prohibición que me duele. Me marcan un camino que yo no deseo, porque no es el que pensaba recorrer. Cambiar mis planes es muy difícil, por mi rigidez mental. Inicio una nueva senda y me siento forzado a ello. Obedecer duele. Dejar mis planes. Quizás he pensado que el sentido de la vida es prosperar, llevar una vida cómoda, salir del paso a circunstancias difíciles. Me he acostumbrado a tener de todo, y siempre, y poder hacer lo que yo quiero. Sin límites a mis pasos y a mis deseos. Sin límites forzados por ninguna enfermedad contagiosa. Me he acostumbrado a que todo salga bien. El otro día leía en un artículo de José F. Peláez: «Nos hemos acostumbrado a que la prosperidad era exigible, que tenemos derecho a Instagram, a un móvil, a una renta garantizada. Nos hemos creído que la muerte no existe, que lo normal es vivir, disfrutar de una vida larga, segura, feliz y próspera». Sí, me he acostumbrado a decidir, a salir, a hacer. Me he habituado a controlar el futuro sin cambios previsibles. Un día igual al otro. Un mes como el siguiente, o mejor. Y súbitamente se para la vida y todo es incierto. Llueven lágrimas y dolor. Y todo parece oscuro. Un futuro lleno de nubes. Una noche que parece no amanecer. Pero ¿acaso ha vencido alguna vez la noche al amanecer? Una médico me comenta: «En estos días Dios me hace ver lo frágiles que somos y lo efímero de nuestra vida. Y eso me hace valorar todas las alegrías que el Señor me ha dado. Mis hijos, mi salud, mis dos manos para trabajar para poder acompañar a quienes se van y a sus familias. Dios es generoso y fiel. Intento ver en cada persona que pone delante de mí, la bondad y la fidelidad de Dios. Y rezo y lloro la pérdida, la mía y la de mis pacientes, y sigo adelante. Y espero que haya un mañana mas luminoso. En medio del dolor de tantas personas. Él nos sana. En medio de mis problemas personales, que no son nada comparado con el dolor que estoy viendo, me doy cuenta lo fácil que es caer en la dinámica de mirar sólo hacia nuestro dolor y no ver mas allá. Estoy cansada de llorar, de esperar, de soñar con una vida que no será. Estoy cansada de centrarme en mi dolor y perderme a mí misma. Quiero seguir adelante, por mí, por mis hijos, porque sé que Dios quiere que lo haga. Y rezo y lloro. Y confío». Me conmueve su mirada. Me he acostumbrado a tenerlo todo. A usar la vida y tirarla a un lado cuando la agoto, cuando ya no me da nada. Me he acostumbrado a abrazar sin ganas, a saludar sin énfasis. Me he acostumbrado a vivir mis días sin pasión, sin fuerza. La rutina bendita, o maldita, depende de mi mirada. Me he acostumbrado a contar con el hoy, con el mañana, con la vida de los que quiero. Me he acostumbrado a vivir de una manera y no deseo la obediencia. No puedo salir de casa. No puedo saltarme las distancias que me separan de mi hermano. Ni tocar, ni vivir la ternura. Me he acostumbrado a tantas cosas que ahora me faltan. Y me queda sólo lo importante entre mis dedos, lo que de verdad vale, lo que cuenta. En medio de la incertidumbre de la noche corro el riesgo de perder la alegría y llegar a pensar que mi vida ahora no tiene sentido. Corro el peligro de creer que todo volverá a ser igual, o tal vez no, ya no importa. Comienzo a darme cuenta del valor de las cosas verdaderas. La amistad más pura, el vínculo de sangre que es un abrazo, el afecto expresado, no guardado. Y aprecio que hay un Dios escondido detrás de todo esto. No como ese Dios culpable al que poder increpar cuando no me sonría la suerte. Sino como ese Dios amigo, peregrino a mi lado, Aquel que me mira sufriendo en mi dolor, conmovido en mi angustia. Ese Dios que necesita mi mirada para seguir mirándome. Y busca mi abrazo silencioso. Ese Dios que quiere que no desfallezca nunca, que persevere, que agradezca siempre, que luche hasta dar mi último aliento en una guerra que nunca termina. Podré perder muchas batallas, pero Él me garantiza la victoria final, eso me sostiene. Me quedo con lo realmente importante. Dejo de dar por hecho que siempre estarán mis seres queridos para celebrar la siguiente fiesta. No cuento con el mañana para vivir tranquilo el presente. Quizás Dios me está haciendo ver ahora que lo único que tengo entre mis dedos es el momento, el aquí y el ahora, las sonrisas que doy, las que recibo. Me hace ver que las palabras que me guarde nunca más serán dichas. Y los abrazos que evite nunca más podré darlos. Me está haciendo ver que no puedo contar con lo que no poseo y no puedo dejar de dar gracias por lo que ya he vivido. Porque nada es seguro ni evidente. Ni la salud que hoy poseo. Ni la vida que hoy disfruto. Ni las personas vivas a mi lado. Todo es efímero. Todo pasa. Y miro conmovido a ese Dios que hoy me mira en mi renuncia. Me sonríe, para que confíe, para que luche.

Tal vez he aprendido algo de paciencia en estos días. He detenido mis pasos, he ralentizado mis ansias. Hoy contemplo una tortuga que hay en mi jardín. Una tortuga de tierra. Tan paciente, tan estática. Y me veo a mí mismo inquieto caminando por los pasillos de mi casa tratando de encontrarle sentido a este tiempo de pausa. La bendita paciencia que tanto envidio en otros. Esa actitud sosegada en la espera. Aguardar sin pretensiones, sin aspavientos. ¡Qué inquieta está mi alma en estos tiempos convulsos! Me duele tanto el dolor de los que más sufren. Me da tanto miedo la enfermedad de mis seres queridos. Más que mi salud me preocupa la suya. Sufro su angustia, su miedo ante una enfermedad que no respeta a nadie. Esa enfermedad que se cuela por la puerta, por las ventanas, por las rendijas y se instala en mi vida complicándolo todo. Brota el miedo a perder la vida, a perderlo todo. Pierdo la seguridad y los planes. Vivo los sacrificios constantes en esta época similar a una gran guerra. Todo me inquieta. Pero al mismo tiempo me da miedo vivirlo todo esto de forma superficial. Pensar que cuando todo acabe retomaré mi vida como antes. Como si nada hubiera pasado. Sin tomarle el peso a la situación global que vivimos. No es el problema de aquellos que están afectados por el virus. Es el problema de todos. Soy solidario, me importa mi hermano. Y por eso me da miedo pensar en cuando acabe el peligro y el confinamiento. Temo que todo vaya a seguir como antes, como si nada. Es como si quisiera que todo pasara para seguir con mi vida. No podré. Nada será igual, seguro. Cuando todo pase mucho habrá cambiado. El mundo, mi propia vida. Quiero tomar en mis manos lo que vivo, lo que ahora sufro. ¿Qué me quiere decir Dios a mí con todo esto? ¿Qué le quiere decir al hombre? Los canales de Venecia tienen delfines y peces, han recuperado su pureza. La naturaleza respira cuando dejo de contaminarla. Un cielo sin aviones. Un mundo paralizado. Volverá todo a su ritmo, posiblemente. Pero algo habrá cambiado. Tiene que cambiar algo en mí. Mi yo después de la pandemia será otro. Espero ser más humano, más paciente. Ojalá tenga un corazón más grande, más solidario, más responsable, menos egoísta, más verdadero. Ojalá surjan valores nuevos que cambien el rostro de este mundo. Lo que sí sé es que tengo que vivir este tiempo con hondura. No vivir pensando en cuando todo acabe. Agradecerle a Dios un tiempo tan especial no deseado, no querido ni buscado por Él, pero que sólo Él puede convertir en una oportunidad. Para estar conmigo, para estar con los míos. Me siento desnudo delante de mi vida tal como ha sido hasta ahora. Ya no puedo buscar fuera el reconocimiento que me da el trabajo o mis amistades. Ya veo que mis actos y mis obras no son valorados fuera. Estoy desnudo en lo que me queda, mi familia, mi entorno más cercano, los míos. ¿Me gusta lo que tengo? Se ponen a prueba mis vínculos más verdaderos. Aquellos con los que me reúno cuando se cierra la puerta. Se pone a prueba mi paciencia cuando la exigencia en este escenario es mayor que antes. Tantas horas juntos, tantos días compartiéndolo todo, encerrado. Tantos días solo, sin ver a nadie. Echo de menos las distancias cortas, los encuentros personales, el contacto. Echo de menos lo que antes no valoraba. Y comienzo a valorar la riqueza de lo que me queda, que es sagrado. Ya sea mi soledad y silencio. Ya sean las personas que comparten conmigo la intimidad. Mis hermanos, cónyuge, padres. La familia pequeña con la que vivo estos días de encierro. Sin dejar de cuidar por internet a los que no veo de cerca. Siento que no quiero desaprovechar estos días. Duren lo que duren. No hago planes, no me angustio. Quiero valorar lo que ahora vivo. El presente que se desliza parsimonioso ante mis ojos. Antes me quejaba de falta de tiempo. Puede que ahora me sobre. Antes me quejaba por pequeñeces, ahora le doy valor a lo importante. Estoy aprendiendo a no quejarme. A no exigir demasiado. A no enfadarme por tonterías. Quiero valorar lo que tengo y agradecer por la vida. Me gusta lo que escribe la poetisa Gloria Fuertes: «Debemos de inquietarnos por curar la simiente, vendar corazones y escribir el poema que a todos nos contagie. Y crear esa frase que todos abracen. Los poetas debiéramos arrancar las espadas, inventar más colores y escribir padrenuestros. Adornar al humilde poniéndole en el hombro nuestro verso; cantar al que no canta y ayudarle es lo sano. Poetas, no perdamos el tiempo, trabajemos, que al corazón le llega poca sangre». Hoy mi alma de poeta quiere escribir esperanza. Quiere dibujar amaneceres cuando la noche parece tan espesa. Sueño con campos que ahora no piso y viajes aplazados. Anhelo los abrazos no dados que guardo esperando el momento. Me invento una canción que lleve en el viento luz a tantas oscuridades. Aplaudo con mi alma a los que dan la vida para salvar vidas en el silencio de tantos hospitales. Me visto de colores para alegrar el día a los que sufren con tantos dolores. Confío en que la luz entrará a raudales por la persiana de mi ventana cerrada. Me niego a pensar en negativo y de mis labios brotan mil sonrisas. Espero a que amanezca cada mañana alegrándome muy dentro. Le tomo el peso a los días que cargo sabiendo que Dios no me ha dejado en ningún momento. Siento el abrazo del ángel en mi espalda sosteniendo mi cuerpo. Me conmueven las palabras que escucho muy dentro dichas por los que me aman, a los que yo amo. Sonrío alejando las tristezas. Corro por el pasillo para aligerar el tiempo. Y sé que este tiempo va a cambiar mis categorías, me va a hacer de nuevo. Para que aprenda a valorar todo lo que tengo. Y sepa sonreír en medio de mis pérdidas. Es lo que sueño, es lo que quiero. Vivir con santa paciencia. Y tomarme en serio esta vida, que es tan corta.

Será otra semana Santa. No saldrán las procesiones, ni los oficios serán completos. No habrá gente en el viacrucis. Ni tampoco en los oficios. El jueves santo celebraré el mandamiento del amor sin poder lavar los pies a nadie. Será una última cena en silencio. Y en medio de la vida habrá muchos hogares en los que se cene junto al Señor. En cada casa, en cada familia. Se vivirá un jueves santo cada uno en la intimidad. Como el pueblo judío que se pertrecha en familia, con las sandalias puestas, esperando a que Dios pase tocando sus puertas en esa primera Pascua en Egipto. El cordero cebado, los panes ácimos. Algo de urgencia tiene este tiempo. Algo de anormalidad. Y al mismo tiempo en la última cena celebro ese deseo íntimo de Jesús: Quiere dar su cuerpo y verter su sangre por amor. Mi corazón se alegra. Ese jueves santo Jesús estaba conmovido. Había esperado tanto ese momento. Este jueves santo Jesús en muchas casas dará a beber su cáliz. Lo tomaré en mis manos, en el dolor de tantos enfermos que vivirán este momento en soledad en los hospitales, en soledad en sus casas. Jesús pasará lavando los pies con bata de enfermero. Calmando los miedos, sosteniendo el vacío. Porque este jueves santo en la noche del Monumento tal vez todo esté vacío. Pero no será así en cada casa en la que rogaremos que pase de nosotros el cáliz y un ángel vendrá a consolarnos. Estará vacío el viacrucis, ese que recorro simbólicamente tantas veces. Pero ahora será real. Será un viacrucis de enfermos. De cruz en cruz, de dolor en dolor. De una estación en otra llorando con los que lloran. Y suplicando que Jesús tenga misericordia de mí, porque me ha salvado. Y su vida en el vía crucis de mi vida me estará dando la vida. Saldrá la procesión del silencio, de ese silencio del viernes santo en tantos enfermos que luchan por respirar. El silencio de los que esperan pacientes, impacientes, el desenlace de la vida, con miedo en el cuerpo y en el alma. No besaré la cruz de madera como otros años. Ese leño que no me duele, porque no es mío. Me arrodillaré en mi casa, en mi cuarto, en mi sala de hospital para besar la cruz bendita que sostengo entre mis manos. Esa cruz del enfermo por el que rezo, la cruz de mi miedo que me quita la paz, la cruz del silencio que está lleno de presagios. El alma inquieta. La procesión de mi silencio recorrerá los pasillos de mi casa, de mi hospital. Escucharé el silencio de este viernes con más fuerza que nunca a las tres de la tarde. Cuando Jesús grite y muera, después de pronunciar sus últimas siete palabras. Y me da miedo sentir que sus palabras van dirigidas a mí, o pronunciadas por todos esos rostros que van perdiendo la vida ante mi impotencia. Saldrá ese Cristo yacente a recorrer las calles, en ataúdes que me hablan de una enfermedad sin freno, de una incapacidad para guardar la vida. Claro que habrá procesiones ese viernes santo. La del santo sepulcro recorrerá mi alma llenándome de esperanza, mezclada con mi llanto. El silencio de María me aguardará el sábado. La madre que llora con su hijo en su regazo. Tantas personas han llorado a sus seres queridos sin poder tocar siquiera su cuerpo muerto. Y sólo rezar ante las cenizas de sus seres queridos. El dolor más grande de este sábado de espera. Un silencio tan hondo dentro de mi alma. Y ese día guardaré silencio, más que nunca en mi vida porque esta Semana Santa hay muertos que me hablan de la muerte. De ese final que me duele muy dentro. De ese temor que enturbia mi esperanza. Y añoraré con rabia que llegue el sábado de gloria. En una vigilia sin fuego. Porque no habrá fuego en la noche de ese sábado, en esa Vigilia Santa. No habrá fuego para quemar mis pecados, mi hombre viejo. Pero ¿acaso el fuego de este incendio mundial no está quemando mi anterior vida para dar paso a una nueva forma de entenderlo todo? Sí, el fuego sucede en los hospitales y en los hogares. Que están cambiando mi forma de mirar, de amar, de entender la vida y una luz penetra el sepulcro sellado. Una luz que me muestra con Gloria que la piedra está corrida y que hay vida después de la muerte. ¿Acaso no creo que detrás de tanto dolor y tanta muerte hay un canto de esperanza que me habla de un cielo nuevo y de una forma nueva de vivir mi vida? No habrá misa festiva esa noche, ni la mañana del domingo. Cada uno en su casa la verá por internet. Y seguirá el momento de la gloria en el que aclamo a Dios que ha vencido en su muerte, en mi propia muerte. Mis miedos han muerto. Sólo reina la esperanza. El sepulcro está vacío. El cielo abierto para siempre. Sí, definitivamente este año habrá Semana Santa. Más viva que nunca, más profunda, sin duda. Mi alma añora la vida eterna, y la esperanza. Quiero gritar al cielo suplicando que venga ese Cristo que vence mi muerte, la de tantos. Y trae la vida.

El domingo de Ramos tiene mucho de fiesta y de alegría. Jesús es aclamado como Mesías. Entra en olor de multitudes: «Y la gente que iba delante y detrás gritaba: - ¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Viva el Altísimo! Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea». Es una alegría sentida. Están felices porque parece que Jesús va a mostrar su poder. Es el Mesías, el profeta de Nazaret. El que va a salvar a su pueblo Israel de la opresión, de la esclavitud. El corazón se apasiona: «La multitud extendió sus mantos por el camino; algunos cortaban ramas de árboles y alfombraban la calzada». Lo aclaman como rey, como salvador. Es curioso, pocos días después querrán su muerte. Pero hoy están llenos de alegría. Parece que todo va a cambiar, sus vidas, su mundo. Jesús llega para cambiar al hombre. Me impresiona. Pero se engañan, pronto verán que lo que han visto antes es lo real: «Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz». Pasó entre los hombres como un hombre cualquiera. No hizo alarde de su categoría. Renunció a su poder de Dios. Se hizo hombre misericordioso, pobre con los pobres. Y su amor compasivo fue intolerable para los fariseos. Amenazaba su posición. Ese hombre entre los hombres es aclamado hoy a la entrada de Jerusalén. Y los suyos se alegran. Posiblemente también Judas. ¿Será verdad que ahora va a manifestar su poder? ¿Será cierto que su divinidad se hará manifiesta para todos los hombres? Han sido testigos de tantos milagros. Han escuchado palabras llenas de vida. No pueden dudar. Ese Jesús es capaz de hacer proezas. Todos ahora caerán derrotados ante su poder. Jesús va a manifestar su omnipotencia. ¡Cuántas veces en la vida quiero que sea así! También ahora ante esta enfermedad de muerte deseo que Jesús entre glorioso por las ciudades venciendo el poder de la enfermedad. Deseo que se calme el dolor. Que se apague la muerte. Deseo que venza el bien. Quiero a un Dios todopoderoso que acabe con mi impotencia. Yo también quiero aclamarlo a la entrada de Jerusalén. Quiero echar mi manto a sus pies. Y los ramos de olivo para manifestar que es rey y que sólo ante su realeza yo me inclino. Me alegro con esta alegría de domingo de Ramos. ¿No será todo temporal? Tanto como la resurrección de Lázaro que fue un vivir para la muerte. Así también la entrada de hoy en Jerusalén es una alegría de poco tiempo. Demasiado poco. Me recuerda a este día en le Tabor en el que todo parecía lleno de luz y eternidad, y después vino el valle y con él el miedo a la muerte. Pero este domingo no es eterno. Es sólo una entrada victoriosa. Luego vendrán el silencio, la oscuridad y la muerte. Y el corazón sufrirá esperando una resurrección definitiva. Aún así me alegra el domingo de Ramos. ¿Acaso no merece la pena alegrarme, aunque sea por un día? ¿No tienen sentido esas pequeñas alegrías de la vida diaria sobre todo ahora con tanto sufrimiento? Es verdad que no me engaño, son alegrías temporales. Pero no me importa, las disfruto. Quizás este tiempo de encierro me ha hecho valorar las alegrías pequeñas de cada día. Esos momentos de luz en medio de la penumbra. Esas risas después de las lágrimas. ¿No merece la pena alegrarme por una victoria temporal, por muy temporal que sea? Sí, merecen la pena mis alegrías de domingo de Ramos. Esas que sueñan con lo definitivo. Así como un abrazo expresa un amor que quiere ser eterno. O un beso una pertenencia en la intimidad que sólo tendré en el cielo. Porque yo ya veo desde aquí la meta, desde mi momento, desde el lugar en el que me detengo. Y en este momento sagrado y feliz siento la misma alegría que acaricio en el camino de Santiago al llegar al monte del Gozo. Desde lo alto vislumbro las torres de la catedral y el corazón agradece. Todavía no es la meta. Pero ya la anticipo. Esos que aclaman hoy al Maestro como Mesías, como rey, luego llorarán su muerte. Pero nadie les puede quitar hoy la alegría que sienten, aunque sea pasajera. Estoy seguro de una cosa. Si aprendo a reírme con las cosas pequeñas, a disfrutar de un presente feliz pasajero, seguro que reiré feliz con las alegrías definitivas y grandes. Si soy capaz de agradecer hoy por los pequeños brotes verdes en mitad del desierto, seguro que disfrutaré feliz en medio del vergel que sueño. Así es la vida. Está compuesta de pequeños montes de Tabor, de domingos de Ramos, de alegrías pasajeras. No las desprecio nunca. Las recojo agradecido entre mis dedos. En este tiempo de noche y oscuridad que vivo son como plantas llenas de vida y luz que cuido con ternura. Son estrellas en una noche oscura. Son rayos de sol a través de nubes espesas. Son un descanso después de una larga jornada. Y un abrazo largo después de mucha soledad y silencio. Son como esa palabra que enaltece y eleva el ánimo. Soy un recolector de momentos felices. No quiero olvidar ninguno de mis domingos de Ramos. Ninguno, menos ahora. Me hago mi lista de ramos y mantos, de alegrías y risas. Y doy gracias, porque entra Jesús en mi vida, por las puertas de mi alma, montado en su pollino.

Este domingo de Ramos está lleno de contradicciones. Un Rey que entra montado en un pollino: «Esto ocurrió para que se cumpliese lo que dijo el profeta: - Decid a la hija de Sión: - Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila. Fueron los discípulos e hicieron lo que les había mandado Jesús: trajeron la borrica y el pollino, echaron encima sus mantos y Jesús se montó». Lo normal es ver un rey que muestra todo su poder. Y hace temer a sus súbditos dándoles al mismo tiempo seguridad. Pero Jesús, el Mesías esperado, entra montado en un pollino. Parece una burla. Como si no tuviera ningún poder. Un rey débil e impotente. Entra en Jerusalén aclamado. Cualquiera pensaría que va a comenzar a reinar. Pero nada de eso ocurre. Las aclamaciones se van apagando lentamente y Jesús vuelve a ser uno más. El hijo del carpintero. Un hombre de Nazaret. Todo el mundo conoce su historia, su pasado. No tiene ya nada de especial. Comienza la Semana Santa en este clima extraño. Un Dios hecho hombre que no cambia la realidad de la esclavitud, no acaba con las injusticias, no suprime el mal ni la muerte. No da su merecido a los crueles, castigando sus malas obras. No cambia el orden de ser de las cosas recuperando la belleza del paraíso. No deja de haber odio en el corazón del hombre. No se instaura la vida eterna en la tierra para todos. La justicia no se reestablece. ¿Qué pensaría Judas al final de ese día? Nada parecía cambiar. Después de las aclamaciones y los gritos de júbilo todo sigue igual. ¿No se ha hecho carne Dios en Jesús para comenzar a cambiarlo todo? Todo sigue igual en apariencia. ¿Cómo van a cambiar las cosas si no se ejerce al menos una suave violencia? No hacer nada no ayuda, no trae el Reino del que tanto habla Jesús. Mis omisiones no aportan nada, más bien restan. Jesús no hace nada. No actúa. No hay obras visibles. ¿Y todas las expectativas de los suyos? A menudo vivo de expectativas. Quiero que mi vida evolucione y cambie de acuerdo con mis planes, con mis sueños. Y cuando no es así, cuando acaricio el fracaso de la cruz y la soledad, tiemblo. Me cuesta aceptar la vida como es y su crecimiento lento. No tolero esta enfermedad que amenaza mi vida. No parece haber esperanza. Yo quería que todo volviera a su normalidad. Pero nada sucede. Me siento como los discípulos esos días de Semana Santa. Después del domingo, de la entrada triunfal en Jerusalén, todo parece lleno de calma. Una calma inquieta. Un miedo a flor de piel. El miedo a la muerte, a la cárcel. El poder de Jesús de nuevo es invisible. La pregunta que hoy escucho queda suspendida en el aire: «¿Quién es este?». Palpo mi impotencia y quisiera un Dios que lo solucionara todo, lo calmara todo, triunfara en todo. Pero no es así. No cambia mi debilidad. Comenta el P. Kentenich: «Dios permite que experimentemos nuestras miserias y problemas para que nos demos cuenta que no podemos hacerlo todo solos». En mi debilidad no veo actuar a un Dios poderoso que logre así cambiar la realidad de un plumazo. El otro día en la plaza del Vaticano en Roma el Papa Francisco estaba solo, allí, besando los pies de un Cristo. Me impresionó ver a Jesús con las puertas abiertas, a pie de calle. No miraba desde lo alto la ciudad vacía. Había bajado para ponerse a la altura de mis ojos. Es la primera vez que la bendición Urbi et orbi no se da desde el balcón. Jesús desciende a mi altura, se coloca a mi lado. El Papa Francisco besó sus pies. Como yo mismo lo he hecho tantas veces. Yo creo en Él. Su amor es verdadero, no me deja. Sé que su luz también es verdad y rompe la oscuridad de la noche. La esperanza está viva en Jesús que me mira para que confíe. Ya no temo. No sé si su mirada sería la misma ese domingo de Ramos. La mirada de paz, de confianza. Esa mirada que posaría al acabar el día en los suyos. Este es el camino. No el otro. No el del poder ni el de la imposición. No el de la fuerza que aniquila a los enemigos. No es ese el poder del amor que Jesús encarna. Su amor tiene otra fuerza oculta, silenciosa, extrañamente sencilla. Él ha tomado todo lo mío. Su entrega y su amor sin medida. Ese amor es poderoso. Sus pasos caminan a mi lado. Siento su compasión, su misericordia. Esto es lo que cambia el mundo. Me cuesta creer porque estoy acostumbrado a esos reinos que se imponen por la fuerza. Me cuesta aceptar un amor que se abaja hasta experimentar la muerte. Quiero tener más fe y confianza. En este domingo de Ramos acompaño a Jesús. Tengo paz, confío.

 

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