Homilía del padre Carlos Padilla - 5 de diciembre de 2021

Domingo 5 de diciembre de 2021 | Carlos Padilla

II Domingo Adviento

Baruc 5:1-9; Filipenses 1:4-6, 8-11; Lucas 3:1-6

«Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas. Lo tortuoso se hará recto y las asperezas serán caminos llanos. Y todos verán la salvación de Dios»

5 diciembre 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«Sigo siendo el mismo y al mismo tiempo soy ya un hombre nuevo. Soy un Belén vivo en el que Jesús nace de nuevo y me da una forma diferente de ver las cosas»

Todo puede cambiar de forma sutil en la vida, en el amor. El amor que está enfermo no se enferma de un día para otro. El alma que abusa no comienza abusando el primer día. Hay una cadencia, un tiempo, una tendencia, un devenir pausado, a veces vertiginoso. Dos almas se engañan a sí mismas pensando que está sano lo que está enfermo. Uno, queriendo amar, retiene y controla a la persona amada. Y el otro, también herido, se siente amado en ese control y siente que Dios es bueno con la vida que le regala. Pero luego ese control se torna desprecio e ira ante pequeños contratiempos. No me ama bien quien me grita, me desprecia o hiere. No me ama como Dios me ama quien no me admira, me ignora como castigo, no me trata como lo más preciado que le ha podido pasar en su vida. No me ama bien quien no me deja ser libre, ser yo mismo, manifestar mis deseos o exponer mis pretensiones. Decir lo que quiero, hacer lo que necesito, ser fiel a mí mismo sin cortapisas. No me ama bien quien no acepta nunca mis puntos de vista, reprime mis más leves sueños y deseos y descalifica como necias mis pretensiones. No me ama quien no me valora, quien no me defiende ante otros, quien no me ensalza al hablar de mí a terceros. No me ama bien quien me ridiculiza y trata con desdén. Quien no aprecia mis logros y no se alegra con mis conquistas. Quien no me deja buscar mis propios caminos y no se une a mis proyectos haciéndolos suyos. No me ama bien quien no sueña conmigo sueños comunes, compartidos. No me ama bien quien me hace daño aunque me repita mil veces que es por mi bien y que me ama. Sé que no es culpa mía que quien me ama no sepa amarme. No soy culpable de nada aunque lo sienta. Yo no puedo cambiar a quien me ama ni ayudarlo porque no tengo fuerzas, ni los medios para hacerlo. En esos momentos en los que me siento herido quiero comprender que no me ama bien todo el que me dice que me ama con locura. Y no me construye cualquier amor sino sólo un amor sano, un amor que Dios ha sembrado en otros corazones para liberarme y hacerme crecer. El amor más parecido al de Dios es el que quiero vivir yo y recibir como don en mi vida. No siempre lo consigo porque estoy herido por dentro. No siempre lo vivo porque no me han enseñado bien a amar. Pero quiero darme cuenta cuando mi amor está enfermo y detener ese camino sutil que me lleva a la violencia, al sometimiento, a la anulación, al dolor y a la soledad más absoluta. Todo empieza de forma sutil hasta que un día estalla el miedo. Es en ese momento en el que dejo de mirarte con paz, me asustan tu mirada, tus silencios, tus palabras. Y tus amenazas me paralizan porque no quiero perderte. Cuando te cambian esos ojos, cuando tu voz se altera, cuando dejas de estar tranquilo por algo insignificante que yo he hecho o he dejado de hacer. En esos momentos surge el miedo con sutileza dentro de mí. Raspando el alma, helando la sangre, deteniendo el pulso, ahogando la respiración. No sé por qué el miedo reemplaza al amor a partir de un momento. Ya no hago las cosas por amor. Ya no. Ahora he puesto el miedo en su lugar. Hago las cosas para que no te enojes conmigo, para que no me grites, para que no te canses de mí y no me dejes, para que no me insultes ni me amenaces. Todo fue tan sutil en ese comienzo en el que todo era ternura y aceptación. Yo mismo subí a una torre donde vivo aislado. Yo mismo subí y ahora no sé cómo se sale, cómo se escapa de estos barrotes que me retienen. Subí escalón por escalón siempre con promesas vanas de volver a empezar de cero, de cambiar y ser más cariñoso, más tierno. Con la promesa de mejorar, de iniciar una nueva vida, una nueva relación, un punto de partida lejano en el horizonte. Para acabar después cayendo en lo mismo. Las mismas maneras, el mismo desprecio. Siento que la desesperación no me deja respirar. La amenaza se cierne sobre mi garganta. La angustia ante lo que no puedo controlar ni cambiar. ¿Cómo he llegado hasta aquí? Me lo pregunto una y otra vez cuando recuerdo esa historia bonita de amor. Pensé que era un amor libre que liberaba, un amor que ensalzaba, un amor sano y puro. Todo fue lento, calmado, constante, continuo. Así de sencillo. El amor enfermo se enferma lentamente. Y todo va cambiando de forma muy suave. Darme cuenta a tiempo es lo que hace posible que todo mejore. No merezco el desprecio, ni la violencia, ni las cadenas. El amor verdadero me hace libre. Y si no es así no es un amor verdadero. Aunque yo me crea que sí lo es.

La intimidad es un don sagrado que busco y deseo. Algo que sucede entre dos personas, en un espacio cuidado y protegido. Hay lugares en los que me siento en casa. Un hogar en el que puedo ser yo mismo, sin miedo al ridículo o al rechazo. Un espacio santo en el que no tengo que esconderme detrás de ninguna máscara y puedo ser yo mismo. Me muestro sin tapujos y sé que allí nadie me hará daño. Es ese espacio en el que me muestro en mi fealdad y en mi belleza. Sin reparos, sin vergüenza. Hay personas con las que puedo crear fácilmente ese espacio de intimidad. Las conversaciones son profundas y nada de lo mío es cuestionado, o es motivo de desprecio. Ser capaz de crear intimidad en mis relaciones humanas es un don y algo que estoy llamado a trabajar y cuidar. Para no quedarme en la superficie de las cosas sin profundidad. Para que haya intimidad lo más importante es el tiempo y cómo lo uso. Las prioridades que me dominan, las preferencias en mis elecciones. Te elijo a ti y te prefiero por encima de otras opciones. Y en ese tiempo de calidad que invierto a tu lado sucede lo que es un don, nunca una exigencia. En ese momento de intimidad me revelo ante ti y abro la puerta de mi corazón sin miedo. No es tan sencillo exponerte quién soy y estar dispuesto a que no me aceptes si no soy de tu agrado. La intimidad hay que cuidarla, si no lo hago se pierde con facilidad, brota la desconfianza y me cierro a contarte mi verdad. Esa intimidad con las personas es la misma que deseo tener con Dios. Una complicidad de los que caminan y sueñan juntos. Una intimidad en el que sobran las palabras y los silencios están cargados de contenido. ¿Dónde vivo la intimidad en mi vida? ¿Cómo y dónde me siento en casa, seguro? Es cierto que eso es lo que busca el corazón humano. El hombre de hoy necesita espacios de intimidad y no los encuentra. Quiere estar en paz con otros, consigo mismo. Cuando me siento amado en mi hogar tal como soy me es más fácil quererme y aceptarme. Estoy en paz conmigo, feliz. Esa intimidad conmigo mismo es la posibilidad de adentrarme dentro de mi alma y descansar tranquilo. Muchas personas viven intentando encontrarse. Se desconocen, no saben quiénes son. ¿Quién soy? ¿En qué espejo veo el color de mi alma? Vivo tan rápido, corro a tanta velocidad que no me detengo. Hay una búsqueda obsesiva de espacios en los que descansar. Allí donde no me exijan ser de una determinada manera. Lugares sin normas, espacios de libertad. Donde el alma se sienta querida y no tenga que demostrar nada. Mindfullness, curas del cuerpo y del alma. Baños que liberan las emociones negativas que voy guardando. Es una búsqueda de la felicidad entendida como paz interior. Y es necesario. Sin paz en mi alma no avanzo, no puedo darme a mis hermanos, no puedo liberarme de las cadenas que no me dejan ser yo mismo. En esos lugares, y no en la Iglesia, es donde muchos hombres hoy buscan la paz. ¿Dónde la busco yo? ¿Dónde intento ser libre y vivir en paz? El adviento me lleva a buscar esos lugares de intimidad donde Jesús pueda nacer de nuevo. María tiene ese don y logra hacer que en Belén, en una cueva, Jesús se sienta en casa, querido y amado. El Papa Francisco, en la exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, afirma: «María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura». No es fácil lograr ese cambio tan profundo y verdadero. María encuentra un establo y lo convierte en un hogar. No hay comodidades ni seguridades. Pero Ella está llena de Dios y su luz lo ilumina todo. Encuentra un lugar sucio y su pureza lo limpia. Hay mucha oscuridad, soledad y olvido. Pero su amor de Madre y esposa lo llena todo. ¿Cómo transformo yo la guerra en paz? ¿La suciedad en pureza? ¿La oscuridad en luz? ¿Cómo lleno de vida la muerte que me rodea? ¿Cómo calmo la sed del desierto? ¿Cómo lleno de amor el abandono que siento? ¿Cómo convierto lo feo en algo bello? ¿Cómo lleno la herida de esperanza? María logra convertir una cueva de animales en un hogar en el que pueda nacer Cristo. Lo hace con unos simples trapos y una montaña de ternura. Prepara un hogar para que Cristo nazca. Lleva su luz y su ternura. La vida vence la oscuridad. María lo cambia todo con su presencia. Decía el Papa Francisco en Roma: «María es la que ayuda a bajar a Jesús. En el abajamiento de Jesús. Lo trae del cielo a convivir con nosotros. Y es la que mira, cuida, avisa. Está». Ella transforma el establo en hogar, la suciedad en vida. Está allí y lo cambia todo con su presencia de Madre. Hacen falta sólo unos pocos trapos. Yo quiero lograr lo que hace María. Pienso en esos trapos que poseo para cambiar el mundo. Mis propios trapos del alma, mi pequeñez. Hay personas que lo cambian todo simplemente estando presentes. Cuando llegan cambian cualquier lugar con su luz. Parece increíble. No hace falta que hablen, sólo tienen que estar. Bastan su presencia silenciosa, sus maneras, su forma de mirar. María es así. Lo cambia todo. Yo quiero intentarlo como Ella. Deseo crear esa intimidad, ese espacio sagrado, ese lugar de confianza. ¿Cómo puedo hacerlo? Miro a María para que me enseñe a ser Belén, hogar, lugar de paz y descanso. Ella puede hacerlo en mí.

María tiene una montaña de ternura en su amor. El amor humano es lo que me cambia por dentro. Importa lo humano. Importan el corazón, el beso, el abrazo. María convierte lo inhabitable en un lugar lleno de luz gracias a su ternura. Trae a Jesús, lo abraza con ternura. Él vive en su regazo. María da a luz y el establo se llena de luz. Un milagro cotidiano. Una transformación milagrosa. Su ternura, su bondad, su amor. Quiero que Jesús venga a mi corazón, una cueva oscura. Quiero que lo llene de luz y ternura. María es capaz de cambiar una cueva de animales en un hogar. Pero, en realidad, el establo sigue siendo una cueva de animales. Todo sigue igual en apariencia. Sigue siendo un establo. ¿Qué es lo que ha cambiado? Cambia la mirada, la forma de mirar, la actitud. La felicidad no es un premio, algo que conquisto. Es la actitud con la que vivo la vida. Tanto si me encuentro en un palacio, como en un lugar lúgubre, de mí depende que todo cambie. En Belén, en esa cueva, lo más divino está escondido. Pocos ojos descubren a Dios oculto. Son necesarios unos ojos limpios para ver un palacio en esa cueva, bajo esos trapos. Se trata de una nueva forma de mirar, una nueva forma de amar. Eso es Navidad, eso es Adviento. Hay personas capaces de mirar la vida y ver la belleza. En un establo ven la pureza de Dios. En mí ven una belleza que yo no veo. En mis ojos cansados ven ojos de niño. En mi alma egoísta ven generosidad. Son ellos los que me cambian a mí o se equivocan y no aciertan. El amor es ciego, dicen, pero quizás es que el amor sabe ver lo que nadie ve. Yo veo con frecuencia sólo la parte fea de la vida. Me fijo con dolor en lo que está mal. Me quejo y protesto por todo lo que podía haber sido y no es. Esas otras personas que miran con los ojos de Dios, no sé cómo lo hacen, pero logran ver lo sagrado en un establo. Es lo mismo que hace María con Jesús. La ternura de Dios en los brazos de su madre es lo que hace que una cueva sea un palacio. Aunque siga siendo una cueva por fuera, es en realidad un palacio por dentro. Aunque yo sea un pecador reincidente, por dentro soy una obra preciosa de Dios. Es ese milagro interior el que quiero que haga Dios en mí. Puede que exteriormente no cambie mucho y siga siendo el mismo. La misma torpeza, los mismos trapos sucios y gastados de mi vida. Lo humano resalta con fuerza. Pero todo cambia cuando entran María y Jesús con su presencia. El milagro es que la cueva sigue siendo cueva pero está llena de luz y de esperanza. Un lugar donde en la intimidad los corazones se aman. Los animales no dejan de ser animales. No es el cuento de cenicienta en el que la calabaza se convierte en carroza. El milagro sucede en lo hondo del corazón humano sin que cambie nada por fuera. Es el misterio de Dios en el suelo, bajo unos trapos. Visible sólo para los ojos de niño. Para los ojos de María y José. Es el milagro de mi conversión, el que espero con tenaz paciencia. Sigo siendo el mismo y al mismo tiempo soy ya un hombre nuevo. Soy un Belén vivo en el que Jesús nace de nuevo y me da una forma diferente de ver las cosas. Siento que no tengo un lugar adecuado para que venga Jesús. Miro mi vida en este Adviento y veo un establo lleno de suciedad y desorden. Gritos y violencia. Oscuridad y falta de esperanza. Todo eso habita en mi interior. Quiero que venga Jesús a mi vida y transforme mi alma. Él lo puede hacer. Lo hizo en María, por María. María lo puede hacer a través de mi alianza de amor. Quiero mirar mi vida con agradecimiento. Jesús hace milagros que no son evidentes. Mi vida no es evidente. Así nos lo dice el P. Kentenich: «Reparemos en los momentos donde Dios llama a nuestra puerta suscitando el impulso a remontarnos hacia El. Suele suceder a las personas de particular nobleza espiritual, que cuando una alegría embarga sus corazones se sienten elevadas raudamente hacia Dios. Según mi manera de ver, nosotros, hijos de nuestro tiempo, somos terriblemente ‘proletarios’ en esta área: nos parece evidente que Dios nos dé alegrías; ¡es una lástima! Un temperamento noble tiene siempre un ‘¡Gracias, Señor!’ a flor de labios. Les propongo esta consigna: - Acabar con las evidencias»[1]. Me acostumbro a los regalos de Dios, a estar lleno de su luz. Pero no es evidente. Cada luz que surge en mí no es evidente. Quiero que cada alegría que reciba sea una ocasión para dar gracias, para mirar al cielo agradecido, para subir más alto. En Navidad, en Belén, el establo se llena de luz. María se alegra agradecida. José se conmueve ante la vida que alumbra la cueva. ¿Cuánta luz tengo que agradecer en mi vida? Muchas veces las sombras del momento me hacen incapaz de agradecer los pequeños regalos de luz. Me ofusco con lo que no tengo y no me alegro de las pequeñas conquistas. Ojalá al mirar a María hoy le pida esa mirada sobre mi vida. Nada es evidente. Acabo con las evidencias. Todo es un don. La alegría honda es un don. ¿Cuáles son los regalos no evidentes por los que debo agradecer?

Me tocaron mucho las palabras de dos sacerdotes que celebraron sus bodas de plata sacerdotales: «Yo creo que estamos ambos en esa etapa de la vida sacerdotal en que aprendes a ser a ser sencillamente tal cual eres, sin tratar de representar nada, simplemente seguir siendo tú. ¡No cambies nunca! Son voces que uno escucha uno a menudo, aunque también no faltan las otras: las que esperan que cambies. Una de las cosas que más llama la atención del Papa Francisco es que en él nada ha cambiado por ser Papa, sigue siendo el mismo de antes y es lo que lo hace tan atrayente». ¿Cambiar o no cambiar? ¿Aceptar la realidad de los hechos y conformarme con mi vida como es o querer mejorar cada mañana? Siempre me detengo ante la misma duda. ¿Es posible cambiar en mi esencia? La conversión pasa por sacar lo más auténtico que hay en mi corazón, lo más puro, mi belleza más sagrada. Eso ya significa que es necesario cambiar para eliminar lo que no me deja ser quien soy. Tengo miedo de mostrarme tal como soy. Tengo miedo al rechazo, al juicio, al abandono. Es por eso por lo que no dejo ver lo más auténtico que vive en mi alma. Me escondo detrás de mis muros y defensas. Me gusta la descripción que hace Miguel Ángel al hablar de sus obras: «¿Cómo puedo hacer una escultura? Simplemente retirando del bloque de mármol todo lo que no es necesario. Cuantos más son los residuos de mármol, más crece la estatua. El mejor artista sólo tiene que pensar que está contenido dentro de la cubierta de mármol, sólo la mano del escultor puede romper el hechizo para liberar a las figuras dormidas en la piedra». Es la hora de cambiar y dejar ver a Dios en mi alma. No pretendo dejar de ser como soy. Eso no puedo. A veces sueño con cambiar hábitos arraigados profundamente en el alma. Sé que son hábitos que no es posible limar tan fácilmente, en pocas semanas, en un solo adviento. Pero confío en que para Dios nada hay imposible. Hoy lo escucho en la voz del profeta: «Jerusalén, quítate tu ropa de duelo y aflicción, y vístete para siempre el esplendor de la gloria que viene de Dios. Envuélvete en el manto de la justicia que procede de Dios, pon en tu cabeza la diadema de gloria del Eterno. Porque Dios mostrará tu esplendor a todo lo que hay bajo el cielo. Levántate, Jerusalén, sube a la altura, Ha ordenado Dios que sean rebajados todo monte elevado y los collados eternos, y colmados los valles hasta allanar la tierra. Dios guiará a Israel con alegría a la luz de su gloria, con la misericordia y la justicia que vienen de Él». Se trata de quitar todo el mármol que impide ver la belleza oculta en mi alma. Dentro de la roca está mi rostro verdadero. Esa belleza que yo mismo desconozco porque he pretendido ser como otros, me he adaptado a sus formas, he olvidado qué es lo más mío. Me he acostumbrado a mirar con desprecio mi vida, a juzgar con acritud mis actitudes, a menospreciar mi pequeñez, sin mirar a las alturas. He vivido con envidia contemplando a los otros. He dejado de valorar mis pequeños logros. Necesito creer que dentro de mí hay un tesoro que puedo dar sin vergüenza. Tal vez por eso busco personas que me recuerden cuánto valgo y me digan que mi vida merece la pena. Me falta fe para creer con más fuerza en lo que puedo llegar a ser. Puedo dejar ver la mejor versión de mí mismo. Eso me da alegría y ganas de mejorar. El cambio es posible. Y al mismo tiempo no quiero dejar de ser quien soy. No me escondo para que el mundo no me rechace. Acepto mi verdad y veo que puedo ser una mejor persona. Puedo repartir esperanza en lugar de amargura. Puedo dar alegría dejando a un lado mis tristezas. Puedo vencer mi egoísmo dejando de lado mi tendencia a buscarme a mí mismo. Me doy por entero, me parto por los demás, me abro. Cambio sin dejar de ser quien soy. Miro hacia atrás y veo cuánto he cambiado. No soy el mismo que dejó un día su hogar al escuchar la llamada. No soy ese mismo joven soñador e inseguro. No me siento más capaz ahora, quizás he perdido facultades. Pero creo que le vida ha ido forjando mi corazón y me ha hecho más libre. Es lo que me gustaría, cambiar tanto por dentro que el miedo dejara lugar a la confianza y a la paz. Cambiar tanto que no tuviera miedo de las consecuencias de mis palabras. Siempre y cuando sea honesto con mi verdad y con los deseos de Dios. Si fuera más dócil a su voluntad encendería el mundo. Siendo quien ya soy. Pero dejando salir de mí una fuerza que es suya, una pasión que Él deja nacer en mi interior. Siempre quiero cambiar, sin perder mi esencia. Y al mismo tiempo entiendo que sólo Dios puede obrar los cambios en mí. Me endurezco, me ato, me esclavizo. Si Él con su poder no rompe todas mis resistencias, ¿cómo voy a poder cambiar por dentro? Quiero allanar los montes, rellenar los valles, inundar de agua los cauces secos, acabar con las torres en las que se encierra la belleza y la bondad, levantar castillos en el alma que protejan mi pureza. Alzar la voz para animar a los abatidos y acallar los gritos para dar fuerza a los temerosos. Quiero cambiar mis ánimos fluctuantes para dar seguridad a los que me conocen. Empezar de cero cada mañana agradecido por todo lo que me ha sucedido. Un cambio en la mirada, un cambio que libere mi corazón miedoso y poco audaz, poco valiente. Esos cambios son los que pido en adviento. Que mi vida tenga luz propia y pueda descansar en el corazón de Dios.

Juan Bautista es el protagonista habitual en el Adviento. Y me cuesta entenderlo. Es cierto que es el protagonista en la visitación de María a su prima Isabel. Él salta de gozo en el vientre de su madre al notar la presencia de María y Jesús. Ese momento sí es navideño. El nacimiento de su primo es el preámbulo del nacimiento de Jesús. Un niño que se alegra en Dios antes de nacer. Feliz porque la gracia de Dios lo toca y por eso celebramos como Iglesia su nacimiento, no sólo su muerte. Al nacer ya está lleno de Dios. Esa visita cambia su corazón. Lo toca Dios por dentro y llena su alma de esperanza. Me alegra pensar en Juan Bautista que nace lleno del poder de Dios. Ese niño bendecido que es concebido sin ser esperado, cuando ya era muy tarde para Isabel y Zacarías. La que llamaban estéril creyó y quedó esperando. Y su hijo va a ser un profeta, el precursor. Es por eso por lo que la Iglesia lo celebra en el Adviento. Es el precursor, el comienzo de la salvación. Juan escucha a Dios. Primero en el seno de María y más tarde, en un momento muy concreto, escucha a Dios y descubre su vocación, su camino: «En el año quince del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea; Filipo, su hermano, tetrarca de Iturea y de Traconítida, y Lisanias tetrarca de Abilene; en el pontificado de Anás y Caifás, fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto». Dios siempre habla en momentos concretos, precisos. Hay días con sus horas en los que la palabra de Dios recorre la tierra hasta habitar en un corazón abierto y le dice lo que desea. Así le pasó a Juan. Por eso me gusta pensar que siempre es un momento para que Dios me hable. Y de forma especial lo es el Adviento. En este adviento, en estos días sagrados en los que trabajo la tierra de mi alma, Dios viene a hablarme. Y yo escucho su voz dentro de mí, en lo hondo. Una voz sin palabras, con fuerza y contenido. Una voz que penetra mi alma y me posee. Una voz que me dice lo que tengo que hacer, el camino a seguir. Es entonces el adviento un tiempo de escucha. Dios viene a decirme algo y yo estoy distraído, pendiente de tantas otras cosas. Me preocupan más los regalos que tengo que comprar, o las posadas que hay que preparar. Vivo dando tumbos de un lado para el otro. Quiero llegar a todo, pero no lo consigo. Y me falta el silencio dentro del alma para escuchar. El desierto es fundamental. Allí le fue dirigida la palabra a Juan. Igual que a Jesús más tarde y durante su vida en Nazaret: «La vida pública de Jesús estuvo enraizada y fundamentada en la oración silenciosa de su vida oculta. El silencio de Cristo»[2]. Hacer silencio es la tarea más difícil y ardua a la que me enfrento. No es fácil callar, esperar en silencio, aguardar a que Dios me hable. Comenta el cartujo Agustín Guillerand: «Las palabras que no pronunciamos se convierten en oraciones. Ahí reside nuestra fuerza y sólo podemos hacer algún bien a través de ese instrumento que es el silencio. Hablamos a Dios de aquellos con quienes no hablamos»[3]. Me atrae ese silencio buscado y deseado. El silencio de los que callan para estar con Dios. El silencio que es ausencia de ruidos y palabras, ausencia de gritos y reclamaciones. Ausencia de voces. En el silencio me siento incomodo en ocasiones. Pierdo la paz y siento que no puedo caminar seguro. El silencio es lo más contrario a mi forma de vivir. Vivo lleno de ruidos. Música, conversaciones, redes sociales, preocupaciones que me quitan la paz. No me callo por dentro y tampoco por fuera. Hablo, grito, pido, suplico. No logro calmar la velocidad de mis pensamientos. Siento que la vida se juega en lo que hago, en lo que digo, en lo que consigo, en lo que me resulta bien. Entender que el silencio es fundamental para mi alma me resulta extraño. Quisiera hacer mucho más por los demás. Y siento que estar en silencio es una pérdida de tiempo. Faltan palabras de consuelo y esperanza. Quiero gritarlas para que el mundo las oiga. Estar en el desierto es como ser abandonado, como esa barca en el dique seco que no sale ya más a pescar. El desierto es lo contrario de la vida bulliciosa que busco cada día. Me gustaría ser capaz de adentrarme en el desierto de mi alma. Calmar los gritos que llevo dentro. Apaciguar mis ansias de lograrlo todo. Perder más el tiempo con Dios, ese tiempo tan valioso que poseo y se me escapa. El desierto exige que me despoje de preocupaciones, de miedos, de ataduras en forma de adicciones y dependencias. El desierto no es atractivo. No hay risas, ni gritos, ni presencias, ni voces que me reclamen. El silencio es soledad, es dejar de buscar para esperar a que me llamen. Es dejar de correr en cualquier dirección para esperar a que me digan cómo siguen los siguientes pasos. El desierto es ausencia de decisiones esperando la decisión que pueda cambiar mi vida. Me gusta pensar en el adviento como una oportunidad para ir al desierto en busca del silencio. Me pongo en camino.

Saber el camino a seguir no es sencillo. Señalar el camino a otros es todavía más confuso. Juan es el que señala el camino a seguir: «Y se fue por toda la región del Jordán proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: - Voz del que clama en el desierto: - Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas; todo barranco será rellenado, todo monte y colina será rebajado, lo tortuoso se hará recto y las asperezas serán caminos llanos. Y todos verán la salvación de Dios». Juan me habla de la necesidad de la conversión. Quiere que me convierta y viva. Quiere que cambie por dentro y tenga vida. No es tan sencillo cambiar. Menos aún convertirme de verdad. Hacer que las cosas que me importen sean las de Dios. Y lograr que mi prójimo esté en el centro de mi vida y sea mi prioridad. Convertirme significa un cambio de prioridades, de amores, de opciones y elecciones. Quizás no depende tanto de mi esfuerzo y sí mucho más de mi docilidad. Quiero dejarme convertir en lo que Dios quiere para mí. Quiero dejar que sea Dios el que me trabaje y cambie. Pero yo me asusto, tengo miedo de no conseguirlo y seguir siendo el mismo después de mil intentos fallidos por ser mejor. Escribe Mario Benedetti: «No te rindas, aún estas a tiempo de alcanzar y comenzar de nuevo, aceptar tus sombras, enterrar tus miedos, liberar el lastre, retomar el vuelo. No te rindas que la vida es eso, continuar el viaje, perseguir tus sueños, destrabar el tiempo, correr los escombros y destapar el cielo. No te rindas por favor no cedas, aunque el frío queme, aunque el miedo muerda, aunque el sol se ponga y se calle el viento, aun hay fuego en tu alma, aun hay vida en tus sueños, porque cada día es un comienzo, porque esta es la hora y el mejor momento, porque no estás sola, porque yo te quiero». Esa mirada positiva sobre la vida, sobre mí mismo me hace pensar en la conversión con una actitud positiva. No tengo miedo. Dios puede hacer grandes cosas conmigo: «¡Grandes cosas ha hecho Dios con éstos! ¡Sí, grandes cosas hizo con nosotros Dios, el gozo nos colmaba!». Dios puede hacer grandes cosas conmigo. No desfallezco, no tengo miedo, no me rindo y no dejo que el desánimo me pueda. No quiero dejar de intentarlo. Siempre la humildad es el camino, dejarme hacer y no intentar hacerlo todo. Dejar que surja una obra de arte dentro de mis cenizas, de mis escombros caídos. No quiero convertirme en quien no soy, pegando a mi piel luchas que no son las mías y costumbres que no me pertenecen. No deseo ser otro, porque no hay nadie que valga lo que yo valgo. Soy único y mi valor es de Dios. Tengo dentro de mí una fuerza que ha puesto Dios. Él ha sembrado mis sueños para que no me acostumbre ni me conforme con lo que estoy viviendo. Me gusta una frase de Víctor Hugo que dice: «Sé cómo el pájaro que, deteniendo su vuelo un rato en ramas demasiado débiles, siente cómo ceden bajo su peso, y sin embargo canta, sabiendo que tiene alas». No me entristezco, no pierdo la paz. Porque puedo volar cuando sienta que mi mundo se hunde a mi alrededor. No pierdo la alegría cuando siento que todo cae sin darme apenas cuenta. No me desaliento cuando la vida parezca más triste de lo que yo deseaba. Me pongo en marcha. Creo, vuelo, sueño. Puedo ser mejor y más de lo que hoy soy. La conversión es posible. Es una obra de Dios en mí. Me dejo hacer por Él en este adviento. Dejo que me toque con sus manos de niño recién nacido. Mi cueva es ese corazón que no está limpio. Lo miro y pienso que puedo dar mucho más de mí. Puedo limpiar mi alma. Puedo dejar que Dios la llene de luz. Me alegra comprender que la transformación es posible. Dejo a un lado todo lo que me impide cambiar. Necesito tener más amor dentro de mí como hoy escucho en boca del apóstol: «Y lo que pido en mi oración es que vuestro amor siga creciendo cada vez más». Que mi amor crezca cada día más. Que sepa amar con más verdad, con más humildad, con más respeto, con más ternura. Con más pureza, con más generosidad, con más sencillez. Un amor hondo y puro que brote de lo hondo del corazón de Dios en mí. Esa es la verdadera conversión que deseo. Dios puede hacerlo posible si le dejo entrar en mi alma y me dejo cambiar por su amor firme. Creo contra toda esperanza. Confío en el poder de Dios, ese poder infinito que puede cambiarme. Rompiendo los muros de mis resistencias. Venciendo los miedos que no me dejan abrir mi alma a su poder. Creo en ese Dios que viene a mí a decirme en Navidad que ha decidido quedase a comer en mi casa. Nunca estoy listo para presentarme ante Él sin máscaras, sin mentiras, sin promesas. Así como soy en mi verdad más pura. En mi miseria más evidente. Lo miro conmovido. No tengo nada que ocultar, mucho que cambiar. Confío en su poder.



[1] J. Kentenich, Niños ante Dios

[2] Cardenal Robert Sarah, la fuerza del silencio, 75

[3] Cardenal Robert Sarah, la fuerza del silencio, 77

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