Homilía del padre Carlos Padilla - 5 de enero de 2020

Domingo 5 de enero de 2020 | Carlos Padilla

II Domingo de Navidad y Reyes Magos

Eclesiástico 24,1-2.8-12; Efesios 1,3-6.15-18; Juan 1,1-18; Isaías 60,1-6; Efesios 3,2-3a.5-6; Mateo 2,1-12

 

«Hoy os ha nacido, en la ciudad de David, un Salvador, el Mesías, el Señor. Esto os servirá de señal: - Encontraréis al niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre»

5 y 6 Enero 2020 P. Carlos Padilla Esteban

«Le doy gracias a Dios por guiar mis pasos peregrinos e iluminar mis noches solitarias. Por salvar mi vida sagrada. Canto despacio la canción de mi alma. Jesús sonríe»

Me detengo ante el portal del Niño Dios. Asombrado, sin muchas palabras que decir. Sobra el ruido. Importa más el silencio. Me arrodillo conmovido, contengo la respiración. Con el alma en vilo, esperando a que nazca el sol en medio de mis manos, en mi día, en mi alma. En medio de mis noches, de mis miedos, de mi vulgaridad. En medio de mi mediocridad, y mi tibieza. Quiero que el Niño que nace alce mi vida en sus manos, o yo la suya en las mías. Ya no sé. Me detengo ante un niño que nace sin que nadie lo vea, sin que nadie lo exija. Y nace sin que muchos sepan, más bien muy pocos. Es Navidad. Se me llena la boca de palabras, de luz, de fiestas, pero transito sin ahondar, sin tocar el fondo del alma. Sin que mi vida cambie ni mis sueños. Sin que todo sea distinto a lo que parece. He recorrido largos caminos este año. Llego cansado ante un Belén tan nuevo, tan distinto, tan igual al de siempre. El mismo José, la misma María, el mismo Niño que nace. Y las ovejas, el buey y la mula. Y los pastores, también los mismos, o son distintos. Parece todo tan nuevo para mí. Está mi alma tan acostumbrada a las rutinas. A los horarios inalterables. A las campanadas de siempre a la misma hora. Al horario vigilado por mi alma que busca seguridades, para no retrasarse. Y súbitamente los horarios son otros, y los ritmos, y los rostros, y el paisaje en el que deambulan mis pasos. Y el camino marcado aparece cambiado. El río no es río, sólo cauce. Y los montes parecen tan inalcanzables. Y las historias pasadas no son las mías. Y las mías no son las historias de los que encuentro. Y mis palabras significan cosas distintas mientras que otras palabras no las entiendo. Parezco extranjero en tierra extraña. Como José y María huyendo de algún sitio para encontrarse con ellos mismos, con su Dios. Quizás tengo que desandar caminos pasados para encontrar mi alma en un momento nuevo, sagrado, limpio. Necesito desencontrarme para poder hallarme de verdad. Y ver, mirando a mi rostro, al niño escondido en lo más profundo. Quizás tengo que sentirme perdido para lograr estar en casa seguro ya para siempre. Es difícil hacer como si todo ya estuviera hecho. No pretendo tener todas las respuestas a las preguntas de siempre. Porque Dios me cambia las preguntas. Deseo ser capaz de partir de cero sin más pretensiones. Escribir todas las letras posibles, mis más profundas poesías, en una hoja en blanco sin desear que ya estuviera escrita. Me detengo conmovido ante el portal de José y María. Nada cambia en Navidad. Todo sucede de nuevo. Para que me encuentre en casa allí donde me encuentre. Acaricio al Niño que nace entre mis manos y yo me siento inexperto para cuidar a un niño. Para tratar con recién nacidos. Y quisiera tener el camino ya hecho. Los días ya vencidos. El tiempo ya pasado. Pero no es así. Abrazo el presente que es tan mío, tan sagrado, tan nuevo. No le tengo miedo al día que amanece, al niño que nace entre mis manos nuevas. Y yo soñando a su lado los sueños nuevos que ha sembrado Él mismo, de eso estoy seguro, en tierras nuevas. Me gusta su mirada compasiva sobre mi vida herida. Y yo también lo miro a Él, hoy conmovido. Lo miro indefenso, peregrino y me encuentro guardado en sus pupilas santas, en su alma inmensa, de Dios, sagrada. Y comprendo que los miedos son pasajeros. De rodillas, descubro una melodía guardada en mi alma. Navidad en mis pies de barro, en mis ojos ingenuos, en mi voz tan queda. Navidad en mis vínculos hondos, en los lazos que entrelazan mi alma, en las campanas que repican en lo profundo de mi vida, para que no esté solo. Y consigo abrazar al Niño dentro de mi pecho. Para que no se vaya. Le doy gracias por guiar mis pasos peregrinos. Por iluminar mis noches solitarias. Por salvar mi vida que para Él es tan sagrada. Canto despacio la canción de mi alma. Y Jesús sonríe al oírme. Con mi guitarra entono melodías de siempre. O tan nuevas. Y le doy gracias a aquel que me sacó de mi tierra. Para echar raíces santas, para sembrar flores nuevas. Y siento que en su abrazo se contienen todos mis sueños hechos realidad entre sus dedos. Y le sonrío. Él me sonríe. Guardo silencio. Lo miro.

Me detengo una vez más a contemplar el misterio en Navidad. Hoy medito las palabras de S. Juan: «En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria». No impone Jesús al nacer todo su poder. No exige la fidelidad o el seguimiento. Tal vez la fidelidad no se puede exigir nunca. Es un don que se recibe. Igual que el amor tampoco se puede pretender. O soy amado o no lo soy, pero no puedo exigirlo. Y cuanto más lo exijo, menos soy amado. El amor, la acogida en el alma, la misericordia, el perdón, la fidelidad, son dones de Dios en mí. Él los hace posibles. Yo sólo no puedo. Construyo más fácilmente la desunión. Es más fácil separar que unir. Más fácil contagiar el pesimismo que la esperanza. Teñir mi entorno de desesperanza antes que de la luz de un mundo nuevo. Más fácil hablar mal de alguien que bien. Tal vez porque me he especializado en ser un carroñero que busca la porquería que le rodea para regodearse en ella. Me da miedo perder la luz de la Navidad viviendo en la oscuridad: «Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió». Puedo cerrarme a la luz. Vivir oculto en mi cueva. Protegido en mis miedos. Escudado en mis prejuicios. Los suyos no lo reconocieron. No lo vieron. No supieron que era Dios. Los suyos, los que lo esperaban, los que aguardaban la llegada del Mesías. Los suyos, los que compartían sus mismos miedos y debilidades. Los suyos, yo mismo. No lo reconozco oculto en medio de mi vida. No lo veo. Tal vez espero a alguien distinto. O miro lo que me preocupa, lo que me asusta. Pero no distingo su luz que siembra claridades. No acojo al niño que cambia mi comodidad, mi paz. Leía el otro día: «La humildad también te permite acoger consejos, reproches, acepto algo de los demás. Con Dios, cuanto más reconocemos que dependemos de su bondad, más nos abrimos a recibir su gracia»[1]. Hace falta mucha humildad para acoger críticas, juicios, consejos. Cuesta integrar en mi propia vida al que es diferente, al que no piensa como yo. Hace falta tener un corazón muy grande para recibir al nuevo, para esperarlo sin cerrar la puerta a su paso. El que llega puede alterar mi comodidad, mis ritmos, mis seguridades. Así sucede con Jesús en mi vida. Puedo aceptarlo y exponerme al cambio. O puedo dejar que pase de largo. O pasar yo de largo. La Navidad no se impone. Es sólo una oportunidad que me da Dios para vivir al que se hace carne en mi vida, en mi familia, en mi trabajo, en mi ambiente. Dios oculto. Sólo la fe desvela sus pasos, sus palabras, sus deseos. La fe profunda. Sólo mi fe es la que me salva. Y yo sólo puedo llevar esperanza a otros corazones si estoy lleno de ese Dios al que anuncio. Quiero encontrarme con Él. Tocar sus pasos. Escuchar su voz. Quiero abrazarlo en medio de la noche cuando no veo nada a mi alrededor. ¿De qué tengo miedo? Me sujeto a su piel de niño. Me abrazo en su pesebre sagrado. Allí quiero comer yo para no tener hambre. Beber en él para no tener sed. Me conmueven los ojos de Jesús. Tan humanos como los míos. Quisiera yo mirar como Él. Desde lo más profundo del corazón. Mirar con verdad, con amor, con humildad. Mirar sin juzgar. No quiero perder yo esa mirada humana que me ha dado Jesús. La mirada humana sobre la vida, sobre mi vida. Me debato continuamente entre lo que debo hacer y lo que quiero hacer de verdad. Entre lo que procede y lo que no es necesario. Entre lo fundamental y lo accesorio. Una mirada humana, una mirada de Dios. Una única mirada que lo integra todo. Yo separo tanto las cosas. Lo que se ha de hacer y luego lo que hago. Aquello que hago sólo como un deber, como una carga y aquello que hago poniendo todo el corazón. Me doy cuenta, de vez en cuando aprieto los dientes y hago lo que corresponde, lo que todo el mundo espera. Lo que algunos desean. Para quedar bien, para no quedar mal. ¿Y si de repente decido hacer lo que quiero hacer? ¿Y si veo que es eso lo que Dios quiere? Las apariencias no importan, aunque me fije en ellas. Importa el corazón. Y yo no quiero vivir con los labios rígidos, con los dientes apretados. No quiero vivir sujetando con fuerza la vida para que no se me desboque. Quiero ser muy humano sin dejar de ser de Dios. Quiero vivir de su mano, en su piel de niño, en su cuerpo humano. Quiero hacer lo que Él desea de mí. Pero con el alma ensanchada, llena de luz y esperanza, sin apretar los dientes. Al fin y al cabo, la vida son dos días para pasarlos queriendo hacer siempre lo políticamente correcto. No importa tanto la crítica del que no acepta mi forma de mirar. No cuesta tanto ni es tan doloroso ser criticado. No importa, haga lo que haga algo dirán de mí. Entonces mejor hacer lo que el alma quiere. No siempre lo que debe. Y elegir lo humano, lo más sano, lo que integre más a Dios en mi vida, en mis gestos, en mi entrega. Pero buscando su querer, mirando a los ojos de este Niño Dios en Navidad. Ahí descansan mis sueños y reposan mis esperanzas. Recojo su mirada entre mis dedos. Lo abrazo para que se encienda en mi interior la misma luz que el Niño posee. Su luz que acaba con mis miedos, con mis sombras. El alma se relaja. Y dejo que el sol muera entre mis dedos. Otro día más. Otra noche.

No sé cómo se despide el año. El último segundo. La última campanada. La última palabra del año pasado. Y todo se acaba de repente. Y todo comienza. Tiene la vida algo extraño. Tras la muerte brota la vida. Tras la vida viene la muerte. En una cadena eterna. La vida de ahora, la vida de entonces. La muerte presente. La muerte de un día. Y un año se acaba. Y lo despido nostálgico. Porque ha sido distinto, único. No como otros. Y duele el desgarro de idas y venidas. Y los secretos guardados en el alma. Como hojas caídas del árbol al llegar el otoño. Sembrando nuevas esperanzas. Despertando amaneceres. Anochece, nace un nuevo día. Quiero dar gracias por el año que concluye. Quiero alabar a Dios por todo lo que me ha regalado. Día a día, mes a mes. Tantos regalos ocultos. Un año como otro cualquiera. O tan distinto. Miro el tiempo que ha pasado. Comencé el año abriendo hojas en blanco, rellenando sueños, despertando anhelos. Y el deseo de crecer en la piel. Bajo la bendición de Dios: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor te muestre tu rostro y te conceda la paz». Dios me bendice. Habla bien de mí. Desea que crezca, que florezca mi alma, que sienta en mi corazón la alegría de los hijos. Y así comencé a recorrer los días y los meses. ¿Sería todo igual que siempre? ¿Vendrían sólo bienes a mi alma? El corazón teme el desgarro. Perder lo que ama. Se ilusiona y sueña. La desilusión duele en lo más profundo. No sé cómo se digiere la pérdida. No sé vivir el duelo. Duele el alma. Quisiera comenzar todo de nuevo. ¡Qué manía la mía de volver la mirada al pasado! Como si pudiera cambiar los días de ayer. No es posible. El corazón lo sabe. Pero se empeña, yo me empeño. En detener el reloj o en volver a algún punto en el tiempo ya pasado, casi olvidado. El presente manda. Siempre se impone con la fuerza de los segundos que se deslizan monótonos por el reloj. No quiero cambiar el año que pasa. Pero lo miro perplejo. Tantas cosas en tan poco tiempo. ¿Es posible contener el dolor en una vasija de barro? ¿Y luego? ¿Dónde lo vierto? ¿El dolor tiene algún sentido? El dolor lo provoca mi corazón que ama, sueña y anhela. Y el desgarro, el bendito desgarro. Y el tiempo que todo lo sana y eleva. O parece calmar los miedos y las ansias. Con una mano suave, la de Dios en forma de ángel. Y me detengo ante el rostro de María al comenzar el año, al acabar el año. No tengo miedo. Acaba un tiempo sagrado. Comienza otro. No tengo nada que perder. No me queda nada. El corazón vacío. Se lo entrego a Jesús en el pesebre. Mi alma inquieta. Soñadora. Me muestra su rostro Jesús. Me da la paz en medio de inquietudes. Todo un año pasado por mi piel. El hogar que se hace allí donde pongo mi vida. Donde siembro mis esperanzas. Donde dejo crecer una vida inmensa entre los dedos. Acabo el año dando gracias a Dios. Por el dolor, por la alegría. Por el desgarro, por las raíces. Miro mi año agradecido. Dios me ha sostenido en todos mis vértigos. Ha conducido mi barca por mares revueltos. Me ha dado su luz en su oscuridad. Ha vertido en mi alma una esperanza nueva. Me ha abierto los ojos. Me los ha cerrado abriéndolos hacia dentro. Comienza un nuevo año y el corazón sueña. Nuevos desafíos, nuevas montañas, nuevos mares por recorrer, por surcar. Quiero la gracia de agradecer. La gracia de luchar. Comenta el P. Kentenich: «Sabemos que, cuando Dios quiere regalarnos una gracia especial, nos regala primero el correspondiente anhelo»[2]. La medida de mi anhelo. ¿Qué es lo que sueño al comenzar este año? ¿Qué desafíos me plantea la vida? No puedo vivir oculto entre mis miedos. Dios puede darme un corazón muy grande. Si me dejo amar. Un año nuevo lleno de días, de horas, de minutos. Un año lleno de posibilidades. Surgen los miedos ante lo que no conozco. El futuro está en mis manos. de mí depende vivirlo con paz y alegría. Quiero comenzar este año con la bendición de Dios. Se la pido entre lágrimas, entre sonrisas. El amor duele en lo más hondo. Y la capacidad de dar la vida. Y el deseo profundo de que todo tenga sentido. No lo sé. Sólo Dios lo sabe. Y el deseo de vivir con el alma anclada. Con la paz pegada en mis entrañas. Deseo que el cielo se haga vida en mi tierra. Y se cumplan todos mis anhelos. Y la verdad reluzca con fuerza en medio de la noche. No sé bien lo que me espera, lo que Dios espera o me pide. Sólo que esté con paz y alegre. Paz y alegría al comenzar el año. Y la esperanza de seguir dando la vida. ¿Cuántas cosas quiero cambiar al comenzar un nuevo año? El deseo de abrazar un futuro que aún no me pertenece. El anhelo de lograr una vida plena cuando llegue el tiempo. Y las estrellas que brillan dentro de mi noche. Y el amor que se hace más hondo para dar vida. No le tengo miedo a lo que aun no ha ocurrido. Lo entrego todo como un niño. Mi vida está en sus manos. Nada temo.

La Epifanía es la fiesta en la que se manifiesta la divinidad del Niño Dios ante los pueblos. Al rey Salomón fue a verlo la Reina de Sabá: «La reina de Sabá oyó hablar de la fama que Salomón había alcanzado, y fue a Jerusalén para ponerle a prueba con preguntas difíciles. Salomón respondió a todas sus preguntas. Al ver la reina de Sabá la sabiduría de Salomón, se quedó tan asombrada que dijo al rey: - Lo que escuché en mi país acerca de tus hechos y de tu sabiduría, es verdad. En realidad, no me habían contado ni la mitad de tu gran sabiduría, pues tú sobrepasas lo que yo había oído. ¡Bendito sea el Señor tu Dios, que te miró con agrado y te puso sobre su trono para que fueras su rey!». 2 Crónicas 9, 1-9. Una reina poderosa se inclina ante el poder de Salomón admirada de su sabiduría. Jesús va a comparar la actitud de esta mujer con la del pueblo de Israel: «La reina del Sur se levantará en el juicio con esta generación, y la condenará; porque ella vino de los fines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón, y he aquí uno que es más que Salomón en este lugar» Mateo 12,42. Ella creyó. Y los contemporáneos de Jesús no creyeron en Él. En el día de hoy se manifiesta el poder oculto de Jesús ante los pueblos de la tierra. Unos sabios, como entonces la reina, vienen ahora adorar el misterio escondido: «Habiendo nacido Jesús en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: - ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo». Pero muchos no le ven. El rey verdadero ha nacido. El rey permanece oculto en una ciudad pequeña, Belén. Nace la luz en lo oculto de un portal. En medio de la noche. Unos sabios desconocidos creen. Se manifiesta Dios en su epifanía. Poco importan sus nombres, su identidad. La Iglesia hoy celebra la mirada de esos hombres que recorrieron un largo camino para ver al rey de reyes. Creyeron sin ver. Antes de ver ya sabían que algo grande iba a suceder esa noche. Tuvieron una fe imposible y se adentraron en tierras desconocidas sin saber lo que iban a encontrar. Tuvieron el valor y la audacia de ponerse en camino. Atravesaron desiertos buscando al niño que iba a nacer: «Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino y, de pronto, la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron». Los sabios se postran porque ven lo que muchos no ven. Son capaces de descifrar los misterios en la noche. Ven cuando nadie ve. Tienen ese don de profecía que les permite tener esperanza en medio de la tormenta, cuando nadie espera. Confían y se dejan llevar por su intuición más verdadera. Allí, en medio de pajas, animales, pastores, y hombres normales se esconde el misterio. Hoy estoy acostumbrado a banalizar lo sagrado, lo que está lleno de misterio. Me gusta que todo se sepa. Conocer las verdaderas intenciones. Desvelar lo oculto. Pretendo que los misterios dejen de serlo. Todo a la luz del día. Todo claridad. Necesito volver a creer en el misterio. No tengo que saberlo todo. No tengo todas las respuestas. No entiendo el futuro incierto. No sé cuál es el sentido oculto de tantas cruces. Voy a ciegas muchas veces queriendo que se desvelen los misterios, pero permanecen ocultos a mis ojos. Y yo sigo creyendo. Decía el Papa Francisco: «No dejes que los fracasos de la Iglesia te alejen de Dios». La apariencia me dice una cosa. Y pienso que en lo oculto siempre hay pecado y corrupción. Y me confundo. No siempre es así, aunque a veces la fragilidad humana ceda a la tentación. Y el misterio oculte caídas, infidelidades, pecados. No dejo de creer en lo sagrado, en el misterio. La Iglesia es santa y pecadora. Llevo dentro de mí la debilidad que me puede llevar a caer ante la tentación. Pierdo en la lucha diaria. Salgo de mí mismo, me pongo en camino, para aprender una sabiduría nueva. La manifestación del poder de Dios en la carne de un niño. Me arrodillo ante ese Dios que se abaja para salvarme, para caminar conmigo. Yo quiero descubrir a Dios en mi mundo que ha perdido el sentido por lo sagrado. Pero no para blindar mi vida y apartarla de un mundo que parece mancharme. No para huir de los hombres. Quiero aprender a descubrir la sabiduría en los hombres sencillos. Que no parecen sabios y lo son. Quiero aprender a vivir mirando la vida de personas que no parecen santas, y tal vez lo son. Me arrodillo ante un niño oculto en un pesebre. No en un palacio, no rodeado de oro y muchos bienes. La apariencia me confunde. Detrás de la aparente pureza hay tantas veces corrupción. No me desanimo. Detrás de lo que en apariencia no es puro se esconde una verdadera sabiduría. No juzgo por apariencias, no quiero equivocarme. Hago como los reyes que se dejan llevar por su intuición siguiendo una estrella. Dejan sus comodidades para ponerse en camino fuera de la paz sagrada de sus tierras. Lo dejan todo y se vuelven peregrinos. En busca de un Dios oculto. Me gusta esa mirada capaz de desentrañar misterios. Una sabiduría nueva es la que persiguen. Una forma nueva de entender la vida. Quiero aprender de los demás. Quiero admirar su sabiduría, su verdad. Quiero postrarme ante su verdad oculta en formas humanas. Así sigue hablándome Dios en el presente. Así permanece escondido para que sólo unos pocos puedan arrodillarse ante el misterio escondido.

Los tres regalos de los sabios: Oro, incienso y mirra: «Después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra». Hoy escucho: «Tu corazón se asombrará, se ensanchará, porque la opulencia del mar se vuelca sobre ti, y a ti llegan las riquezas de los pueblos. Te cubrirá una multitud de camellos, dromedarios de Madián y de Efá. Todos los de Saba llegan trayendo oro e incienso, y proclaman las alabanzas del Señor». Tres regalos llenos de esperanza. Los sabios se postran ante Jesús y lo adoran: «Se postrarán ante ti, Señor, todos los pueblos dé la tierra». Se postran todos los hombres ante Jesús. Esa noche sólo esos sabios adoran el misterio. Junto a los pastores. Los animales. Poco más. ¿Dónde están todos los pueblos de la tierra? Los comienzos son sencillos, ocultos. El misterio sigue cubriendo el oro oculto en un pesebre. Los tres regalos simbolizan la naturaleza de Jesús. El oro oculto en piel humana. El oro escondido en la pobreza de un pesebre. El oro que lleva Jesús en su corazón. Jesús es rey. El oro es lo más valioso. Lo que el hombre desea con más fuerza. Oro para comprar con él todo lo posible. El oro para que mi vida cambie. Deseo con tanta fuerza los bienes materiales. Me empeño en buscar oro. Idealizo el oro. Y me pierdo por conseguirlo, por conquistarlo. La pobreza de mi vida. Sé que no es oro todo lo que reluce. La verdad de las cosas, de las personas. El verdadero oro permanece oculto a loa ojos. El valor lo llevo dentro, en una vasija de barro. Dentro de mi alma está el oro esperando a que alguien lo descubra, descorra el velo y deje que salga a la luz. El oro oculto en mi interior bajo tanto maquillaje. Ese oro es el que de verdad importa. Jesús es ese oro que se regala, se dona, se entrega. El oro que muchos no van a recibir porque no tiene la apariencia del oro. Yo soy así. Rechazo por la apariencia. Me fío de lo que ven mis ojos. No voy al corazón de las personas. Veo rostros, escucho palabras y no ahondo. Me pierdo en la superficie. Me gustaría hoy tocar el oro de Jesús que se me regala en personas, en sucesos. El oro oculto. Lo quiero mirar sorprendido, adorándolo como un regalo inmerecido. El oro, el más valioso regalo. Doy gracias a Dios por el oro que me regala. Y quiero yo regalar mi oro a los que están conmigo, mi verdad, mi originalidad, mi autenticidad. En esa coherencia de vida verán a Dios en mí. Otro regalo, el incienso. Es la oración que se eleva a lo alto. Es Jesús que es hombre y es Dios. Es rey que se hace humildad y pobreza. Viene a reinar para que yo lo adore postrado en tierra. Mi oración se eleva como incienso en su presencia. Es la oración que Dios acoge en sus manos. Y yo lo miro todo conmovido. Postrado, adorando el misterio. El tercer regalo, la mirra. Jesús alivia el dolor de los que sufren. Lo mismo quiero hacer yo con mi vida. Aliviar al que sufre, al que está solo, al perseguido. Mi mirra para calmar las ansias y los miedos. Para sanar el alma. Oro, incienso y mirra. Pienso en esos regalos que hoy los sabios entregan a Jesús. Pienso en la pobreza de mis propios regalos. Vengo con las manos vacías al portal. No traigo grandes méritos ni logros. A veces he pensado que mi vida será más plena cuando consiga todo lo que sueño. Y luego compruebo una y otra vez que no me recordarán por mis logros, por mis escritos, por mis obras. Recordarán mi amor aquellos a los que he amado. Valorarán mi vida aquellos en quienes he enterrado mi vida. Sabrán lo que valgo aquellos a los que les haya abierto mi corazón. Es el regalo más grande, mi capacidad para amar y dejarme amar. Me cuesta tanto. Quiero tener la capacidad de regalar mi vida. Si me la guardo se perderá para siempre. Quiero agradecer por todo lo recibido. El corazón es más feliz cuando da que cuando recibe. Y yo creo que no. Me empeño en que me den, en recibir más, en obtener regalos. Y la vida se me escapa sin ser feliz por no tener lo que deseo, por no recibir todo lo que espero. El corazón infantil y mediocre le pide a la vida más de lo que le puede dar. Lo sabios traen lo que tienen. Nada especial. Simplemente traen lo que más vale. Que no suele ser lo que más dinero cuesta. No sé hacer regalos. Creo con frecuencia que un regalo vale más por lo que cuesta. No tengo en cuenta que lo que importa es la persona que se entrega en el regalo. Su originalidad, su belleza, su alma. Es el mayor regalo. Ese amor pobre que se entrega. Así quiere ser mi amor hoy a Jesús. A tantos que tengo cerca. Mi cuidado pequeño y miserable tiene más valor que todo el oro del mundo. Lo que de verdad importa, no lo que brilla en la superficie. Mi vida auténtica. Mi amor verdadero. Eso es lo que cuenta.

Y los sabios regresan a su hogar siguiendo otro camino: «Id y averiguad cuidadosamente qué hay del niño y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo. Y habiendo recibido en sueños un oráculo, para que no volvieran a Herodes, se retiraron a su tierra por otro camino». No se dejan confundir por las palabras de Herodes. No buscan el poder de los hombres. Han creído en el poder de Dios. Han visto cómo es el corazón de Herodes y no creen en él. Vuelven por un camino diferente para escapar de su influencia. ¡Cuánto influye la opinión de los hombres en mí! Creo que son ellos los que guían mis pasos. Sus palabras, sus consejos, sus propias tentaciones. Me dejo llevar por ese éxito que alimenta mis sueños. Sueño con lograr que todos me sigan, me admiren, me reconozcan. Tanta vanidad hay en mis sueños. Tanta superficialidad. Leía: «La Iglesia primitiva tuvo que librar una lucha titánica contra un mundo orientado hacia el más acá. Para no debilitarse, renunció voluntariamente a muchos bienes nobles, a bienes naturales, a fin de concentrarse indivisa e íntegramente al ideal religioso»[3]. Quisiera ser capaz de seguir caminos distintos, propios que me pueden llevar a ser ignorado, a fracasar y no encontrar el éxito humano. Leía el otro día: «Para vivir bajo la mirada de Dios hay que aceptar quedar a veces oculto a la de los hombres»[4]. Seguir su camino me lleva a no seguir el que marcan los hombres. Los caminos que me marca Dios son sagrados. Al seguirlos puede que otros no lo entiendan, y no me aplaudan. ¿Estoy dispuesto a rechazar la gloria humana, el éxito que me venden como lo más valioso de mi vida? Me da vértigo. Me da miedo la soledad, el abandono. La muerte de sueños humanos. Pero al mismo tiempo me asusta quedarme sólo en los caminos que otros me indican. Y dejar de buscar los que Dios me marca. Como si el aplauso de los hombres tuviera más peso en mi alma que el abrazo de Dios. Lo miro conmovido en este año nuevo, en este tiempo santo. ¿Qué quiere de mí Dios en estas noches de invierno? ¿Qué desea que haga en este nuevo año que se abre ante mis ojos? Sé que lo sabios volvieron a su tierra, a su casa, por otro camino. No hicieron caso de las palabras de los hombres. Me impresiona su libertad, su alma tan honda. No les tienen miedo a los hombres y siguen por otro camino, por el que Dios les marca. ¿Cómo sé lo que realmente desea para mí? Me confundo. Veo que a veces permanece callado a mi lado. Y otras veces me habla con una claridad asombrosa. Me grita, me empuja, me abraza para decirme que estoy bien, yendo por el camino que me indica. Pero vuelvo a pensar: ¿Y si me equivoco? Siempre la misma duda tan humana. Es cierto, puedo confundirme y errar el camino. Pero también sé que eso poco importa. Todos los caminos llevan a Él cuando lo busco con un corazón sincero. Aunque me equivoque al interpretar sus deseos. Aunque cometa errores. Pienso en el mismo S. Francisco en San Damián. Ingenuamente piensa que reconstruir la Iglesia de Dios pasa por poner unos ladrillos. Era mucho más lo que Dios le pedía. Cada cosa a su tiempo. Igual que conmigo. Es más honda mi vida y mi misión. Lo importante es ir siempre en dirección a casa, al hogar del Padre donde me espera, siguiendo sus pasos. Hoy escucho: «El Dios de nuestro Señor Jesucristo os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama». Quiero conocer su voz. Camino en dirección al nacimiento en el que Jesús se hace carne para darme esperanza. ¿Cuáles son mis sueños al comenzar este año? Sueños que despiertan en mí el anhelo dar la vida, de regalarla, de no guardarme nada. Sueños que me llevan a esperarlo todo de Él y no tanto de mí, como siento a menudo. Jesús habita en mí, es ese Dios conmigo que camina y corre a mi lado. Es ese hombre que viene a salvarme de mis miedos absurdos. Permanece oculto en carne humana para que aprenda a verlo con los ojos de la fe. Yace escondido en lo oculto de una gruta para que aprenda a arrodillarme ante el misterio. No me importa el tiempo que necesite para ser más suyo. Dios se va desvelando entre mis dedos sin demasiadas prisas. Viene a mí a golpe de palabras. Va ahondando en mi alma con un cincel sagrado. Desvela su rostro en mi propia alma con golpes santos. Teje su vida en mi propia vida. Es Él quien guía mis pasos. Se sirve de lo humano para mostrarme el camino. Yo lo sigo con fe, confiado.



[1] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios

[2] José Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

[3] Christian Feldmann, Rebelde de Dios

[4] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios

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